“Si exploramos lo que rodea la noción de ‘derrota’ [de la revolución de 1848], detrás de las ejecuciones sumarias, las prohibiciones y las deportaciones en masa, lo que queda es un inmenso efecto de verdad. Las derrotas traen a luz qué es lo que no tuvo lugar. Donde reina la ilusión –de fraternidad republicana, de la neutralidad del derecho y las leyes, de la emancipación del sufragio universal–, la derrota de repente revela la naturaleza real del enemigo, disuelve el consenso, desmantela las mistificaciones ideológicas de la dominación. Ningún análisis político, ninguna campaña de prensa, ninguna lucha electoral, entrega tan claramente el mensaje como las personas siendo asesinadas en las calles”
The invention of Paris. A history in footsteps, Eric Hazan
“Lenin no recurría a las polémicas y divisiones a la ligera. Siempre mostró gran tacto y flexibilidad en su método. Pero en cuestiones de principios políticos siempre fue implacable. A Lenin le gustaba siempre la comparación utilizada por Tolstói cuando vio desde lejos a un hombre agitando vigorosamente los brazos. Pensó que era un loco, pero cuando se acercó, vio que era un hombre que afilaba un cuchillo al borde de la acera. Lo mismo sucede en las disputas teóricas”[1]
Trotsky, Stalin, 482
Este texto es una edición de la ficha de estudio sobre la obra de Antoine Artous Marx, el Estado y la política, que publicamos en agosto de 2023 y que volvemos a publicar acá con modificaciones en homenaje de la Revolución Francesa (1789/94).
Este artículo se refiere al comentario de Artous respecto de dos obras clásicas de Marx en relación a la Revolución de 1848, La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 y El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Obras que muestran que, junto con la Revolución de 1830, el 48 mostró los límites políticos de la burguesía, y sobre todo de la pequeña burguesía, para ir más allá del concepto “republicano” como forma política socialmente vacía en relación al régimen de explotación capitalista. La república (por oposición a la forma monárquica de gobierno) puede ser burguesa o proletaria, pero jamás una mera “abstracción política” que gira en el “aire social”. Las “formas políticas” pueden llegar a tal grado de independencia que pueden parecer “valer por sí mismas”, cual fue la confusión del jacobinismo y toda la izquierda republicana que vino después, al menos durante la primera mitad del siglo XIX.[2] Sin embargo, no es así: el republicanismo burgués y pequeño burgués escondía una determinación de clase que se hizo valer en sangrientas jornadas en junio de 1848, cuando se descargó una represión brutal sobre los obreros de los Talleres Nacionales movilizados en masa contra el cierre de estos talleres en motivo del gasto público que significaban.
Repetimos que se trata de fichas de estudio escritas al vuelo que siguen el texto original fichado y, también, lecturas y preocupaciones teóricas y políticas del momento intercaladas. No tienen objetivos de sistematicidad, sino de “afilar los argumentos teóricos”, como plantea Lenin.[3]
1- La revolución de 1848 y sus límites
“Marx añade: ‘(…) la lucha de clase contra clase es una lucha política’. Lo cual significa que la lucha política es comprendida como un nivel particular de la práctica social, y que este nivel es definido como una relación: justamente la que se constituye a través de ‘la lucha de clase contra clase’” (p. 190).
Es un poco abstracta la cita; dice poco por sí misma. En todo caso, comprende, crípticamente, dos afirmaciones: una, que toda verdadera lucha de clases es, en definitiva, una lucha política –global– en el sentido de que va más allá de la fragmentación de las luchas particulares, sindicalistas. Apunta a la totalidad del sistema y a los intereses históricos de las y los trabajadores: acabar con la explotación; abrir la transición al socialismo (a un sistema que declara abolida la explotación de las personas por las personas).
Dos, que la lucha política es, efectivamente, “un nivel particular de la práctica social” en el sentido de que atañe a la totalidad de los intereses sociales en juego superando la miríada de conflictos dispersos en la sociedad civil, los conflictos meramente reivindicativos.
“El Manifiesto comunista dice: ‘Toda lucha de clases es una lucha política. La política es una forma de existencia social de las clases, la que corresponde –repitámoslo– a la ‘lucha de clase contra clase’ [globalidad del enfrentamiento de clases, R.S.]. En este marco, cae por su propio peso que la política tiene una eficacia propia (…) ‘¿Por qué luchamos, pues, por la dictadura política del proletariado si el poder político es económicamente impotente?’. Es con este enfoque –que se desvía un poco de la cuestión tradicional de la autonomía de la política– que vamos a comentar los textos” (p. 190).
Es evidente que el poder político no es económicamente impotente, más allá de que la economía es el terreno materialmente fundante de todo los demás (y detrás de la economía, la ecología, la relación de la humanidad con la naturaleza, fundamento material de todas las relaciones humanas). En Marx, en la transición socialista, bajo la dictadura proletaria, la política, el poder político, es el marco en el cual se lleva a cabo la transformación económica de la sociedad. Transformación que, a diferencia de la revolución burguesa, no puede proceder antes de la toma del poder sino posteriormente a este evento.
Ocurre que bajo la sociedad burguesa, la clase obrera está irremediablemente subordinada, más allá de que crea su propias instituciones de democracia proletaria en el seno de la democracia burguesa, como señalaba Trotsky. Sin embargo, el monopolio económico lo tiene la burguesía, así como el monopolio del poder del Estado, salvo en circunstancias de doble poder.
