La Radicalización de la Revolución Francesa

La caída de la realeza. Girondinos y montañeses (1791-1794)

Fragmento de "La Revolución Francesa y el Imperio (1787-1815)", por Georges Lefebvre.

Tomado de Georges Lefebvre, «La Revolución Francesa y el Imperio (1787-1815)», FCE.

Desde 1789, el Tercer estado había imputado a la aristocracia la intención de provocar la intervención del extranjero. La actitud de los emigrados, cuyo número era creciente, lo confirmó en su convicción. A decir verdad, más de uno de ellos sólo pensaba en ponerse a salvo mientras finalizaban las perturbaciones, pero otros —que eran los únicos que hablaban— anunciaban que entrarían muy pronto en Francia con sus aliados para vengarse; no exceptuaban ni al mismo rey, cuya debilidad consideraban una traición. Después del fracaso del complot de Lyon, el conde de Artois había dejado Turín para instalarse en Coblenza, en la casa del elector de Tréveris, mientras que el príncipe de Condé se estableció en Worms; organizaron un ejército a la vez que redoblaban sus instancias de ayuda en las diferentes capitales. Asustada por la infiltración de la «peste francesa» que volvía reacios a los campesinos, conmovía a la burguesía y entusiasmaba a numerosos escritores, profesores y estudiantes, la aristocracia europea se inclinaba por la acción; en Inglaterra, donde no tenía nada que temer de la burguesía, se irritaba al ver cómo se propagaba la agitación democrática: Burke, que había publicado en 1790 sus Reflexiones sobre la Revolución francesa, no cesaba de predicar la cruzada para la salvación de la civilización.

Europa y la Revolución

Los Constituyentes detestaban la guerra como la negación misma del orden humano que la Revolución prometía al mundo. El 22 de mayo de 1790, declararon solemnemente que Francia renunciaba a las conquistas. Pero también la temían porque en el exterior ayudaría la causa de los emigrados, y dentro pondría en manos del rey grandes fuerzas militares. Para impedir a Luis XVI que la provocara, le prohibieron declararla sin su consentimiento, y para quitarle todo pretexto, dejaron entender que las alianzas del Antiguo Régimen no obligaban a la nación. España no fue sostenida en el conflicto que la ponía en disputa con Inglaterra a propósito de la bahía de Nootka Sound en Canadá. Sin embargo, la Revolución había trastrocado el derecho internacional al proclamar, con la soberanía nacional, el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Una vez afirmado el principio, la Asamblea mostró cierta prudencia en su aplicación. Los príncipes alemanes posesionados de Alsacia protestaron contra la abolición de los derechos feudales y declararon rotos los tratados de Westfalia que habían cedido la provincia a Francia. Se les respondió que los alsacianos eran ahora franceses porque querían continuar siéndolo y no en virtud de un tratado, pero se les ofreció una indemnización. A los aviñonenses que pedían su anexión a Francia no se les satisfizo sino hasta el 16 de septiembre de 1791, tiempo después de haber sido consumada la ruptura con el papa.

Catalina II, el rey de Suecia Gustavo III, el rey de Prusia Federico Guillermo II, se mostraban complacientes con los emigrados, y la primera incitaba a los alemanes a hacer la cruzada para apoderarse de Polonia, a espaldas del rey sueco y el rey prusiano. Pero todo dependía del Emperador. Leopoldo II no era en forma alguna insensible a la solidaridad familiar y monárquica, mas consideraba que entre Luis XVI y sus súbditos no era imposible llegar a un arreglo, y sobre todo, que antes de ocuparse de los asuntos ajenos tenía el deber de arreglar los suyos propios. Se había visto obligado a restablecer su autoridad en Bélgica y Hungría, que se habían sublevado bajo el reinado de José II; desde 1787, Austria, aliada a Rusia, peleaba contra los turcos; en 1790 y 1791, Prusia, en dos ocasiones, intentó, en vano por cierto, aprovecharse de ello para imponer una segunda repartición de Polonia. El Emperador rechazó pues los requerimientos de los emigrados y también los de Luis XVI. Los revolucionarios sospechaban que éste era cómplice de aquéllos. En realidad, profundamente heridos por las injurias de los emigrados, a los que, por su parte, acusaban de haberlos abandonado, el rey y la reina no deseaban verlos volver en armas y hallarse a su merced. Pero no es menos cierto que también ellos apelaban al extranjero. Desde octubre de 1789, Luis XVI había enviado un agente a Madrid y a Viena a protestar en su nombre contra todo lo que se había hecho desde el 23 de junio y a pedir ayuda. No fue, pues, la Constitución civil del clero la que lo empujó a seguir ese camino, aunque ésta haya constituido un nuevo motivo y de los más apremiantes. Fue en efecto en el mes de octubre de 1790 cuando se resolvió a dar plenos poderes al barón de Breteuil para insistir en favor de una intervención. Los reyes se reunirían en Congreso para dirigir un requerimiento a la Asamblea; a despecho de las advertencias de Mirabeau, Luis XVI y María Antonieta se imaginaban que los franceses, atemorizados, les suplicarían erigirse en mediadores en las condiciones que ellos quisieran. Sin embargo, solicitaban también una demostración militar, y el embajador de España había observado en seguida que la invasión sobrevendría fatalmente. En todo caso, la prudencia aconsejaba ponerse a salvo antes del golpe decisivo, y el mismo mes de octubre de 1790, se determinó, de acuerdo con Bouillé, que la familia real se refugiaría en Montmédy. En la primavera siguiente, su situación se volvió cada vez más apurada. El rey no quería capellán constitucional. Cada vez se tenía mayor certeza de que iba a huir, y el 18 de abril la multitud le impidió dirigirse a Saint-Cloud. Como las potencias se obstinaran en guardar silencio, el rey tomó la resolución de obligarlas a intervenir rompiendo con la Asamblea. Esta decisión, como las tentativas de junio y julio de 1789, marca un punto crucial en la historia de la Revolución: provocó la guerra y la caída de la realeza.

La huida del rey

La noche del 20 de junio de 1791, la familia real salió sin obstáculos de las Tullerías por una puerta que La Fayette no hacía vigilar, por consideración a la reina y a Fersen, según el ministro Saint-Priest. El mismo Fersen había preparado para ella una pesada berlina que la condujo hacia Châlons. Más adelante, debía encontrarse con los destacamentos apostados por Bouillé. El éxito dependía en gran parte de sus jefes, pues en la vecindad de la frontera se tenía a las poblaciones del Este alertas, y en 1790 las habían conmovido varios «miedos». Pero como la berlina tardara en llegar, perdieron la sangre fría y se retiraron. Cuando, en plena noche, ésta llegó arriba de la cuesta de Varennes, los postillones, al no encontrar el relevo convenido, se detuvieron para buscarlo; este retardo perdió a Luis XVI. En varios lugares había sido reconocido sin que nadie osara o quisiera denunciarlo. Pero ocurrió de otra manera en Santa Menehould, donde la audacia y energía del jefe de la posta, un antiguo soldado, determinaron su destino. A escape, Drouet alcanzó y pasó el coche aún inmóvil, llegó a Varennes, mandó cerrar el paso, y cuando la berlina bajó finalmente, la detuvo. Al toque de rebato se reunió la guardia nacional y los campesinos de todas partes; los húsares que llegaron desertaron. Al amanecer, aparecieron los mensajeros de La Fayette llevando los decretos de la Asamblea. Los fugitivos tuvieron que tomar otra vez el camino de París en medio de turbas amenazadoras, y el 25 se hallaban de nuevo en las Tullerías.

«El acontecimiento de Varennes» provocó otro gran miedo. Pues nadie dudó que con su huida Luis XVI hubiera dado la señal para la invasión. Puesto que la complicidad del rey en el «complot aristocrático» estaba ahora comprobada, había que tomarlo como rehén; incluso la Asamblea dio la orden de detenerlo a cualquier precio. Las plazas fuertes se pusieron espontáneamente en estado de sitio y todas las ciudades tomaron medidas de seguridad. Desde el 21, la Constituyente movilizó la guardia nacional y le pidió voluntarios para constituir batallones de maniobra. Nobles y refractarios fueron amenazados o aprisionados; los castillos saqueados o incendiados.

Una vez recuperado el rey ¿qué se iba a hacer con él? La Asamblea había suspendido su autoridad y lo tenía prisionero; de hecho, Francia se había transformado en república. Los Franciscanos y algunos clubes de provincia dieron a entender que debía continuar siéndolo, y demócratas conocidos, Brissot y Condorcet por ejemplo, dieron su adhesión; a partir de este momento, hubo en realidad un partido republicano. La vuelta del rey y la actitud de la Asamblea retrasaron sus progresos, y por otro lado no todos los demócratas habían aceptado que la forma de gobierno fuera una cuestión esencial. Robespierre se limitaba a pedir que se reemplazara a Luis XVI y que se le procesara por alta traición, ya que, en su opinión, la inviolabilidad constitucional no podía, sin contradecirse a sí misma, pasar por alto este crimen. Destronar al rey era exponerse a la guerra. Brissot no se arredraba y trazaba ya la política de la futura Gironda. La Asamblea, por el contrario, quería evitarla a cualquier precio, pues además de violar su propia constitución, la guerra abriría el camino a la democracia política y social. Desde el primer momento, había hablado del «secuestro» del rey y marcado, por medio de esta argucia, que estaba resuelta a absolverlo. «La Constitución, he aquí nuestra guía», había gritado Barnave, el 21, a los Jacobinos. Él tomó la dirección de la maniobra. Por una parte, Luis XVI, aconsejado por él, declaró que se había equivocado acerca del estado de ánimo de los franceses y dio a entender que aceptaría la Constitución. Por otra, María Antonieta se encargó de trasmitir las memorias donde Barnave, tranquilizando a Leopoldo, le rogaba rehusarse a toda intervención.

Sin tomar en cuenta las peticiones de los Franciscanos, la Asamblea exculpó a los soberanos por los decretos del 15 y 16 de julio. Sin embargo, los Franciscanos reunieron de nuevo a la multitud, el 17, en el Campo Marte para firmar un nuevo requerimiento. Invitados por la Constituyente a mantener el orden, Bailly y La Fayette proclamaron la ley marcial; en su presencia, la guardia nacional dispersó la reunión a tiros. Los demócratas fueron perseguidos por conspiración; buen número de ellos fueron detenidos o huyeron; varios de sus periódicos desaparecieron.

Los Jacobinos, una minoría de los cuales se había inclinado hacia la democracia, se vieron en peligro de desaparecer por la escisión de casi todos los diputados, que fundaron el nuevo club de los Fuldenses, y no se restablecieron sino poco a poco debido a los perseverantes esfuerzos de Robespierre. La matanza del Campo Marte, que arruinó definitivamente la popularidad de Bailly y La Fayette, ya acusados de complicidad en la huida del rey, acabó de cortar en dos al partido patriota: por un lado, los constitucionales, la burguesía censataria; por el otro, los demócratas destinados a convertirse unánimemente en republicanos. Dueño de la situación por el momento, el triunvirato intentó revisar la Constitución según sus miras, pero no obtuvo apenas más que un aumento del censo. Los «negros» se negaron a cualquier arreglo y la mayoría de los constitucionales igualmente: aunque aceptaran restablecer a Luis XVI, no estaba en su poder tenerle confianza. Las consecuencias del suceso de Varennes eran irreparables.

En el exterior, la huida había causado sensación. España llamó a su embajador y expulsó a muchos franceses. El 6 de julio, el Emperador propuso a los soberanos concertarse para salvar a la familia real; el 25 firmó un primer acuerdo con el rey de Prusia y aceptó encontrarse con él en Pilnitz, Sajonia. Preocupado por la suerte de Polonia y sabiendo que Inglaterra permanecería neutral, prestó no obstante oído favorable a las garantías de Barnave. En vano, María Antonieta le advirtió que la intervención era el único medio de salvación y que si ella se prestaba a la política de los triunviros era para mejor «adormecerlos». En Pilnitz, dio a entender que si Luis XVI aceptaba la Constitución se daría por satisfecho.

