Berlín: ecos de una historia de revolución y contrarrevolución

Una crónica de viaje y reflexión sobre la memoria histórica.

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Reichstag

«Las personas siempre han contado cuentos. Mucho antes de que la humanidad aprendiera a leer y escribir, todo el mundo escuchaba cuentos. Y había narradores que los contaban mejor que otros, es decir, que la gente les creía más sus mentiras.»

Günter Grass, escritor alemán y Premio Nobel de Literatura en 1999

  1. Introducción

Recientemente viajamos a Europa como parte de las tareas de construcción de la corriente internacional Socialismo o Barbarie (SoB). Aunque nuestro motivo principal fue atender reuniones y actividades con nuestros compañeros y compañeras de SoB-Francia en París, aprovechamos la oportunidad para visitar Berlín, una de las principales ciudades del viejo continente y, más importante aún, escenario de dramáticos acontecimientos históricos que moldearon el siglo XX.

Este artículo es una “crónica de viaje”, cuyo objetivo es sintetizar nuestras impresiones desde varios planos. Por un lado, se nutre de una serie de observaciones realizadas al caminar por sus calles, avenidas y parques; un recorrido que nos brindó diferentes percepciones sobre las luces y sombras que marcan la ciudad, la cual abordamos como un “documento” histórico y cultural donde convivieron las más elevadas expresiones de la modernidad con las más atroces fuerzas destructivas liberadas por la humanidad; una tensa relación histórica cuyos rastros son fáciles de apreciar en la Berlín contemporánea.

Aunado a lo anterior, nuestra mirada es la de un turista que, además de ser historiador, también es militante de corriente trotskista que construye su identidad estratégica en torno al balance de la experiencia contrarrevolucionaria que representó la burocracia estalinista, una tarea que consideramos central para afrontar el recomienzo histórico que protagonizan los sectores explotados y oprimidos en la actualidad. En ese sentido, durante nuestro viaje nos abocamos a explorar las secuelas que dejó medio siglo de opresión estalinista en la República Democrática Alemana (RDA); un fenómeno contrarrevolucionario que provocó terribles distorsiones en el plano de la subjetividad que persisten hasta la actualidad.

Pero nuestra visita no fue sólo para hurgar en el pasado. Además, aprovechamos para conocer de cerca la actualidad de un lugar donde el alemán se confunde con el árabe, hindi, turco, inglés, portugués y español; una polifonía de idiomas que reflejan el carácter cosmopolita de Berlín, así como el importante peso de las poblaciones migrantes en la nueva clase trabajadora que, sometida a terribles condiciones de precarización, comienza a organizarse para luchar por sus derechos. Un síntoma del recomienzo histórico que constatamos directamente al compartir con referentes y organizadores de los trabajadores por plataforma, en su mayoría activistas jóvenes y de diversas nacionalidades.

A continuación, desarrollaremos los elementos esbozados en esta introducción, para lo cual vamos a establecer un diálogo “tripartido” entre nuestras observaciones del viaje, algunos hechos históricos de la ciudad y, por supuesto, con los elementos del balance estratégico de SoB. Nuestro objetivo central es reflexionar sobre los usos del pasado en Berlín a partir de ciertos “nudos” históricos, como el asesinato de Rosa Luxemburgo, el genocidio nazi, la construcción del Muro, el rescate de la arquitectura prusiana y el pasado colonialista alemán. Por este motivo, no seguimos una cronología lineal que abarque toda la historia de la ciudad; además, nos parece necesario remarcar que Alemania cuenta con una historia social, económica, política, cultural e intelectual muy densa y compleja, de la cual solamente conocemos algunos pasajes. Hechas estas advertencias metodológicas, iniciamos con nuestra crónica de viaje y reflexión sobre la memoria histórica.

  1. Una instrumentalización liberal e imperialista del pasado sangriento

“But there was a continual proximity to fear, before and after, too: for anyone born in Berlin around the year 1900 –and who was then lucky enough to live on into the 1970s or 1980s- life in the city was an unending series of revolutions; a maelstrom of turmoil and insecurity”

Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century. Sinclair McKay

La relación de los berlineses con su historia está mediatizada por un relato de muerte y destrucción, lo cual en parte es comprensible por el innegable grado de violencia política que azotó la ciudad en diferentes momentos del siglo XX. Pero, también, es una mirada unilateral, pues opaca –o, mejor dicho, invisibiliza- la riqueza cultural, artística, científica y política que caracterizó a Berlín durante gran parte de su historia reciente.

Esta percepción inicial se confirmó al poco tiempo de llegar a la ciudad y recorrer el centro histórico. Las cicatrices de la violencia abundan por doquier, ya sea por medio de memoriales, monumentos o museos que, en cantidades significativas, se relacionan con la segunda guerra mundial, el régimen nazi y el genocidio judío, así como el Muro y la dictadura estalinista en la RDA (que convenientemente se presenta como “comunista”, sin distinguir entre marxismo y estalinismo).

Nos embargó la sensación de que el espacio público berlinés estaba obsesionado en mostrar a las víctimas del nazismo y el estalinismo. Inicialmente, encontramos eso como algo comprensible, en tanto era una forma de rendir un justo tributo a quienes murieron bajo regímenes opresores y, para el caso específico de la barbarie desatada por los nazis, pensamos que era una forma de la sociedad alemana para lidiar con ese pesado lastre en su consciencia histórica nacional. Pero no pasó mucho para que notáramos que ese “homenaje” oficial constituía una recuperación muy superficial de la memoria, porque se mostraban las cicatrices provocadas por la violencia política, pero se explicaba muy poco o nada sobre las causas de la misma.

Para explicarnos mejor, veamos el caso de los “Stolpersteine”, cuya traducción al castellano es “piedra de tropiezo”. Son unos pequeños cubos de metal dorado incrustados en diferentes aceras, colocados al frente de edificios donde vivieron, estudiaron o trabajaron víctimas del régimen nazi, lo cual se detalla en la inscripción con el nombre de la persona, su día de nacimiento, la fecha de su detención y, cuando se tiene certeza, la de su asesinato en un campo de concentración.

Hay miles de estas “piedras de tropiezo” en Berlín (así como en otras ciudades de Alemania y de Europa) y provocan una sensación extraña al transitar por la ciudad, pues saturan el ambiente con una atmósfera de muerte que, aunque enfatiza en la identificación individual de las víctimas, a la vez es anónima, pues las presenta como individuos pasivos que fueron devorados por una fuerza externa o maligna, ante la cual no hay otra explicación que la irracionalidad[1]. Lo problemático de este abordaje es su enfoque unilateral del genocidio nazi; al individualizar el terror se suprime la memoria de resistencia colectiva, con la cual se ignoran las experiencias de lucha que protagonizaron sectores de la comunidad judía y los grupos de resistencia antifascista por toda Europa.

Otro ejemplo es el “Monumento memorial a los judíos asesinados en Europa” (ubicado en las cercanías de la Puerta de Brandenburgo), el cual posiblemente sea una de las obras arquitectónicas más horribles de la ciudad. Es una cuadra donde se instalaron 2.711 bloques de hormigón de diferentes tamaños al aire libre, configurando un laberinto por donde transitan miles de turistas cada año. Así, en medio de esos bloques grises, se recrea una sensación de muerte y vacío existencial. Además, cuenta con un centro de información donde se expone la política nazi de exterminio contra los judíos y, también, una sala donde se encuentran los nombres y biografías de los seis millones de personas asesinadas en el genocidio, cuya lectura completa tomaría seis años.

Esto nos recordó el análisis del historiador Enzo Traverso sobre la “obsesión con el pasado” en las sociedades occidentales contemporáneas, caracterizado por “un presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse en el futuro” debido a la ausencia de utopías emancipadoras, por lo cual la historia deviene en “un paisaje de ruinas, un legado viviente de dolor”. En este contexto, agrega, el pasado “dejó de interpretarse como una serie de experiencias de lucha y pasó a ser un fuerte sentido del deber en defensa de los derechos humanos”; es decir, es instrumentalizado como una “religión cívica” para legitimar la democracia liberal burguesa y, como parte de este proceso, niega las historias de resistencia de quienes lucharon contra las diferentes formas de explotación y la opresión en el siglo XX, presentándolos como víctimas pasivas y no sujetos activos del proceso histórico:

“Esta empatía por las víctimas ilumina el siglo XX con una nueva luz, al introducir en la historia una figura que, a despecho de su omnipresencia, se había mantenido siempre en la sombra. En lo sucesivo, el pasado parece el paisaje contemplado por el Ángel de la Historia de Benjamin: un campo de ruinas que crece en forma incesante hacia el cielo. (…) La memoria del gulag borró la de la revolución, la memoria del Holocausto remplazó la del antifascismo y la memoria de la esclavitud eclipsó la del anticolonialismo: la rememoración de las víctimas parece incapaz de coexistir con el recuerdo de sus esperanzas, sus luchas, sus victorias y sus derrotas”[2].

Lo anterior, sirve para comprender el caso de Alemania, un país que cuenta con una particularidad histórica destacada jocosamente por Marx desde el siglo XIX, a saber, que los alemanes compartieron todas las contrarrevoluciones de otros pueblos, pero ninguna de sus revoluciones[3]. En el siglo XX eso cambió, pues Alemania fue escenario de una revolución obrera que, de haber triunfado, podría haber cambiado el curso de la historia universal (en el siguiente acápite desarrollaremos más sobre la cultura obrera de masas de la socialdemocracia, la revolución y Rosa Luxemburgo). En todo caso, es innegable que persistió el carácter ultra reaccionario de la burguesía alemana que apuntó Marx en su “broma”, lo cual se manifestó en una triple contrarrevolución que aplastó al movimiento obrero alemán que, durante muchas décadas, fue el más fuerte y politizado de toda Europa, al grado de ser considerado como el epicentro de la revolución mundial por la más importante generación de militantes socialistas que vio la historia de la humanidad hasta la fecha, entre los que destacaron figuras como Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo.

¿Cuáles fueron esas tres contrarrevoluciones? La primera fue una respuesta directa a la revolución alemana (1918-1923), cuya derrota fue producto de la traición protagonizado por el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD por sus siglas en alemán), el cual desplegó los “Freikorps” (grupos paramilitares antecesores del nazismo) para aplastar los diferentes “actos insurreccionales” de la revolución (el levantamiento espartakista y la República de Baviera en 1919; la insurrección fallida de 1923) y exterminar físicamente a la vanguardia obrera y revolucionaria (incluyendo a sus dos principales referentes políticos, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht)[4].

A pesar de esta fuerte derrota, las organizaciones sindicales y políticas del proletariado alemán no desaparecieron, por lo cual persistieron los hilos de continuidad de la tradición socialista. Aunque el SPD no tuvo reparo en traicionar la revolución e impulsar masacres selectivas, al ser un partido con base obrera no traspasó ciertos límites al dirigir el operativo contrarrevolucionario, pues si barría por completo al movimiento obrero se suicidaba como organización: no tendría base social y perdería su utilidad para posicionarse como intermediario político ante la burguesía alemana. Debido a eso, cuando estalló la crisis capitalista de los años treinta y retornó el peligro de la revolución, la burguesía no dudó en impulsar una contrarrevolución más profunda para completar el trabajo. Para esa tarea liberó las fuerzas destructivas del nazismo, esta vez con el objetivo de aniquilar por completo a todas las organizaciones obreras y asesinar a sus dirigentes –socialdemócratas, estalinistas y revolucionarios- en los campos de concentración.

Finalmente, sobrevino la ocupación soviética de gran parte del territorio alemán tras la derrota del nazismo en la segunda guerra mundial, lo cual abrió un proceso revolucionario internacional que, para el caso de Alemania, alentó una progresiva reorganización del movimiento obrero en el marco de la reconstrucción de las fábricas destruidas en la guerra, así como en la conformación de consejos de empresa y comités antifascistas (Antifas). Este proceso fue bloqueado por el estalinismo con la imposición de un Estado burocrático que, aunque expropió al capitalismo en la zona bajo su control, desde el principio sometió a la clase obrera a una feroz dictadura que sofocó cualquier atisbo de democracia socialista y, en vez de propiciar la emancipación social, diseñó una “tecnología del poder” concentrada en la represión sistemática y la criminal división del proletariado alemán, cuyos principales símbolos fueron la Staci –la seguridad del Estado- y el horroroso “Muro de Berlín” (esto lo desarrollaremos más adelante).

Desde nuestra perspectiva, la interpretación liberal e imperialista del pasado berlinés es una secuela de la derrota histórica del movimiento obrero alemán en el siglo XX, cuyas consecuencias todavía pesan sobre las nuevas generaciones, particularmente en lo que concierne a las representaciones del mundo que, ante la ausencia de utopías emancipadoras, indefectiblemente se van a traducir en un sentido conservador y reaccionario. Así, la obsesión de Berlín por el pasado sangriento se combina con un presente sin perspectiva de revolución social, dando como resultado una relación unilateral y conservadora con su propia historia, donde la resistencia y la lucha desaparecen de la memoria, para dejarle paso a la figura abstracta de las víctimas en tanto sujetos pasivos[5]. En este relato no tienen peso acontecimientos centrales como la rebelión del “Gueto de Varsovia” (que, aunque ocurrió en Polonia, es parte central de la lucha contra el nazismo) y otros hechos similares, en los cuales la población judía luchó heroicamente contra el nazismo de forma colectiva (en clave antifascista, pero también con influencia de sectores socialistas).

Por eso, sostenemos que la burguesía imperialista germana instrumentaliza conscientemente los hechos sangrientos de su pasado reciente, con el objetivo de legitimar la democracia liberal y, al mismo tiempo, rescatar su pasado imperial prusiano y relegar a un segundo plano los crímenes de lesa humanidad que cometieron en sus aventuras coloniales (de la memoria antifascista a la anticolonial hay poca distancia).

  1. Tras las huellas de la Rosa más roja

“La Rosa roja ahora también ha desaparecido

Dónde se encuentra es desconocido

Porque ella a los pobres la verdad ha dicho

Los ricos del mundo la han extinguido.”

Bertolt Brecht

De acuerdo a Trotsky, la socialdemocracia alemana tuvo una enorme influencia entre su generación militante, pues representó una “escuela socialista” de la cual aprendieron grandes lecciones, ya fuera por sus éxitos como por sus fracasos. En razón de eso, concluyó, no fue “solo un partido de la Internacional, fue el partido por excelencia”[6].

Lo anterior, deja en claro la importancia que el SPD tuvo en la formación del movimiento obrero y socialista europeo, particularmente en la etapa de oro de la II Internacional que, en términos generales, podemos ubicar en el período comprendido desde su fundación en 1889 hasta su bancarrota política en 1914, cuando estalló la “Gran Guerra” y sus principales partidos votaron a favor de los créditos para financiar la rapiña militar, olvidándose de sus anteriores proclamas contra un eventual conflicto bélico por su eminente carácter imperialista.

Empezamos con este dato histórico para graficar una idea que, durante décadas, fue asumida como una verdad incuestionable por la mayoría de la militancia revolucionaria a inicios del siglo XX, a saber, que Alemania sería el epicentro de la futura revolución socialista en Europa y, por ende, Berlín sería su capital política.

Dicha suposición se sustentaba en hechos materiales convincentes. Además del indiscutible dinamismo del imperialismo germano, en ese país se desarrolló un poderoso partido que fundó una cultura socialista de masas entre la clase obrera. El SPD fue un partido excepcional en muchos aspectos; en su momento de mayor apogeo (previo a la primera guerra mundial) dirigía una inmensa red institucional, por la cual fue catalogado como un “Estado dentro del Estado”: tenía un millón de militantes y sumaba 110 diputados en el Reischtag; los sindicatos que dirigía contaban con dos millones de afiliados; estableció un sistema de universidades populares, bibliotecas y sociedades de lectura para su militancia; poseía 90 periódicos con 267 periodistas permanentes, tres mil obreros y cientos de administradores[7].