El desvío de la cuestión tradicional de la autonomía política se refiere a la “impotencia” expresada en la idea de la “autonomía” de la política (que solo la libera parcialmente de un determinismo economicista mecánico) por oposición a su eficacia potencial (un abordaje más dialéctico de acción y reacción). Es como si se dijera: “está bien, es verdad que la política es autónoma respecto de la economía, pero “no tiene ninguna eficacia sobre la economía”, un abordaje formal o reformista que no resuelve nada. Es lo que le permitía a Althusser, por ejemplo, señalar que la burocratización de la Revolución Rusa era epidérmica en relación con el desarrollo de la “economía socialista”, que seguía marchando por la senda correcta sin importar qué pasaba a nivel del Estado burocrático. Posteriormente, el propio Althusser cambiaría su definición de la URSS como Estado obrero, lo que no dejó de ser significativo aunque no tuviera impacto en su obra general, al menos en la publicada en vida.[4]
Sigamos con Artous:
“De la debilidad de la fracción industrial, Engels concluye el agotamiento de la dominación burguesa en Francia, ‘puesto que ninguno de sus componentes está en condiciones de introducir nada que se parezca a un progreso’” (p. 191).
Está claro que no concluyó la dominación burguesa del país. Sin embargo, la afirmación remite no a la pérdida de dominación sino de potencialidad transformadora de las relaciones sociales por parte de la burguesía, que no puede ir más allá, lógicamente, de sus límites de clase (por ejemplo, la República no puede ser un modelo de virtud sino de corrupción, ver el caso Dreyfus al respecto).[5]
Es decir: la burguesía puede desarrollar la economía pero dentro de los estrechos marcos burgueses; no puede ir más allá de ellos ni realizar verdaderas reformas en el status quo en el terreno que sea: los problemas democráticos, la cuestión colonial, etc. Esto en realidad sigue hasta el día de hoy; el eximio historiador Marc Bloch habló de la “extraña derrota” de Francia en 1940 frente a la Alemania nazi, dando cuenta de que la burguesía prefería la derrota del país antes que la revolución. Igual comportamiento tuvo cuando la guerra franco-alemana a comienzos de los años 1870 y la emergencia de la Comuna de París, aplastada a sangre y fuego por la acción conjunta de ambos contendientes burgueses (es sabido que Bismarck le permitió a Thier sofocar la revolución en París deteniendo la guerra a tales efectos contrarrevolucionarios).[6]
“La tónica es, pues, la hegemonía de las altas finanzas (…) Ciertos historiadores han señalado que era difícil observar una oposición de intereses entre banqueros e industriales tan marcada como la que describe Marx. Sin embargo, éste es prudente al respecto e insiste en la debilidad de los grandes fabricantes (…) [que] no pueden librar de un modo tan abierto y consecuente una lucha contra la aristocracia financiera como sus homólogos ingleses, especialmente cuando después de febrero de 1848 el proletariado emerge como una amenaza” (p. 192).
Está claro. Toda la historia de las revoluciones de 1830 y 1848 está marcada por esta misma contradicción: la abstracción de una República burguesa virtuosa, democrático-radical, no se sostiene porque ante la irrupción de los reclamos del proletariado hay que definir de qué lado ponerse: del lado de la explotación de los trabajadores o del lado de la defensa de su derecho a ir más allá de la propiedad privada. Y cuando la burguesía arremete contra los Talleres Nacionales en junio de 1848 a consecuencia de su costo en el erario público (además de su temor al poder social y político de la misma clase obrera), quedaba claro de qué lado de la trinchera social se ponía. Junto con eso está el hecho de que en condiciones de polarización revolucionaria tampoco pueden sostenerse, y menos aún desarrollarse, derechos democráticos elementales como la libertad de prensa, el derecho a la reunión pública, a la protesta, etc., derechos que la burguesía puede tolerar e incluso en ciertos momentos alentar, pero siempre en el límite de su dominación social. Y también puede apelar al bonapartismo que limita sus propios derechos políticos como clase, aunque al servicio de resguardar su dominación sobre la propiedad privada; el caso del nazismo es emblemático a este respecto.
Claro que la Comuna de París ya es diferente, anticipatoria de una nueva época, la época de la revolución socialista, porque en este caso es el proletariado el que toma el poder en la ciudad por algunos mes (14 semanas para ser exactos; desde el 18 de marzo de 1871 hasta el 28 de mayo del mismo año[7]) y desborda los límites de unas revoluciones todavía burguesas e impotentes, que ante el fantasma de la clase obrera, de la revolución proletaria roja (es significativo cómo el rojo cambió de bando en la Revolución de 1830, Eric Hazan), dan la media vuelta y se unifican con la aristocracia para aplastar la revolución. Esto ocurre tanto en 1848 como en 1871, aunque es en el primer caso cuando Marx saca la conclusión de que la burguesía ha terminado con toda su potencialidad revolucionaria, asumiendo fórmulas permanentistas.[8]
En todo esto, lo que resta es la reafirmación de que la revolución burguesa, en definitiva, sólo podía ser eso: la satisfacción de los intereses burgueses y la inhibición de todo lo que fuera más allá (por ejemplo, un cuestionamiento en regla al libre mercado, que lo hubo pero siempre en momentos excepcionales).[9] Y por esto mismo, la burguesía en todas sus expresiones, incluyendo a los herederos del jacobinismo, fue incapaz incluso de sostener reclamos democráticos elementales como la libertad de prensa, el reclamo con el que comenzó la revolución de 1830, porque podía ser un portaestandarte a partir del cual se colaran reivindicaciones que fueran más allá del sistema. El balance de estas revoluciones fue parte del background histórico-estratégico a partir del cual Trotsky dio forma a su teoría de la revolución permanente, si bien estos elementos quedaron “en ciego” porque dicha teoría se formuló inicialmente sobre todo a partir de la Revolución Rusa de 1905. Trotsky tiene fuertes y profundas intuiciones sobre la Revolución Francesa, aunque nunca haya escrito un texto sistemático al respecto (ver Pierre Broué: “Trotsky y la Revolución Francesa”, izquierdaweb).