En ese caso, lo mejor hubiera sido guardar silencio, como Barnave lo pedía. Pero Leopoldo y su ministro Kaunitz se imaginaban que una amenaza intimidaría a los Jacobinos y secundaría a los Fuldenses; intentaron también complacer al rey de Prusia que deseaba poder dar una satisfacción cualquiera a los emigrados. El 27 de agosto, los dos soberanos, en una declaración pública, invitaron a los otros a sumar sus fuerzas a las suyas para restablecer el orden en Francia: «Entonces, y en ese caso», se lanzarían a la acción. Como la abstención de Inglaterra era segura, Leopoldo no se consideraba comprometido. No por ello impidió que el conde de Artois y el conde de Provenza, que habían logrado llegar a Coblenza, presentaran la declaración como un ultimátum, y los franceses la tomaron como tal. ¿Cómo hubieran podido saber a ciencia cierta las intenciones secretas de Leopoldo? ¿Cómo hubieran podido persuadirse de que Inglaterra rehusaría tomar su desquite de la guerra de América? Por anodina que se haya pretendido que fuera, la amenaza era sin embargo una injuria: hasta la mayor parte de los constitucionales estaban dispuestos a no pasarla por alto.

Los Girondinos

Una vez que aceptó la Constitución, el rey fue restablecido en su autoridad y la Constituyente se retiró el 30 de septiembre de 1791. Al día siguiente, la Asamblea legislativa tomó su lugar. Ésta comprendía una enorme mayoría de constitucionales. Pero el rey les seguía siendo sospechoso como a sus predecesores; esperaban la guerra para la primavera; execraban a los emigrados, y la agitación de los refractarios los alarmaba. En Aviñón, el 16 de octubre, los aristócratas asesinaron al alcalde, y los patriotas vengaron su muerte con la matanza de la Glacière. Cuando la izquierda propuso «medidas radicales» para restablecer la seguridad y la confianza, lo consiguió fácilmente.

Esta izquierda era guiada por hombres nuevos o que habían permanecido hasta ahora en segundo plano, entre los cuales se distinguieron Brissot, diputado de París, y Vergniaud, el más brillante de los diputados de la Gironda. Se les llamó Brissotinos, pero después que Lamartine publicó en 1847 su Historia de los Girondinos les quedó este último nombre. La pequeña burguesía instruida, pero de pocos medios de fortuna, de abogados y periodistas, había proporcionado buena parte de esta segunda generación revolucionaria; el idealismo y la ambición no eran sus únicas guías; fueron sensibles también a los atractivos del poder, les gustó alternar, en los salones, con los financieros y hombres de negocios. Ligados a la democracia política por sus orígenes, se sintieron cada vez más inclinados a imponerle la tutela de la riqueza a la vez que la del talento. El carácter, en ellos, no igualaba al ingenio. Brissot era un periodista que por haber residido en el extranjero era considerado conocedor de Europa; se improvisó como diplomático, y en este papel mostró más ardor irreflexivo que habilidad circunspecta. Vergniaud, orador vehemente, uno de los mejores de la Revolución, no fue, a la hora de la acción decisiva, más que duda y debilidad. Atraídos, como La Fayette, por el entusiasmo romántico, los Girondinos carecieron de energía, faltos de real audacia, cuando se presentaron las consecuencias lógicas de la política que habían inaugurado.

Para hacerse escuchar, explotaron la animosidad de los constitucionales contra los enemigos de la Revolución, y obtuvieron decretos contra los emigrados, después contra los refractarios, aunque fueran indiferentes a la suerte del clero juramentado, y más ligados a Voltaire y los Enciclopedistas que a la religión civil de Rousseau. Para perjudicar a los emigrados, lo mejor era sin embargo dirigir al Elector de Tréveris la intimación de disolver sus tropas, y así fue decidido. Como éste pidió naturalmente ayuda al Emperador, los Girondinos pudieron entonces inculpar a Austria de provocar la guerra. Aseguraban que ésta sería fácil, pues los pueblos oprimidos secundarían la «cruzada de la libertad universal». Los refugiados, especialmente Clavière, el banquero ginebrino, los apoyaban con todos sus recursos. Los belgas y los de Lieja que habían huido de la reacción austriaca expresaban el deseo de formar legiones. El ardor de los Girondinos, generosos y sinceros, ganó poco a poco al pueblo revolucionario. Sólo Robespierre resistió hasta el fin, asegurando que la guerra beneficiaría a la corte y que en todo caso traería como consecuencias inevitables la dictadura, el debilitamiento de los franceses y la reacción nacional de los pueblos que se pretendía liberar.

No es seguro que los Girondinos hubieran conseguido sus fines si La Fayette y sus amigos, que confiaban en tomar la dirección de los ejércitos y volverlos en caso de necesidad contra los Jacobinos, no se hubieran unido a ellos. Condorcet y Madame de Staël, que consiguió sé diera el ministerio de la Guerra a su amante, el conde de Narbonne, sirvieron de lazos de unión. Los triunviros permanecieron hostiles, pero la corte misma, a la que desesperaba la inacción de Leopoldo, estaba resuelta a obligarlo declarándole la guerra. La reina escribía a Fersen, a propósito de los Girondinos: «¡Los muy imbéciles! No se dan cuenta de que lo que hacen es servirnos».

Leopoldo obligó al Elector a dispersar a los emigrados, pero, fiel a su política de intimidación, continuó con sus amenazas. La Gironda se valió de ellas para enviarle un ultimátum, el 25 de enero de 1792. La actitud del ministro de Negocios Extranjeros, De Lessart, parecía indecisa; pero fue a Narbonne a quien Luis XVI destituyó. Después de lo cual la Gironda hizo encausar a De Lessart; sus colegas, asustados, se retiraron.

Luis XVI aceptó los servicios del general Dumouriez, que se venía ofreciendo desde hacía mucho tiempo, jugando a la vez al patriota y sosteniendo relaciones con la Gironda. Haciendo creer que los ministros Jacobinos no actuarían como jacobinos, logró que se confiara la Hacienda a Clavière, y el ministerio del Interior a Roland, antiguo inspector de manufacturas, también amigo de Brissot. El plan de la Gironda parecía haber triunfado; en realidad, ésta asumía la responsabilidad del poder sin ser dueña de él. Madame Roland, convertida en la Egeria del partido, se dio cuenta de ello, pero no pudo hacer nada. Por añadidura, Robespierre denunció las transacciones de estos «intrigantes» que, por su parte, lo acusaban de ayudar a la corte con su oposición obstinada. Los demócratas, a su vez, se dividieron definitivamente; éste fue el origen del duelo mortal entre Girondinos y Montañeses.

El primer cuidado de Dumouriez fue declarar la guerra a Austria, el 20 de abril de 1792. Presumía que podría ganarse a los enemigos tradicionales de esta potencia: Prusia, Cerdeña, los Turcos. Su fracaso fue completo; Prusia se había incluso aliado al Emperador el 7 de febrero. Sin embargo, habiendo organizado la propaganda de acuerdo con Brissot, no dudaba poder conquistar a Bélgica. Sabía que el ejército no estaba preparado. Las tropas de líneas desconfiaban de sus oficiales, y los voluntarios de 1791, muy patriotas y que proporcionaron muchos generales a la República, tenían que aprender todo lo concerniente a la guerra. Pero unos y otros se afirmarían o se formarían combatiendo, y por otro lado los austriacos no les oponían más que treinta mil hombres dispuestos en cordón de Lorena al mar. El 29 de abril, cincuenta mil franceses franquearon la frontera. Pero a la vista del enemigo dos columnas se desbandaron y Dillon, uno de sus jefes, fue asesinado en Lille. La ofensiva militar también había fracasado. Los generales echaron la responsabilidad sobre los Jacobinos que promovían la indisciplina, y declararon que la paz se imponía. En el fondo, si La Fayette había cambiado de opinión es que el estado de Francia le inquietaba.

La guerra, en efecto, al exaltar el ímpetu nacional, cuya clara huella conserva el Canto de Guerra para el ejército del Rin, compuesto en Estrasburgo a fines de abril por Rouget de Lisie, había despertado el ardor revolucionario que en la complejidad del tiempo era inseparable de él. Los voluntarios, avanzando a través de Francia, lo llevaban a todas partes y frecuentemente tomaban la iniciativa de las violencias. Al mismo tiempo que el general Dillon, un refractario fue asesinado en Lille, y en el curso del verano se cometieron homicidios aquí y allá en provincia; los patriotas se armaban de chuzos y enarbolaban el gorro rojo. La agitación conservaba un carácter social: la sublevación popular con ejecuciones arbitrarias había recomenzado en el Macizo Central, y un poco en todas partes se despojaba a los ricos para recompensar y equipar a los voluntarios. Finalmente, la baja del asignado, que perdía ahora un 50 por ciento, no provocaba solamente una crisis de carestía, sino que restringía el aprovisionamiento de los mercados porque el campesino aguardaba el alza; los negociantes encargados como de costumbre de proveer los ejércitos compraban además a cualquier precio. El azúcar también se volvió escaso porque en agosto de 1791 los esclavos se habían sublevado en Santo Domingo. Desde el invierno se multiplicaron los motines en favor de la reglamentación y sobre todo de la regulación de los precios. En el mercado de Étampes, el 3 de marzo, el alcalde Simoneau fue asesinado. En París, el vicario Jacques Roux reclamaba la pena de muerte para los acaparadores. Como compartía las inquietudes de los Fuldenses, La Fayette no pensaba más que en volverse contra el enemigo del interior y negoció secretamente con los austriacos un armisticio que le permitiría avanzar sobre París.

La Gironda le tomó la delantera. A fines de mayo, mandó disolver la guardia del rey, votó un nuevo decreto contra los refractarios y convocó veinte mil guardias nacionales para formar un campamento en París. Luis XVI opuso el veto a estos dos últimos decretos. En una carta fechada el 12 de junio, Roland le manifestó que iba a provocar la caída del trono y el exterminio de los aristócratas. Exasperado, el rey olvidó toda prudencia y destituyó a los ministros brissotinos. Dumouriez había aprobado su actitud, pero atacado por los Girondinos tuvo miedo y se hizo trasladar al ejército del Norte. Los Fuldenses tomaron de nuevo el poder.

El 20 de junio

Desde fines de mayo, las barriadas amenazaban con intervenir. El alcalde, Petion, no tuvo más remedio que someterse. El 20 de junio la turba invadió las Tullerías reclamando la retractación del veto y la vuelta de los ministros patriotas. Pero el rey sufrió con dignidad los reproches y amenazas y se obstinó en su negativa. El insulto que había sufrido provocó violentas protestas. Petion fue suspendido, y el 28, La Fayette apareció amenazante en la barra de la Asamblea. El proyecto de golpe de Estado fracasó, sin embargo, porque el rey lo rechazó. No quería ser salvado por los constitucionales, pues confiaba poder aguantar hasta la llegada de los aliados. La actitud de los Girondinos lo animó a ello.

