“El derrumbe del stalinismo en Europa del Este y la ex URSS ha significado el fin de su yugo histórico sobre la clase trabajadora, y que finalmente ésta tenga la posibilidad de reconstruirse o refundarse sobre nuevas bases, socialistas y revolucionarias. El desafío es, entonces, no caer en el derrotismo, sino reformular un proyecto revolucionario que, apoyado en la premisa marxista de que ‘la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos’, esté a la altura de las necesidades y ubique a nuestra corriente sobre una nueva perspectiva estratégica.”
(Construir otro futuro, 2000).
Cuando los medios de comunicación a lo largo y ancho del mundo vuelven a desempolvar sus viejos “discursos de la victoria” del final de la Guerra Fría, es importante hacer algunas precisiones.
En primer lugar, no cayó “el comunismo” ni “el socialismo”. Marx (y Lenin, y Trotsky) definía al comunismo o socialismo como una fase de la historia en la que la humanidad ya consiguió abolir las clases sociales y los aparatos opresivos del Estado. Esto sobre la base de una máxima expansión del bienestar material y cultural de todos los individuos, asociado a la vez al máximo progreso técnico (que permite abolir el esfuerzo laboral y conquistar el máximo tiempo libre). Es la sociedad la que debe terminar tomando en sus manos los asuntos públicos.
Está claro que la humanidad nunca llegó a ese estadio, ni siquiera una parte de ella. Esto más allá de que la expropiación de los capitalistas en un tercio del globo abriera una posibilidad histórica emancipadora que la clase obrera no pudo aprovechar en su primer embate durante el siglo pasado.
En segundo lugar, lo que cayó no eran tampoco “Estados obreros” ni, mucho menos, “dictaduras del proletariado”. La clase obrera de Europa del Este y de Rusia no tenía ni un miligramo del poder político. Para el caso de la segunda, desde la década de 1930 con sus purgas sangrientas simbolizadas por los “Juicios de Moscú”. Podemos discutir cuán atrás se remonta esto, así como recordar que en los países del Este europeo (donde se expropió a los capitalistas a la salida de la Segunda Guerra Mundial) la clase obrera nunca detentó el poder.
El poder estaba en manos de una casta de burócratas que vivían como privilegiados. La clase obrera no dejó de estar explotada económicamente, aunque por intermedio de relaciones y mecanismos distintos que bajo el capitalismo. La burguesía había sido expropiada, una conquista inmensa. Pero los medios de producción no quedaron bajo el control de los trabajadores. Esto dio lugar a los privilegios crecientes de la burocracia. La desigualdad social y cultural entre el obrero y el burócrata se hizo creciente; Christian Rakovsky explicaba esto en un texto tan inicial como brillante: “Cuando una clase social se hace cargo del poder, es una parte de ella la que deviene su agente. Es así que surge la burocracia. En un Estado socialista donde la acumulación capitalista está prohibida a los miembros del partido dominante, la diferenciación que comienza por ser funcional deviene en social” («Los peligros profesionales del poder»). Este texto, escrito a finales de los años ’20, presentaría muchas de las tendencias que se irían haciendo evidentes en la ex URSS en los años siguientes y que conducirían a un lugar muy distinto al socialismo.
Tras las huellas de su estimado amigo, León Trotsky escribiría La revolución traicionada, otro texto brillante que por primera vez abordaba globalmente el fenómeno imprevisto de la burocratización de la más grande revolución obrera de la historia.
En todo caso, si en algo eran superiores estos regímenes a los occidentales, era en que la propiedad estaba estatizada. Esto permitiría utilizar una porción de los recursos socialmente producidos para evitar que un sector considerable de la población cayera bajo la línea de miseria, al tiempo que expandir los servicios sociales a toda la población y desarrollar, de manera planificada, las fuerzas productivas de la sociedad (planificación que, de todas maneras, al quedar en manos de la burocracia, se transformaría en fuente de una acumulación burocrática y de nuevas formas de irracionalidad económica). Se imponía, al mismo tiempo, una fuerte presión a los Estados occidentales para que hicieran lo mismo, siendo la base objetiva de los “Estados de bienestar” capitalistas.
De cualquier manera, lo que cayó en el 89 fue un conjunto de regímenes burocráticos, la mayoría de los cuales habían sido impuestos desde arriba por un Ejército Rojo burocratizado hasta la médula después de la Segunda Guerra Mundial (con el agravante de constituirse sobre la opresión a las nacionalidades no rusas). Ninguno de ellos contaba con un apoyo mayoritario de la población, ni mucho menos un apoyo activo o protagónico. Sólo en la URSS el régimen había sido producto de una revolución obrera y popular genuina, y aun en ese caso había sido usurpada hacía rato por la burocracia.