La república burguesa misma quedó como una abstracción porque no pudo resolver el hecho de que su base social, en última instancia, era –y es– la propiedad privada. Y al no poder ir más allá de este límite, debe afectar algunas de las conquistas más caras de la revolución burguesa misma, como la representación parlamentaria, los derechos de prensa y reunión, etc., derechos llamados “formales”, desiguales terrenos por los cuales se podían colar reclamos que fueran más allá del status quo, reclamos sustantivos que trascendieran la misma propiedad privada (los derechos democráticos y a la organización de la clase obrera tienen ese carácter potencial. Por eso Trotsky los caracteriza como los “elementos de democracia obrera en el seno de la democracia burguesa” que el fascismo venía a aplastar).
“(…) en repetidas ocasiones, tanto en La lucha de clases en Francia como en El 18 Brumario, Marx propone elementos de análisis que dan cuenta del ‘atraso’ de la industrialización francesa, remitiéndose a las diferencias entre la Revolución Francesa y la Revolución Inglesa sobre una cuestión central: la existencia de una propiedad campesina parcelaria. Hay allí un tema que desarrollará más sistemáticamente en el período de El capital. Por ejemplo, en un pasaje en el que compara la industrialización de ambos países (…): ‘el sistema de parcelación del suelo, al impedir el crecimiento de la población, tiende indirectamente a detener la extensión de las manufacturas (…) la industria manufacturera francesa se compone de pequeñas empresas. Se constata una vez más cuán necesaria es la expropiación de la tierra para el desarrollo de la gran industria’. Se observará que Marx evita todo determinismo técnico-económico para hacer –con razón– de las formas de emergencia de la fuerza de trabajo obrera (la relación salarial) el determinante clave del proceso de industrialización” (p. 194).
Claro, el problema no es técnico –aunque hay una cuestión “técnica” involucrada– sino social. La propiedad campesina parcelaria es una conquista de la Revolución Francesa en el sentido de que, sobre la base de la propiedad privada, es decir, de un principio burgués, le quita la tierra a la aristocracia y se la da a los campesinos. Pero este es, precisamente, su límite económico-social: el campesinado, aunque no en todos los casos históricos (ver Lares y Convención, Perú, comienzos de los años 1960 y otras experiencias de comunas rurales), no es socializante sino que comulga, férrea y conservadoramente, con el principio común del modo de producción capitalista: la propiedad privada (Proudhon y todo el socialismo reformista cooperativo son parte de esta misma contradicción: defienden la pequeña propiedad privada y no su abolición).[10]
Para el desarrollo de la transición socialista es necesario tender a la socialización de la tierra, una medida económico-política que debe poseer una base técnica, como demostró el desastre de la colectivización forzosa estalinista. Y que además de ser económico-política, es político-económica, porque debe contar con la anuencia del campesinado, no se la puede imponer contra su voluntad so pena de descaracterizar desde el punto de vista socialista la socialización misma de la tierra. Esto es, precisamente, lo que ocurrió con la colectivización estalinista, una colectivización forzada, anti-socialista.[11]
Lógicamente, nada de esto es mecánico. En Estados Unidos subsiste la pequeña propiedad agraria parcelaria y sin embargo es uno de los países, sino el país con el desarrollo capitalista más elevado hasta el día de hoy. Por lo demás, tampoco se trata de la explotación de la tierra en grandes extensiones en sí misma (a priori, claro está, más productiva). La explotación de la gran propiedad agraria en el sur de Estados Unidos sobre la base del esclavismo era una rémora que, evidentemente, impedía el desarrollo capitalista consecuente. Tenía varias consecuencias: a) impedía el desarrollo de la forma de trabajo asalariado formalmente libre; b) lastraba la productividad general de la economía sobre la base de la esclavitud; c) conectaba el sur esclavista con Gran Bretaña e impedía la unidad nacional económica de los propios EE.UU., el desarrollo de su mercado interno capitalista[12]; d) la esclavitud misma es una forma de apropiación que por su principio no es estrictamente económica como la explotación del trabajo asalariado, sino una relación de explotación forzada, política (una “relación política o político-económica de explotación”).[13]
Por lo demás, claro está, toda esta problemática social-económica tiene un correlato en materia de la lucha por las libertades democráticas. Esto se expresó en el movimiento abolicionista, fuerte cuando la guerra civil yanqui. Más tarde, ante la impotencia del capitalismo yanqui como un todo para resolver la cuestión de la subordinación y opresión de la población de color (leyes de segregación racial Jim Crow)[14], la lucha volvió en los años 60 del siglo pasado por los derechos sociales y políticos del movimiento negro: dos reglas para el uso de escuelas, autobuses, bares, etc., con carteles del tipo “prohibido el ingreso de negros en el establecimiento”. Algo similar ocurrió en Sudáfrica hasta los años 90 del siglo pasado, y en China era común a comienzos de los años 20: en pleno proceso de la segunda revolución china, se veían carteles que impedían ingresar a perros y a determinadas personas. Está claro el concepto de deshumanización de ciertas categorías de personas que implicaban estos criterios, parecida a la deshumanización de hoy de las personas migrantes, aunque no entren en relaciones abierta o directamente esclavistas sino en formas de discriminación un milímetro más sutiles.[15]
2- Digresión metodológica
“La existencia de esta propiedad campesina parcelaria tiene también efectos en el plano político, puesto que Marx hace de ella un elemento clave de la explicación de las formas particulares del Estado francés, que encontramos en su análisis de la toma del poder por parte de Luis Bonaparte: ‘La propiedad parcelaria, por su naturaleza misma, sirve de base a una burocracia omnipotente e inconmensurable’” (p. 195).