Éstos habían vuelto a su política de intimidación. El 3 de julio Vergniaud, en un discurso célebre, había denunciado la traición del rey, y el 11, la declaración de que la patria se hallaba en peligro acabó de enardecer a la opinión pública. De todos modos no pensaban más que en recuperar el gobierno. Vergniaud y Guadet llegaron inclusive hasta a escribir a Luis XVI intentando persuadirlo. Pero aunque hubiera llamado de nuevo a los aborrecidos ministros ¿quién le hubiera impedido destituirlos de nuevo en plena invasión? El pueblo revolucionario quería acabar de una vez: la política de los Girondinos los había puesto entre la espada y la pared. Sin embargo, lejos de organizar la insurrección o de volverla inútil proclamando la destitución del rey por medio de la Asamblea, amenazaron a los republicanos. A su vez, habían llegado a temer la acción popular. Se prescindió de ellos, y esto fue lo que los perdió.

La jornada del 10 de agosto

Desconcertados un momento por su fracaso del 20 de junio, los patriotas parisienses habían sido reforzados por los de la provincia. Mientras las administraciones departamentales manifestaban su fidelidad monárquica, las municipalidades, y en primer lugar, el 27 de junio, la de Marsella, se pronunciaron por la destitución del rey. So pretexto de asistir a la Federación del 14 de julio, los guardias nacionales tomaron el camino de París. Desde el 11, estos federados protestaban en la Asamblea contra el veto, y el 17 Robespierre redactó para ellos una petición que pretendía la suspensión del rey.

París, desde 1790, estaba dividida en cuarenta y ocho secciones cuyos ciudadanos, semanas atrás, habían tomado la costumbre de reunirse diariamente, formando así igual número de clubes donde los «pasivos» se infiltraron, de suerte que poco a poco los moderados fueron suplantados y que cuarenta secciones se pronunciaron por la destitución. Robespierre completó el programa con la elección de una Convención por sufragio universal. La palabra, tomada de los anglosajones, designaba una asamblea destinada a redactar o revisar una constitución.

El 27 de julio, las secciones organizaron un comité central en el Ayuntamiento; los federados se les habían adelantado: un directorio insurreccional secreto aseguró la unión. El 30, los federados marselleses, llamados por Barbaroux, desfilaron por el «barrio de gloria» cantando el himno de Rouget de Lisie, que desde entonces lleva el nombre de Marsellesa. El 1.º de agosto, se conoció el Manifiesto solicitado por la corte, pero redactado por un emigrado, cuya paternidad asumió, aunque a disgusto, el duque de Brunsvick, generalísimo de las potencias alemanas; en él se hacía la amenaza de entregar París «a una ejecución militar y a una subversión total» si se hacía «el menor ultraje» a la familia real. Petion, que debía presentar a la Asamblea, el 3, la petición de las secciones, obtuvo que se aguardara su decisión. La sección del Hospital de Ciegos, en el barrio de San Antonio, le dio de plazo hasta el 9. Nada sucedió. En la noche, se tocó a rebato. Las secciones enviaron al Ayuntamiento comisarios que sustituyeron a la comuna legal. Mandat, comandante de la guardia nacional, que había preparado la defensa, fue arrestado y muerto. En las Tullerías no quedaba más que la Guardia Suiza, y la familia real se refugió en la Asamblea. Los marselleses fueron los primeros en llegar; se les dejó penetrar hasta la escalera principal y solamente entonces, como en la Bastilla, los Suizos abrieron el fuego y limpiaron la plaza del Carrousel. Cuando al fin llegó la gente de los barrios, la ofensiva recomenzó; hacia las 10, el rey ordenó a los guardias volver a los cuarteles, pero los asaltantes rehusaron la tregua pretextando que se les tendía una celada y mataron a gran número de Suizos. Además del rey, la «jornada» alcanzaba a la Legislativa y se pensaba en dispersarla. Pero como los Girondinos continuaban siendo populares en provincia, se decidió tomarlos como fiadores. La Asamblea subsistió, pero reconoció a la nueva Comuna. Aquélla no se pronunció por la destitución y solamente declaró al rey suspendido; mas la Comuna lo aprisionó en el Temple, y entonces la decisión fue reservada a una convención elegida por sufragio universal. En lugar del rey, se instaló un consejo ejecutivo provisional donde entraron los ex ministros girondinos, pero se les asoció a Danton, que era un agitador popular. En suma, la Revolución se atascaba en una transacción, y entretanto no había verdadero gobierno.

El primer Terror

La revolución del 10 de agosto no encontró resistencia seria. No habiendo podido La Fayette arrastrar consigo a sus tropas, se pasó al lado de los austriacos, que lo hicieron prisionero. El primer cuidado de los vencedores fue echarse sobre los sospechosos; el 11 de agosto la Legislativa autorizó su arresto. Se aprisionó a cierto número de ellos en París, pero en provincia las autoridades mostraron un celo moderado. El 26 de agosto, la Asamblea ordenó también la deportación, o más exactamente la proscripción de los refractarios; en París se les aprisionó; en provincia ellos mismos se expatriaron o se escondieron. En resumen, el primer Terror hubiera sido bastante benigno si sólo hubiera dependido de los poderes públicos. Pero había que contar con la exaltación popular, y no solamente en París, sino también en provincia, los episodios homicidas se multiplicaron. En la capital el peligro era mayor porque allí se quería vengar a los muertos del 10 de agosto. Desde el 11, se había hecho la amenaza de matar a los prisioneros; el 17, la Asamblea se resignó a crear un tribunal extraordinario para juzgarlos, pero éste se mostró menos severo de lo que se esperaba. La capitulación de Longwy y el sitio de Verdun acabaron de exaltar la pasión homicida. Si los prusianos llegaban, los aristócratas les prestarían ayuda, y como en 1789, se temía que las cárceles les proporcionaran un contingente para una San Bartolomé de patriotas. La tarde del 2 de septiembre, cuando el toque de rebato sonaba y detonaba el cañón de alarma, los refractarios que eran conducidos a la prisión de la Abbaye fueron asesinados por la multitud e inmediatamente se acudió a las prisiones. Se improvisaron tribunales populares, especialmente en la Abbaye y la Force. Los sacerdotes y los aristócratas no fueron de ningún modo las únicas víctimas; los prisioneros de derecho común constituyen más de las dos terceras partes de ellas. Los asesinos, que obraron hasta el día 6 y entre los cuales se advierten pequeñoburgueses y militares, no eran probablemente muy numerosos, pero no hubo ninguna tentativa de represión. Los Girondinos se sintieron dominados por el terror; la Comuna contemporizó; su comité de vigilancia, en el que figuraba Marat, aprobó la matanza y por una circular la puso como ejemplo a la provincia. Danton, por su parte, los dejó hacer.

El Terror acentuó las consecuencias del 10 de agosto. Nadie defendió ya a la realeza. Los sacerdotes romanos, que no eran funcionarios, fueron sometidos, como todos los franceses, a prestar el juramento a la libertad y a la igualdad que se llamó «pequeño juramento». Los constitucionales, en su mayoría de opinión moderada, comenzaron a verse tratados sin consideración; el estado civil se hizo laico y se instituyó el divorcio. La repercusión social fue igualmente sensible. Las deudas señoriales fueron abolidas sin indemnización, a menos que se las justificara por el título primitivo que había concedido la dependencia al feudo; se prometió a los campesinos la repartición de los bienes comunales y la venta de los bienes de los emigrados por pagos ínfimos. Se volvió a la reglamentación del comercio de granos, que pudieron ser incautados para el aprovisionamiento de los mercados, e incluso fueron tasados los que estaban destinados al ejército.

Al mismo tiempo, la Asamblea y la Comuna, de acuerdo sobre este punto, aceleraron el envío de refuerzos a la frontera e intentaron un primer ensayo de movilización general: requisa de armas y caballos, de campanas y platería de las iglesias, de granos y forrajes. Los resultados no deben exagerarse: se enviaron unos veinte mil hombres a Champaña. Pero el ejército tuvo la impresión de que en lo sucesivo la Revolución sería defendida, e indudablemente fue Danton el que más contribuyó a inculcarle el sentimiento de voluntad de vencer.

Se tuvo así un primer esbozo del gobierno del año II. Pero la reacción fue casi inmediata. Las matanzas habían provocado la reprobación. Los Girondinos se habían retractado y denunciaban la «ley agraria»; alarmada, la burguesía formó filas detrás de ellos y las elecciones en la Convención fueron un triunfo para el partido.

Valmy y Jemappes

La campaña tomó, por otro lado, un giro que fue muy favorable a los Girondinos. Los prusianos y los emigrados habían entrado en Francia el 19 de agosto y en pocos días habían hecho capitular Longwy, después Verdun, tras la misteriosa muerte del comandante Beaurepaire. Brunsvick esperaba pasar el invierno en el Mosa, pero el rey de Prusia decidió seguir adelante, a través de Argona. Aquél encontró los desfiladeros ocupados por el ejército de Sedan, al mando de Dumouriez, a quien Danton había enviado allí, y por el ejército de Metz, dirigido por Kellermann. Brunsvick logró sin embargo tomar un atajo y vino a acampar delante de los franceses concentrados en las alturas de Valmy. En lugar de maniobrar para envolverlos, el rey dio la orden de ataque. Guiados por el recuerdo de Federico II, el ejército prusiano creía dispersar sin dificultad el de los «chapuceros». De hecho, tenía frente a él a una mayoría de tropas de línea, de voluntarios que la guerra de escaramuzas había fraguado y una artillería sin rival. Al ser recibidos por un fuego graneado al grito de «Viva la nación», las columnas de asalto se desconcertaron y Brunsvick ordenó la retirada.

No había sido una gran batalla; Dumouriez, no muy confiado, inició las negociaciones para ganar tiempo, y Danton entró en el juego. Sin embargo, la lluvia arruinó al ejército enemigo acampado en Champaña, piojoso y mal abastecido; si se retiraba, en el paso de Argona podía ser aniquilado. No obstante, lo dejaron retirarse bajo promesa de evacuar Francia, con la esperanza de que el rey de Prusia firmaría la paz y tal vez se volviera contra Austria. Una vez salido del mal paso, éste no llegó tan lejos, pero en cambio no pensó más que en resarcirse a expensas de Polonia. Durante este tiempo, Saboya y Niza habían sido ocupadas sin combate; Custine se había apoderado de la orilla izquierda del Rin hasta Maguncia y asimismo de Francfort; mientras los austriacos atacaban Lille, Dumouriez se dirigía apresuradamente hacia Bélgica: el 6 de noviembre obtuvo en Jemappes una brillante victoria que le entregó Bélgica entera. Europa quedó estupefacta y en Francia los Girondinos triunfaron.

La Convención girondina

La Convención se había reunido el 20 de septiembre, en el momento en que terminaba la batalla de Valmy. Al día siguiente abolió la monarquía, y a partir del 22 fechó el año I de la República, la cual fue así establecida indirectamente, no por preferencia teórica, sino porque Luis XVI había sido derribado y el tiempo era apremiante, y porque la Francia revolucionaria se veía obligada a gobernarse por sí misma. La Convención no era una imagen de la nación entera. Por supuesto que los franceses que estaban dispuestos a ayudar al enemigo o que deseaban su victoria no podían figurar en ella. Pero otros — probablemente la mayoría— aunque temían la contrarrevolución y el desmembramiento del territorio, temían igualmente los sacrificios que llevaba aparejados la guerra a ultranza y hubieran aceptado cualquier transacción que trajera de nuevo la paz. Para la minoría de acción revolucionaria no había duda posible: «¡La victoria o la muerte!». Durante el primer Terror, nadie había osado contradecir. Todos los convencionistas se decían decididos a combatir implacablemente.

