Robert Prevost, ahora León XIV, era parte del círculo de Francisco y acabó siendo designado como Pontífice en una votación reñida entre los conservadores más ridículamente reaccionarios y los «progresistas». Aparentemente, fue una suerte de candidato de conciliación entre las partes.
Muchos ya se lanzaron a especular sobre el perfil del que será el Papa 267 según los registros católicos oficiales. Pero no está para nada claro todavía si sostendrá los intentos de «modernización» de Francisco para ponerle un freno al retroceso de la Iglesia Católica o tratará de atrincherarse en un conservadurismo de preservación. Los primeros gestos apuntan hacia una línea de continuidad «progresista» de la línea de Francisco. Lo primero que hizo fue agradecerle al Papa anterior, que fue responsable en muchos sentidos del ascenso de Robert Prevost en la jerarquía eclesiástica.
La crisis de la Iglesia
Es obvio que las ilusiones sobre una Iglesia completamente adaptada al mundo moderno son eso, ilusiones. La Iglesia Católica es una institución inherentemente reaccionaria y conservadora, y las políticas de un Papa solamente pueden intentar preservarla como tal, evitando lo más posible los choques con una humanidad que la deja cada vez más atrás.
Esto se hace evidente con la manera de medir su crisis. Ya con el inicio del papado de Francisco, se hablaba de los millones de fieles perdidos a lo largo del mundo. Pero hasta hace no tanto, la crisis de la Iglesia pasaba por algo más sustancial: su pérdida de poder secular de regulador de las relaciones sociales, de intermediario de matrimonios, se consagración de monarcas, de educador de niños, de poder estatal terrenal y efectivo.
La emergencia de los Estados modernos, de los tribunales civiles y las escuelas públicas, de las instituciones de la sociedad civil, todo esto es la base histórica de la crisis de una Iglesia que ha perdido una y otra vez su razón de ser. No hay papado que no esté marcado por la pregunta de qué hacer para adaptarse para seguir cumpliendo no solamente un rol puramente religioso, sino institucional y político.
Cuando fue el ascenso como Papa de Francisco, éste tuvo que afrontar una crisis particular: la de las consecuencias heredadas de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El primero había logrado convertirse en una figura internacionalmente influyente cumpliendo un activo rol político reaccionario en la era neoliberal del anticomunismo. Se alineó con personajes como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Pinochet.
También intentó frenar la adaptación al mundo moderno comenzada con el llamado «Concilio Vaticano II». Su perspectiva social archirreaccionaria confrontó a la Iglesia con el mundo moderno de manera tajante. En plena crisis por la pandemia del VIH en los 80′, impulsó intransigentemente la política de prohibición de los anticonceptivos, sin excepción, en todos los casos. Y tanto él como su sucesor estaban manchados desde los pies hasta la cabeza con los casos de encubrimiento de curas abusadores.
Gramsci ya había señalado de manera brillante la contradicción entre la doctrina católica y la vida real: «Todos tienen la vaga intuición de que al hacer del catolicismo una norma de vida se equivocan, hasta tal punto que nadie sigue el catolicismo como norma de vida, pese a declararse católico. Un católico integral, o sea, que aplica en cada acto de la vida las normas católicas, parecería un monstruo, lo que supone, pensándolo bien, la crítica más rigurosa y perentoria del propio catolicismo.» Si eso fue así cuando escribió Gramsci, tal vez se acentuó con Juan Pablo II. Muchos dejaron de ser católicos frente a absurdos como la prohibición de los anticonceptivos pero casi nadie dejó de usar anticonceptivos por ser católico. Los profilácticos han vencido a la doctrina de la Iglesia.
El papado «progresista» de Francisco logró en parte atenuar algunos de esos problemas. Los mensajes en favor de «los pobres» en vez de la defensa incondicional de la voracidad empresaria, la «bendición» de parejas del mismo sexo (sin, obviamente, permitirles casarse), etc. Pero una Iglesia Católica realmente «adaptada» a nuestro siglo deja de ser la Iglesia Católica. De la misma manera que un rey electo cada cuatro años, con otros poderes condicionando el suyo, deja de ser rey; una Iglesia que reconoce, por ejemplo, derechos iguales para las mujeres, deja de ser la Iglesia.
Robert Prevost, León XIV
El nuevo Papa Robert Prevost tiene en frente una encrucijada: un giro conservador y «normalizador», como exigen algunos de los más ridículos conservadores de la liturgia, o la continuidad con Francisco.
La elección de un nuevo Papa es, ante todo, una decisión política. Y uno de los gestos más importantes últimamente es su origen. Hasta Francisco, nada menos que dos milenios después, no había habido ni un solo Papa no europeo. Al principio, simplemente porque la Iglesia Católica era una institución puramente europea. Después, porque la Iglesia era parte del mundo colonial encabezado por Europa. Y, como parte jerárquicamente alta de ese mundo, no necesitaba otra cosa que papas europeos.
De la misma manera que la elección de un Papa latinoamericano fue un movimiento político hacia América Latina, la región con más católicos del mundo, lo es hoy la elección de Rovert Prevost, un estadounidense extensamente vinculado con el subcontinente. Puede ser un gesto de continuidad. La mayor parte de su carrera ministerial fue en Perú, país del que tiene nacionalidad. Pero es posible que no sea casualidad que también sea estadounidense. Estados Unidos tiene como gobierno hoy a una de las cabezas más importantes (y la más poderosa) de la reacción internacional. Por ejemplo, el gobierno de Trump ha sido más efectivo en organizar el odio anti LGBT que la propia Iglesia. La orientación real de León XIV todavía está por verse.
Robert Prevost es un hombre de Francisco. Antes de la muerte del Papa anterior, tuvo el cargo de prefecto del Dicasterio para los Obispos, la principal institución papal para la designación de obispos. Es ese, evidentemente, un puesto de poder.
Se dice mucho también sobre la elección del nombre. León XIII fue un «modernizador» a la manera de Francisco. Su predecesor, Pío IX, fue el último Papa que también fue monarca de los Estados Pontificios. Impulsó una política de boicot de los Estados modernos, prohibiendo a los católicos participar de la vida política de la república francesa o votar en las elecciones de la nueva Italia unificada. León XIII levantó esas prohibiciones y se reconcilió con los Estados que le habían sacado de las manos el monopolio de la educación. También fue el Papa que promulgó la encíclica Rerum novarum. Con ella, la Iglesia católica tomó posición oficial por primera vez sobre la «cuestión obrera» y condenó oficialmente la explotación capitalista. Lo hizo también para combatir el crecimiento del socialismo y los sindicatos independientes, lo hizo para frenar el progreso.
Muchos recuerdan con cariño a Francisco I por haber postulado un mensaje menos brutal de opresión de los pobres, de las mujeres, de las personas LGBT. Pero lo hizo para conservar lo esencial de una institución que es enemiga de sus intereses. La tristeza por la muerte del Papa anterior hay que abordarla críticamente, aunque sea con respeto. Respecto a Robert Prevost, León XIV, todavía está por verse si impulsará continuidad o tratará de apoyarse en la emergencia de la extrema derecha para afirmar algunos de los rasgos y roles más reaccionarios de la Iglesia. Lo que no cambiará es la esencia misma de la Iglesia, que es muchas cosas, y «progresista» no es una de ellas.