Dentro de este universo militante destacó una mujer que, aunque pequeña por su estatura, rápidamente se transformó en una gigante por la profundidad de su pensamiento y la agudeza de su pluma. Nos referimos a Rosa Luxemburgo, la cual supo emplear esas dos “armas” para abrirse paso en un ambiente partidario dominado por notables figuras masculinas y, más significativo aún, provocar pánico entre los principales representantes burgueses durante la revolución, cuando el régimen autocrático alemán crujió en medio de la debacle por la derrota militar y el impacto de la revolución rusa, cuyos ecos rápidamente estremecieron las fábricas y barriadas obreras de Berlín.

En vista de lo anterior, esperábamos encontrar muchas referencias de las jornadas revolucionarias que azotaron la ciudad en 1918 (cuyas ondas se extendieron hasta 1923), pues de ese episodio histórico surgió la república democrático-burguesa que, grosso modo, moldeó muchas de las instituciones y símbolos que rigen el país actualmente. Pero, contrariamente a nuestras expectativas, nos sorprendió el silencio que la burguesía alemana construyó en torno a la “revolución de noviembre”, de la cual prácticamente no existen señales visibles en Berlín y, cuando las hay, están sometidas a un verdadero vaciamiento histórico[8].

Por ejemplo, al llegar a la Estación Central compramos una guía turística oficial, compuesta por una serie de mapas y pequeños recuadros con información de la enorme cantidad de lugares sugeridos para visitar. Al llegar al hostel la revisamos para preparar nuestros recorridos en los días venideros, pero rápidamente percibimos lo que sería una constante en nuestro viaje: en sus páginas conviven las referencias de los sitios históricos sobre el nazismo y el estalinismo, con la infinita gama de bares y restaurantes de la ciudad, pero no aparece nada sobre la revolución alemana, Rosa Luxemburgo o la fundación de la república en 1918.

Así, en cuestión de pocas horas, comprendimos la verdadera escala de la cancelación de la experiencia y tradiciones obreras que, durante décadas, transformaron a Berlín en el epicentro del movimiento socialista internacional y escenario de una revolución que pudo mudar la historia universal. Muy diferente es lo que experimentamos en París, cuyas calles están saturadas de referencias históricas sobre las revoluciones de 1789, 1830, 1848 y la Comuna de 1871; prácticamente cualquier guía turística da cuentas de eso y, en muchos casos, se refieren a la ciudad como la “capital de la revolución social”, debido a la acumulación de eventos de ese tipo a lo largo de su historia contemporánea.

En contraposición, en Berlín son escasas las referencias históricas a la revolución alemana, porque las derrotas fueron tan profundas que cortaron los hilos de continuidad de la tradición histórica revolucionaria, lo cual generó vacíos en la consciencia histórica. Bajo el nazismo se destruyeron prácticamente todos los monumentos relacionados con la revolución. Aunado a eso, la reconstrucción del Estado germano en la segunda posguerra fue dirigido por el imperialismo estadounidense, que, en el marco de la guerra fría y con el peligro de la revolución acechando a nivel internacional, optó por hacer reformas sociales que dieron paso al “estado de bienestar social”. Así, las mejoras en las condiciones de vida de la clase trabajadora y los sectores populares fueron presentadas como una concesión otorgada desde arriba y no como una conquista de la lucha de clases.

Igualmente, el silencio sobre la revolución de noviembre dice mucho sobre el filtro de clase que mediatiza la construcción de la memoria. En la historia confluye una triple temporalidad: los hechos objetivos del pasado son interpretados desde un presente que reactualiza los enfoques constantemente, a la vez que intenta proyectarse sobre el futuro a ser construido. Esta dialéctica de la historia fue analizada por el historiador alemán Reinhart Koselleck, para quien el presente era el “punto de tensión” entre el pasado como “campo de experiencia” y el futuro como “horizonte de expectativas”[9].

Con respecto a la revolución alemana, aunque fue derrotada desde la perspectiva obrera y socialista, eso no implicó un retorno del antiguo régimen autocrático prusiano, el cual era inviable reestablecer por la crisis del viejo orden europeo tras la primera guerra mundial. Por el contrario, la revolución fue desviada -o traicionada- hacia una república burguesa, en la cual el SPD tuvo el poder en sus inicios para contener al movimiento obrero y, de esta forma, evitar el triunfo de la revolución anticapitalista para garantizar la continuidad del orden burgués. En otras palabras, en Alemania la república burguesa -también llamada “República de Weimar”- surgió como una concesión con trampa, la cual combinó el aplastamiento físico de la vanguardia obrera con la institucionalización de la democracia burguesa. Nos explicamos mejor: la burguesía sacrificó al régimen autocrático prusiano (concesión), accedió a establecer una república democrático-burguesa (mal menor) para bloquear la revolución socialista (mal mayor) y, de esta forma, garantizó su continuidad como clase dominante (objetivo estratégico).

De esta forma, la fundación de la república se transformó en un “huérfano” histórico. Para la burguesía fue resultado de la vergonzosa derrota en la guerra y una concesión para evitar una revolución obrera; en el caso del SPD, prefirió ocultarlo en la posguerra para no dar cuentas de la traición que cometió, producto de la cual fueron reprimidas y masacradas las masas obreras socialdemócratas que lucharon por el derrocamiento del Káiser. No en vano, se suele caracterizar a la República de Weimar como una “democracia sin demócratas”, pues fue un régimen con poco arraigo social en medio de la “era de los extremos” [10].

Para realizar ese trabajo sucio, el SPD desató a las hordas proto-fascistas de los Freikorps. Estos grupos paramilitares de ultraderecha contaron con el apoyo de los grandes “capitanes de la industria” que, por medio de la Liga Antibolchevique alemana, los financiaron con 500 millones de marcos. Estaban integrados por soldados que participaron en la primera guerra mundial, muchos de los cuales acarreaban severos traumas psicológicos por la experiencia sangrienta en las trincheras y el dolor de la derrota. Entre sus filas estuvieron varios personajes que, pocos años después, conformarían la primera plana de los grupos de choque del nazismo, como Ernst Röhm y Heinrich Himmler, dirigentes de las SA y las SS, respectivamente. Sus canciones y publicaciones no disimulaban su exaltación de la violencia y la misoginia; por ejemplo, era muy popular entre sus filas el canto “Sangre, sangre, sangre debe fluir, espesa como una lluvia de golpes”[11].

Contaron con total impunidad para asesinar, pues, como ordenó en su momento el ministro de guerra y dirigente socialdemócrata Gustav Noske, “Toda persona que sea vista luchando contra las tropas gubernamentales con armas en la mano será fusilada inmediatamente”[12]. Obviamente, esa orden se interpretó en un sentido muy amplio por los Freikorps, pues asesinaron a miles de personas (en su mayoría obreros y obreras comunistas) sospechosas de “portar” armas y, en algunos casos, a quienes estaban en edificios donde posteriormente se “encontraron” armas (el “gatillo fácil” es una práctica inherente a todo cuerpo represivo uniformado al servicio del Estado burgués).

Pero regresemos nuevamente a nuestro viaje a Berlín. Por pura casualidad, en la librería del Museo Neues conseguimos una guía turística de izquierda (Flankin, Revolutionary Berlin, London: Pluto Press, 2022), con la cual descubrimos algunos puntos relacionados con la historia de la revolución y la represión contra la vanguardia obrera. Esto nos sirvió para medir el contraste entre la obsesión de la ciudad por exhibir los crímenes de los “totalitarismos” con el silencio en torno a las masacres en la revolución alemana.

Por ejemplo, visitamos un edificio ubicado en la Französische Straße 32, escenario de una de las tantas matanzas cometidas por los Freikorps, en este caso contra integrantes de la División de la Marina Popular. Este cuerpo militar se conformó al calor de la revolución y, aunque una parte respaldó al gobierno de Ebert, otra adhirió al levantamiento espartakista en enero de 1919. Debido a esto, la División fue disuelta y sus integrantes fueron citados de forma individual a dicho edificio en marzo del mismo año, donde fueron desarmados y, de forma aleatoria, treinta fueron seleccionados para ser fusilados en el patio. La historia de la masacre fue contada por un soldado que sobrevivió milagrosamente, el cual fingió estar muerto junto con los cadáveres de sus compañeros abatidos. Aunque se procesó judicialmente al comandante que dirigió la ejecución, fue absuelto porque declaró que seguía las órdenes de Noske que citamos anteriormente.

No hay ninguna placa o un “Stolpersteine” frente al edificio para recordar esta masacre, como tampoco hay sobre los 1.200 espartaquistas asesinados en las barriadas obreras por las Freikorps para derrotar la huelga general de marzo de 1919 (algunas fuentes estiman que la cifra real fue de dos mil asesinatos). Un silencio que nos recuerda que la memoria de la víctimas tiene un carácter histórico-político instrumental y, para el caso berlinés, está en función del relato liberal burgués funcional al imperialismo alemán en la actualidad[13].

Ese trabajo sucio contrarrevolucionario, repetimos, fue ejecutado por la socialdemocracia del SPD, el cual jugó un rol fundamental en la reconstrucción del Estado burgués en la segunda posguerra. De hecho, el actual canciller alemán Olaf Scholz es integrante de ese partido. Por ese motivo, el establishment burgués germano colocó debajo del “tapete de la historia” los métodos proto-fascistas que aplicó la socialdemocracia para aplastar la revolución de noviembre, pues colocan en entredicho los “atestados” democráticos de sus principales dirigentes históricos que, a su vez, presidieron la República de Weimar en sus inicios. Asimismo, la historia de la revolución delata el carácter obrero y “revolucionario” que tuvo el SPD originalmente (aunque fuese en el sentido formal y difuso de los partidos amplios de la II Internacional); un espejo frente al cual no se quiere exponer en la actualidad, dado que se transformó en un representante directo del imperialismo alemán. En ese sentido, es comprensible que la revolución alemana como hecho fundacional de la república adolezca de cierta orfandad histórica, pues prácticamente ningún sector político del país la reivindica[14].

A pesar de eso, aún son visibles algunas huellas de la revolución, aunque son débiles en comparación con los memoriales y museos dedicados a las víctimas del nazismo y estalinismo. En nuestro andar por la ciudad nos encontramos con la Karl-Liebknecht-Straße y la Rosa-Luxemburg-Straße; pero esta grata sorpresa no tardó en disiparse, pues algunos kilómetros más adelante nos encontramos en medio de la Friedrich-Ebert-Straße, es decir, una calle dedicada a uno de los principales dirigentes del SPD que traicionó la revolución y, por ende, fue responsable político de los asesinatos de Karl y Rosa.

Hasta la fecha, Friedrich Ebert es catalogado como uno de los “pioneros de la democracia” en Alemania y, aunque se suele mencionar lo controversial de su legado por la represión acaecida bajo su mandato, rápidamente se insiste en que fue una respuesta necesaria para defender la nobel democracia ante las provocaciones de grupos ultraizquierdistas (por ejemplo, ver esta nota reciente de la televisora estatal DW). Eso es un ejemplo de vaciamiento de la memoria histórica, en este caso para embellecer el legado del SPD y, a la vez, desligar al partido de la responsabilidad que tuvo con la violencia que desataron los Freikorps.

Esto último incluye los hechos que rodearon la muerte de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, las principales referencias de la Liga Espartaquista contra los que apuntó la contrarrevolución. No exageramos cuando, líneas atrás, sostuvimos que la figura de Rosa generó pavor entre la burguesía y los sectores más reaccionarios; basta con recordar las palabras del General Georg Maercker, uno de los principales militares germanos de la época y artífice de las Freikcops, quien se refirió a la revolucionaria polaca en los siguientes términos: “Esta Rosa Luxemburgo es una diabla…Rosa Luxemburgo podría destruir hoy el Reich alemán y no ser tocada. No hay fuerza en el Reich capaz de oponerse a ella.”[15].

Por ese motivo, no sorprende que cuando ambos dirigentes revolucionarios fueron apresados por los Freikorps tras la fallida insurrección de 1919, se optó por su ejecución y no por detenerlos en una prisión, dado que eran figuras muy prestigiadas entre la clase obrera berlinesa y representaban un peligrosísimo capital político ante los futuros desarrollos de la revolución (como aconteció posteriormente). La reconstrucción de los hechos indica que a Rosa le partieron el cráneo a punta de culatazos de rifle, mientras que a Karl le dispararon por la espalda cuando “intentó escapar” (un argumento que reiteradamente utilizaron los paramilitares para justificar el asesinato de otros dirigentes revolucionarios).

Este breve recuento de hechos no se refleja en los memoriales que homenajean a ambos dirigentes revolucionarios en el parque Tiergarten. En el caso de Rosa, el lugar seleccionado fue el canal donde apareció su cadáver putrefacto cuatro meses después de ser asesinada y lanzada al río, mientras que para Karl se ubicó el lugar exacto donde fue fusilado. En las placas colocadas al lado de los monumentos (consisten en unas estructuras que destacan sus nombres) se aduce que fueron socialistas y luchadores por la paz, pero convenientemente se oculta que ambos se posicionaron abiertamente contra el dominio de la burguesía, fueron fervorosos opositores a la guerra imperialista y, dato importante, lucharon por una revolución comunista. Tampoco se dice nada sobre la forma en que fueron asesinados, así como los responsables directos del crimen, pues eso conduce indirectamente a las más altas autoridades socialdemócratas de la época, es decir, Ebert y Noske.

Igualmente, todos los 15 de enero se desarrolla un acto en conmemoración de Rosa y Karl en Berlín, el cual se transformó en un evento tradicional de larga data. Un tanto paradójico, considerado que Rosa disgustaba de esas actividades, como detalló en un texto de 1903: “No somos amigos de aquellas ceremonias anuales para el recuerdo de las tradiciones revolucionarias (…) que con su regularidad mecánica terminan por hacerse cotidianas y, como todo lo que es tradicional, bastante banales”[16]. Durante los años de la RDA, la burocracia estalinista trató de instrumentalizar este acto para legitimar simbólicamente su poder, pero en los últimos años del régimen “el tiro les salió por la culata”, pues la actividad se transformó en un foco de la disidencia a través de carteles con una de las icónicas frases de Rosa: “la libertad es siempre la libertad de quienes piensan de otra forma”. Actualmente, el evento del 15 de enero reúne a todo el espectro de la izquierda, aunque son mayoritarios los sectores reformistas.

Así, ante la imposibilidad de ocultar o cancelar la existencia de dos figuras revolucionarias por su enorme trascendencia histórica, la burguesía alemana y la izquierda reformista aplicaron un “lavado de imagen” de estos personajes, canonizándolos como simples socialistas –que en Europa es sinónimo de “izquierda” moderada, institucional y gestora del capitalismo con “rostro humano”-, ocultando que militaron y lucharon por el fin de la explotación capitalista. Esta operación de vaciamiento de la memoria histórica es dirigido por fundaciones bajo control de “socialistas gubernamentales”, cuya labor es presentar una versión light de Rosa Luxemburgo y disociar su asesinato del SPD (que, dicho sea de paso, nunca asumió su responsabilidad en los hechos, aunque toda la evidencia histórica los coloca como autores intelectuales del crimen)[17]. De hecho, la Fundación Rosa Luxemburgo está asociada al partido reformista Die Linke y, como se desprende de sus objetivos (ver aquí), instrumentalizan el nombre de la gran revolucionaria polaca para impulsar políticas reformistas (foros de discusión, políticas “alternativas” y pacifistas, etc.).

En nuestra búsqueda de las huellas de la “Rosa roja” y de la revolución de noviembre, nos encontramos con una operación de cancelación de la memoria promovida por la burguesía alemana, la cual combina el silencio en torno a las jornadas revolucionarias donde participaron cientos de miles de obreros y obreras berlinesas, así como el vaciamiento del legado de sus principales referentes políticos[18].