Dicho de manera exagerada, algo similar ocurre con los movimientos de desocupados argentinos, donde la figura clave es la del viejo “puntero” o “referente” que dirige su “asamblea” (figura heredada del peronismo).[16]
Efectivamente, y es un clásico, la atomización campesina, como cualquier tipo de atomización de las bases sociales, sirve a los efectos del bonapartismo. Lo que no está unido o vinculado “naturalmente” por abajo, se puede expresar políticamente por arriba en la forma de una unidad ilusoria, para decirlo de alguna manera. En este sentido puede ir la cita clásica de Marx de que el campesinado es una clase en el sentido de que son un “un conjunto de patatas metidas en una bolsa”; la bolsa, algo exterior, es lo que les da unidad, porque a las patatas mismas nada las une salvo que están colocadas en la misma situación.[17]
Bueno, la misma reflexión sirve para otros tipos de bonapartismos o burocracias, como es el caso del estalinismo, que se hizo valer en un Estado obrero burocratizado y luego en un Estado burocrático liso y llano, precisamente sobre la base de una atomización histórica de la clase obrera rusa, de una derrota histórica de la clase revolucionaria, cuyas consecuencias nefastas siguen presentes hasta el día de hoy, casi cien años después de la entronización del estalinismo (que comenzó promediando 1923/1924 y cerró del todo su círculo con las Grandes Purgas de 1937).[18]
“Volvamos sobre las vacilaciones o errores de Marx, el grueso de los cuales atañe a esta proyección de un modelo de relaciones entre las diferentes fracciones de la burguesía elaborado a partir de la experiencia inglesa” (p. 195). Artous apela a un autor liberal agudo como Raymond Aron para sostener su argumento sobre los elementos mecánicos que encuentra en el análisis de Marx, lo que no deja de ser interesante: [19]“Ciertamente, la explicación de los acontecimientos políticos a partir de la base social es legítima y válida, pero la explicación término a término pertenece, en gran medida, a la mitología sociológica” [cita de Artous a Aron, p.195], agregando Artous de su propio cuño que hay que evitar dar explicaciones “demasiado detalladas” de las relaciones entre uno y otro término. “Se deben tener en cuenta las distancias: esa base [material, económica] puede explicar las grandes tendencias, pero a medida que uno se aleja, que se entra en los detalles, las determinaciones socioeconómicas se hacen menos inmediatas y la autonomía de lo político se hace notar” (p. 196).
Efectivamente, es así: a partir de determinadas tendencias económico-sociales irrumpen los hechos político-sociales. De no ser así, la política no tendría ninguna eficacia y los acontecimientos socio-políticos serían un puro mecanicismo, no un momento creador. La historia y la política no son un mecano histórico (Benjamin) sino una suerte de “creación heroica” (Mariátegui) donde lo que hacen las clases sociales y los agrupamientos políticos pesa en el balance de los acontecimientos, sólo que en el contexto de determinadas condiciones objetivas materiales (esta contextualización es clave para no elevarse a las alturas del idealismo metodológico). Es decir: la creatividad histórica determinada no puede ser azarosa o producir unos efectos completamente por fuera de las circunstancias de tiempo y lugar en las cuales opera. Nada muy distinto decía Gramsci cuando afirmaba que la política es “historia en acto” o cuando rechazaba el reduccionismo sociológico en materia del análisis político.
En el mismo sentido cita Artous al Engels de sus famosas cartas metodológicas:
“Así habla Engels cuando hacia el fin de su vida, declara la guerra a una visión demasiado mecánica de la noción de determinación de la economía en última instancia: ‘Si uno violenta esta proposición para hacerle decir que el factor económico es el único determinante, la transforma en una frase vacía, abstracta, absurda’. Y cita precisamente los textos que estamos comentando: ‘No hay más que considerar El 18 Brumario de Marx, donde se trata únicamente el papel particular que desempeñan las luchas y acontecimientos políticos, naturalmente en el límite de su dependencia general respecto de las condiciones económicas’” (p. 196).
El límite lo fija el contexto objetivo, pero la política –la lucha de clases más precisamente– tiene su eficacia, decide rumbos alternativos dentro de esos límites.
Es lo que venimos señalando, aunque la palabra “determinante” quizás confunda. Repetimos. Las condiciones económico-sociales establecen el marco objetivo en el cual se desarrollan las luchas sociales. Al mismo tiempo, evidentemente, cada sector sociopolítico, de una u otra forma, expresará en la lucha política sus intereses de clase. Pero de ahí no se desprende que dichos intereses se resuelvan mecánicamente, ni que tengan una única forma de manifestación (estamos en contra de las formas de partido único, por ejemplo, y preferimos la lucha de tendencias para encontrar el punto justo político; la pelea por la hegemonía).[20] Las formas de manifestación pueden ser diversas, así como traspasarse determinados límites de clase en determinadas circunstancias (la clase obrera tomando el poder en China en 1926/7 aun siendo una minoría extrema, algo no descartado por Trotsky en su intercambio de cartas con el objetivista Preobrajensky).
Por ejemplo, la actuación de los jacobinos en el poder en el momento más álgido de la Revolución Francesa (que traspasó, sin bien transitoriamente, ciertos límites en materia de libre mercado, lo que hizo afirmar a Trostsky que ellos “habían echado por tierra todas las leyes de la sociología” a la Plejanov), o las revoluciones anticapitalistas de posguerra, donde se expropió a la burguesía con revoluciones de base campesina o pequeñoburguesa (sin clase obrera y sin socialismo, sin apertura de la transición socialista). Que no hayan dado lugar a revoluciones socialistas hechas y derechas sino a una imposición bonapartista, a un Estado burocrático que incluía las conquistas de la revolución (aunque socavándolas desde el primer minuto), muestra al mismo tiempo los límites de su actuación: lo que mecánicamente podría afirmarse de “la determinación económica en última instancia” no tiene por qué manifestarse en la revolución socialista de manera consecuente. Por esto mismo no afirmamos que todas las revoluciones que expropian a la burguesía son automáticamente socialistas; sí son revoluciones anticapitalistas, porque expropian a los burgueses.