Entre Girondinos y Montañeses prosiguió la rivalidad mortal que había comenzado después del 10 de agosto. Como habían recurrido a los pudientes inquietos por el progreso popular, y como su número aumentaba con hombres que, demócratas de un día para otro, los tomaban en realidad por pantalla, ya que estaban empeñados en destruir la obra de Danton y la Comuna, los Girondinos aparecieron como conservadores sociales. Sin embargo, continuaban siendo belicosos, sin darse cuenta de que la guerra nacional que habían declarado exigía, aparte de medidas excepcionales, el apoyo de las masas, y que para obtenerlo era preciso interesarlas en la salvación de la Revolución, como lo estaba ya la burguesía. Los Montañeses eran conscientes de esta necesidad y eso constituyó su fuerza; además, casi reducidos al principio a la diputación de París, elegida en presencia de los sans-culottes, buscaban naturalmente un punto de apoyo fuera de la Asamblea, en los clubes de los Jacobinos y Franciscanos, en la Comuna, entre el pueblo de las jornadas.

Un arreglo parcial no era imposible. La Gironda no formaba un partido organizado y obró siempre sin método determinado. Si los Roland, y sus amigos Brissot, Barbaroux, Louvet, Buzot, se mostraron implacables, hombres como Vergniaud y Ducos estaban dispuestos a oír razones. Los Montañeses no estaban unidos tampoco. El alma de la política intransigente fue Robespierre, quien, con una lucidez inhumana, denunciaba la transacción eventual detrás de la reacción girondina, y la contrarrevolución detrás de la transacción. Su espíritu serio, naturalmente receloso, consideraba toda concesión como una traición y la rechazaba con un ardor inflexible. «Cree todo lo que dice», había observado con asombro Mirabeau, que no era capaz de comprender semejante actitud. Pero en cambio Danton, aunque no pensara separarse del pueblo revolucionario, no rechazaba las negociaciones, con tal que la Revolución, y tal vez él mismo, pudieran obtener provecho de ello. En este coloso se discierne, como en Vergniaud, el gusto por la vida indolente y fácil que le hacía insoportables los largos recelos y la saña tenaz. Ofreció su concurso a la Gironda a fin de intentar un acercamiento.

Una masa enorme de Convencionales, la Llanura o Pantano, optaron siempre con espíritu decisivo entre las dos «facciones». Estos burgueses de 1789 —muchos de ellos eran antes Constituyentes— detestaban la violencia y querían la libertad económica, por lo cual se inclinaban naturalmente hacia la Gironda. Pero la Llanura estaba resuelta a defender la Revolución, y siempre que los Montañeses propusieron medidas para ese fin, obtuvieron su adhesión, del mismo modo que en la Legislativa los Girondinos, por la misma razón, habían arrastrado consigo a los constitucionales. Después de Valmy, sin embargo, el peligro había pasado y la Llanura sólo pensaba en poner fin al régimen de excepción que él mismo había suscitado; por lo tanto fue girondina.

Cuando Danton presentó su dimisión, el «virtuoso» Roland se halló dueño del Consejo ejecutivo. Se libertó a los sospechosos; muchos emigrados y deportados regresaron; el tribunal del 17 de agosto fue suprimido; el 8 de diciembre la libertad de comercio de granos fue restablecida; las obras de construcción de fortificaciones y los talleres de armamentos y equipo que daban trabajo a los desocupados fueron abandonados. Esta reacción liberal hacía suponer que iba a intentarse firmar la paz, y las perspectivas para ello no eran desfavorables. Prusia negociaba con Rusia la segunda repartición de Polonia, negociación que fue concluida el 23 de enero de 1793; Austria, frustrada, hubiera tal vez aceptado negociar si la República hubiera ofrecido devolver sus conquistas.

Como anteriormente, la conducta de la Gironda fue por desgracia una maraña de contradicciones. Aunque repudiara dirigir una guerra de masas, se dedicó sin embargo a provocar la coalición general que la hacía indispensable. Exaltada por la victoria, no habló más que de extender por toda Europa, incluso por el mundo entero, la cruzada libertadora. El 19 de noviembre la Convención prometió «fraternidad y ayuda» a todos los pueblos que quisieran reconquistar su libertad. Holanda fue el primer blanco; Dumouriez se preparaba ya para invadirla y el 11 de noviembre el Consejo había abierto el Escalda, que los tratados de Westfalia cerraron a la navegación. España también estaba amenazada, y el venezolano Miranda, lugarteniente de Dumouriez, fue bien acogido cuando ofreció sublevar la América Latina. Pero los pueblos libertados ¿quedarían dueños de su destino? Los amigos de Francia no tardaron en comprobar que sus conciudadanos no estaban a la altura de las circunstancias, y que sin protección armada no conservarían el poder; así, pidieron la reunión. Paralelamente, el entusiasmo romántico de la victoria suscitaba sueños de grandeza. «La República francesa —escribía Brissot— no debe tener por límite más que el Rin». En fin, Cambon declaraba que la guerra era demasiado costosa para que se libertara a los pueblos gratuitamente. El 15 de diciembre, un nuevo decreto decidió que en los países ocupados el diezmo y los derechos feudales serían abolidos, así como los privilegios; los antiguos impuestos serían reemplazados por otros personales sobre los ricos: «Guerra a los castillos, Paz para las chozas». En cambio, se incautarían los bienes eclesiásticos, y el asignado, garantizado por ellos, se volvería moneda legal y pagaría las requisiciones. El resultado, predicho poco antes por Robespierre, fue desastroso: los pueblos no admitieron que se hiciera su felicidad sin consultarles y a sus expensas. Por tanto se concluyó que era necesario anexarlos para impedirles pasarse a la contrarrevolución. Saboya había sido anexada desde el 27 de noviembre. De enero a marzo, ocurrió lo mismo con Niza, Bélgica y la orilla izquierda del Rin, ya que Danton y Carnot habían aceptado a su vez el «principio de las fronteras naturales». En estas condiciones, era segura la guerra con Inglaterra, tradicionalmente resuelta a prohibir a Francia la conquista de los Países Bajos y a no tolerar ninguna hegemonía sobre el continente.

La muerte del rey

Los Girondinos deseaban salvar al rey. El mejor argumento hubiera sido que para concluir la paz era preciso perdonarlo. Pero como instigaban a hacer la guerra, la única alternativa que les quedaba era retardar el proceso. «Si se le juzga, es hombre muerto», había dicho Danton. La Convención, en efecto, estaría obligada a declararlo culpable; de otro modo condenaría el 10 de agosto y su propia existencia. Culpable Luis XVI de haber apelado al extranjero, sería difícil a la Convención no pronunciar la pena de muerte, pues los revolucionarios no admitirían que se le tratara con consideración cuando ellos debían afrontar la muerte para detener la invasión. Pero para que el problema no fuera planteado precisaban de la connivencia de los Montañeses. Mas los Girondinos, sin darles tregua, se esforzaban por arrastrar a la Llanura y encausarlos como responsables de las matanzas de septiembre y como culpables de aspirar a la dictadura o de querer restablecer la monarquía para uno de ellos: Felipe de Orleáns convertido en Felipe Igualdad. Los Montañeses respondieron acusando a sus adversarios de querer salvar al «tirano», cuya cabeza llegó a ser así la postura de los partidos. Cuando, el 20 de noviembre, se descubrió el armario de hierro donde Luis XVI había ocultado sus papeles más comprometedores, el proceso se hizo inevitable.

Luis XVI negó o se escudó tras la Constitución; sus defensores invocaron la inviolabilidad, pero a esto se había respondido ya desde 1791, cuando se dijo que era absurdo suponer que aquélla cubriera la alta traición; negaron también la competencia de la Convención, lo que no se tuvo en cuenta porque, conforme a la teoría de Sieyès, ella encarnaba la soberanía nacional, en tanto que Asamblea Constituyente, y reunía en sus manos todos los poderes. Por la misma razón, la Convención rechazó la proposición Girondina de someter la sentencia a la ratificación del pueblo. Luis XVI fue declarado culpable por unanimidad y condenado a muerte por votación nominal por 387 votos contra 334. Sin embargo, 26 diputados habían propuesto sobreseer la ejecución; descontados éstos, la muerte del rey la conseguía sólo medio voto. Se procedió a un último escrutinio: los 26 se dividieron y el sobreseimiento fue rechazado por 380 votos contra 310. Hasta el último momento, los realistas habían conservado muchas esperanzas, pues el representante de España, Ocáriz, había obtenido del banco Le Couteulx un anticipo de más de 2 millones para comprar los votos. Un asesino pagado mató el 20 de enero al representante Le Peletier y otros pensaron en secuestrar al rey cuando se dirigiera hacia la plaza de la Revolución, hoy día plaza de la Concordia, donde lo esperaba la guillotina. Pero las precauciones que se habían tomado eran demasiado buenas. El 21 de enero de 1793, Luis XVI fue ejecutado.

El regicidio exaltó la fidelidad monárquica, pero asestó un golpe fatal al carácter divino de la dignidad real. En lo inmediato, rompió, como lo querían sus partidarios, toda perspectiva de arreglo entre la Revolución y sus adversarios en Francia y Europa. Inglaterra expulsó al embajador de Francia y el 1.º de febrero la Convención le declaró la guerra. La muerte del rey no había sido más que un pretexto. Para España y los Estados italianos fue la causa de la ruptura. Con excepción de Suiza, Turquía y los Estados escandinavos, Francia se halló en conflicto con Europa entera. En las luchas con su rival, Inglaterra tenía la costumbre de fomentar una coalición continental a fin de asegurarse una victoria fácil en el mar y las colonias; esta vez, se la encontró ya hecha.

La Revolución en peligro

La actitud de los Girondinos no sólo con respecto a los Montañeses sino también durante el proceso del rey, había minado su influencia en la Convención. Roland presentó su renuncia. Los desastrosos inicios de la campaña, que no habían preparado mejor que en 1792, precipitó su caída. Dumouriez acababa de entrar en Holanda cuando Cobourg, invadiendo Bélgica, lo hizo soltar presa y lo derrotó, el 18 de marzo, en Nerwinden. Habiendo criticado violentamente el decreto del 15 de diciembre, el general estaba reñido con la Convención; así, se puso de acuerdo con Cobourg para pasar de nuevo la frontera y avanzar sobre París. Su ejército rehusó seguirlo y Dumouriez se pasó al frente austriaco el 5 de abril. Los austriacos entraron entonces en Francia y sitiaron Condé y Valenciennes. Los prusianos, por su parle, franquearon el Rin y obligaron a Custine a retroceder precipitadamente. Maguncia fue igualmente sitiada.

Simultáneamente, la contrarrevolución se desencadenaba en el interior. El 24 de febrero, la Convención, para reforzar el ejército, había requisado 300 000 hombres dejando que los assujettis8 —los célibes de 18 a 40 años— eligieran a los que debían partir. En casi todos los departamentos la leva provocó disturbios, a veces muy graves, y del 10 al 15 de marzo los campesinos de Vandea, en vez de ir a defender la Revolución que había proscrito a los «buenos sacerdotes», tomaron en masa las armas contra ella. Favorecidos por el terreno boscoso, derrotaron a los guardias nacionales precipitadamente reunidos. A los jefes plebeyos, Cathelineau y Stofflet, vinieron a sumarse los nobles —Charette, Bonchamp, d’Elbée, Lescure, La Rochejacquelein—. De acuerdo con el abate Bernier, organizaron un gobierno en nombre del rey y apelaron a Inglaterra. Felizmente para la República, aquélla no comprendió qué oportunidad se le ofrecía, y por otra parte los campesinos, que acudían en cuanto los «azules» eran señalados, retornaban a sus trabajos después de la victoria. Sin embargo, incluso cuando se resignaron, en mayo, a utilizar tropas de la frontera, los ataques mal dirigidos fracasaron y los «bandidos» se apoderaron de varias ciudades.