Es por eso que en los países del Glacis (Europa Oriental), la clase obrera no solo no defendió los “muros de Berlín” sino que fue parte activa del derrocamiento de estos regímenes que no consideraba como propios, sino más bien hostiles; se trató, así, de una movilización subjetivamente inmadura, pero enormemente progresiva.
El Muro de Berlín en sí mismo era una atrocidad que separaba artificialmente una nación, dividiendo familias y grupos sociales. Ni de un lado del Muro ni del otro, los trabajadores y el pueblo fueron consultados sobre la división de Alemania. Tanto en Alemania Oriental como en Hungría y en Checoslovaquia los tanques soviéticos habían aplastado a los movimientos nacionales, sociales y democráticos de las masas obreras y estudiantiles en las décadas anteriores.
Las condiciones de opresión que se vivían en el Este, combinadas con un ya perceptible y creciente deterioro en el nivel de vida, detonaron una movilización democrática popular de masas que tiró abajo el Muro de Berlín así como todos estos regímenes dictatoriales, tanto en los países del Este europeo como en la ex URSS.
Esa caída de la burocracia stalinista (o pos-stalinista) fue un triunfo democrático. Pero la falta de una alternativa socialista real, la no valoración de la propiedad estatal como una conquista (¡debido a que no eran los trabajadores mismos los que la administraban y usufructuaban!), la falta de las más elementales libertades democráticas, amén del espejo de la “prosperidad” occidental, hicieron que estos procesos fueran fácilmente reconducidos hacia la vuelta al capitalismo: “Mientras los ‘ossis’ –como se apodaba a quienes vivían en Alemania del Este– conducían sus rudimentarios Trabant, vestían ropa triste y de mala calidad y bebían gaseosas sin marca, sus vecinos, los ‘wessis’, consumían Pepsi, usaban jeans Levi’s y se movían en BMW” (Luis Corradini, La Nación, 6 de noviembre del 2014).
Las mismas ex burocracias de las “repúblicas soviéticas” trabajaron para el retorno del capitalismo y la propiedad privada cuando evaluaron que era necesario cambiar el rumbo como producto de la catástrofe económica y el rechazo creciente de las distintas nacionalidades a la opresión desde la ex URSS.
El capitalismo fue restaurado por parte de una oligarquía que quiso transformarse de “propietaria del Estado” (“la burocracia tiene al Estado como su propiedad”, decía Marx parafraseando a Hegel) en directa propietaria de empresas capitalistas, y quiso hacerlo sobre la base de una “terapia de shock” que los neoliberales recomendaron para aplastar rápidamente la resistencia popular. En todo caso, para la clase obrera y la juventud de las “democracias populares”, no quedaba otra alternativa porque no aparecía como posible otra salida a la crisis. Ese vacío de alternativas es lo que caracterizó a la restauración capitalista, y permeó todo un ciclo histórico marcando los límites de una conciencia popular que ya no se forjaba en la lucha contra el capitalismo, sino que debió hacerlo en la pelea contra el “Estado socialista” (otro agudo señalamiento anticipatorio de Rakovsky).
El 89 significó entonces la cristalización –o el salto en calidad– de una situación histórica: el agotamiento irreversible del stalinismo y los regímenes burocráticos, tanto en sus aspectos económicos como políticos, sociales y culturales. Una oleada de rebeliones populares barrió a los países del Este europeo: ninguno de los regímenes derrocados era reivindicable, ni posible de sostenerse históricamente. Lo mismo puede decirse del régimen en la URSS, que caería dos años más tarde.
Si esto significó, simultáneamente, un triunfo para el capitalismo, fue como producto de fenómenos anteriores que se fueron procesando en el tiempo: la derrota de la clase obrera rusa databa de los años 30. Y tuvo una suerte de efecto retardado como el mecanismo de una bomba de tiempo: una derrota que se hizo visible, en sus dramáticos alcances, sólo medio siglo después. Algo similar había ocurrido con las clases obreras del este: Berlín 1953, Hungría 1956, Checoslovaquia 1967/68 y Polonia 1956, 1970 y 1980 fueron las fechas en que el proletariado se levantó contra la opresión burocrática y fue derrotado por los tanques stalinistas. Esto impidió la maduración de una alternativa por la izquierda, desde la clase obrera, conjuntamente con el fenómeno ya señalado de que la propiedad estatal de los medios de producción no fuera percibida (¡porque no lo era!) como propia.