Eso coloca un desafío histórico a las nuevas generaciones militantes, a saber, la de batallar por el rescate revolucionario de la obra teórica y la experiencia militante de Roja Luxemburgo; de la lucha de Karl Liebknecht contra la guerra imperialista, por lo cual se transformó en una poderosa referencia revolucionaria en medio de la debacle por la capitulación del SPD a la guerra imperialista; y, por supuesto, de la memoria de cientos de miles de obreros y obreras alemanas que lucharon por un mundo sin explotación capitalista[19].

  1. Un muro contra la clase obrera

MIJAIL IVÁNOVICH KOSTROV, hombre nada supersticioso, solía presentir en su vida la inminencia de nuevos acontecimientos (…) Así ocurrió con su detención. Primero había sido el tono especial que adoptó el rector al decirle: «Mijail Ivánovich, he decidido suspender momentáneamente sus clases… ¿Va usted por el Directorio, no es así?». Obvio temor a las alusiones al nuevo viraje político. «Pues prepáreme —proseguía el rector— un curso muy breve sobre Grecia…». Salto atrás de unos dos mil años. En este instante Kostrov se dio cuenta de que iba a cometer un error, pero lo cometió con auténtico gozo, por el mero placer de sembrar un poco de miedo en el ánimo de aquel cobarde asustado que solía utilizar un tono de voz muy particular cuando telefoneaba al secretario del Comité. «Una idea excelente —repuso—. Hace tiempo que me propongo realizar una serie de conferencias sobre la lucha de clases en la ciudad-estado de la Antigüedad… Cabe desarrollar toda una nueva teoría de la tiranía». El rector rehuía su mirada inclinando la cabeza sobre sus papeles (…) «Bueno, bueno —dejó escapar su grueso belfo—, no exageremos con las nuevas teorías. Adiós». Fue entonces, al reparar en la tonsura, cuando Mijail Ivánovich sintió la inminencia de nuevos acontecimientos… Salió de allí con una idea bastante clara de lo que estaba ocurriendo:

«Alguien me ha denunciado. ¿Quién?».

Media noche en el siglo, Víctor Serge

Nos disculpamos por la extensión de la cita, pero nos pareció adecuada para introducir al acápite sobre el estalinismo en la antigua RDA, cuyo centro político fue Berlín. En este fragmento de la novela, Serge sintetiza magistralmente el clima de persecución, paranoia y el culto al burocratismo en la URSS, el cual se exportó en todos sus extremos a los países que conformaron el antiguo “Glacis”. Así se denominó a los países del Este europeo que fueron ocupados por el ejército soviético en la segunda posguerra, para después dar paso a la constitución de las “Democracias Populares”, un eufemismo para designar los Estados burocráticos y dictatoriales que se convirtieron en satélites del Kremlin[20].

Aunque transcurrieron más de treinta años desde la desintegración oficial de la RDA (octubre de 1990), en Alemania el “comunismo” -aunque en realidad se trató del estalinismo, pero eso nunca se aclara en el relato oficial- es considerado de forma negativa como una variante de totalitarismo, una categoría en la que también se incluye el nazismo y, por consecuencia, presenta a la democracia liberal capitalista como la mejor forma de organización social.

Una de las principales teóricas del “totalitarismo” fue la filósofa alemana Hanna Arendt, la cual dotó a la categoría de un contenido abiertamente reaccionario. Además de crear la identidad formal entre nazismo y estalinismo (reiteramos, confundiéndolo con el comunismo), para esta autora no se debía mezclar la libertad con la necesidad. Su perspectiva era la de un republicanismo sin contenido social, donde la libertad se definía exclusivamente por los derechos políticos institucionales (voto, libertad de expresión y asociación, etc.), pero se excluían conscientemente las necesidades y reivindicaciones concretas de los explotados y oprimidos. Al ignorar el problema de la propiedad en la configuración de la libertad (quienes poseen y quienes no), excluía a los pobres de la política; un posicionamiento desde el cual criticó a Marx por considerarlo el teórico que sometió la libertad al “dictado de la necesidad”. Como apunta agudamente Traverso, para Arendt la “libertad no significa la emancipación respecto de la opresión económica y social, significa ciudadanos libres que fluctúan libremente en un vacío social”[21].

Bajo este enfoque unilateral, el nazismo y el estalinismo son “hermanados” a partir de semejanzas formales de sus regímenes, a pesar de que fueron fenómenos contrarrevolucionarios muy diferentes por sus bases sociales y los proyectos políticos que impulsaron. Pero la burguesía alemana no se interesa por la precisión histórica; su anhelo es instrumentalizar la brutalidad estalinista en la RDA para enterrar la perspectiva socialista y anticapitalista en las nuevas generaciones.

Uno de nuestros motivos principales para viajar a Berlín fue capturar las secuelas de la experiencia estalinista, es decir, comprender la forma en que se procesó -histórica y políticamente- la vivencia de cinco décadas bajo la RDA. Además de la curiosidad intelectual que eso nos genera, también lo encontramos determinante desde el punto de vista militante, pues hacemos parte de una corriente profundamente sensible ante el fenómeno de burocratización de las revoluciones del siglo XX. En razón de eso, jerarquizamos el balance del estalinismo como un eje de nuestra elaboración teórica, a sabiendas de es una tarea fundamental para el relanzamiento del socialismo revolucionario en el siglo XXI y la construcción de organizaciones militantes con solidez estratégica.

No tardamos mucho en tener contacto con esa faceta de la historia berlinesa, pues a menos de un kilómetro del hostel donde nos alojamos se ubica el “Memorial al Muro de Berlín”. Aunque ya estábamos preparados para toparnos con todos los “lugares comunes” de la propaganda imperialista anti-comunista, no dejó de sorprendernos el relato simplista con que bombardean a los habitantes de la ciudad y los millones de turistas que lo visitan anualmente (es un sitio al aire libre y de entrada gratuita muy concurrido).

Como su nombre indica, es un espacio dedicado a recuperar la memoria de esa obra de infraestructura que, durante veintiocho años (1961-1989) y con una longitud aproximada de 160 kilómetros, fue la representación física de la Guerra Fría y la división del orbe en dos grandes bloques geopolíticos. La burocracia estalinista lo denominó oficialmente como el “Muro de Protección Antifascista”, pero en realidad fue una barrera para impedir el éxodo masivo de la población hacia Alemania Occidental (RFA): se estima que, entre 1949 y 1961, alrededor de 2,7 millones de personas abandonaron la RDA, de las cuales un 50% eran jóvenes menores de 25 años.

Así las cosas, el Muro no tenía nada que ver con la “lucha antifascista”; en realidad, era un “tapón” de hormigón y alambres de púas para impedir la fuga de cientos de miles de personas cada año, lo cual estaba desangrando la economía y poniendo en jaque el futuro inmediato de la RDA. Obviamente, la construcción del Muro dificultó el éxodo migratorio, pero no impidió que más personas intentaran abandonar el país, aunque ahora bajo condiciones muy peligrosas por la militarización extrema de la frontera. De acuerdo a los datos oficiales de Berlín, alrededor de cien mil personas intentaron huir hacia la RFA entre 1961 y 1988, de las cuales 600 fueron asesinadas por los militares o murieron por causas asociadas a su intento de fuga (sólo en el Muro la cifra fue de 140 muertes).

Estos datos son expuestos con lujo de detalle en el memorial, pues constituyen la materia prima de un relato centrado en enaltecer la “superioridad” del Berlín occidental, capitalista y liberal, ante el cual sucumbió su similar del Este. Así, el “curso de la historia” garantizó la victoria del mundo “libre” occidental en contra del totalitarismo del bloque “comunista”; una batalla entre el bien y el mal que pareciera respaldarse con las imágenes del 9 de noviembre de 1989, cuando cientos de miles de personas desbordaron los puestos fronterizos y demolieron a mazazos segmentos del odiado muro.

Esa narrativa maniqueísta también está presente en el “Museo de la Stasi”, ubicado en las antiguas instalaciones del Ministerio de Seguridad del Estado (MfS). La Stasi fue el cuerpo represivo especializado en la inteligencia y persecución política dentro de la antigua RDA, por lo cual concentró un enorme poder[22]. Sus atributos se incrementaron sustancialmente con la construcción del Muro, pues se multiplicaron los controles militares en los puestos fronterizos y requirió la organización de un sofisticado aparato de espionaje para la “prevención” –o, mejor dicho, cacería- de los reiterados intentos de cruzar la frontera ilegalmente.

Al entrar al museo nos “recibió” un cartel con un resumen ejecutivo del contenido de las exposiciones: tras la segunda guerra mundial, la URSS y los comunistas alemanes instauraron otro régimen totalitario en la RDA que funcionaba a partir de la “fuerza, amenazas, recompensas y privilegios”. Ese fue el hilo conductor que encontramos en el resto de letreros informativos, en los cuales se hacían pasar los elementos más autoritarios y represivos de estalinismo por la forma real del comunismo.

De hecho, en las exposiciones prácticamente no hay referencias o imágenes de Stalin (salvo un apunte menor al culto a su personalidad en los años cincuenta); en contraposición, abundan los bustos, retratos y dibujos de Marx y Lenin. Posiblemente, sea por causa de la “desestalinización” que impulsó la burocracia soviética tras el XX Congreso en 1953, durante el cual Kruschev denunció los crímenes de Stalin y, a partir de ese momento, se retiraron muchos de sus monumentos y retratos de los edificios gubernamentales para simbolizar la “ruptura” con el pasado estalinista, aunque en realidad todo siguió prácticamente igual. Un buen ejemplo de “gatopartismo” burocrático: ¡cambiar algo, para que no cambie nada!

Ahora bien, eso no justifica que una institución especializada en la historia de la RDA realice un tratamiento tan superficial del tema y repita todos los lugares comunes del anti-comunismo imperialista. De hecho, mientras recorríamos los salones escuchamos parte de la charla que un guía del museo brindaba a un grupo de turistas y, tras enunciar algunos ejemplos de espionaje y los controles represivos ejercidos por la Stasi, se refirió al comunismo como “un proyecto para controlar la vida de las personas”.

Asimismo, las -pocas- referencias a los levantamientos anti-estalinistas en la RDA son presentados como disputas por la democracia en abstracto, obviando que hubo episodios donde el movimiento de masas luchó para exigir socialismo con democracia, es decir, repudiaron directamente al régimen de la burocracia, pero no apostaban por la restauración capitalista.

Eso aconteció en las jornadas de 1953 en Berlín, cuando estalló un movimiento contra las precarias condiciones salariales de los obreros y el elevado costo de los productos básicos. Lo que inició como una protesta reivindicativa en un punto de la ciudad, rápidamente se transformó en una rebelión general contra el régimen estalinista, impulsando una poderosa huelga de medio millón de obreros y, según algunas estimaciones, un 10% de la población participó en las movilizaciones callejeras. Pero, insistimos, en ningún momento el objetivo de la movilización fue exigir la restauración del capitalismo.

Los manifestantes no perdieron oportunidad para expresar su odio profundo contra la ocupación soviética y la represión de la Stasi, al grado que muchísimos de “los niños de escuela destruyeron sus libros de texto ruso” y, en un pueblo, los “manifestantes sacaron a los oficiales de la Stasi y los encerraron en una perrera con una taza de comida para perro en frente”[23]. Ante la fuerza del movimiento, la RDA y las tropas rusas desataron una feroz represión con un saldo de 267 manifestantes asesinados (los muertos del lado del gobierno fueron de 116 agentes alemanes y 18 soldados rusos), más de dos mil heridos, 46 condenados a muerte y alrededor de 25 mil presos políticos.

Dado que la represión no bastó para aplacar al movimiento obrero y de masas, la burocracia se vio forzada a realizar algunas concesiones económicas, tales como el ajuste de salarios, reducción de precios de productos de consumo básico, modificó ligeramente el plan para fortalecer la industria de bienes de consumo y, a partir del 1 de enero de 1954, la URSS cedió a la RDA la administración directa de varias sociedades mixtas y liquidó los montos pendientes por motivo de las reparaciones de guerra. Esta combinación de represión y concesión permitió que los soviéticos y la cúpula de la RDA mantuvieran el poder.

Las jornadas de 1953 constituyeron el principal desafío para el poder estalinista en la RDA, pero debido a que su objetivo nunca fue restablecer el capitalismo, el Museo de la Stasi no la aborda con la profundidad que merece y, a lo sumo, califica superficialmente al movimiento como una lucha contra el totalitarismo y por la democracia, sin precisar que la rebelión de 1953 en Berlín tuvo un contenido antiburocrático y anticapitalista, marcando un anticipo de lo que sucedería durante la revolución húngara de 1956.

Es un guion diseñado para tirar basura sobre la perspectiva emancipadora del comunismo, aprovechándose de los rasgos autoritarios implementados por el estalinismo en la URSS y los países del Glacis. Para eso se recurre a un método lógico-formal que disocia la forma del contenido, pues se exponen las características “totalitarias” del sistema, pero no se indagan las contradicciones internas del llamado “socialismo real”. Es decir, nunca se cuestiona por qué una sociedad donde formalmente la propiedad era del “pueblo trabajador”, en realidad estaba bajo el control absoluto de una cúpula de burócratas que controlaba el Estado y sus propiedades a su antojo, al grado de disponer caprichosamente de la “fuerza, amenazas, recompensas y privilegios”.

Obviar esa pregunta es muy conveniente para el relato del “totalitarismo”, porque así no se profundiza en la naturaleza anti-obrera de los regímenes burocráticos estalinistas y, en consecuencia, la necesidad que tenían de ejercer un control y represión permanente sobre el conjunto de la población, pues era la única forma de perpetuar una sociedad que, aunque en teoría se declaraba igualitaria, terminó por desarrollar nuevas formas de diferenciación social y apropiación del trabajo social. Una contradicción que retrató de forma estupenda George Orwell en Rebelión en la granja, en la cual los cerdos burocratizados -con Napoleón a la cabeza- desechan los siete mandamientos igualitarios con que empezó la revuelta e instauran un nuevo criterio para regir la granja: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”[24].

Por otra parte, las exposiciones del museo son interesantes para conocer a fondo los mecanismos de espionaje, tortura y control ejercidos sobre la población. Por ejemplo, hay una colección de cámaras miniaturas y micrófonos espías instalados en bolsos, botones y artefactos de la vida cotidiana; además, se detalla el complejo sistema desarrollado para monitorear las cartas y llamadas telefónicas de un amplio sector de la población. Estos métodos de espionaje eran conocidos por la población y generaban un temor constante de estar bajo la vigilancia de la Stasi, ya fuera por medio de sus micrófonos o por la vía de vecinos o compañeros de trabajo que eran informantes. Así, se creaba un estado de “paranoia social permanente”, cuyo principal objetivo era romper las relaciones de solidaridad desde abajo.

Eso fue algo común a todos los regímenes estalinistas. Nos recordó un trecho del libro El fin del «Homo sovieticus» de Svetlana Aleksiévich, donde expone las “discusiones de cocina” como un espacio de socialización y crítica al gobierno en la URSS, aunque sin perder el miedo de ser escuchados por los órganos de seguridad incluso en un espacio tan íntimo:

“Jamás nos abandonaba el miedo de que nos estuvieran escuchando, la virtual certeza de que lo hacían. No había conversación que no quedara interrumpida de repente cuando un interlocutor miraba una lámpara o un enchufe para preguntar con sorna: «¿Me escucha bien, camarada oficial?». La permanente sensación de estar corriendo un riesgo (…) El número de personas que se manifestaban abiertamente contra el Gobierno era insignificante. Los «disidentes de cocina» éramos muchos más y cruzábamos los dedos en los bolsillos para ahuyentar la mala suerte de ser descubiertos”[25].