La traición de Dumouriez y la guerra civil exasperaron a los republicanos y llevaron a la Llanura a votar poco a poco las medidas de excepción preconizadas por la Montaña: el 21 de marzo aparecieron los comités de vigilancia; el 28, las leyes contra los emigrados y los refractarios fueron codificadas y agravadas; el tribunal revolucionario, decretado en principio el 9 de marzo, fue organizado. Pero ¿a qué todo esto, en tanto no hubiera gobierno? Los días 5 y 6 de abril se instituyó un comité de salud pública y Danton entró en él; como los Girondinos y los Montañeses siguieran atacándose mutuamente, no había que contar con que se le dieran los poderes necesarios. Una vez más la solución llegó de fuera. En 1789, la intervención popular había salvado a la Asamblea; en 1792, había derrocado la monarquía a pesar de aquélla; esta vez, el pueblo se puso en su contra. El programa se elaboró, tanto en provincia como en París, en el seno de los clubes. Los «sansculottes», como se les llamaba ahora, querían restablecer la unidad en la Convención expulsando de ella a los Girondinos, y asegurar la eficacia del gobierno quebrantando todas las resistencias por medio de una represión despiadada. Pero, como siempre, para arrastrar a las masas la política no era suficiente. El asignado bajaba a ojos vistas y los precios subían tan rápidamente que los salarios no los seguían ya. Desde noviembre, los leñadores y los vidrieros del Perche habían bajado a Beauce para imponer la regulación de los precios; en febrero se habían saqueado las tiendas de comestibles de París; las poblaciones, enloquecidas, paralizaban completamente la circulación de granos. Los jefes populares—particularmente los «rabiosos»— reclamaban pues el «máximum» de los víveres, la requisición de los granos, auxilios para los pobres y para las familias de los soldados; un ejército revolucionario que les asegurase la autoridad y diese, a la vez, trabajo a los desocupados; finalmente, impuestos sobre los ricos que procurarían los recursos necesarios. Como anteriormente, se pasó más de una vez a la acción sin aguardar a que la Convención aceptara sus demandas. Así ocurrió en Lyon. Los Montañeses vacilaban en mutilar la Asamblea, contra el principio mismo de la democracia, y no creían en las virtudes de la reglamentación. Pero no podían elegir. Fue la traición de Dumouriez la que inauguró el período decisivo. El 1.º de abril, los Girondinos y Danton se acusaron recíprocamente de complicidad con el general que había sido su amigo; el 5, los Jacobinos invitaron a las sociedades afiliadas a una acción concertada para hacer excluir a los Girondinos; el 13, éstos obtuvieron al fin que se encausara a Marat, quien, por otra parte, fue absuelto; el 15, las secciones replicaron por medio de una petición conforme al deseo de los Jacobinos. La iniciativa de estos últimos mostraba que los Montañeses se habían puesto de acuerdo con los Franciscanos y las secciones, de las cuales habían aceptado el programa social. El 11 de abril, la Convención dio curso obligatorio al asignado. La ley del 4 de mayo ordenó a los departamentos fijar el precio máximo a los granos y a los forrajes, restableció la venta exclusiva en el mercado y autorizó las requisiciones. El 30 de mayo, se decidió también tomar un empréstito forzoso de 1000 millones.

Desde hacía mucho tiempo la Gironda llamaba a la burguesía y a la provincia contra la amenaza parisiense. Marsella, Burdeos, Nantes, la apoyaban, y en Lyon una insurrección destituyó a las autoridades jacobinas. En el mismo momento, en París, los sans-culottes se ponían en movimiento. El 18 de mayo, la Gironda había obtenido que una comisión de los Doce hiciera una encuesta sobre la conspiración que la amenazaba; los arrestos que dicha comisión ordenó provocaron el estallido. Un comité central de las secciones constituido en la sala del Obispado, organizó, el 31 de mayo, una manifestación que obtuvo solamente la supresión de los Doce. Pero el 2 de junio, cercada en las Tullerías, donde hacía poco se había instalado, por los seccionarios en armas, la Convención tuvo que decretar el arresto de veintinueve Girondinos, además de los ministros Clavière y Lebrun y los miembros de la comisión de los Doce. Se les concedió también, en principio, el mando del ejército revolucionario. Era la dictadura de la Montaña. Sin embargo, la revolución del 31 de mayo no ponía fin a la crisis, no había organizado el poder ejecutivo y el pueblo no había ganado gran cosa con ella.

La crisis federalista

La revolución del 31 de mayo se vio al poco tiempo comprometida de nuevo: 75 diputados habían protestado y las noticias de los departamentos eran impresionantes. El comité de Salud Pública se esforzó por contemporizar. La suerte de los Girondinos fue dejada en suspenso; el ejército revolucionario y el empréstito forzoso no fueron organizados, y sobre todo se votó precipitadamente una constitución, dando a entender con ello que la dictadura era provisional. Esta constitución de 1793 era lo bastante democrática para instituir un referéndum en materia legislativa y fue además sometida a la ratificación de la nación, pero desde el punto de vista social no innovaba apenas nada. Por la misma época fueron otorgados de nuevo a los campesinos beneficios esenciales: la Convención decretó el 3 de junio la venta de los bienes de los emigrados, en pequeños lotes; el 10, la repartición de los bienes comunales; el 17 de julio, la abolición sin indemnización de lo que quedaba de los derechos feudales. Esto era acentuar la política de la Constituyente, no repudiarla.

No se logró sin embargo evitar la guerra civil. Normandía, Bretaña, el Franco Condado y la mayor parte del Mediodía se rebelaron contra la Convención. Los Montañeses acusaron a los insurrectos de querer transformar a Francia en una federación de repúblicas soberanas y los llamaron «Federalistas». En realidad, si la hostilidad del particularismo provincial contra París tuvo algo que ver en el movimiento federalista, éste se justificaba por la preocupación de vengar el principio democrático contra aquellos que habían atentado contra la representación nacional, y sobre todo era de origen social: la burguesía se decidía a luchar contra el empuje popular. Así pues, el pueblo permaneció indiferente o acabó por pronunciarse por los Montañeses. Además, los rebeldes no estaban de acuerdo: en el Sureste, dejaron que la dirección pasara a manos de los aristócratas; en otros lugares, y sobre todo en la vecindad de la frontera y de la Vandea, prefirieron someterse antes que traicionar la Revolución. La revuelta no se obstinó más que en Lyon y Tolón. Pero en julio había parecido que Francia se disgregaba.

Con respecto al extranjero, Danton había igualmente contemporizado al ofrecer devolver lo conquistado y también entregar a la reina. Los coligados, que habían recuperado lo primero y se inquietaban poco por la segunda, se burlaron de sus proposiciones. Entre tanto, los reveses continuaban: los Alpes y los Pirineos eran ahora forzados y los vandeanos, aunque habían fracasado frente a Nantes el 29 de junio, lograban rechazar todos los asaltos. La crisis económica era más grave que nunca. Los ingleses habían puesto a Francia en estado de bloqueo; aliados con España, habían entrado en el Mediterráneo, donde Paoli les entregaba Córcega. El máximum había vaciado los mercados porque las autoridades no habían hecho requisiciones más que por pura fórmula. El asignado había caído a menos del 30 por ciento; se especulaba con frenesí y los capitales huían al extranjero. La Convención, lejos de reforzar la reglamentación, parecía dispuesta a abandonarla.

El Comité de Salud Pública y el Gobierno Revolucionario

Su impotencia impulsaba a los sans-culottes a realizar nuevos esfuerzos. La Paz era imposible; por tanto, ellos reclamaban la guerra a ultranza con la movilización general de todas las fuerzas del país, que llamaban «la leva en masa». Contra los acaparadores y el rico egoísta, los «rabiosos» por un lado y por el otro Marat, Hébert, redactor del Père-Duchesne y Chaumette, procurador de la Comuna, no cesaban de reclamar «grandes medidas», puesto que tenían medios de organizar una nueva «jornada» y la Convención estaba a su merced. Esta situación presentaba grandes peligros. Aunque gracias al ímpetu de los sans-culottes se consiguió la creación del gobierno revolucionario, su ardor no servía de nada sin una autoridad que los disciplinara. La Revolución tuvo justamente entonces la oportunidad de que, por azar, la autoridad se constituyera al fin. El 10 de julio la Convención hubo de renovar el Comité de Salud Pública que no había sido hasta entonces más que aplazamiento e inacción. Danton fue eliminado. El nuevo Comité no era homogéneo, pero fue siéndolo poco a poco. Los Montañeses decididos —Couthon, SaintJust, Jeanbon Saint-André, Prieur de la Marne, Héraul de Séchelles— se unieron a Barère, Lindet, y se sumaron a Robespierre el 27 de julio; Carnot y Prieur de la Côte-d’Or el 14 de agosto; Billaud-Varennes y Collot de Herbois el 6 de septiembre. Así se formó el gran Comité del año II. Estos hombres, probos, obstinados y autoritarios permanecieron unidos durante algunos meses por el peligro, por el gusto del poder, y sobre todo por la voluntad de vencer. Se impusieron a la Asamblea por el temor de los sans-culottes y dominaron a estos últimos en nombre de la Asamblea. Era una situación difícil; sin embargo, lograron sostenerse hasta la victoria.

Empero, en julio de 1793 su plan no estaba determinado y sus principales medios de acción faltaban aún. Éstos les fueron, en gran parte, impuestos por los sans-culottes, cuya crisis, que llegaba a su apogeo, exacerbó por última vez el complejo revolucionario. El 13 de julio Marat fue asesinado por una joven realista, Carlota Corday, que fue guillotinada el 17. En ese mismo momento, los lyoneses decapitaban al jacobino Chalier, mientras que otros patriotas recibían la muerte en Marsella y Tolón. Clamores furiosos exigieron represalias. María Antonieta fue entregada al tribunal revolucionario y la lista de los Girondinos proscritos se alargó. Luego se supieron una tras otra las derrotas de la Vandea, la capitulación de Maguncia y Valenciennes, la invasión de Saboya y del Rosellón. En el Norte y en Alsacia representantes en comisión, de concierto con los sans-culottes, tomaban iniciativas decisivas: la leva en masa, el arresto de los sospechosos.

En París, se hablaba otra vez de ir a vaciar las prisiones. El Comité tomó providencias para impedirlo, pero no se opuso a la votación de un decreto contra los sospechosos. En cambio vaciló en lo que se refiere a la leva en masa; finalmente, el decreto del 23 de agosto limitó el llamamiento a los célibes de 18 a 25 años, pudiendo ser todos los demás ciudadanos requeridos para prestar diversos servicios de guerra, en la retaguardia. Aún quedaba por decidir el máximum. La Convención había votado, el 26 de julio, la pena de muerte contra los acaparadores y, poco después, suspendido las exportaciones. Cambon acababa de desmonetizar los asignados «con la cara del rey», y el 24 de agosto abrió el gran libro de la Deuda pública, donde los acreedores tuvieron que hacer registrar de nuevo sus títulos, cuyo cupón fue afectado por un descuento de un quinto de su valor; el 3 de septiembre el empréstito forzoso fue organizado. Probablemente se esperaba detener la inflación y, con ello, el alza de precios. Esto era una quimera, y los «rabiosos» se impacientaban. De pronto, se supo que los realistas acababan de entregar Tolón y la escuadra del Mediterráneo a los ingleses. Hébert, la Comuna y los Jacobinos entraron esta vez en el movimiento. El 5 de septiembre, una manifestación obtuvo que la Convención constituyera al fin el ejército revolucionario y pusiera «el Terror a la orden del día»; el 11, un máximum nacional de granos y forrajes fue instituido; el 17, fue votada la célebre «ley de los sospechosos». Finalmente, en la Convención, la oposición que ya se había esbozado en julio cuando se hizo el arresto de Custine, se precisó en septiembre cuando Houchard sufrió la misma suerte. El Comité estrechó su amistad con los secciónanos: el máximum general de artículos de primera necesidad es del 29 de septiembre; las mercancías inglesas fueron prohibidas y los súbditos enemigos arrestados; los grandes procesos comenzaron; el 10 de octubre, la Convención proclamó oficialmente que «el gobierno de Francia es revolucionario hasta la paz», es decir, que la aplicación de la Constitución era suspendida.