“En realidad, Engels y Aron adoptan, desde cierto punto de vista, un mismo enfoque. Distinguen dos niveles del análisis. El que trata el marco histórico general y el que permite entrar ‘en los detalles’, que debe tomar en cuenta las determinaciones específicas. Justamente, las determinaciones de lo político. Restaría, por consiguiente, para producir un análisis concreto, encontrar una ponderación entre ambos” (p. 196).
Es agudo esto: efectivamente, en el plano de las resultantes hay que encontrar la ponderación entre las condiciones objetivas de la acción política, y la acción política –creativa– misma: lo que decide la política, lo que decide la acción; si no, toda actuación revolucionaria daría igual, o estaríamos bajo el reduccionismo de una “estrategia” de manual de guerra.[21]
En este caso, que es uno de nuestros objetivos de estudio más “reiterados” respecto del siglo pasado, el estudio crítico de las revoluciones de posguerra, estas no fueron socialistas pero sí anticapitalistas: no podían ser otra cosa cuando expropiaron a la burguesía. Sin embargo, el factor socio-político ingresó en ellas como una determinación negativa (toda determinación es una negación, afirmaba Hegel); como un límite en su desarrollo. En la medida en que no fue la clase obrera la que tomó el poder, la transición socialista quedó bloqueada desde el inicio mismo del proceso, impidiendo o inhibiendo su desarrollo socialista. La producción no se socializó; el Estado no se reabsorbió en la sociedad sino, por el contrario, se reafirmó contra ella; no hubo proceso de auto-emancipación social sino, en todo caso, una emancipación social muy parcial y luego revertida contra los propios explotados y oprimidos bajo nuevas condiciones, no orgánicas, de explotación y opresión. El mismo curso, aunque más convulsivo y dramático, abiertamente contrarrevolucionario y sangriento, siguió la URSS a partir del estalinismo.[22]
A la inversa, en condiciones de atraso económico en las cuales, sin embargo, la clase obrera toma el poder (siempre en esta época histórica abierta desde 1914 y reabierta ahora en este siglo XXI), la revolución es socialista. Otro cantar es la potencialidad que tenga para transformar verdaderamente las relaciones sociales y desarrollar las fuerzas productivas a tales efectos, dándole un contenido real a tal transformación de las relaciones humanas: acabar con la explotación de las personas por las personas, acabar con la lucha de todos contra todos por el reparto de lo escaso, acabar con las imposiciones de la familia patriarcal, lograr la emancipación de la mujer y de las personas lgbtt, que hasta la última cocinera aprenda a manejar los asuntos del Estado (Lenin), el gusto por la política, por los asuntos universales, y no sólo la preocupación por la subsistencia diaria, los “duros trajines de la vida cotidiana” de los que hablaba Marx en El capital, etc.[23]
3- La política revolucionaria mueve montañas
Continuemos con la problemática de la eficacia específica de la política y su carácter potencialmente transformador, creador: su carácter de historia en acto (nos referimos a la gran política, la que está vinculada a la lucha de clases, no la pequeña política del barro burgués y de las sectas socialistas de todos los días)[24]. “El joven Marx insistía ya en el hecho de que, en el mundo moderno, la política cristaliza el momento de la voluntad” (p. 196).
La política por referencia al Estado, a la esfera de los intereses generales, a la lucha de clases, cristaliza efectivamente el momento de la “voluntad política” en la medida en que expresa el momento transformador, el momento donde se busca, o bien modificar las correlaciones sociopolíticas de fuerzas y económico-estructurales, o bien defender el status quo, lo que también requiere de cierta voluntad aunque evidentemente de orden muy menor: la defensa es muchísimo más fácil que el ataque, y el elemento conservador cuenta a su favor con el peso inmenso de la inercia histórica (Trotsky), con el sentido común, con el hecho de que la cabeza atrasa casi siempre en relación con los pies, la conciencia en relación con la acción. Lukács habla a este respecto de la “crisis ideológica de la clase obrera” refiriéndose al momento revolucionario en Historia y conciencia de clase (1923), aunque esto tampoco es mecánico: en condiciones revolucionarias, Lenin ya lo dijo, la conciencia obrera avanza en pocos días más que en todas las décadas anteriores.[25]
“Lo que queremos abordar aquí es qué dice Marx sobre el nivel político. Más exactamente, el modo en que lo dice y el estatus que otorga a esa forma particular de existencia de la realidad social, distinta de las demás esferas, instituida por el mundo moderno” (p. 197).
Efectivamente, el nivel político se ha separado en la modernidad del resto de las esferas sociales, así como ocurre con la economía. La economía capitalista es “no política” por antonomasia (aunque existen las formas capitalistas de Estado y, por lo demás, “todo es político”, como las decisiones de la macroeconomía o la política económica) en la medida en que expresa la miríada de intereses opuestos de la sociedad civil, la competencia del mercado, mientras que la política expresa la formación de una “voluntad colectiva” (Gramsci), algo que a priori une por arriba, aunque lo que une es mayormente imaginario: une los intereses de la clase dominante, no de la dominada, a la que se le garantizan políticamente las condiciones de su explotación. Sabemos, por lo demás, que en la “sociedad civil” hay intereses contrapuestos entre explotadores y explotados, y en la esfera de la “sociedad política”, del Estado, se expresa lo mismo: la generalización de intereses, en este último caso, de la clase dominante.