De vuelta al museo de la Stasi, nos llamó la atención los criterios conservadores y reaccionarios con que formaban a los agentes en la escuela de Potsdam-Eiche, donde se enseñaba sobre el “comportamiento maleducado” por la propaganda cultural occidental, la cual se manifestaba en estilos de música, peinados y vestimentas contrarias a las establecidas como “adecuadas” por la cúpula del partido. Eso, de acuerdo a los especialistas de la Stasi, degeneraba en “actividad política clandestina”, ante lo cual estaba bien perseguir y procesar a quienes adhirieran a alguna “contracultura” de origen occidental. A modo de ejemplo, la exposición muestra el procesamiento de un joven por el “crimen” de vestirse y peinarse al estilo punk.

Lo anterior, nos hizo reflexionar en los copiosos recursos humanos, tecnológicos y económicos que la burocracia de la RDA destinaba anualmente para reprimir y controlar a la clase trabajadora, a la cual consideraba ante todo como un potencial enemigo interno y no como el sujeto social para edificar un mundo libre de explotación y opresión. El Muro, la Stasi y otras porquerías de ese tipo, constituyeron las piezas de una “tecnología del poder” que desarrolló el estalinismo para perpetuarse en el poder y, de esta manera, garantizar sus privilegios a partir del control del aparato estatal. Ese fue el verdadero rostro del “socialismo real” que añoran los estalinistas nostálgicos de la URSS y los países del Glacis, pero que también es un punto de debate con gran parte de las corrientes trotskistas que, hasta el día de hoy, insisten en caracterizar a esos países como “Estados obreros degenerados”, cuando en realidad la clase obrera nunca tuvo el poder ni hubo transición alguna al socialismo (caso contrario fue la URSS en sus inicios, pues surgió de una revolución obrera genuina, aunque posteriormente se burocratizó).

Entonces, ¿qué tipo de Estado fue la RDA? Para entender eso es necesario hacer un breve repaso histórico. La URSS tuvo un papel central en la derrota de los nazis, un hecho que merece ser catalogado como una conquista de la humanidad y, por el cual, la población soviética pagó un elevado costo humano y social. Pero ese hecho progresivo no estuvo exento de contradicciones, porque las tropas del Ejército “Rojo” estalinista se comportaron como una fuerza de ocupación en los países sobre los que avanzaron en su trayecto hacia Berlín. Esto fue motivado por la orientación chauvinista-nacionalista que le imprimió el estalinismo a la lucha contra el nazismo (bautizada como la “Gran Guerra Patria”), con la cual se exaltaron los aspectos más retrógrados de la herencia zarista y su tradición de opresión imperialista sobre otros pueblos. En suma, la URSS no libró la guerra en “clave socialista”, pues hubiese primado un enfoque emancipador, internacionalista y de unidad entre los pueblos oprimidos.

Así, la progresiva derrota del nazismo se combinó con otros elementos reaccionarios por parte de las tropas rusas, producto de una lógica revanchista estimulada por la burocracia del Kremlin, bajo la cual responsabilizaron al conjunto de la población alemana por la barbarie desatada por el nazismo. Una manifestación aborrecible de dicho revanchismo fueron las violaciones masivas contra las mujeres alemanas (que también se dieron en el bando occidental), las cuales se extendieron por varios meses bajo la mirada cómplice de las autoridades militares soviéticas[26].

Pero ese revanchismo por “abajo”, también tuvo su expresión por “arriba”, es decir, como política de Estado. Eso quedó manifiesto con la expoliación de gran parte de las industrias instaladas en Alemania Oriental, las cuales fueron desmontadas y trasladas hasta la URSS por las tropas soviéticas a modo de reparaciones de guerra (una especia de “multa” por desatar la guerra). Dicha medida tuvo un golpe devastador y desmoralizador sobre la clase trabajadora alemana, pues muchas de esas fábricas fueron reconstruidas por iniciativa de los consejos obreros constituidos tras la caída del régimen nazi y, en ese sentido, reflejaban una forma de auto-organización progresiva de las bases obreras para garantizar sus puestos de trabajo.

Lo anterior, constituye una de las características principales de la ocupación soviética en los países de Europa del Este, a saber, desde el inicio se enfocó en suprimir todos los espacios de organización independiente de la clase trabajadora. Por ejemplo, en 1946 el estalinismo fundó la Federación Sindical Alemana Libre (FDGB), con el objetivo de controlar a los trabajadores industriales a través de sindicatos totalmente regimentados por el partido. De esta manera, para finales de 1948 se impusieron los sindicatos burocráticos en la mayoría de las fábricas y se disolvieron los consejos de empresa. Asimismo, la burocracia estalinista hizo todo lo posible por cooptar los comités antifascistas (conocidos como “Antifas”), los cuales surgieron para perseguir y saldar cuentas con los nazis que se ocultaban en el país o mantenían un bajo perfil para no ser identificados. Su orientación fue incorporarlos en los organismos de seguridad dirigidos por el ejército ruso, de forma tal que los militarizó y asfixió su carácter independiente.

Pero, sin lugar a dudas, el acto más criminal y contrarrevolucionario del estalinismo fue la división del proletariado alemán como parte de su disputa geopolítica con el imperialismo estadounidense. El Muro fue la culminación de ese operativo, pero estuvo precedido por un brutal bloqueo de Berlín occidental para expulsar a las potencias occidentales. En vez de impulsar una acción unitaria de la clase obrera alemana, la URSS optó por desplegar su aparato militar y movilizó 300 mil soldados para impedir la circulación de autos, ferrocarriles y embarcaciones por los canales de la ciudad; además, suspendió el suministro de carbón y electricidad. Estas medidas se extendieron desde junio de 1948 hasta mayo del año siguiente; fueron casi once meses de bloqueo, durante los cuales la URSS intentó doblegar a los imperialismos occidentales a partir del hambre y penurias de cientos de miles de personas que habitaban ese sector de la ciudad.

Esta medida fracasó debido al establecimiento de un puente aéreo por parte de los Estados Unidos que, para enero de 1949, transportaba 8 mil toneladas diarias de alimentos, carbón y hasta una central eléctrica por partes. Pero los que nos interesa resaltar es el desprecio de la burocracia estalinista hacia la población alemana, incluyendo a la clase obrera, a la cual trató como responsable por las atrocidades del nazismo y, en consecuencia, no tuvo reparo en someter a millones de personas al hambre con el bloqueo. Un accionar típico de la burocracia, donde un objetivo formalmente progresivo (expulsar los ejércitos de ocupación imperialista) se pretendió realizar de espaldas a la clase obrera y desde el aparato estatal, pues estaba en función de los intereses expoliadores de Moscú y no para potenciar el accionar revolucionario de la clase obrera (que después se podía volver en su contra). El resultado fue la división del proletariado alemán y, de paso, le facilitó al imperialismo estadounidense posicionarse como un ejército “libertador”[27].

A partir de 1948 el estalinismo cambió de orientación y ordenó la expropiación de las burguesías en las “democracias populares”. Fue una medida anticapitalista con rasgos progresivos, pero incompleta porque se realizó desde arriba por medios burocrático-militares.

Recapitulando brevemente: primero, el estalinismo suprimió todos los espacios de organización independiente que intentó desarrollar la clase obrera y los sectores explotados en la RDA tras la caída del régimen nazi; después de lograr eso y, en medio de una creciente pugna con sus antiguos aliados imperialistas, decretó  la expropiación de los capitalistas locales y sus propiedades pasaron a ser patrimonio de los nuevos Estados burocráticos, controlados dictatorialmente por los partidos estalinistas donde la clase obrera nunca tuvo voz ni voto. En esta ecuación socio-política el orden de los factores altera el producto, porque no se puede construir el socialismo por decreto desde arriba, mientras los sectores explotados y oprimidos son espectadores pasivos al no contar con organismos democráticos desde los cuales ejercer el poder.

Por este motivo, las nuevas relaciones de propiedad creadas por el estalinismo en la RDA (y en el resto de “democracias populares”) no abrió una transición hacia el socialismo; por el contrario, instauraron un Estado burocrático tremendamente represivo, dentro del cual la burocracia estalinista usufructuó de la propiedad estatal ante la ausencia de un control democrático desde abajo[28].

Esa modelo de sociedad colapsó algunas décadas después y, paradójicamente, la clase obrera que decían “representar”, fue protagonista activa en la destrucción del Muro de Berlín y los regímenes estalinistas. Las rebeliones democráticas de 1989-90 tuvieron una connotación progresiva, pues derribaron un aparato contrarrevolucionario que sofocó al movimiento obrero internacional durante gran parte del siglo XX. Pero, a la vez, se caracterizaron por una inmadurez subjetiva que, combinada con el repudio al “socialismo real”, facilitaron la cooptación de esos procesos por el imperialismo y su reconducción hacia la restauración del capitalismo:

“Esa caída de la burocracia stalinista (o pos-stalinista) fue un triunfo democrático. Pero la falta de una alternativa socialista real, la no valoración de la propiedad estatal como una conquista (¡debido a que no eran los trabajadores mismos los que la administraban y usufructuaban!), la falta de las más elementales libertades democráticas, amén del espejo de la ‘prosperidad’ occidental, hicieron que estos procesos fueran fácilmente reconducidos hacia la vuelta al capitalismo”

(…)

“El 89 significó entonces la cristalización –o el salto en calidad– de una situación histórica: el agotamiento irreversible del stalinismo y los regímenes burocráticos, tanto en sus aspectos económicos como políticos, sociales y culturales. Una oleada de rebeliones populares barrió a los países del Este europeo: ninguno de los regímenes derrocados era reivindicable, ni posible de sostenerse históricamente”[29].

Por otra parte, es innegable que la caída del Muro desató una crisis de alternativa en el corto plazo, principalmente porque se difundió la idea de que el capitalismo y la democracia liberal era el “fin de la historia”, en tanto ya no era viable otra forma de organización social superadora. Pero eso no justifica una reivindicación “nostálgica” de un aparato contrarrevolucionario como el estalinismo; por el contrario, su caída constituyó un elemento progresivo y emancipador desde el punto de vista estratégico, pues abrió el camino para relanzar el socialismo revolucionario en el siglo XXI, una tarea que cobra actualidad en medio del recomienzo histórico de las luchas de los sectores explotados y oprimidos.

Nuestro viaje a Berlín nos reafirmó sobre algo que insistimos desde la corriente SoB, a saber, lo imperioso de contar con un sólido balance de la experiencia del estalinismo en el siglo XX, a partir del cual explicar con rigor histórico y profundidad estratégica que, el mal llamado “socialismo real”, nunca fue una experiencia de poder obrero en transición al socialismo. Por el contrario, se trató de Estados donde se instauraron mecanismo de apropiación del plus-trabajo social por parte de la burocracia gobernante, lo cual dio paso a nuevas formas de desigualdad y opresión que, algunas décadas después, fueron la base material que propiciaron la restauración capitalista, tanto por el hartazgo de las masas ante las carencias materiales y la mentira en torno a dicha sociedades “igualitarias”, pero también porque favorecía a sectores de la burocracia en su conversión a burgueses con títulos de propiedad estables.

  1. El 68 berlinés

«Crear dos, tres….muchos Vietnam»

Che Guevara.

Por otra parte, el relato del totalitarismo invisibiliza las críticas por la izquierda al capitalismo y la presencia militar estadounidense en el Berlín occidental. Un episodio significativo de eso fueron las protestas de 1968, un año caracterizado por un clima de rebelión en varios países (Francia, México, Argentina, Praga, etc.). Eso impactó en Alemania y desencadenó una agitación social entre la juventud universitaria berlinesa, la cual se identificó con la revolución cubana, las luchas de liberación nacional en África y la resistencia del pueblo vietnamita contra la invasión militar estadounidense. Asimismo, esas luchas antiimperialistas en el tercer mundo fomentaron el cuestionamiento de la presencia militar de los Estados Unidos en el país, los cuales fueron asumidos por un sector de la juventud como fuerzas de ocupación imperialista y no como los “libertadores” del nazismo y barrera de protección contra el estalinismo, percepción que predominaba en la generación anterior que experimentó la barbarie de la segunda guerra mundial y que fueron auxiliado por el ejército norteamericano durante el criminal bloqueo de la URSS en 1947-48.

En ese contexto surgió una nueva izquierda entre la juventud alemana, que, además de su repudio al imperialismo estadounidense, también era profundamente crítica del “socialismo real” del bloque soviético por su carácter antidemocrático. Al desarrollarse en una ciudad que era enclave del capitalismo occidental y, al mismo tiempo, era la frontera con el bloque estalinista, dotó a la nueva izquierda alemana de un perfil independiente de los campos enfrentados en la Guerra Fría, al grado de proponer la conformación de una “asociación de individuos libres, independiente del capitalismo y del estalinismo burocrático, en un Estado Libre de Berlín Oeste”[30].

La ola de radicalización del 68 en Berlín tuvo su auge con las protestas contra la guerra en Vietnam. El 21 de octubre de 1967 tuvo lugar una manifestación de seis mil personas en la ciudad en el marco del día de “acción contra la guerra en Vietnam”, en la cual participaron delegaciones de varios países europeos. Además, el 17 y 18 de febrero de 1968 se desarrolló el “Congreso Internacional sobre Vietnam”, al cual concurrieron jóvenes de varios países europeos, entre ellos algunos que se convertirían en referentes del movimiento trotskista de posguerra, como Ernest Mandel y Tariq Ali. La mesa principal de congreso estaba bajo una manta, la cual contenía una frase del Che Guevara: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”.

Rudi Dutschke
Rudi Dutschke

Una de las resoluciones del congreso fue realizar una marcha el último día de la actividad hacia los cuarteles del ejército estadounidense, pero ante la tensión que generó y las amenazas de los norteamericanos para abrir fuego a quienes se acercaran a sus cuarteles. Tras la mediación del partido socialdemócrata y de miembros de la iglesia, el acto se reorientó hacia otra zona y reunió a quince mil personas.

El repudio de la derecha no se hizo esperar y, por medio de los medios de comunicación masivos, impulsaron una campaña anticomunista contra los jóvenes universitarios, alimentando un clima de creciente polarización y hostilidad hacia quienes se opusieran a la presencia de las tropas imperialistas. Pocos días después realizaron una “contra-marcha” que reunió a 80 mil personas, la cual contó con el apoyo del SPD y la burocracia sindical.

Fue en este marco de polarización que se produjo el ataque contra Rudi Dutschke, estudiante de sociología y principal referente de la nueva izquierda berlinesa. Durante la “contra-marcha” fue denunciado como el “enemigo público #1” del país. Unos días más tarde, fue víctima de un atentado con tres disparos a quema ropa, del cual logró sobrevivir milagrosamente (aunque tuvo que abandonar el país ante el clima de persecución contra su persona). Esto generó los llamados “Disturbios de Pascua”, donde más de sesenta mil personas tomaron las calles para impedir la circulación de un periódico reaccionario que fue identificado como uno de los promotores de la hostilidad contra el movimiento antiguerra y, en consecuencia, del atentado contra Rudi.

  1. Memorias del imperio

 

“Federico Segundo venció en la Guerra de los Siete Años,

¿Quién más venció?

Cada página una victoria

¿Quién guisó el banquete del triunfo?

Cada década un gran personaje.

¿Quién pagaba los gastos?

A tantas historias, tantas preguntas”.

Preguntas de un obrero que lee. Bertolt Brecht

La memoria histórica en Berlín es muy selectiva, con el agravante de ser una ciudad donde transcurrieron muchos de los eventos que marcaron la historia universal contemporánea, por lo cual unos se superponen sobre los otros. Esta saturación histórica es filtrada en función del Estado diseñado por la burguesía alemana que, como analizamos previamente, tiene como uno de sus ejes representar al nazismo y estalinismo como formas de “totalitarismos”, para así legitimar al capitalismo liberal como la mejor forma de organización social y económica.