El Terror

Desde ese momento los terroristas reinaron en París. La reina fue ejecutada el 16 de octubre y los Girondinos el 31. Madame Roland y otros corrieron la misma suerte y varios más fueron condenados en provincia; algunos se suicidaron. Algunos Fuldenses como Bailly y Barnave perecieron también, así como Felipe Igualdad. Hubo en París 177 condenados a la pena capital en los tres últimos meses de 1793. Además los arrestos continuaban. La ciudad había recobrado la tranquilidad; la leva en masa y el ejército revolucionario habían disminuido las filas de los seccionarios, y muchos de ellos trabajaban ahora en los talleres militares y los negociados; la Comuna había instituido el racionamiento por medio de tarjetas, y el Comité proporcionaba granos como podía. Lo difícil era abastecer de nuevo los comercios, una vez vacíos. Pero había, además, otras preocupaciones.

Los extremistas, en efecto, habían iniciado una agitación de otra especie: la descristianización violenta había comenzado. Aparte un cierto número de «curas rojos», los sacerdotes constitucionales, poco favorables a la Montaña, habían llegado a ser decididamente sospechosos, y el 21 de octubre la Convención los sometió a la deportación basándose en la denuncia de diez ciudadanos. Por otro lado, muchos republicanos juzgaban inútil proseguir la experiencia de la Constituyente; y desde noviembre de 1792, Cambon había propuesto suprimir el presupuesto del culto. Como las ceremonias hacían falta incluso a los sans-culottes, el culto revolucionario sustituyó poco a poco a la religión tradicional. El nuevo culto tenía tanto sus mártires —Le Peletier, Marat, Chalier— como su altar —«el altar de la patria»—, sus símbolos y sus cantos. En octubre la Convención descristianizó el calendario y sustituyó el domingo por el «décadi».9 Ciertos Montañeses no toleraban ya sino con disgusto el culto rival, y Fouché, en Nevers, lo había confinado a las iglesias. Chaumette en París, numerosos representantes en provincia y los ejércitos revolucionarios, lo entorpecieron igualmente. Intimidados, algunos sacerdotes dimitieron de sus funciones y las comunas renunciaron al culto público con la aprobación de la Convención. Un puñado de extremistas violentaron entonces los acontecimientos: constriñeron a Gobel, obispo de París, a abdicar, y para festejar el éxito la Comuna se apoderó de Notre-Dame para celebrar allí, el 10 de noviembre, la «fiesta de la Razón», y el 24, cerró las iglesias.

La Convención y el Comité se alarmaron; la República tenía ya bastantes enemigos sin que se les procurara el refuerzo de todos los que deseaban asistir a la misa del clero constitucional. El Comité tenía aun otro motivo para ello; hacia el 12 de octubre, Fabre d’Églantine, amigo de Danton, había denunciado una «conspiración del extranjero» destinada a hundir la república en la anarquía, y en efecto, entre los descristianizadores se observaba la presencia de refugiados como el alemán Cloots. Finalmente, tras la descristianización Robespierre adivinaba el ateísmo, que en su opinión iba asociado a la inmoralidad pública y privada. Así, pues, de acuerdo con Danton, «puso un límite»: el 8 de diciembre, un decreto confirmó la libertad de cultos. A este respecto, el éxito fue ilusorio: el 10, la Convención añadió que las iglesias que habían sido cerradas continuaran así, y los sans-culottes persistieron en apoderarse de las otras. Aunque desde el punto de vista político el Comité había contenido a los extremistas, a los que ahora se llamaba hebertistas, éstos sin embargo continuaban siendo temibles. El ejército revolucionario les estaba sometido. Si el reavituallamiento llegaba a ser difícil, el ataque recomenzaría.

En provincia no se discutía la autoridad del gobierno, pero a menudo se obraba sin consultarlo. Se habían enviado a todas partes representantes en comisión para organizar la leva en masa, con poderes discrecionales que la urgencia hacía necesarios, pero que la lentitud de las comunicaciones no permitía controlar. En lo esencial, los animaba un mismo espíritu, y ooraron, en cierta medida, como agentes de centralización.

«Depuraron» a las autoridades, detuvieron a los sospechosos, armaron a los reclutas y nutrieron a las poblaciones por medio de requisiciones. Pero de una región a otra las circunstancias y el ambiente eran distintos, y los mismos representantes diferían por las tendencias, el carácter e incluso la moralidad. Muchos se limitaron a las medidas indispensables de seguridad y defensa nacional. Otros, como Fouché, imitaron la política social parisiense, organizaron ejércitos revolucionarios, talleres y hospicios, hicieron aplicar severamente el máximum y los impuestos a los ricos. La descristianización fue igualmente esporádica. El Terror mismo no llegó a ser sanguinario sino por excepción, pero en las regiones en guerra civil, algunos, como Fouche y Collot d’Herbois en Lyon, Barras y Fréron en Tolón, procedieron a las ejecuciones en masa, y Carrier, en Nantes, condeno a muerte a los prisioneros sin juzgarlos.

En la jurisdicción de cada representante la diversidad no fue menor, porque como no siempre conocían la región, y en todo caso, como no podían ocuparse de todo, tuvieron que pedir ayuda a los jacobinos nativos. Se formaron comités revolucionarios de departamento o de distrito y comités de salud pública que la ley no autorizaba. Sus miembros, a su vez, diferían unos de otros y no podían tampoco observar de cerca lo que ocurría en los burgos y las aldeas. Aquí los moderados, los citra, tenían la preponderancia; allá los extremistas, los ultra. Se denunciaban los unos a los otros, y el mejor patriota estaba expuesto a contratiempos peligrosos por cuanto que los representantes que se sucedían golpeaban a veces alternativamente a diestro y siniestro. Muy a menudo también el partido dominante entró en conflicto con los representantes; fue Saint-Just el que, en Estrasburgo, abatió a Euloge Schneider, Tallien en Burdeos, Barras, Fréron y Carrier, riñeron con los terroristas locales, los cuales, muy celosos de su poder, se inclinaban, como todos los revolucionarios desde 1789, a reclamar el apoyo del poder central más bien que sus órdenes; verdaderos «federalistas», Jacobinos en suma, no veían con buenos ojos las intrusiones extrañas. Para colmo, como varios representantes operaban a menudo en la misma región, llego a ocurrir que cada uno tuviera su clientela, y de aquí resultaron querellas resonantes.

Este carácter anárquico del Terror inquietaba al Comité. Las ejecuciones sumarias, los arrestos e impuestos abusivos, la descristianización, provocaban protestas y podían atizar la guerra civil; los conflictos entorpecían el esfuerzo administrativo; por otra parte, el sans-culotte de provincia era, en sí, un hebertista. Al reforzar la centralización se corría el riesgo, ciertamente, de romper el impulso revolucionario. Pero la situación económica se adelantó a las objeciones políticas. El máximum había detenido la producción, y no obstante no era posible renunciar a él. Aparte de que los sans-culottes no lo hubieran tolerado, el Comité, que había emprendido enormes gastos de guerra, comprendía que el máximum le era indispensable; sin él, el alza de precios habría reducido a la nada el valor del asignado, único recurso de la República. Por la misma razón, le era preciso controlar los valores de cambio, y en consecuencia intervenir en el comercio exterior. En el interior, la producción debía ser puesta de nuevo en marcha, las materias primas y la mano de obra distribuidas, los transportes asegurados por medio de la requisición. Para alimentar a París y las regiones deficitarias, era preciso también que el gobierno se apoderara de los excedentes para repartirlos. Las consideraciones financieras y económicas, más aún que las políticas, empujaban al Comité a atribuirse una autoridad sobre toda la vida de la nación como jamás se había visto.

De octubre a diciembre, mientras defendía su existencia en la Convención y contenía el empuje extremista, organizó pues poco a poco el gobierno revolucionario. El decreto del 14 de frimario del año II (4 de diciembre de 1793), determinó sus rasgos esenciales. Sin embargo, la necesidad de vencer era la verdadera razón de su existencia. Por eso, en ese mismo momento, las victorias que obtenía pusieron de nuevo a discusión la autoridad del Comité.

Las primeras victorias del gobierno revolucionario

Obligado a detener la invasión con las fuerzas de que disponía, mientras la leva en masa era organizada, el gobierno había salido beneficiado por los errores de los coligados, que no habían pensado en dar a sus ejércitos un jefe supremo.

En agosto, Coburgo había obligado a los franceses a retirarse tras el Escarpa, de modo que el camino de París le quedaba franco. Pero los ingleses y los holandeses recibieron orden de ir a sitiar Dunquerque, y Coburgo tuvo que contentarse con tomar Quesnoy y atacar Maubeuge. Por su parte, los austriacos de Wurmser, al ver a los prusianos de Brunsvick permanecer a la defensiva en el Palatinado, no se decidieron a invadir Alsacia sino hasta octubre.

Carnot aprovechó esto en primer lugar para reforzar a Houchard, que victorioso en Hondschoote (6 y 8 de septiembre), liberó Dunquerque, pero dejando escapar al enemigo, lo que le costó la cabeza. Carnot pudo entonces formar, para Jourdan, un ejército que libertó Maubeuge en la batalla de Wattignies (15 y 16 de octubre). El esfuerzo se dirigió luego hacia el Este, y Hoche, franqueando los Vosgos, expulsó a Wurmser de Alsacia; Landau fue liberado del bloqueo el 28 de diciembre. Saboya había sido reconquistada en octubre y los españoles rechazados en el Bidasoa y más allá del Tech.

Se había realizado casi el mismo esfuerzo para poner fin a las insurrecciones realistas. Lyon no sucumbió sino hasta el 15 de octubre y el sitio de Tolón, donde Bonaparte se destacó por primera vez, no terminó hasta el 14 de diciembre. En Vandea, Kléber, con la guarnición de Maguncia, había sido antes derrotado a su vez. Finalmente, los ejércitos de los «azules» se reunieron en Cholet y allí aplastaron a los «blancos». Pero una parte de estos últimos franqueó el Loira y se adelantó hasta Granville. No habiendo podido apoderarse de esta ciudad, volvieron a bajar hacia el Sur. Kléber y Marceau los derrotaron en el Mans y dispersaron a los que quedaban en Savenay, el 23 de diciembre. Durante la lucha, no se había perdonado la vida sino a disgusto, y en el curso de la represión perecieron después la mayoría de las víctimas del Terror. En Nantes, donde un gran número de prisioneros había sido concentrado, los agentes de Carrier se deshicieron de ellos ahogándolos en el Loira, sin formalidad alguna.

El territorio no había sido enteramente evacuado ni la Vandea dominada por completo. Sin embargo, el peligro inmediato estaba descartado. El Comité anunciaba que en la primavera la victoria costaría mucho y los hechos probaron que tenía razón. Pero tal como ocurrió después de Valmy y Jemappes, todos aquellos a quienes lesionaba la economía dirigida o a quienes irritaban los excesos de la represión —¡y puede imaginarse cuán numerosos eran!— hallaron intérpretes, de los que el más patético fue Camille Desmoulins en su Vieux Cordelier. Por lo cual, los hebertistas, en nombre de los sansculottes, clamaron contra la traición. El Comité, de nuevo, se halló cogido entre dos fuegos.