“Retomemos sus textos sobre la revolución de 1848 (…) Podemos constatar que hay una corriente política que no tiene arraigo particular en la producción. Se trata de ‘la fracción burguesa republicana’, reagrupada en torno al Nacional (…) Era simplemente una camarilla de burgueses, escritores, abogados. Esta corriente no es, por tanto, como se dice en ocasiones, un representante de la pequeña burguesía; es el partido socialdemócrata el que es caracterizado así. Este lugar es ciertamente frágil en comparación con el de las demás fracciones de la burguesía enraizadas económicamente, pero nada despreciable, puesto que la historia de la Asamblea Nacional Constituyente, a partir de las jornadas de junio, es ‘la historia de la dominación y de la disgregación de la fracción burguesa republicana’” (p. 197).
No somos especialistas en la revolución de 1848 ni tenemos tan presentes los maravillosos textos de Marx al respecto en este momento (nos especializamos más en La guerra civil en Francia y la Crítica del Programa de Gotha), pero la cita es bastante clara. A la fracción pequeñoburguesa republicana le faltaba cierto “piso social”. Como camarilla de “burgueses, escritores y abogados” podría ser asimilada con el sector al que Trotsky llamaría “la sombra de la burguesía” en los años 30, que era el ala burguesa políticamente y pequeñoburguesa socialmente de los frentes populares, junto a los partidos comunistas estalinizados (partidos obreros estalinizados, luego partidos obreros-burgueses y luego partidos burgueses lisos y llanos, como la transformación del PCI en Partido Democrático de la Izquierda en la Italia de los años 90).[26] Esta sombra de la burguesía era, socialmente, muy débil, pero aun así representaba –en la coalición con los PC– los límites burgueses puestos al proceso revolucionario en curso y el carácter en definitiva burgués del frente de conciliación de clases de dichos gobiernos (hoy en día ocurre lo propio con la coalición de centroizquierda en Francia llamada Nuevo Frente Popular). Una fracción que, paradójicamente o no tanto, derrotados los sans-culottes en el caso de los jacobinos, los obreros parisinos en junio de 1848, o perdiendo Kerensky la base social a favor de los bolcheviques en agosto de 1917, se vino abajo. Las circunstancias son las mismas: una fracción política que se apoya y se “fortalece” en la inhibición de ciertos procesos, que fija ciertos límites, pero cuando la circunstancia de radicalización se da vuelta, cuando se desborda la revolución por fuera de cualquier cauce reformista que le quieran poner, cuando irrumpe la revolución con mayúscula y esta formación ya no es “necesaria”, es superada completamente por los acontecimientos y la radicalidad del proceso y se viene abajo cual castillo de naipes por falta de apoyatura social, en beneficio de la revolución (o la contrarrevolución por el camino inverso).
“(…) se produce un desfase creciente entre el partido del orden en el Parlamento y el partido del orden fuera del Parlamento: cansada de la impotencia de sus representantes ante las urgencias de la situación, la masa de la burguesía se realinea en torno a Bonaparte” (p. 198).
Se trata de la apelación clásica de la burguesía al bonapartismo en el límite de los acontecimientos. Cuando las instituciones parlamentarias, representativas, no dan respuesta, no dan “pie con bola”, cuando la plaza desborda sistemáticamente al palacio, se las tira por la ventana y se apuesta al bonaparte que ejerce un arbitraje personalísimo sin todo el “gasto parlamentario” y el parloteo en su seno, sobre la base del Estado y sus instituciones pétreas: burocracia y fuerzas represivas.
“Sin embargo, Marx no se conforma con una simple constatación sociológica (…) La dinastía de los Bonaparte no representa al campesino revolucionario, sino al campesino conservador (…) Marx parodia al Imperio, realza sin cesar el desfase existente entre la ‘leyenda’ y la realidad de los años 1850, pero ello es para mostrar también la eficacia siempre presente de lo que él denomina las ‘ideas napoleónicas’ en el imaginario campesino” (p. 204).
Está claro: existe un campesinado revolucionario y otro que no lo es, que es conservador. Esto se puede decir de cualquier movimiento social, dependiendo de las circunstancias. Marx indicaba claramente que el campesinado en la Revolución Francesa de 1789 cumplió un rol revolucionario y uno ya reaccionario durante el Imperio de Luis Bonaparte.
“El ejército era el point d’honneur de los campesinos parcelarios, eran ellos mismos convertidos en héroes, defendiendo la nueva forma de propiedad frente al exterior, glorificando su nacionalidad flamantemente adquirida, saqueando y revolucionando el mundo. El uniforme era su traje de Estado; la guerra, su poesía; la parcela, prolongada y redondeada en la fantasía, la patria y el patriotismo” (p. 204).
Como también señala agudamente Tony Cliff, efectivamente durante la revolución burguesa el campesinado cumple un papel revolucionario. Más contradictorio es su papel en la revolución socialista debido a su aspiración a la pequeña propiedad de la tierra. Está claro: el campesinado propiamente dicho es pequeñoburgués, no socialista, más allá de que existen variadas diferencias en su interior, desde el campesinado medio y alto (burgués este último digamos) hasta las comunidades rurales, que ya por la tenencia en común de la tierra tienen tendencias socializantes, aunque la mayoría de las veces la trabajen en forma individual. Esto está contenido en el debate de Marx con Vera Zasúlich respecto de las comunas rurales rusas, aunque creemos que con las reformas pequeñoburguesas de Stolipin de 1906 quedó poco de esas comunidades, o se expresaron en movimientos contradictorios como el de Makno; aunque el campesinado parcelario, al otorgársele la posesión de la tierra, terminó del lado de la revolución: obtuvo una conquista democrático-burguesa de parte de los bolcheviques, que luego el estalinismo le quitó manu militari rompiendo definitivamente la unidad obrero-campesina.[27]
“Esa parcela que organiza su vida, el paisano la convierte en su culto por un proceso de amplificación característico de la ideología; su imagen hace de la parcela, prolongada y redondeada, la patria, y la nación subvertida se convierte efectivamente en esa parcela infinita con la que soñaba el campesinado” (p. 206).