Junto con esto, al recorrer la ciudad percibimos otro elemento constitutivo de la “nueva” Alemania, aunque esta vez presentada de forma positiva. Nos referimos al rescate sutil del pasado prusiano. Eso es comprensible en la lógica de una potencia capitalista, para la cual es desbalanceado articular su identidad a partir de una historia de invasiones y destrucción extrema, pues es un relato donde queda expuesta como una nación endeble. Para medirse con otras potencias y postularse como fuerza hegemónica en Europa, se requiere de cierta dosis de soberbia imperial, con más razón cuando los competidores ostentan la gloria de sus longevos imperios coloniales, con los cuales saquearon continentes enteros y se transformaron en referentes culturales con la imposición de sus idiomas, literaturas, religiones, tradiciones culinarias, etc.

Por este motivo, la reconstrucción de Berlín se realizó/realiza bajo la lógica de la restauración; una combinación conservadora donde se mezcla la restitución simbólica de elementos imperiales con la modernidad que distingue al capitalismo alemán. Esto se expresa de diferentes maneras, pero nos referiremos a las que nos resultaron más evidentes: la arquitectura y el legado imperial prusiano.

  1. Arquitectura

Según los estándares europeos, Berlín con sus ochocientos años de historia es una ciudad “joven” y, en comparación con otras urbes del continente, no cuenta con una gran cantidad de edificios de la edad media o del siglo XIX. Recordemos, además, que sus calles y avenidas fueron severamente castigadas o destruidas completamente durante la segunda guerra mundial.

Asimismo, en los últimos 150 años la ciudad estuvo al menos bajo seis regímenes políticos diferentes: militarismo imperial prusiano, la República de Weimar, la barbarie contrarrevolucionaria del nazismo, la dictadura burocrática estalinista y el ultra capitalismo neoliberal (mezclado con décadas de fuerte presencia estadounidense). Todos procuraron dejar su huella por medio de obras identificadas con su visión del mundo, por lo cual el panorama arquitectónico de la ciudad se tornó impredecible. En sus cuadras se combinan aleatoriamente “capas” de arquitecturas pasadas, como edificios decimonónicos, iglesias góticas, fábricas modernistas, sinagogas de estilo oriental o los bloques de apartamentos de influencia estalinista[31].

La asociación entre poder y arquitectura no es un invento berlinés, pero su peculiaridad consiste en la confluencia de grandes eventos históricos en un espacio y tiempo tan reducido. A pesar de eso, es evidente que la burguesía alemana apuesta por recuperar aspectos del viejo esplendor imperial, lo cual se refleja en algunas obras públicas de gran valor económico y simbólico.

Un caso ejemplar es el Palacio de la Ciudad, otrora residencia de la dinastía imperial Hohenzollern. Este edificio fue severamente dañado por los bombardeos en la segunda guerra mundial y, en su lugar, las autoridades de la antigua RDA construyeron el Palacio de la República (inaugurado en 1976), una estructura moderna para la época y cuyo nombre la distanciaba del pasado imperialista de su antecesor. Tras consumarse la reunificación en los años noventa, el aristócrata y empresario Wilhelm von Boddien, inició una campaña para la reconstrucción del Palacio Imperial, un llamado que tuvo eco dentro del Bundestag (parlamento federal alemán), pues en 2004 este órgano acordó demoler la estructura erigida en la RDA y reconstruir el palacio original.

Eso desató protestas de sectores vinculados a la cultura y el arte, pues consideraron que era un atropello contra un edificio que hacía parte de la memoria histórica del Berlín contemporáneo. A pesar de eso, la demolición se llevó a cabo (a un costo de 119 millones de euros) y, en 2021, fue oficialmente inaugurada una réplica del Palacio Imperial (cuya reconstrucción requirió otros 600 millones de euros), aunque rebautizado como “Humboldt Forum”. ¡Un oportuno “camuflaje” ilustrado y liberal para guardar las apariencias!

Algo similar podemos decir del Reichstag, sede del parlamento federal alemán. En 1933 fue severamente dañado por un incendio, el cual fue aprovechado por los nazis para desatar una cacería de comunistas y declarar un estado de excepción (todo apunta que fue un atentado provocado por los mismos nazis). Posteriormente, fue un objetivo militar en la guerra mundial -particularmente en la durísima batalla final por Berlín-, por lo cual quedó en ruinas y fue restaurado parcialmente en 1956, aunque fue un edificio prácticamente inutilizado hasta la caída del Muro porque la capital de la RFA se trasladó hacia Bonn. Por ese motivo, tras la reunificación resurgió el interés en su restauración para que, nuevamente, albergara el parlamento federal. Eso se materializó en 1999 con la construcción de una nueva cúpula de vidrio, una intervención muy simbólica que refleja a la Alemania moderna, pues combinó “una decoración de alta tecnología encima de una estructura autocrática heredada de los Kaisers”[32].

Reichstag

Otro caso es la ciudad de Postdam, capital del estado de Brandemburgo y ubicada a unos 35 km de Berlín. Su principal atractivo son los palacios de la monarquía prusiana y la exuberancia de sus jardines reales, por lo cual es conocida como una versión alemana de “Versalles”, aunque más pequeña. Al igual que gran parte de Berlín, esta ciudad resultó muy dañada con los bombardeos durante la guerra y, tras la división del país, quedó bajo control de la RDA. Bajo el estalinismo, la ciudad perdió su “esplendor”, en parte porque las autoridades no tenían interés en rescatar su simbología prusiana, pero también porque se transformó en un lugar habitado por familias trabajadoras. Pero eso cambió después de la reunificación, pues las autoridades federales alemanas se enfocaron en reconstruir sus edificios icónicos, como el Palacio Municipal y la Iglesia de la Guarnición. Asimismo, la región experimentó un proceso de gentrificación y se tornó en el nuevo centro de reposo para la burguesía que, en adelante, compró las villas rodeadas por hermosos bosques para descansar los fines de semanas, expulsando a sus antiguos pobladores obreros del lugar.

No estamos en contra de la restauración de edificios históricos. Por el contrario, nos parece una tarea fundamental para la preservación del patrimonio cultural de la humanidad. El problema es la forma que la burguesía alemana lleva a cabo esa labor, pues su objetivo es restaurar los elementos más retrógrados del pasado prusiano para fortalecer su proyecto imperialista del presente, a la vez que no responde a las demandas sociales para garantizar un verdadero derecho a la ciudad.

Por ejemplo, retomemos el caso de la ciudad de Potsdam, la cual se transformó en un importante centro turístico por la exuberancia de sus antiguos palacios y jardines imperiales, en los cuales se exalta el suntuoso estilo de vida de la familia real prusiana, pero en ningún momento crítica la estructura social y política opresiva que garantizó ese nivel de vida a la nobleza prusiana.

Aunado a esto, es incompresible las prioridades urbanísticas de las autoridades berlinesas, las cuales no tienen problema en despilfarrar más de 700 millones de euros para derrumbar un edificio completamente funcional (aunque primero fue necesario retirar residuos de asbesto) y construir una réplica del Palacio Imperial, al mismo tiempo que la ciudad enfrenta un severo problema de vivienda. La recuperación de la capitalidad por parte de Berlín vino acompañada de un aumento sostenido de la población que, en promedio, aumentó 50 mil personas por año en la última década.

Lo anterior, provocó un crecimiento en la demanda de viviendas y, en consecuencia, del precio de los alquileres, desatando una crisis entre amplios sectores de la población: se estima que un 85% de los berlineses son inquilinos y destinan entre un 40% y 50% de sus ingresos para costear el alquiler de sus viviendas. Eso explica la presión social para solucionar esta problemática, principalmente entre las personas jóvenes que tienen trabajos precarizados con bajos salarios e inestabilidad laboral.

Una medida parcial fue la “ley de tope al alquiler”, la cual imponía un congelamiento en el precio de los alquileres por un tiempo limitado, pero fue declarada inconstitucional poco después de que entrara en vigencia. En todo caso, no resolvía el problema de fondo, a saber, la concentración de viviendas en unas pocas empresas inmobiliarias. Según las autoridades de Berlín, hay un faltante de 120 mil viviendas, pero otros analistas alegan que la cifra real es de 200 mil. En contraparte, algunas empresas son propietarias de cientos de miles de apartamentos y viviendas; es el caso de Deutsche Wohnen, la cual posee 110 mil viviendas en la ciudad, una cantidad “pequeña” en comparación con las 350 mil de Vonovia.

Eso motivó a la agrupación ciudadana “Deutsche wohnen & co enteignen” (Expropiar a Deutsche wohnen y compañía) a impulsar un referéndum no vinculante en 2021, en el cual un 57% de los votantes apoyó que el Estado expropiara –con el pago de indemnizaciones- un total de 240.000 casas y apartamentos entre los propietarios que poseyeran más de tres mil viviendas. A pesar del amplio apoyo popular que recibió, hasta la fecha esta iniciativa no se materializó, pues las principales autoridades alegaron dificultades para pagar las indemnizaciones que, según sus estimaciones, costarían entre 29 mil y 39 mil millones de euros.

Para la burguesía alemana, la reconstrucción de Berlín nunca tuvo como finalidad mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras y los sectores populares. Por el contrario, todo su proyecto urbanístico se concentra en restaurar la vieja grandeza imperial, una fórmula elitista donde el derecho a la ciudad no tiene cabida. Ante eso, es indispensable luchar por un modelo de ciudad diferente a partir de las necesidades de vivienda y movilidad de las clases trabajadoras.

Inclusive, la historia berlinesa cuenta con interesantes precedentes de las vanguardias artísticas de los años veinte del siglo XX, las cuales reflejaban el impacto en el mundo artístico de la cultura socialista de masas que describimos anteriormente. Por ejemplo, algunas de sus escuelas de arquitectura tuvieron como objetivo mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Es el caso de Ludwin Mies van der Rothe, fundador del grupo “El Anillo”, el cual abogaba por “transformar el bienestar material y espiritual de la clase obrera” por medio de proyectos de casas sociales. Otro caso lo podemos encontrar en Walter Gropius, fundador de la escuela Bahaus, cuyo meta era crear una “nueva humanidad en un nuevo entorno” a través de la unificación del arte y el diseño para mejorar la estructura de las fábricas en función de los intereses de los trabajadores[33].

2. Autoritarismo y colonialismo

Como expusimos previamente, en Berlín la reconstrucción oficial de la memoria histórica está enfocada en denunciar los crímenes de los “totalitarismos”, particularmente el genocidio contra la población judía y la construcción del Muro como símbolo de la opresión “comunista”.  Agreguemos, además, que el abordaje de esos temas es bastante unilateral y sesgado, en tanto coloca un signo de igual entre el nazismo y el estalinismo a partir de sus rasgos dictatoriales, a la vez que no explica las causas que los originaron. Así, en los hechos, ambos regímenes son asumidos como un “paréntesis” histórico que desviaron al país de su curso democrático-liberal.

Es una lectura sesgada de cabo a rabo, pues existe una relación entre el impetuoso desarrollo que experimentó el país tras consumar su unificación nacional, con el posterior expansionismo que atizó las disputas inter-imperialistas por el reparto del orbe a inicios del siglo XX, cuyos momentos más álgidos fueron las dos guerras mundiales. Pero este enfoque resulta útil para la tarea estratégica que asumió la burguesía germana en la posguerra y que reafirmó tras la caída del Muro: la reconstrucción/restauración de la vieja y potente Alemania, con el fin de retomar su lugar en el podio de los imperialismos contemporáneos.

Debido a lo anterior, el abordaje de la herencia imperial prusiana es poco crítica con sus aspectos más regresivos, en particular con los rasgos autoritarios que caracterizaron al Imperio Alemán, así como su conversión en una fuerza colonial al final del siglo XIX.

Eso lo constatamos mientras recorríamos el Tiergarten, un exuberante parque en el centro de la ciudad que, además de su belleza natural, contiene una enorme colección de estatuas sobre ilustres personalidades de la historia alemana. Entre esas destaca el monumento dedicado a Otto von Bismarck, cuyo enorme tamaño es proporcional al peso que tiene en el imaginario político del imperialismo alemán, el cual pareciera crecer conforme pasan los años.  De acuerdo a los datos que pudimos recopilar, en la actualidad se contabilizan alrededor de 700 calles con su nombre por todo el país, a lo cual se suman 146 torres y 97 monumentos. Asimismo, su figura es exaltada en el sistema educativo, donde lo presentan como el responsable de introducir el voto directo, los seguros de salud y contra accidentes, así como el derecho de jubilación.  En suma, ¡todo un estadista del siglo XIX con el cual la burguesía alemana no tiene vergüenza en identificarse![34]

Pero ¿quién fue realmente Bismarck? Este personaje se caracterizó por sus ideas nacionalistas en torno a una Alemania unificada y fuerte, la cual estaba destinada a ser la principal potencia europea. A partir de esa ferviente creencia, el denominado “Canciller de hierro” lideró el proceso de unificación alemán en el siglo XIX. Para lograr tan ansiado objetivo, desplegó una tremenda destreza en el campo político y militar que, sumado al impetuoso crecimiento económico teutón, sentaron las condiciones para imponerse en una serie de guerras que le permitieron unificar a los veinticinco Estados alemanes. Primero derrotó a Dinamarca en 1864, posteriormente se impuso ante Austria en 1866 y, para sellar con broche de oro su currículo militar, urdió una maniobra para instigar la guerra contra el Segundo Imperio Francés en 1870-1871, de la cual salió victorioso y proclamó la fundación del Imperio Alemán en 1871 (la crisis abierta por esta guerra propició el estallido de la heroica Comuna de París del 18 de marzo al 28 de mayo de ese mismo año).

Así surgió el II Reich[35], al frente del cual estuvo Bismarck como Canciller hasta 1890. Durante todo ese tiempo se demostró afín con las ideas monárquicas, conservadoras y aristocráticas, aunque también destacó por su repulsión contra el movimiento obrero, particularmente por su temor a que se desarrollara una “Comuna de París” en Alemania. A raíz de eso, atacó por todos los flancos a la socialdemocracia para bloquear su desarrollo entre la clase obrera, combinando políticas de seguridad social con las “leyes anti-socialistas”, cuyo nombre real era “Ley contra las aspiraciones socialdemócratas que suponen un peligro público” (vigentes hasta 1890). Así, impidió que la socialdemocracia concurriera en las elecciones como partido, censuró sus periódicos y prohibió sus reuniones públicas, entre otras medidas represivas. Inclusive, en 1888 presentó un proyecto de ley para retirar la ciudadanía alemana a los miembros de la socialdemocracia y, aunque fue rechazada, da cuenta de su carácter reaccionario.

Tras la caída del Muro de Berlín, el “Canciller de hierro” se tornó más popular dentro del relato oficial. Su figura fue utilizada para establecer un paralelismo entre el unionismo prusiano y la reunificación de 1990, al mismo tiempo que se elogió su perfil de “conservador revolucionario” que supo combinar los “valores tradicionales” prusianos con los cambios que exigía su época para potenciar el desarrollo del país. Un abordaje muy afín a los intereses de la burguesía germana en la actualidad, considerando que encabeza una economía neoliberal muy avanzada desde el punto de vista científico y tecnológico, pero mantiene intactos los cimientos económicos capitalistas y las perspectivas históricas reaccionarias que caracterizan a toda potencia imperialista.

De hecho, el rescate de la herencia prusiana viene acompañado de un “embellecimiento” de su pasado colonial. Algunos historiadores aducen que, bajo el mandato de Bismarck, el Imperio alemán no reclamó nuevos territorios y se concentró en su desarrollo interno. Es una aseveración que, aunque tiene elementos verdaderos, no por eso deja de ser unilateral y superficial. Alemania consumó su unidad nacional de forma tardía, un factor que retardó su despliegue imperial por fuera del continente europeo, puse ese espacio ya estaba ocupado por otras potencias capitalistas. En ese contexto, Bismarck fue cuidadoso de no agitar las aguas en exceso, porque temía provocar un conflicto donde partía con desventaja. Pero ese equilibrio hegemónico no tardó mucho en ser cuestionado, una consecuencia lógica de la presión derivada de una Alemania en ascenso que ansiaba hacer valer su nuevo estatus imperialista.