El triunfo del Comité de Salud Pública

El Comité recelaba tanto más de los hebertistas cuanto que la conspiración del extranjero pareció confirmarse por las revelaciones de Chabot y de Basire. Éstos habían contado en noviembre que Batz, contrarrevolucionario notable, planeaba dislocar el partido Montañés por la corrupción, y que había intentado sobornarlos por intermedio de su colega Delaunay, para lograr que Fabre falsificara el decreto que reglamentaba la liquidación de la Compañía de Las Indias, recientemente suprimida. El falso decreto llevaba, es cierto, la firma de Fabre, pero éste aseguró que Delaunay se la había arrancado por sorpresa. En el primer momento la campaña moderantista no alarmó pues al Comité. Robespierre hizo incluso crear un comité encargado de revisar los arrestos.

Pero en seguida Collot y Billaud protestaron y el designio de los Indulgentes llegó a ser evidente. Dividido el Comité, se renovaría, y Danton sería su jefe. Éste haría la paz y pondría fin al gobierno revolucionario. El 2 de diciembre había clamado: «Pido que se evite el derramamiento de sangre humana». A fines de diciembre, Robespierre se retractó y denunció de nuevo el doble peligro de derecha e izquierda. Después, se descubrió en casa de Delaunay un proyecto de decreto sobre la Compañía de las Indias que llevaba correciones de puño y letra de Fabre; de lo que se concluyó que éste era realmente cómplice de la falsificación. Ahora bien, por otro lado, Danton, que parecía haberse vuelto súbitamente muy rico, era considerado venal, y una carta de Mirabeau, que atestigua que en 1791 había recibido dinero de la corte, ha confirmado después la acusación. El Comité estimó pues que indulgentes y extremistas por igual habían entablado partida con la contrarrevolución y el extranjero para derribarlo, aunque con intenciones y por medios diferentes.

Mutilar el partido Montañés, a pesar de no ser ya más que una minoría, era sin embargo cosa tan grave que la crisis se prolongó durante dos meses. Pero al finalizar el invierno el pan se hizo escaso; la propaganda extremista volvió a la carga y el 4 de marzo los Franciscanos se declararon en estado de insurrección. El Comité aprovechó la ocasión. Los Hebertistas fueron detenidos y ejecutados el 4 de germinal (24 de marzo). Al librar así a los Indulgentes de sus rivales, no pensaba quedar a su merced y los proscribió a su vez: Danton, Fabre, Camille Desmoulins y sus amigos fueron guillotinados el 16 de germinal (5 de abril).

Esta crisis marca un momento crucial en la historia de la Revolución. Por primera vez desde 1789, el gobierno se había adelantado a la acción popular y suprimido a sus jefes. El ejército revolucionario fue disuelto, la Comuna renovada, y los Franciscanos desaparecieron: la autoridad estaba restablecida. Su posición de mediador entre la Convención y los sansculottes había dado fuerza al Comité. Desorganizando a estos últimos se había puesto a merced de la Asamblea. En el apogeo de su poder, Robespierre y sus colegas no tenían más que dividirse para perderse. No sucumbieron sin embargo sino una vez asegurada la victoria de la Revolución, que era la razón de ser de este gobierno. Conviene, pues, esbozar brevemente sus rasgos.

Características y organización del gobierno revolucionario

Los jefes lo repitieron sin cansarse: es un gobierno de guerra, y no se gobierna en tiempo de guerra como en tiempo de paz. Para asegurar la victoria, no basta decretar «grandes medidas», sino que hay que aplicarlas «revolucionariamente», es decir, por una autoridad que obre con la rapidez y el poder irresistible «del rayo».

La democracia subsiste en principio, puesto que la Convención es quien posee este poder supremo. Pero los principios constitucionales quedan suspendidos. ¡Dura necesidad! Sin embargo, en caso de derrota ¿qué quedaría de ellos? Nada de separación de poderes, pues son los Comités de la Convención los que detentan el poder ejecutivo. Ni elecciones, ni garantías para los derechos individuales, ya que la «fuerza coactiva», el Terror, debe poder quebrantar todas las resistencias. Ni periódicos independientes; en el seno mismo de los clubes, Jacobinos y sans-culottes no tienen ya más que el derecho de aprobar. Por supuesto, este régimen es provisional; una vez vuelta la paz, la Constitución recuperará su imperio. ¿Pero cuándo?

La Convención tiene veintiún comités. Dos de ellos tienen la preponderancia: el Comité de Seguridad General, encargado de la represión, y sobre todo el Comité de Salud Pública, que está «en el centro de la ejecución». En provincia, el departamento ha perdido casi todas sus atribuciones; el poder central se entiende directamente con los distritos y las municipalidades; él los depura, es decir, destituye y reemplaza a sus miembros a discreción; un agente nacional habla en su nombre en cada administración y, en caso necesario, delega representantes en misión para «dar cuerda a la máquina», pero cada vez menos, porque, como miembros de la Convención, tienden a la independencia. La justicia revolucionaria también se concentra, y el 8 de mayo de 1794 los tribunales revolucionarios son suprimidos en provincia. De hecho, la centralización quedó incompleta. En provincia, los conflictos no cesaron; en la Convención los comités defendían sus atribuciones contra el de Salud Pública. Pero la organización creada por la Constituyente no era ya sino un recuerdo. Los sans-culottes habían reclamado la dictadura: la obtuvieron, pero son los comités y su burocracia los que la ejercen y no les queda más que obedecer como los demás.

El ejército del año II

El ejército era la razón de ser de semejante gobierno; todo le fue sacrificado. Su jefe supremo fue Carnot, oficial del cuerpo de ingenieros, ayudado principalmente por Prieur de la Côte d’Or y Lindet.

Una vez terminada la leva en masa, se disponía de más de un millón de hombres. Éstos eran de origen diverso: en la primavera de 1794 se emprendió la tarea de hacer la amalgama, es decir, que se mezcló el soldado de línea con los voluntarios para restaurar la unidad. Al mismo tiempo, se llevó a cabo la reconstitución del mando; los nobles habían sido excluidos, salvo excepciones justificadas. El nombramiento de los suboficiales por votación se sustituyó poco a poco por una selección. Nuevos generales, más jóvenes, Hoche y Jourdan, Marceau y Kléber, principalmente salidos de los voluntarios y seleccionados por la guerra, conquistaron renombre. Eliminados los oficiales sospechosos, la disciplina fue rigurosamente restablecida. Sin embargo, la represión no era el único medio con que el Comité contaba; de preferencia, apelaba al amor de la patria y de la Revolución. Esto no fue en vario; Marmont y Soult han evocado ellos mismos con emoción el recuerdo de la atmósfera luminosa en que habían vivido al servicio de «la Indivisible». Por primera vez en la historia moderna, un ejército verdaderamente nacional marchaba al combate. Muchas otras de sus características no son menos originales. Era un ejército improvisado, pues la mayor parte de los soldados no habían sido preparados como en el Antiguo Régimen por años de cuartel. Los oficiales, es verdad, siguieron apegados a la táctica tradicional que colocaba a los hombres ya en orden angosto y lineal, sobre tres filas, para el juego de salvas, ya en columnas profundas y macizas para el ataque con bayoneta; pero sus soldados de infantería, ignorando estas sabias maniobras, se dispersaban y obraban aisladamente, utilizaban la naturaleza del terreno para aproximarse al enemigo, y finalmente cargaban en masa confusa. La caballería, desgraciadamente, no podía imitar este método y durante mucho tiempo fue inferior a la de los austriacos. De la masa misma de este ejército resultaron otras novedades. Se procedió a articularlo en divisiones que a menudo fueron verdaderos cuerpos de ejército donde estaban representadas todas las armas; la maniobra estratégica adquirió así una flexibilidad hasta entonces desconocida. Abrumar al adversario por el número, obrar por masas, fue pues el principio táctico de Carnot; éste no lo realizó sino imperfectamente porque, ingeniero de profesión, continuó atribuyendo a las plazas fuertes una importancia capital en lugar de no pensar más que en destruir al ejército enemigo. Con Bonaparte, el nuevo arte de la guerra alcanzará su perfección. Los teóricos del siglo XVIII habían determinado sus características esenciales; por la leva en masa la República le dio vida.

Las circunstancias no permitían conceder a la marina tanta atención como al ejército, y por otro lado la improvisación no podía prestarle los mismos servicios. Jeanbon Saint-André reorganizó las escuadras y Surcouf, como corsario, se hizo célebre. A pesar de que los ingleses no eran todavía dueños absolutos del mar, no se pudo debilitar su ascendiente y casi todas nuestras colonias sucumbieron. Victor Hugues recuperó, sin embargo, y conservó la Guadalupe, y en Haití, después que la Convención abolió la esclavitud, los negros se aliaron a los franceses para expulsar a los ingleses.

El gobierno económico

Para abastecer a este ejército, en plena guerra civil, en el momento en que el bloqueo privaba a Francia de muchos recursos, y especialmente del nitro de las Indias, indispensable para la fabricación de la pólvora, el Comité encontró dificultades extraordinarias. La iniciativa individual no habría podido vencerlas, y por otro lado sus exigencias habrían minado el asignado. Por la requisición y la regulación de los precios, el Comité asumió pues la dirección de la economía nacional. Industriales como Périer, banqueros como Perregaux, sabios como Monge, Berthollet, Guyton de Morveau, fueron contratados por él; Vauquelin, Chaptal y Descroizilles crearon una organización nacional para la búsqueda de nitro; Chappe inventó el telégrafo óptico; un laboratorio de ensayos se formó en Meudon y allí se construyó el globo cautivo que fue utilizado en Fleurus. Bosques, minas y canteras, fundiciones y forjas, curtidurías y fábricas de papel, lo mismo la manufactura de tejidos que el taller del zapatero, encargado de proporcionar dos pares de zapatos por década, se hallaron puestos al servicio de la nación. Las materias primas de toda clase fueron buscadas con afán, mientras el agricultor entregaba granos, forrajes, textiles, los particulares, llegado el caso, daban ropa blanca y mantas de abrigo. Una gran parte de la economía se vio nacionalizada. En realidad, es más exacto decir dirigida. El Comité creó fábricas nuevas para la manufactura de armas y pertrechos, pero en la gran mayoría de los casos se contentó con someter a sus órdenes las empresas existentes, y aunque limitó el beneficio por la regulación de precios, no lo suprimió. El comercio exterior, que había sido confiado por un momento a comisiones administrativas, fue luego entregado a grupos de negociantes que operaban como comisionados del Estado. Que el gobierno no pretendía extender el estatismo por principio y deseara por el contrario reducir a lo más preciso su carga abrumadora, lo muestra su actitud en lo que concierne al reavituallamiento. Cuando se esforzaba en proveer todas las necesidades del ejército, no concedió a los civiles el beneficio de la requisición más que para los granos; incluso abandonó al distrito el cuidado de aplicarla y a la municipalidad la facultad de utilizar como lo creyera conveniente los recursos puestos a su disposición. Así fue en auxilio de regiones que no se bastaban a sí mismas otorgándoles las requisiciones hechas en otras mejor provistas, pero no se ocupó de entregarlas y transportarlas. En suma, en la medida de sus posibilidades, limitó la requisición y la fijación de precios a las necesidades del Estado.

Ése no era, sin embargo, el único objeto que se habían propuesto los sans-culottes al imponerlas. En su opinión, el máximum tenía un valor social: estaba destinado a procurarles los medios de vivir del trabajo, y por eso los hebertistas, para asegurar su aplicación, habían incitado a la nacionalización con todas sus fuerzas. Sin requisiciones, los sans-culottes se vieron privados, excepto de pan, de todos los artículos de primera necesidad, que se vendieron en lo sucesivo clandestinamente. El artesano a quien el Estado limitaba la ganancia, el tendero cuyo expendio estaba vacío, no sacaron ventaja con ello, y todavía menos el obrero, que arriesgaba mucho más al violar el impuesto sobre los salarios. Desde el punto de vista económico, como desde el político, el gobierno revolucionario los decepcionó, no obstante que ellos lo habían creado y que constituían su principal apoyo.