Una verdadera crisis de alternativas se abrió, crisis que dura hasta nuestros días. Porque si en el largo plazo la caída del stalinismo ha sido un fenómeno emancipador, en el corto y mediano plazo fue reconducida por el capitalismo como un triunfo sobre las perspectivas históricas de la clase obrera, la perspectiva de poner en pie otro régimen social. La historia pareció así “concluir”. Y sin embargo, los efectos simultáneos de la crisis económica capitalista y la crisis de hegemonía yanqui, sumados a las rebeliones populares que se están viviendo, están poniendo las cosas en un nuevo terreno: el de un recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos.
En su cobertura periodística del aniversario de la caída del Muro, Luisa Corradini da una definición muy aguda del tiempo presente: habla de las “promesas incumplidas del nuevo amanecer” que supuestamente habría significado la caída del Muro, agregando: “Un cuarto de siglo después no hace falta ser un ideólogo de izquierda o de derecha para reconocer que el mundo occidental tiene serios problemas”.
Tampoco implicó una mejoría de las condiciones de vida de las masas en esos países. O por lo menos no categórica y homogénea, sino que abrió la puerta a un retroceso por la vía de la restauración capitalista, donde todas las promesas liberales resultaron ser “espejitos de colores”: Europa del Este sigue siendo la pariente pobre de Europa Occidental, y su cantera de reclutamiento de mano de obra barata. Las privatizaciones y ajustes destruyeron las redes de seguridad social, tanto en el Este como en Occidente, dejando a millones de seres humanos a la intemperie. La fragmentación geopolítica abrió la caja de Pandora de los enfrentamientos interétnicos, religiosos, etc.
Dicho lo anterior, hay que señalar que la caída del Muro de Berlín no puede considerarse como una tragedia histórica (como hacen los nostálgicos del stalinismo y del tercermundismo nacionalista burgués). El Muro tenía que caer porque su función era únicamente opresiva, y su objetivo era sostener lo insostenible: el contraste del nivel de vida entre la RFA (República Federal Alemana) y la RDA (Republica Democrática Alemana) señaló como inviable el proyecto de esta última. Salvo que este proceso hubiera sido parte de un verdadero proceso revolucionario, de la extensión de la revolución socialista al resto de Europa, algo que nunca ocurrió. Fue, más bien, la imposición de una transformación desde lo alto sobre una población autóctona derrotada después del desastre del nazismo: “Diametralmente opuesta a una verdadera revolución es el caso de la ex RDA: un verdadero ‘engendro histórico’. Es que en ella no hubo ningún tipo de revolución. Más bien, los cambios fueron forzados por la presencia del Ejército Rojo stalinista. Está claro que el debate no es simple. Se derrotó al invasor imperialista alemán. Pero ningún tipo de socialismo puede surgir a punta de pistola de un ejército que no dejaba de ser, en gran medida, de ocupación” (“Las huellas de la historia”, Roberto Sáenz, www.socialismo-o-barbarie.org).
1989 implicó el comienzo de un nuevo ciclo histórico donde la conciencia de las nuevas generaciones tiene que remontar la herencia dejada por 60 años de des-educación burocrática. Corrupción de la conciencia política socialista que reemplazó las enseñanzas revolucionarias del siglo XIX, las primeras décadas del XX, la oleada revolucionaria del 17, etc., por un conjunto de telarañas mentales, expresadas en el culto a lo opresivo, en el fetichismo del aparato, en el sustituismo del sujeto revolucionario, en el criterio antisocialista de “dar a la sociedad lo menos posible y sacar de ella lo más que se pueda” (Lenin).
Pero el 89 implicó (e implica) también una oportunidad: la oportunidad de empezar a educar a la vanguardia obrera y juvenil en la verdadera perspectiva del socialismo, en recuperar las tradiciones revolucionarias auténticas actualizándolas según el mundo en que vivimos hoy y las lecciones de la experiencia pasada. Proceso que se está viviendo lentamente con la acumulación de experiencias de las actuales rebeliones populares, de los “indignados” de distintos países, de la joven generación obrera que viene irrumpiendo (fragmentariamente) en la escena política.
Y que se está expresando, como tendencia histórica, en la acumulación sostenida de las corrientes socialistas revolucionarias, es decir, del trotskismo, que en nuestro país se ganó un lugar hegemónico indiscutido entre la vanguardia obrera y juvenil.
Ahí está la semilla del futuro, lo único que puede sacar al mundo del cenagal al que lo lleva el capitalismo, en medio de la lenta disolución del viejo orden mundial que augura la reapertura de una época de grandes crisis, guerras y revoluciones.
Sí cayó el comunismo y el socialismo. Por supuesto.