La Conferencia de Berlín (1884-1885) fue un ejemplo de eso. Organizada bajo el auspicio de Bismarck, tuvo como objetivo garantizar un consenso imperialista para repartirse África y, de esta forma, desatar con total libertad –¡y brutalidad!- sus proyectos coloniales en dicho continente. Fue un triunfo político para Alemania, porque se posicionó como la cuarta potencia colonial que, en adelante, tenía el derecho a ser integrada como un eje del nuevo orden hegemónico internacional. A partir de esa movida diplomática del canciller prusiano, el nobel imperio alemán extendió su poder por fuera de las fronteras europeas y consolidó sus posesiones coloniales en África, Asia y Oceanía, entre las cuales estaban Togo, Camerún, África Alemana del Sudeste (actual Namibia), África Alemana Oriental (actualmente Tanzania), tres territorios de Papúa-Nueva Guinea (Kaiser-Wilhelmsland y el Archipiélago de Bismarck y las Islas Salomón alemanas) y otras “concesiones” coloniales en el norte de China.

Sobre ese pesado lastre colonial, Berlín guarda silencio escandaloso. La única referencia “anticolonial” que encontramos fue durante el último día de nuestro viaje, justo cuando nos dirigíamos hacia la Estación Central. En determinado punto del camino nos topamos con una serie de carteles históricos colocados a lo largo de la calle Wilhelmstraße, antiguo epicentro político del Reich. En uno de esos se indicaba el lugar donde se desarrolló la “Conferencia de Berlín”, pero al leer la información de inmediato fue evidente la tenue autocrítica sobre su pasado imperial, pues, al mismo tiempo que señalaba lo perjudicial que fue para los países africanos, también ¡resaltaba el papel de Bismarck como mediador multilateral entre las potencias para evitar un conflicto internacional! De hecho, el título del informativo era “Recordar, reconciliar. Asumir juntos la responsabilidad de nuestro futuro”, una formulación donde la reparación histórica no aparece en ninguna parte.

Actualmente, Alemania está bajo presión por sus crímenes en sus antiguas colonias. Es necesario recordar que, entre 1904 y 1908, se desarrolló una rebelión anticolonial en la África Alemana del Sudeste (actual Namibia) en rechazo a la confiscación de tierras de los pueblos nativos en beneficio de las hordas de colonizadores. El Imperio Alemán no titubeó en aplastar el movimiento con un baño de sangre; según algunas estimaciones, los soldados alemanes asesinaron a 65 mil miembros de la tribu “herero” y otros 10 mil pertenecientes a la “nama”. Este crimen fue catalogado por las Naciones Unidas en 1985 como el primer genocidio del siglo XX, pero el Estado alemán rehusó pedir disculpas oficiales durante décadas, así como a pagar cualquier tipo de indemnización por sus crímenes de lesa humanidad. Fue hasta 2021 que, el gobierno alemán, aceptó y se disculpó oficialmente por su responsabilidad en el genocidio, además de negociar con el gobierno namibio una indemnización de 1.100 millones de euros para desarrollar proyectos de obra pública en el país. Este acuerdo fue denunciado como un insulto por los descendientes de los pueblos masacrados, con los cuales las autoridades alemanas no negociaron. Además, el monto acordado como reparación histórica es risible para una potencia imperialista, la cual no tuvo problemas para derrochar 700 millones de euros para derrumbar el Palacio de la República y reconstruir el Palacio Imperial.

Eso demuestra que el colonialismo, racismo y otras lacras derivadas del imperialismo, no son parte de la reflexión histórica oficial en Alemania; al menos no con la profundidad que el tema amerita. Incluso, sobre el genocidio en Namibia solamente hay una pequeña placa en Berlín, en contraste con los cientos de monumentos y calles en honor a Bismarck (ver el reportaje Alemania reconoce como genocidio matanzas en Namibia de la DW). En cierto sentido es lógico, pues asumir responsabilidades de crímenes coloniales abre muchos cuestionamientos sobre el papel de las potencias imperialistas en la actualidad. Igualmente, denota un esfuerzo de la burguesía alemana para crear un “cordón sanitario” en torno a esa parte de su historia, pues no quiere ensuciar el legado del Imperio y de una figura como Bismarck, los cuales hacen parte de su marco de referencias simbólicas en la actualidad. Una vez más, la memoria histórica se nos presenta como un campo de batalla política, donde se combina la visión del pasado, los intereses del presente y la proyección del futuro.

En ese sentido, es muy conveniente la definición del totalitarismo de Hannah Arent, pues se limita a un republicanismo sin contenido social donde los pobres estaban excluidos de la política. A eso, es preciso añadir el carácter profundamente eurocéntrico de dicha autora, la cual trató con desdén las rebeliones de los esclavos y pueblos colonizados, porque desataban una “furia loca” que convertía los sueños de libertad en pesadillas para todo el mundo[36]. Así, se entiende mejor que esta perspectiva histórica sea tan difundida en las esferas oficiales en Alemania y en otros países imperialistas, pues combina una crítica abstracta del nazismo y el “comunismo” soviético, pero no cuestiona las formas de explotación y opresión inherentes al capitalismo liberal y desarrolladas al máximo por las potencias imperialistas.

Esperábamos otra cosa a partir de los contenidos que produce la televisión estatal alemana DW, porque el pasado colonialista es retomado con regularidad en sus reportajes y documentales. Un tema particularmente espinoso es el debate en torno a las colecciones de los museos europeos, en los cuales se encuentran gran parte del patrimonio cultural de las ex colonias y países semicoloniales; obviamente, todo esas obras y piezas arqueológicas fueron adquiridas de forma ilegal.

Pero lo que encontramos cuando recorrimos la ciudad nos demostró lo contrario, sobre todo cuando visitamos la “Isla de los Museos”. Este espacio está constituido por cinco museos espectaculares, tanto por su diseño arquitectónico como por su contenido cultural, por lo cual fueron declarados patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1999. Lo problemático es la presentación de las obras procedentes de las ex colonias o países semicoloniales. Por ejemplo, el “Museo Nuevo” -más conocido por su nombre en inglés, “Neues Museum”- se especializa en Egipto antiguo; su principal atractivo es el busto de Nerfetiti, el cual fue adquirido de forma polémica por Alemania en 1912, en el marco de las “expediciones científicas” gestionadas por Francia en el país africano. Desde entonces, la pieza es motivo de disputa con Egipto, país que reclama su devolución por el enorme valor cultural e identitario que representa para la cultura nacional.

Las autoridades alemanas se rehúsan a devolver tan valiosa pieza, pues alegan que fue adquirida de forma legal. De hecho, en la sala donde se expone el busto no hay una sola mención a ese debate, una omisión que, tácitamente, naturaliza la extracción ilegal del patrimonio cultural de otros pueblos por las potencias imperialistas, ante lo cual estas instituciones culturales no tienen el decoro de informar cómo llegaron hasta tierras europeas. Eso demuestra la estrechez del discurso “anticolonial” de las potencias europeas, así como el “cordón sanitario” de la burguesía alemana con relación a su pasado imperial y el legado prusiano.

Por cierto, cuando decimos “autoridades” nos referimos a la “Fundación del Patrimonio Cultural Prusiano”, un nombre que delata el carácter conservador y reaccionario de dicho organismo. Es una de las principales instituciones culturales del mundo y está encargada de administrar diecinueve museos con más de cinco millones piezas arqueológicas y artísticas. Por ese motivo, en los últimos años estuvo envuelta en varios debates con representantes de gobiernos y pueblos africanos, los cuales exigen el retorno de piezas que ostentan un poder simbólico para sus poblaciones.

La táctica de los museos europeos es presentar sus colecciones como obras artísticas, es decir, reduciendo su valor al plano meramente estético, equiparándolos casi a un adorno que puede exhibirse en cualquier lugar del planeta. Con esa categorización extirpan los atributos simbólicos, culturales o políticos de muchas piezas, lo cual facilita que se nieguen a abrir un proceso de reparación histórica por medio de su devolución o algún tipo de acuerdo intermedio.

Es un tema difícil de solucionar. Por dar un ejemplo, recientemente Alemania devolvió más de mil piezas de los llamados “bronces de Benín” tras firmar un acuerdo con el gobierno de Nigeria, para que fuera expuestos al público en un museo que se iba a construir con ese fin. Pero el ex presidente de ese país, antes de dejar su mandato en mayo los transfirió a Oba Ewuare II, actual rey ceremonial de Benín, generando incertidumbre sobre su destino e, incluso, si podrán ser de acceso público para la población nigeriana, pues ahora esas piezas están en manos de un particular y resguardados en un palacio privado.

Este caso refleja los problemas en torno al abordaje de las colecciones reunidas en los museos imperialistas, pues, al mismo tiempo que fueron adquiridos mediante la expoliación colonial de determinados pueblos, también son obras que hacen parte del patrimonio cultural y artístico de la humanidad en su conjunto. La política de reparación cultural no puede circunscribirse a las negociaciones entre los gobiernos imperialistas y sus similares burgueses en las ex colonias; es necesario que sea parte de un debate democrático que involucre –verdaderamente- a los pueblos expoliados, a la vez que garantice que las piezas continúen accesibles a la población en general. Pero será difícil avanzar en ese camino mientras prevalezcan los criterios culturales de las potencias imperialistas que, como demuestra el caso de Alemania con su rescate del legado prusiano, no se superan por medio de discursos por los derechos humanos en los foros de la Unión Europea[37]. Para eso será necesario acabar con las formas actuales de expoliación imperialista en las actuales semicolonias (países formalmente independientes, pero económicamente sometidos a las potencias capitalistas).

  1. Una Babilonia en el recomienzo histórico

“Babylon system is the vampire, yeah (vampire)

Sucking the children day by day, yeah

I say, the Babylon system is the vampire, falling empire

Sucking the blood of the sufferers, yea-ea-ah

Building church and university, wooh, yeah

Deceiving the people continually, yea-ah

I say they are graduating thieves and murderers

Look out now, they are sucking the blood of the sufferers”.

Babylon System. Bob Marley & The Wailers.

Berlín fue escenario de enormes batallas políticas, culturales y militares que marcaron el siglo XX. Más exactamente, fue un epicentro de la lucha de clases donde la confrontación entre la revolución y la contrarrevolución alcanzó niveles asombrosos y sangrientos. Esa peculiaridad se manifiesta al estudiar su historia y recorrer sus calles; en las entrañas de la ciudad están en permanente tensión la más alta modernidad capitalista con los elementos más reaccionarios del imperialismo.

Para muestra un botón. En el primer día de nuestra estadía en la ciudad, salimos a caminar por los alrededores del hostel donde nos hospedamos y, a poco de iniciar nuestro trayecto, nos topamos con el cementerio de Dorotheenstädtischer-Friedhof, en el cual hayamos las tumbas de Georg Hegel, Johann Fichte y Berlton Brecht, entre otras luminarias del pensamiento y arte moderno que yacen en ese lugar. Pero, no muy lejos de ahí, encontramos la calle Voßstraße, en la cual se ubicaba la “Nueva Cancillería” nazi que diseñó Albert Speer, el bunker donde se suicidó Hitler y otros espacios de poder distribuidos a lo largo de la calle Wilhelmstraße –en su mayoría destruidos por los bombardeos en la segunda guerra mundial- ocupados por altos mandos del régimen nazi, como Himmler, Goebbels, Göring o Bormann. ¡En Berlín se pasa de lo sublime a lo perverso en cuestión de pocos kilómetros!

Por otra parte, es innegable que esas batallas se saldaron con una derrota histórica de la clase obrera alemana. El que fuese el principal movimiento obrero del mundo entre finales del siglo XIX e inicios del XX, terminó aplastado en las décadas subsiguientes bajo el peso de una triple contrarrevolución. Un recordatorio -pesado y educativo al mismo tiempo- de que no existe ninguna ley inexorable que garantice el colapso del capitalismo y la llegada inevitable del socialismo; una visión teleológica que, ingenua o interesadamente, difundieron algunos teóricos de la socialdemocracia alemana y la II Internacional, los cuales consideraban que la corriente de la historia estaba a su favor y, por ende, era sólo cuestión de tiempo para superar el capitalismo por la rutinaria vía de las elecciones burguesas.

Contra este fatalismo histórico luchó Rosa Luxemburgo. Aunque tuvo muchas contradicciones en su proceso de ruptura con la socialdemocracia, no titubeó en asumir una postura revolucionaria ante los desafíos colocados por la lucha de clases en su momento, como demostró en medio de la crisis que desató la Gran Guerra (1914-1918) y su defensa principista –no exenta de críticas, algunas equivocadas- de la revolución rusa. Por ese motivo, todavía resuena con fuerza su famosa frase “socialismo o barbarie”, la cual sintetiza una perspectiva de la historia como un proceso abierto, donde resulta fundamental la intervención consciente de los sectores explotados y oprimidos para tomar el poder y transformar revolucionariamente el mundo.

Una lección que, lastimosamente, gran parte de la izquierda olvidó al transitar por el convulso siglo XX, particularmente cuando fue necesario explicar el carácter de los Estados surgidos en el Este europeo, donde la expropiación del capitalismo se realizó por la vía burocrática-militar del estalinismo. Ante ese fenómeno altamente complejo, la mayoría de las corrientes trotskistas optaron por definirlos como Estados obreros burocráticos o degenerados, aunque la clase obrera nunca tuvo voz ni voto para ejercer –realmente- el poder. Una visión objetivista, según la cual la expropiación de la burguesía abría automáticamente la transición al socialismo, como si el curso histórico tuviera de antemano un camino trazado. Además, con el agravante de que presentaban como una variante “socialista” a regímenes que se caracterizaron por su brutalidad contra la clase trabajadora y los sectores oprimidos, a los cuales trataron como enemigos internos y no como sujetos sociales para construir una sociedad emancipada.

No pasó mucho tiempo para que, los regímenes del “socialismo real”, fuesen barridos de la historia por rebeliones populares, con la contradicción de que fueron cooptadas por el imperialismo para restaurar el capitalismo. En el caso de la antigua RDA, la irrupción del movimiento de masas destruyó un Muro de tres décadas en cuestión de pocas horas; ¡el hormigón armado sucumbió ante miles de mazos impulsados por el odio hacia la Stasi y los privilegios de la burocracia estalinista! Pero toda esa energía potencialmente revolucionaria, fue instrumentalizada para reinstaurar el capitalismo y, de esta forma, relanzar el imperialismo germano de cara al siglo XXI.

Eso reflejó la profunda crisis de alternativa que provocó la contrarrevolución estalinista, pues el socialismo pasó a ser una “mala palabra” en la consciencia de la clase trabajadora y los sectores oprimidos, al quedar vinculada con términos como dictadura, privilegios, censura, desigualdad y escasez. Así, mientras el pasaje al siglo XX se caracterizó por el fortalecimiento del movimiento obrero y la construcción de una cultura socialista de masas que hacía factible imaginar un mundo sin explotación, el ingreso al siglo XXI se produjo en condiciones muy diferentes por la desacumulación subjetiva del movimiento de masas, cuyo resultado más inmediato fue un pesimismo histórico donde es “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”[38].