La política social y el llamado a «la virtud»

Los Montañeses se dieron cuenta de que para salvarlos del desaliento era preciso tomar otras medidas. Ni ellos ni los sans-culottes eran socialistas, pero sí eran hostiles a la «opulencia», a la excesiva desigualdad de las fortunas. Su ideal era una sociedad de pequeños propietarios y de artesanos independientes. La Convención votó leyes de sucesión encaminadas a dividir los patrimonios hasta el extremo. El reparto de los bienes comunales creó nuevos propietarios en numerosos pueblos; la división de los bienes nacionales en pequeños lotes tendía al mismo fin; sin embargo, como la subasta pública se mantuvo, los pobres casi no sacaron provecho de ella. Los robespierristas fueron los que intentaron contentar finalmente a los pobres: en ventoso del año II, Saint-Just hizo decretar que los bienes de los sospechosos fueran distribuidos entre los patriotas indigentes. Pero esta medida, forma extrema de la democracia social de los Montañeses, no tuvo aplicación alguna. Por otra parte, aunque la Convención había instituido la beneficencia nacional y la instrucción primaria obligatoria y gratuita, hubiera sido necesario, para que estas instituciones fueran eficaces, mucho tiempo y mucho dinero.

En definitiva, el gobierno revolucionario exigía tales sacrificios que sólo el espíritu cívico, el patriotismo, lo que Robespierre, después de Montesquieu y Rousseau, llamaba la «virtud», podía hacerlos aceptables. En el peligro, más que en el curso ordinario de las cosas, el valor moral del ciudadano es la piedra angular de las democracias. Por medio de sus discursos y periódicos, por los himnos de los poetas y los músicos (el más célebre de los cuales es el Canto de la Partida de MarieJoseph Chénier y de Méhul), por las fiestas que organizaba David, los hombres del año II no cesaron de recordarlo. Robespierre —y no era el único— quería dar como sostén de la virtud la fe en el Ser Supremo y en la inmortalidad del alma; el decreto que creó las fiestas «decenales» dedicó la primera al Ser Supremo, que fue celebrada el 20 de pradial (8 de junio de 1794). Pero la virtud cívica no puede ser más que el fruto de una larga cultura, y estos esfuerzos sólo podían ejercer una influencia limitada, sobre todo cuando tantos motivos políticos, sociales y religiosos enemistaban a los franceses y anublaban en su espíritu el sentido de la unidad nacional.

El «Gran Terror»

Contra los recalcitrantes, se disponía de la «fuerza coactiva», principalmente representada por los comités de vigilancia y por las judicaturas de excepción, llamadas tribunales revolucionarios o comisiones populares, así como por las comisiones militares. Su rigor ha dejado una impresión tan fuerte, que de toda la obra del gobierno revolucionario casi es lo único que se ha conservado en la memoria: ha quedado como el gobierno del Terror. La organización de guerra y la economía dirigida, tal como la Convención las realizó en 1793 y que se vieron reaparecer en 1914, suponen sanciones rápidas y severas, mas el Terror es algo completamente distinto a un instrumento de gobierno destinado a quebrantar la resistencia del interés personal.

Ante todo, fue una manifestación colectiva y popular de esa voluntad punitiva lo que desde 1789 se había mostrado estrechamente unido al miedo del complot aristocrático y a la reacción defensiva y militar que se le oponía. En 1793, fue llevada al apogeo por la guerra civil. Antes como después, ésta ha provocado muchas veces represiones feroces. Con mayor motivo sucedió así cuando los enemigos de la Revolución se habían aliado al extranjero. Al llevar por la fuerza a los Montañeses al poder, los sans-culottes agravaron el mal, ya que una parte de los republicanos tomaron las armas contra ellos. Las tres cuartas partes de las 17 000 condenas a la pena capital fueron pronunciadas en los departamentos rebeldes. Además, estaba en la naturaleza del complejo revolucionario y del «clima» de guerra civil que los tibios y los indiferentes fueran «sospechosos», y los conflictos religiosos aumentaron desmesuradamente. Por lo menos cien mil personas fueron aprisionadas.

Por otra parte, el espíritu terrorista tendía espontáneamente a la ejecución sumaria. Al organizar la represión, la intención del gobierno revolucionario era, en cierta manera, prevenir nuevas matanzas como la de septiembre. No lo logró. La guerra civil provocó hecatombes sin juicio previo, ya porque se rehusara a dar cuartel, ya porque, como Carrier en Nantes, se las ordenara voluntariamente. Estas víctimas, cuyo número se desconoce, se suman a las condenas de los tribunales de excepción.

Incluso la represión legal no pudo ser exactamente controlada por el gobierno. Durante meses, las administraciones, los comités, los representantes, detuvieron a los sospechosos que quisieron; la centralización, por otro lado, siguió siendo incompleta, y por ejemplo cuando los tribunales revolucionarios de provincia fueron suprimidos, se dejó subsistir el que Lebon había creado en Arrás y en Cambrai, así como la comisión de Orange. Hubiera podido esperarse que los comités, convertidos al fin en árbitros indiscutibles, restringieran la represión. Pero no fue así: en floreal, por ejemplo, perecieron Madame Elisabeth y Lavoisier. Identificándose con la Revolución, los dirigentes emplearon el Terror contra los Montañeses indulgentes o hebertistas; más tarde se persuadieron que de seguir así se intentaría matarlos a ellos como se había hecho con Marat. Cuando, a principios de pradial, hubo una tentativa de asesinato contra Collot d’Herbois y Robespierre, se interpretó como una nueva fechoría del «complot aristocrático» pagado por Pitt. En réplica, el decreto del 8 de pradial (27 de mayo de 1794) prohibió dar cuartel a los soldados ingleses y hanoverianos; después, la ley del 22 (10 de junio) suprimió las escasas garantías dejadas a los acusados y desencadenó en París un nuevo episodio sangriento, el «Gran Terror», que hizo 1376 víctimas, una de las cuales fue André Chénier. Así, los miembros de los comités, después de haber reducido a los sans-culottes a la obediencia, se dejaron dominar hasta el fin por la pasión de venganza. «No se trata de dar algunos ejemplos —había dicho Couthon—, sino de exterminar a los implacables satélites de la tiranía». Esto era adoptar la actitud contraria a la de un estadista. El error fue tanto más funesto cuanto que la victoria se afirmaba: la matanza pareció el expediente odioso de gobernantes que querían mantenerse en el poder a toda costa.

La victoria revolucionaria

Si bien el Comité de Salud Pública rehusaba negociar la paz antes de la victoria, se preocupaba no obstante por evitar la extensión de la coalición; así, reanudó las relaciones con los neutrales —Estados Unidos, Suiza, los Estados escandinavos— renunciando a la propaganda, y se abstuvo de anexarse Mulhouse y Ginebra. Procuraba dar a la guerra un carácter esencialmente nacional, y a medida que avanzaron sus ejércitos explotó rigurosamente los países ocupados. De este modo, abrió el camino a la política anexionista que debía de eternizar la guerra. Pero su intención no era ésa: «Queremos terminar este año», decía Carnot.

El esfuerzo principal fue confiado al ejército del Norte. Desgraciadamente Pichegru, que estaba al frente de él, demostró ser un jefe mediocre; dejó tomar Landrecies, y aunque sus lugartenientes derrotaron a Coburgo en Tourcoing, la situación quedó indecisa. Fue el ataque contra Charleroi lo que aseguró la victoria. Se había encargado de ello al ejército de las Ardenas. Como Brunsvick permanecía inmóvil, Jourdan pudo incorporarse a aquél con los refuerzos traídos del Mosela y tomó el mando del ejército que poco después recibió el nombre famoso de Sambre-Mosa. Sin cesar inducido al ataque por Saint-Just, acabó por apoderarse de Charleroi y derrotó a Coburgo en Fleurus el 26 de junio; en un mes, Bélgica fue reconquistada: Amberes y Lieja capitularon el 9 de termidor (27 de julio). Por los dos extremos de los Pirineos España se hallaba invadida y la misma suerte esperaba a Italia: Bonaparte, ahora general de brigada, había logrado imponer su plan a Carnot por medio de sus amigos, los dos Robespierre. Polonia acababa de sublevarse y Prusia pensaba en negociar con Francia para dirigir lodos sus esfuerzos hacia el Este; España estaba exhausta; Holanda iba a ser ocupada. Por un supremo esfuerzo, se podía imponer la paz —una paz definitiva si era sin conquistas—. Mas era preciso que la armazón de guerra subsistiera hasta entonces.

El 9 de termidor (27 de julio de 1794)

Pero los propios miembros de los comités le asestaron el golpe mortal al dividirse. El Comité de Seguridad General estaba celoso desde hacía mucho tiempo del Comité de Salud Pública, que tendía a atribuirse todos los poderes y había hecho votar la lev de pradial sin consultar a su rival. Se culpó de ello principalmente a Robespierre y era natural, pues este no ocultaba que en su opinión era necesaria «una sola voluntad». Muy pronto la mayoría del Comité de Salud Pública se volvió también contra él. Se le acusó de aspirar a la dictadura, y los terroristas llamados de provincia, Carrier y Fouché, Barras y Fréron, quienes eran sospechosos de prevaricación, lo mismo que Tallien, cuya amante, Teresa Cabarrus, estaba en la cárcel, temerosos de que se les pidiera cuentas, añadieron que Robespierre quería mutilar de nuevo la Convención.

En realidad la dictadura había sido colectiva. Robespierre no había elegido a sus colegas y ni siquiera presidía el Comité; nunca había obrado sin su aprobación, y en muchos casos es hasta imposible decir que él había tomado la iniciativa. Es probable, sin embargo, que el ascendiente del «Incorruptible» y el prestigio de que gozaba entre los sans-culottes hayan despertado recelos. Algunos no sentían ningún interés por el culto del Ser Supremo, ni tampoco por los decretos de ventoso. No puede dudarse, sin embargo, que el mal provino sobre todo de antipatías personales. Todos estos hombres eran autoritarios; agotados por el trabajo, se dominaban difícilmente. Carnot tuvo con Saint-Just altercados violentos y Robespierre no era ni conciliador ni amable, como lo ha dicho Levasseur.

A fines de pradial, el Comité de Seguridad General se dio a la tarea de comprometerlo aprovechando el caso de una mujer vieja, Catalina Théot, que se decía «madre de Dios». Robespierre se opuso al proceso, pero al no poder obtener la destitución de Fouquier-Tinville, fiscal del Tribunal revolucionario, dejó de asistir al Comité. El 8 de termidor tomó a la Convención por árbitro. Nada podía agradar más a la Asamblea, que sólo había aceptado el gobierno revolucionario por la fuerza. Robespierre, por ser el miembro más eminente de éste, tenía muchas probabilidades de que se pronunciaran en contra suya. Acabó por perderse cuando se negó a dar el nombre de los enemigos que denunciaba, lo que equivalía a pedir carta blanca, y espantó a todo el mundo. Al día siguiente, se le impidió hablar y fue encausado juntamente con su hermano, y con Saint-Just, Couthon y Lebas.

La Comuna tomó su defensa y los puso en libertad. Pero desde la proscripción de los hebertistas, los sans-culottes no tenían ya cuadros de insurrección; se perdieron varias horas, y Barras las aprovechó para reunir una manga que invadió el Ayuntamiento. Robespierre tenía la mandíbula rota por un pistoletazo: probablemente se había querido suicidan Fue ejecutado el 10 con sus amigos; otros corrieron la misma suerte: en total ciento cinco. En toda Francia, los terroristas se desconcertaron y la mayor parte de la nación se mostró muy satisfecha, pues juzgó que el gobierno revolucionario tocaba a su fin. Y no se equivocaba.

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