Bueno, acá está reflejado por Marx el significado de la pequeña propiedad para el campesinado, pequeñoburgués y no socializante, lo que dificulta enormemente ir a formas de socialización de la producción agraria en países donde el campesinado sigue cumpliendo un importante papel en esa producción.
“Esta dialéctica de las formas políticas desarrollada por Marx destaca que no se conforma con tomar en cuenta la autonomía relativa de la política –entendida como lo que traduce la existencia de mediaciones entre la ‘infraestructura’ y la ‘superestructura’– y su lógica propia. Sino que aborda el modo de existencia del nivel político, su status, a lo que se refiere muchas veces bajo el nombre de ‘escena política’ o con imágenes equivalentes. Dicha escena no es una derivada segunda de las realidades socioeconómicas, sino un modo de existencia bien real, político justamente, de las clases y fracciones de clase, que resulta del hecho de que ‘la lucha de clase contra clase es una lucha política’” (p. 199).
Artous hace el mismo esfuerzo que venimos viendo en esta ficha de escapar al determinismo mecánico. Los actores políticos, la política misma, no son “marionetas” de las fuerzas económicas. Evidentemente todo actor político expresa determinados intereses sociales o socio-económicos, pero las representaciones corporativas (las cámaras empresarias o los sindicatos) traducen dichos intereses de manera reivindicativa, más directa, sin generalización, y por eso no son específicamente instituciones políticas; al revés, el “travestimiento” que hace la política, el “teatro de la política”, intenta enmascarar dichos intereses particulares como si fueran generales.
Este último es el caso de la política burguesa. En el caso de la proletaria, la cosa es más compleja aun: existen, evidentemente, toda una serie de “momentos reivindicativos” expresados en las organizaciones creadas a tales efectos. Pero la política revolucionaria se eleva por encima de lo reivindicativo apuntando en un “arco de tensión” a las perspectivas estratégicas que, al desbordar lo establecido, crean una circunstancia nueva que no está mecánicamente determinada por la economía (“la política mueve montañas” afirmamos en Ciencia y arte de la política revolucionaria). En el contexto materialista de determinadas correlaciones sociales y económicas (de ciertas determinaciones), la política revolucionaria es “creación heroica”. Tiene, evidentemente, un “momento mesiánico” en el cual parece sobreponerse a todas las limitaciones, que quizás son más flexibles de lo que se presuponía. Exageramos un poco la nota para que se entienda: las condiciones materiales en torno a las cuales se desarrolla la revolución, vuelven posteriormente sobre sus “fueros” bajo la forma de la resistencia de los materiales. La transformación de las relaciones sociales encontrará su justa medida de acuerdo a cuánto se desarrollen las fuerzas productivas y culturales que la hagan posible.
4- La colectivización agraria forzosa (o cómo la “forma” traiciona el contenido socialista de la revolución)
“De nuevo nos encontramos con la dialéctica señalada entre forma y contenido sobre la cual ya insistía el joven Marx: una forma no es un envoltorio, sino el modo de existencia social de un contenido [extraordinario esto, R.S.]. Es significativo que Engels, siempre en sus cartas en las que critica una visión mecanicista de la determinación de la economía, escribiera: ‘La situación económica es la base, pero los diversos elementos de la superestructura, las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados […] ejercen igualmente una acción sobre el curso de las luchas históricas y, en muchos casos, determinan su forma de manera preponderante’” (p. 200).
La forma no es un envoltorio, sino el modo de existencia de un contenido. Es decir: dicho contenido social no puede ser “traicionado” por la forma política que adquiere, porque la forma revierte sobre el contenido, desnaturalizándolo.[28] Es el debate clásico, por ejemplo, de la colectivización forzosa. A priori, colectivizar la producción agraria es una medida socialista que acaba con la propiedad privada en el campo. Pero si dicha “colectivización” se lleva a cabo sin un desarrollo de las fuerzas productivas acorde, y sin la anuencia del campesinado, se transforma en otra cosa: por ejemplo, la “explotación militar-feudal” de la cual hablaba Bujarin desde su particular punto de vista liberal en favor de la pequeña propiedad. Significativamente, Rakovsky hablaba de lo mismo aunque desde la izquierda, rebatiendo un argumento de Molotov, cuando señalaba que la colectivización agraria no había formado cooperativas sino “pseudo-cooperativas” forzosas, y Trotsky hacía lo propio cuando subrayaba que sin un desarrollo de las fuerzas productivas no existían los fundamentos económico-materiales para el “empuje político” hacia esas formas de la producción social, que por lo demás debía ser voluntario (Trotsky se engañaba un poco al comienzo de los años 30 cuando creía que una parte de la colectivización era voluntaria, luego cambio de opinión hacia finales de la década: “Apuntes metodológicos a propósito de la colectivización agraria forzosa”, izquierda web).