Dicha desacumulación subjetiva provocó una ruptura de la consciencia histórica con las tradiciones de las luchas pasadas. Las nuevas generaciones están sometidas a las presiones de un “presentismo” sin perspectivas de futuro estratégico, es decir, donde la posibilidad de transformar revolucionariamente la sociedad no tiene cabida. Debido a eso, se impone una “conciencia política más limitada” donde “el futuro, el porvenir, aparece difuso”[39]. Así, se produce un “desacomodo” de la memoria, pues los recuerdos de las luchas de resistencia colectiva son deslegitimados o encubiertos, convirtiéndose en lo que Traverso denomina como una “memoria marrana”, la cual es muy funcional al capitalismo neoliberal y su uso instrumental de la historia:

“El neoliberalismo comprime nuestra vida en un presente eterno, un mundo dominado por la aceleración que nos da la impresión de un cambio permanente, aunque los cimientos sociales y económicos permanezcan estáticos. La sociedad de libre mercado promete satisfacer todos nuestros deseos – nuestras utopías se vuelven individuales y se “privatizan” – en el contexto de un modelo social y antropológico que da forma a nuestras vidas, instituciones y relaciones sociales. En una sociedad neoliberal, el pasado se cosifica y el recuerdo se transforma en un artículo de consumo modelado y difundido por la industria cultural. Las políticas de la memoria -museos y conmemoraciones- se someten a los mismos criterios de cosificación (rentabilidad, cobertura mediática, adaptación a gustos predominantes, etc.)”[40].

Lo anterior, se expresa intensamente en Berlín como secuela de la derrota histórica. Ya analizamos como la burguesía alemana utiliza un “filtro de clase” para reconstruir una memoria histórica conservadora y afín a su proyecto imperialista. Aunado a eso, recientemente se sumó un elemento novedoso que no queremos dejar pasar inadvertido: nos referimos al retorno de la ultraderecha al escenario político nacional.

El partido Alternativa para Alemania (AfD) ganó las elecciones en Sonneberg, una pequeña comarca en el estado de Turingia, ubicado al este del país. Esta agrupación obtuvo su primera bancada parlamentaria en 2017, después de realizar una campaña xenófoba contra la aceptación de refugiados de países africanos y asiáticos; igualmente, es negacionista del cambio climático y se opone a las medidas para mitigar el calentamiento global.

Su triunfo generó un enorme revuelo político y mediático. Aunque por ahora se limitó a un pequeño distrito, no es un hecho menor que un partido de ultraderecha, xenófobo y bajo vigilancia de la policía alemana por sospecha de ser antidemocrático, vaya a gobernar en un territorio del país que, décadas atrás, fue cuna del nazismo. Además, hay preocupación de que indique una “normalización” de la ultraderecha como una fuerza política, algo que el establishment alemán trató de impedir por medio del llamado “cordón sanitario”, un acuerdo entre los partidos del régimen de no pactar con la AfD para marginalizarla de cargos ejecutivos. Esa táctica está crisis, pues la agrupación de ultraderecha creció en las últimas encuestas de opinión al obtener entre un 18% y un 20% de las intenciones de voto a nivel nacional, una cifra alta para un régimen parlamentario donde las coaliciones entre los partidos mayoritarios son necesarias para formar gobierno.

Por otra parte, es significativo que su principal base de apoyo sea en el Este del país, es decir, en territorios de la extinta RDA estalinista. De hecho, las encuestas indican que la AfD tiene muchas posibilidades de ganar las elecciones del próximo año en tres territorios más de esa región. Un fenómeno similar al de otros países que fueron parte del “Glacis”, donde la aversión a la experiencia burocrática estalinista facilita que, en la actualidad, sea la ultraderecha quien capitalice el malestar social y pueda posicionarse como una alternativa “anti-sistémica”.

Pero las novedades no vienen solo por la ultraderecha. Desde hace varias décadas se procesa un recomienzo histórico a nivel internacional. Con esto nos referimos al retorno de la lucha de clases en su sentido más clásico, es decir, a través de la acción directa del movimiento obrero, la juventud precarizada y estudiantil, el movimiento feminista y ecologista, entre otros. Las rebeliones populares en América Latina, Medio Oriente y Asia, así como los procesos de sindicalización y el desarrollo de huelgas en países del centro imperialista, son algunas de las formas como se manifiesta dicho recomienzo.

Alemania no escapa de esa tendencia internacional. En los últimos diez años se desarrollaron más huelgas que durante las décadas anteriores, lo cual denota una erosión de la “cultura del consenso político” que caracterizó al país tras la reunificación. La crisis económica de 2008 tuvo mucho que ver en eso, pues la zona euro resultó particularmente afectada. Igualmente, en el caso germano se combinó con algunas peculiaridades demográficas, como el bajo nivel de desempleo y la creciente escasez de mano de obra calificada, lo cual fortaleció a los sindicatos a la hora de las negociaciones salariales con las patronales. En razón de eso, los salarios reales aumentaron sistemáticamente desde 2014 hasta el presente (con la excepción de 2020 por motivos de la pandemia).

Pero con la guerra en Ucrania la situación económica empeoró, sobre todo porque desató una espiral inflacionaria y, por extensión, generó una caída del poder adquisitivo de los trabajadores y trabajadoras.  Eso, a su vez, atizó los reclamos salariales y dio paso a una ola de huelgas en sectores estratégicos de la economía germana.

Así, a finales del 2022 y tras varias semanas con paros intermitentes, alrededor de cuatro millones de obreros industriales consiguieron un aumento salarial del 8,5%. Otro caso fue el de los 160 mil trabajadores y trabajadoras del correo Deutsche Post, a los cuales bastó amenazar con realizar una huelga indefinida para conseguir un incremento salarial del 11,5%. El caso más sonado fue la “Mega-Streik” –mega huelga- de finales marzo del presente, la cual fue organizada conjuntamente entre EVG y Ver.di, dos de los principales sindicatos del país que representan a 230 mil trabajadores ferroviarios y 2,5 millones de empleados del sector público, respectivamente.

Producto de este incremento en las huelgas, hay quienes empiezan a hablar de una “resurrección del sindicalismo” alemán. Algunos datos parecieran constatar eso; solamente Ver.di registró 70 mil nuevas afiliaciones en los primeros meses del año. Es una cifra alentadora, la cual denota una reversión –por ahora parcial, pero importante- de la caída en la tasa de sindicalización del país en las últimas décadas: en 1980 un 32,5% de las personas asalariadas tenían carné sindical, pero esa cifra cayó al 17,4% en 2017. Aún hay mucho camino por recorrer, pero es indudable que el recomienzo también pasa por Alemania, aunque parte de un piso muy bajo a nivel organizativo y subjetivo por el pesado fardo de la derrota histórica.

Asimismo, en Berlín el recomienzo obtiene un impulso vital con la nueva clase trabajadora migrante. Eso se percibe en la sonoridad de sus calles, compuesta por un coro de idiomas de todo el mundo, un elemento cosmopolita que suma a la enorme riqueza cultural de esta metrópoli. Según datos recopilados en 2021, un 23% de la población alemana corresponde a personas que llegaron al país después de 1950 o son hijos de inmigrantes. Eso equivale a 18,9 millones de personas (de una población estimada de 84 millones), pero posiblemente la cantidad real sea mayor, pues esos datos no contemplaron la llegada de más de un millón de refugiados ucranianos tras el inicio de la guerra en ese país.

Una gran parte de esos trabajadores se desempeñan como repartidores por aplicativo, un sector cuyas condiciones laborales se caracterizan por una creciente precarización. Eso lo constatamos durante una reunión con referentes y organizadores del gremio, en su mayoría personas jóvenes y extranjeras, procedentes de países como la India, Paquistán, Palestina, Francia, España, Argentina, Estados Unidos y Canadá.

En consonancia con esa composición multiétnica, la reunión se desarrolló en un local ubicado en el corazón de un barrio de la comunidad turca. El punto central de discusión fue la denuncia presentada por un repartidor procedente de la India, quien expuso el atropello cometido por la empresa Wolt, la cual no realizó el pago de tres meses de trabajo a un grupo de cien trabajadores. Ante esa violación a los derechos laborales, el grupo optó por iniciar una campaña de volanteos en los puntos de concentración de los repartidores, con la finalidad de informar, organizar acciones colectivas y ofrecer asesoría legal.

Ese mismo día realizaron un “volanteo piloto” para medir el ambiente, del cual participamos y obtuvimos algunos reflejos interesantes. Por ejemplo, notamos que la enorme mayoría de repartidores son hombres jóvenes y procedentes de países asiáticos. Como nos explicó la activista estadounidense que nos atendió en Berlín, eso se debe a una política de las compañías para contratar personas de países con regímenes autoritarios y con pocas tradiciones organizativas, pues eso facilita la aplicación de sus prácticas abusivas. Por ese motivo, en los últimos años se redujo la contratación de repartidores latinoamericanos (o de Europa Occidental), pues muchos ya habían participado en movilizaciones sociales en sus países de origen, por lo cual resultaban más propensos a organizarse para defender sus derechos.

Durante el volanteo tuvimos una prueba a pequeña escala de esa valoración. Por ejemplo, cuando nuestra anfitriona entregó un panfleto a un repartidor del Líbano, la recepción y discusión que se generó fue muy buena, en gran medida porque esa persona había participado en las enormes movilizaciones de hace algunos años en su país. Por el contrario, resultó más difícil cuando se trató con los grupos de repartidores de la India, un país donde la organización de los movimientos sociales es muy limitada por la represión del gobierno reaccionario de Narendra Modi, así como por la fragmentación de la sociedad civil por la estructura de castas y el sectarismo religioso (exacerbadas por la colonización inglesa que aplicó la vieja táctica del “divide y vencerás”).

Por otra parte, es importante anotar que las empresas de reparto no llegaron a esa conclusión de la nada; por el contrario, se desprende de la “huelga salvaje” protagonizada por los trabajadores de “Gorillas” en junio de 2021. Esta compañía funciona a partir de una red de almacenes con productos que sus clientes compran por medio de una app y son entregados rápidamente por un ejército de repartidores en bicicleta. Aunque son contratados formalmente, sus salarios son bajos, hay problemas con los equipos de seguridad y la patronal aprovecha vacíos legales para violar sus derechos laborales. Uno de esos es el período de prueba, tiempo durante el cual son comunes los despidos porque los trabajadores no cuentan con estabilidad ni derechos adquiridos. Es un negocio redondo para la empresa: te contratan, te obligan a laburar como bestia por varios meses y, un día antes de pasar el período de prueba, te despiden y contratan al siguiente repartidor para reiniciar el ciclo. A los empresarios sólo les interesa garantizar la circulación de las mercancías y cerrar las ventas, para lo cual no necesitan de trabajadores calificados o con gran experticia, basta con que sepan pedalear para llevar las encomiendas.

De hecho, la huelga de 2021 inició tras el despido injustificado de un trabajador inmigrante –llamado “Santi”- durante el período de prueba, a partir del cual se gestó el movimiento por varias reivindicaciones (pago de salarios atrasados, mejor calidad de las bicicletas, equipo de seguridad adecuado, etc.). Dicho movimiento fue liderado por repartidores provenientes de países con tradición sindical o donde hubo masivas protestas sociales en años recientes, como Chile, Turquía, Italia o España. Esa peculiaridad se combinó con su escaza familiaridad con las rígidas tradiciones legales del país, por lo cual no tuvieron inconveniente en impulsar un movimiento “espontáneo” de protesta, es decir, que no fue convocado por un sindicato con la formalidad legal del caso. Ese elemento fue muy disruptivo y causó impacto mediático, por lo cual fue catalogada como una “huelga salvaje”. Las empresas tomaron nota del proceso y su forma de organización, a partir de lo cual comenzaron a implementar tácitamente un “filtro étnico” para sus contrataciones.

Además, esta huelga generó conflictos con la burocracia sindical, la cual se opuso al movimiento porque vio cuestionada su legitimidad como mediadora institucional en las relaciones laborales con el Estado y las empresas. Además de reaccionaria, esta postura tampoco tiene fundamento, porque los sindicatos oficiales ignoraron a los repartidores antes de la huelga, dejándolos sin ninguna herramienta de organización para luchar contra la precarización laboral de las empresas. Por ese motivo, notamos muchos anticuerpos entre los activistas del gremio hacia los sindicatos, un rasgo similar al que identificamos en otros países debido al repudio que provocan la gestión burocrática de este tipo de organizaciones.

Por otra parte, en las conversaciones con los activistas obtuvimos un reflejo que nos pareció muy llamativo: en Berlín se comienza a hablar sobre “uberización” del trabajo. Líneas atrás, indicamos que las compañías contratan repartidores, por lo cual tienen sueldo básico por hora (a lo cual se le suman las bonificaciones por cantidad de entregas) y otro tipo de derechos adquiridos en materia de seguridad y equipamiento. En América Latina eso no sucede con las empresas de aplicativos y la llamada “economía colaborativa”, una forma de embellecer la explotación del trabajo por medio de los algoritmos. Asimismo, en Alemania el mercado todavía presenta algunas regulaciones; por ejemplo, hay empresas dedicadas al reparto de comida y otras especializadas para la entrega de compras de supermercado (muy diferente al caso de Brasil, donde Ifood es hegemónica en el sector de reparto).

Pero la presión por derribar esas regulaciones crece día con día. En consecuencia, cada vez son más comunes las denuncias por la precarización laboral derivada de la tercerización o la “uberización”; dos formas voraces de gestión del trabajo características del ultra-capitalismo del siglo XXI. Por ejemplo, las empresas contratan equipos de abogados laboralistas para encontrar fisuras en la normativa y, de esta forma, cubrir con un manto de “legalidad” el no pago de prestaciones, vacaciones y otro tipo de derechos laborales básicos por medio de la tercerización. Otro caso son las prácticas anti-sindicales, las cuales suelen venir de la mano con las medidas de precarización laboral. Hay denuncias de espionaje de las compañías en contra de los activistas involucrados en la organización de los repartidores, así como tácticas dilatorias para no firmar convenios colectivos y, de esta manera, frustrar los procesos de negociación abiertos formalmente para tal caso[41].

Para los estándares alemanes, esas prácticas patronales todavía generan asombro, pero desde nuestra percepción latinoamericana hacen parte de la “normalidad” laboral, particularmente entre los segmentos de la nueva clase trabajadora. Ciertamente, no es motivo de alegría que más personas en el mundo enfrenten condiciones de precarización de ese tipo. Pero no se puede perder de vista la potencialidad estratégica que eso revierte: constituye un elemento unificador de la experiencia vital de millones de trabajadores y trabajadoras por todo el planeta, una condición material que puede dar paso a su organización internacional[42].  

Bajo ese criterio, nuestra corriente encaró el desafío de impulsar la organización de los repartidores en Argentina. Tras un arduo y paciente “trabajo hormiga” durante la pandemia, realizando las “paradas solidarias” para dialogar con los repartidores de “carne y hueso”, fue posible alcanzar el nivel de acumulación necesario para lanzar el SITRAREPA, el primer sindicato del gremio en ese país (aunque está en curso la batalla política y legal por su reconocimiento oficial). Posteriormente, eso facilitó el contacto con otras organizaciones en diferentes países, lo cual permitió desarrollar el Primer Congreso Internacional de Trabajadores por Plataformas en abril del presente, el cual se realizó en la ciudad de Los Ángeles y contó con la presencia de delegaciones de diecisiete países de tres continentes (Asia, América y Europa), incluyendo una delegación de compañeras activistas de Alemania.

*****

Llegamos al final de nuestra crónica de viaje que, como indicamos en la introducción, combinó reflexiones sobre la memoria histórica con la perspectiva estratégica de la corriente SoB. Inicialmente, nuestra idea era escribir un texto significativamente más corto, pero al revisar los apuntes y fotografías del viaje nos surgieron más temas para desarrollar, tanto para ordenar nuestra memoria particular de la travesía por Berlín, pero también para compartir con nuestros lectores y lectoras elementos que encontramos relevantes, particularmente en lo que concierne a la revolución alemana y la experiencia del estalinismo en la RDA.

Cerramos con esta cita de Rosa Luxemburgo, extraída de su artículo “El orden reina en Berlín”, escrito un 14 de enero de 1919, cuando todavía estaba fresco el dolor por la derrota del levantamiento espartaquista (de hecho, al día siguiente sería capturada y asesinada). En estas líneas expresó, con la genialidad que le caracterizaba, el carácter temporal y educativo de las derrotas en la lucha por la revolución social:

“De esta contradicción entre el carácter extremo de las tareas a realizar y la inmadurez de las condiciones previas para su solución en la fase inicial del desarrollo revolucionario resulta que cada lucha se salda formalmente con una derrota. ¡Pero la revolución es la única forma de «guerra» -también es ésta una ley muy peculiar de ella- en la que la victoria final sólo puede ser preparada a través de una serie de «derrotas»! (…) «¡El orden reina en Berlín!», ¡esbirros estúpidos! Vuestro orden está edificado sobre arena. La revolución, mañana ya «se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto» y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas: ¡Fui, soy y seré!”.

No dudamos que el proletariado alemán levantará la mano –o, mejor dicho, el puño- en el siglo XXI, como demuestra el proceso de reorganización sindical en curso que, aunque todavía es muy inmaduro, está en sintonía con lo que ocurre en otros países de Europa y los Estados Unidos. Más tarde o más temprano, Berlín volverá a la escena para reclamar su lugar como uno de los epicentros de la lucha de clases internacional.

Bibliografía


[1] Por otra parte, hay cierto debate en torno a lo atinado de colocarlas en el piso, pues son pisoteadas constantemente por los peatones de la ciudad, algo que no agrada a miembros de la comunidad judía.

[2] Traverso, Melancolía de izquierda (En file:///C:/Users/HP/Downloads/Melancolia_de_izquierda.pdf), p. 28-29.

[3] Flankin, Revolutionary Berlin (London: Pluto Press, 2022), p. 2.

[4] Para profundizar sobre los hechos de la revolución alemana, sugerimos la lectura del artículo Problemas de la Revolución Alemana de Roberto Sáenz, donde repasa algunos hechos claves de ese proceso histórico.

[5] Muy diferente es lo que percibimos en Francia, un país con una enorme acumulación en el plano de la lucha de clases y, aunque en su historia también hubo muchos hechos sangrientos, en la recuperación de la memoria histórica se impone la perspectiva de la resistencia. Eso lo constatamos durante la marcha multitudinaria contra la reforma de las pensiones (realizada el 06 de junio), en la cual hubo alrededor de 300 mil personas en París. Durante la protesta se cantó una consigna sobre la Comuna de París, una insurrección obrera que, aunque fue brutalmente reprimida en 1871, es reivindicada como un hito histórico de lucha que alimenta las perspectivas de transformación social de las generaciones en el presente. Eso también lo percibimos durante una cena en un restaurante administrado bajo el formato de cooperativa obrera, “Les Temps des Cerises”, en cuya decoración destacaban los decretos de la Comuna y un cartel de Louise Michel, la “Virgen Roja”. Asimismo, podemos mencionar el caso de la Argentina, cuya conmemoración de los treinta mil desparecidos no es en clave melancólica, por el contrario, alimenta una consciencia de lucha democrática que moviliza a decenas de miles de personas cada 24 de marzo, en su gran mayoría personas jóvenes.

[6] Trotsky, La Guerra y la Internacional (En https://izquierdaweb.com/cien-anos-del-fin-de-la-i-guerra-mundial-la-guerra-y-la-internacional-por-leon-trotsky/).

[7] Por otra parte, también desarrolló rasgos sectarios de contra-sociedad, tendencia que se agravó con las inercias teóricas y filosóficas de sus dirigentes, adaptados a una visión evolucionista y teleológica de la historia, según la cual la transición al socialismo se realizaría de forma inercial por medio de la auto-construcción del partido y el aumento de su peso en el parlamento, desde donde se decretaría el cambio social del Estado. Una visión revisionista del marxismo que devoró a este partido obrero. Sobre el SPD y Rosa Luxemburgo, sugerimos la lectura de nuestra investigación Rosa Luxemburgo: reivindicación y crítica de una revolucionaria.

[8] Mientras en el acápite anterior analizamos el “bullicio” en el espacio público berlinés para mostrar a las víctimas del genocidio judío y del estalinismo, en esta parte nos enfocaremos en explicar el silencio en torno a las víctimas y hechos de la revolución alemana. Por ese motivo, vamos a dar más peso al análisis histórico, pues no encontramos muchos memoriales o monumentos sobre este tema. A pesar de eso, nos referiremos en algunas partes a los pocos sitios que hallamos al respecto.

[9] Koselleck, «“Espaço de experiência” e “horizonte de expectativa”: duas categorias históricas». En Futuro Passado (Rio de Janeiro: Editora PUC Rio, 2006), p. 305-327 y Traverso, “Marx, la historia y los historiadores” (En https://izquierdaweb.com/marx-la-historia-y-los-historiadores/).

[10] Asimismo, en los años veinte y treinta, las élites conservadoras y el nazismo difundieron la “Leyenda de la puñalada por la espalda” (uno de sus principales promotores fue el militar de ultraderecha Erich Ludendorff), un relato que vinculó la derrota de Alemania a una supuesta traición interna, entre los cuales estaban los judíos y los socialistas revolucionarios que, posteriormente, intentarían instaurar el comunismo con la revolución. Asociaron la democracia liberal de la República de Weimar como una causa de la crisis social y política del país en la posguerra, por lo cual renegaron de este hecho y, tras el ascenso de Hitler al poder en 1933, destruyeron la gran mayoría de los monumentos construidos en memoria de la revolución en los años veinte.

[11] McKay, Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century (Great Britain: Penguin Random House UK, 2023), p. 35.

[12] Flakin, Revolutionary Berlin (London: Pluto Press, 2022), p. 63. La traducción es nuestra.

[13] Aunque en un sentido diferente, eso mismo pudimos apreciar durante la redacción de esta nota con respecto a la muerte de los cinco tripulantes multimillonarios del submarino de la compañía “OceanGate” mientras exploraban el Titanic; un hecho que capturó la atención de toda la prensa burguesa mundial, marcando un contraste con el olvido programado de los miles de inmigrantes africanos que fallecen constantemente intentando cruzar el Mediterráneo.

[14] Aunado a esto, hay un dato curioso con la fecha del 9 de noviembre, pues acontecieron diversos hechos históricos de diferente signo que, en cierta medida, dificultan conmemorar la fecha. En 1918 abdicó el Kaiser y se instauró la república burguesa; pero en 1923, fue cuando Hitler realizó su fallido putsch contra la República de Weimar; luego, en 1938 y ya bajo el régimen nazi, tuvo lugar la fatídica “noche de los cristales rotos”; por último, en 1989 se produjo la caída del Muro.

[15] Flakin, Revolutionary Berlin…, p. 84. La traducción es nuestra.

[16] Citado en Ferrero, Un domingo berlinés con Rosa y Karl (En https://www.sinpermiso.info/textos/un-domingo-berlins-con-rosa-y-karl).

[17] Ídem, p. 98.

[18] Nos parece importante acotar que estuvimos una semana en Berlín y nos faltó tiempo para recorrer más lugares. Por ejemplo, no pudimos visitar el monumento a la Liga Espartakista, el cual se ubica en el patio interno de un edificio privado cerca del cementerio Dorotheenstandt (hay que tocar el timbre y pedir permiso para ingresar a verlo). Pero nuestro punto es criticar la política oficial de cancelar u ocultar la memoria histórica de la revolución alemana y la cultura obrera socialista de masas que marcó a esa ciudad, de la cual quedan pequeños rastros históricos que pasan bastante desapercibidos para el grueso de los residentes y visitantes de la ciudad.

[19] En aras de ese rescate de la memoria, sugerimos la lectura del artículo Espartaquistas y bolcheviques de Roberto Saénz, donde se analizan algunos elementos históricos y políticos en torno a los debates que suscitó la revolución alemana dentro del movimiento comunista en la época, incluidas nuestra diferencias con Rosa Luxemburgo en cuanto a su perspectiva sobre la organización revolucionaria.

[20] Sobre las Democracias populares, recomendamos la lectura de nuestra investigación publicada en el suplemento de Izquierda Web denominado La forja de las revoluciones antiburocráticas, donde se reconstruye históricamente el proceso de ocupación soviética de los países del Glacis, así como los intensos procesos de resistencia durante los años cincuenta en Checoslovaquia, Alemania y Hungría.

[21] Traverso, Revolución. Una historia intelectual (Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2022), p. 497-500. No sorprende que Arendt sea rescatada como referencia intelectual en Berlín, pues construyó un esquema teórico anticomunista y antinazista. La calle adjunta al “Monumento memorial a los judíos asesinados en Europa” lleva su nombre, además de que se colocó una placa conmemorando sus aportes teóricos a un costado del memorial. Los rasgos reaccionarios de Arendt son aún más evidentes por su marcado eurocentrismo y el desprecio que demostró ante las rebeliones anticoloniales y antiesclavistas, como desarrollaremos en el próximo acápite.

[22] Sobre la Stasi recomendamos la película alemana “La vida de los otros” (2006), la cual relata la historia de espionaje contra un escritor de la RDA y expone la manera en que la burocracia controlaba el aparato estatal a su antojo, incluso para satisfacer los caprichos personales de sus dirigentes.

[23] Dale, June 17, 1953 (en https://jacobin.com/2016/06/june-17-east-germany-gdr-berlin-uprising-strike).

[24] Un aspecto que nos llamó la atención cuando estudiamos la revolución anti-burocrática de 1956 en Hungría, fue que, en muchas declaraciones y reseñas de la época, encontramos un elemento en común: la denuncia de la mentira como uno de los principales detonadores del malestar con el régimen. Este no es un detalle menor, por el contrario, da cuentas de la claridad con que las masas percibían que el supuesto “Estado obrero” era una farsa, por medio del cual se garantizaba la expoliación del país por parte de las tropas soviéticas y los dirigentes estalinistas locales. Así, la pelea por la verdad se tornaba un aspecto de suma importancia, pues equivalía a rediseñar la sociedad sobre nuevas bases de solidaridad mutua, algo indispensable en la perspectiva de avanzar hacia el socialismo. Sobre eso remitimos a nuestro artículo Hungría 1956: una revolución antiburocrática y de liberación nacional.

[25] Aleksiévich. El fin del «Homo sovieticus» (Barcelona: Acantilado, 2021), p. 25.

[26] Sobre la segunda guerra mundial, remitimos a la lectura del texto Causas y consecuencias del triunfo de la URSS sobre el nazismo de Roberto Sáenz. Con relación a las violaciones masivas por parte de los soldados rusos, sugerimos la película “Anónima: una mujer en Berlín” (2008), inspirada en un diario escrito por una sobreviviente alemana de la guerra, en el cual detalla la táctica que desarrolló para evitar las violaciones por grupos de soldados: hacerse “amante” de un alto militar ruso, con lo cual ganó protección ante la tropa.

[27] A pesar de la debilidad del movimiento obrero tras doce años de dictadura nazista, el ascenso revolucionario de la segunda posguerra revitalizó las fuerzas de la nueva clase obrera, como demostró el crecimiento de la afiliación al KDP (Partido Comunista Alemán) que, según los datos de 1947, contaba con 300 mil militantes en las tres zonas occidentales, mientras que en la zona soviética tenía 600 mil previo a la fundación del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) en 1946. Esto demuestra que era factible impulsar una campaña contra la ocupación imperialista del país, pero la URSS no lo hizo porque esto cuestionaba la expoliación que realizaba en los territorios bajo su control y, además, podía desatar la confianza del proletariado alemán en su propia fuerza y organización.

[28] Para profundizar en el debate teórico con el objetivismo en el análisis del estalinismo sugerimos leer Apuntes críticos sobre el balance del estalinismo, también de nuestra autoría.

[29] Sáenz, A 33 años de la caída del Muro de Berlín (en https://izquierdaweb.com/33-anos-de-la-caida-del-muro-de-berlin/).

[30] Flakin, Revolutionary Berlin…, p. 134. La traducción es nuestra. Todo este acápite lo escribimos con la información detallada en el capítulo “1968 in West Berlin” (p. 131-156).

[31] Flakin, Revolutionary Berlin…, p. 1-2 y McKay, Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century…p. 39.

[32] Flakin, Revolutionary Berlin…, p. 43.

[33] McKay, Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century…p. 41-42.

[34] Un dato que ilustra eso, es que Bismarck es el punto de referencia para evaluar el desempeño de los principales cancilleres alemanes en la actualidad. Por ejemplo, el ex canciller Helmut Kohl, encargado de liderar el proceso de reunificación en los años noventa, fue reconocido como el nuevo “canciller de la unidad” en comparación con la unidad prusiana del siglo XIX. Algo similar sucedió con Ángela Merkel, la cual fue bautizada por la prensa como la “Canciller de acero”, debido a su capacidad para mantenerse en el cargo por muchos años y transformar al país en la principal potencia de la Unión Europea.

[35] Este nuevo Reich se extendió desde 1871 hasta 1918, año en que se consumó la derrota germana en la primera guerra mundial y estalló la revolución de noviembre, la cual forzó la renuncia del Káiser y la fundación de la República de Weimar. Por otra parte, el I Reich fue el Sacro Imperio Romano Germánico, el cual se extendió desde la Alta Edad Media hasta su disolución en 1806. Posteriormente, Hitler retomó esta tradición imperial y nombró al régimen nazi como el III Reich (1933-1945).

[36] Traverso, Revolución. Una historia intelectual (Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2022), p. 502.

[37] Otro ejemplo de este imperialismo cultural lo encontramos en la guía oficial del Museo del Louvre en París. Por ejemplo, en el primer capítulo “Del Palacio al Museo”, se indica que “las misiones arqueológicas (…) ampliaron el campo del saber a nuevas civilizaciones e hicieron beneficiar al museo con sus descubrimientos” (p. 13 de la versión en español). Para nuestra sorpresa, no dice una sola palabra crítica sobre el carácter imperialista que tuvieron dicha misiones arqueológicas y científicas, pues, además de la investigación histórica, también fueron el punto de partida para expoliar el patrimonio cultural de las colonias, como vimos recientemente en el caso del busto de Nefertiti. Asimismo, en el capítulo “Artes de África, Asia, Oceanía y las Américas”, se incluye una cita de Guillaume Apollinaire –reconocido poeta y crítico de arte francés- de 1909, donde indica que el Louvre debería “albergar ciertas obras maestras exóticas cuyo aspecto es al menos tan conmovedor como el de los mejores ejemplos de la estatuaria occidental” (p. 464 de la versión en español)., (p. 464 de la versión en español), lo cual indican que se realizó en el año 2000 con la inauguración de una exposición con obras de esos continentes. Es decir, el Louvre no tiene reparo en caracterizar como “exóticas” las obras provenientes de antiguas colonias, un vocablo que resulta chocante y ofensivo al ser empleado por una institución de un país imperialista para caracterizar las obras culturales de antiguos países coloniales.

[38] Hay debate sobre la autoría de esta frase, pues hay quienes se la atribuyen a Fredric Jameson y otros a Slavoj Žižek. En todo caso, es útil para reflejar el estado de ánimo que cundió en las décadas que siguieron a la caída del “socialismo real” y el aparente triunfo del capitalismo liberal.

[39] Sáenz, Siglo XXI y conciencia de la historia (en https://izquierdaweb.com/siglo-xxi-y-conciencia-de-la-historia/).

[40] Traverso, Sobre la complejidad del pasado (en https://izquierdaweb.com/sobre-la-complejidad-del-pasado/)

[41] Al momento de escribir esta parte del texto, nos enteramos de la convocatoria a huelga por parte de los repartidores de “Lieferando” para el 17 de agosto en Berlín, pues la compañía se rehúsa a firmar la convención colectiva de trabajo.

[42] Desde la perspectiva anticapitalista, donde hay un problema social está planteada la lucha por un derecho. Un criterio necesario para enfrentar la adversidad de la cotidianeidad capitalista sin pesimismo histórico.

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