Repetimos: forma y contenido tienen interrelaciones dialécticas. Ningún contenido es informe, y ninguna sustancia tiene forma sin un contenido. Sin embargo, uno y otro término se modifican mutuamente. Está claro que cierto contenido determina, en cierta manera, determinada forma. Pero el error está en creer que un contenido pueda tener una forma cualquiera. Esto no es así y podría profundizarse en la filosofía muchísimo más, y más eruditamente que como lo podemos hacer en este texto. Pero nuestro punto es que hay formas políticas que traicionan el contenido social supuesto: si el campo es colectivizado forzosamente, sin fuerzas productivas suficientes ni anuencia campesina, se tratará de una “colectivización” en cierto modo, pero no socialista: no significará un paso adelante en el desarrollo de las fuerzas productivas ni en la emancipación del campesinado de su opresión secular. Significará otra cosa: uno de los pasos a una economía casi puramente burocrática, como señalará Trotsky acerca de la economía estalinista a comienzos de los años 30, con el giro a la colectivización forzada y la industrialización acelerada. Y por esto mismo describía agudamente Trotsky que las enormes fábricas que se ponían en pie se les aparecían a los trabajadores como “fantasmas” o algo así; la resultante, no de su trabajo emancipado, sino de su trabajo alienado y explotado, que es algo muy distinto.
Las realizaciones que no son emancipadoras o auto-emancipadoras de los trabajadores y trabajadoras, no dan lugar a resultantes socialistas. Nos referimos a transformaciones que se emprenden sin contar con suficiente nivel de fuerzas productivas ni suficiente conciencia y organización. Y la auto-emancipación, además, incluye de manera irrenunciable la necesidad del partido revolucionario como parte íntima de la subjetividad de la clase obrera. Así de clara es la experiencia anticapitalista del siglo veinte.
Clásicamente, el socialismo revolucionario ha definido la revolución socialista como la de más alto nivel de conciencia de todas las revoluciones históricas (por esta y otras cosas es una revolución original como la definimos en nuestra obra El marxismo y la transición socialista. Estado, poder y burocracia).
Y, lógicamente, esto lleva a la crítica del marxismo objetivista y unilineal que tanto campeó durante el siglo pasado: “O sea, existen en la historia, contrafactores (sociales y políticos) que pueden anular la tendencia al crecimiento de las fuerzas productivas y, por eso, este impulso de progreso no es lineal, es muy irregular (…) La tendencia ‘intrinseca’ al desenvolvimiento de las fuerzas productivas debe ser considerada a la luz de este enfoque, con muchas mediaciones: ella también puede ser anulada por innumerables factores” (Valerio Arcary, “Marx e o perigo de regressao histórica).
Sin embargo, esta “tendencia intrínseca al desarrollo de las fuerzas productivas” sólo está en la cabeza de Arcary y del marxismo positivista. El motor de la historia es la lucha de clases y no el desarrollo de las fuerzas productivas por sí mismas (fuerzas productivas que, por otra parte, pueden y están transformándose de una manera potencialmente más elevada, en este capitalismo del siglo XXI, en fuerzas destructivas).
Para finalizar este artículo, qué más que citar a Marx vía Artous:
“(…) en la Revolución de 1848 no se hace más que agitar un espectro, parodiar el pasado. Una parodia que es señal del agotamiento de las revoluciones burguesas. En efecto, Marx concluye: ‘La revolución social del siglo XIX no puede extraer su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar con su propia tarea antes de haber liquidado completamente toda superstición con respecto al pasado. La revolución del siglo XIX debe dejar a los muertos enterrar a sus muertos para realizar su propio objeto. En otro tiempo, la frase desbordaba al contenido; ahora es el contenido el que desborda a la frase’” (p. 206).
Bien: en las revoluciones anticapitalistas del siglo pasado, en cierto modo, el “hecho anticapitalista” inhibió el contenido socialista; en las revoluciones socialistas del siglo XXI el contenido socialista deberá desbordar todas las formas burocráticas y sustitucionistas del siglo pasado: la revolución socialista será auto-emancipatoria y partidista, o no será.[29]
Bibliografía
AA.VV., Construir otro futuro. Por el relanzamiento de la revolución y el socialismo, Editorial Antídoto, Colección Socialismo o Barbarie, Buenos Aires, 2000.
Louis Althusser, “The crisis of marxism. An interview with Louis Althusser”, abril 1980, Verso.
Valerio Arcary, “Marx e o perigo de regressao histórica”, esquerdaonline, 5/5/23.
Hanna Arendt, Sobre a Revolucao, Companhia Das Letras, Sao Paulo, 2022.
Ernst Bloch, La philosophie de la Reinaissance, Petit Bibliothèque Payot, París, 2007.
Ernest Mandel “Marx, Engels and the problem of a double morality”, Archivo Mandel, 1983.
Eric Hazan, The invention of Paris. A history in footsteps, Verso, Sweden, 2011.
Matias Maiello y Emilio Albamonte”, “La cooperación como potencia de la clase trabajadora y de la lucha por el socialism”, izquierda diario.
Albert Mathiez, Révolution Russe et Révolution Francaise, Editions Critiques, París, 2017.
León Trotsky, Stalin. Una valoración del hombre y su influencia, Fondo de Cultura Económica, México, 2020.
[1] En cuestiones de principios no se puede no ser implacable: caiga quien caiga, tenga el costo que tenga. Por lo demás, este es un buen antídoto contra la despolitización y la deriva cloacal de ciertas corrientes para las cuales el supuesto “fin” (sobre el cual no han reflexionado nada) justifica cualquier medio, incluso solaparse con las provocaciones que provienen de la extrema derecha y los servicios (es el caso del ataque a nuestra agrupación en Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Argentina).
[2] La famosa “virtud” de los jacobinos sin base social.
[3] Inquietudes teóricas y políticas obviamente sublimadas teóricamente.
[4] Su obra póstuma está marcada por una suerte de relativismo que se va para el otro lado, aunque su apelación a Epicuro y al azar dentro de los desarrollos y su combinación dialéctica con la determinación, tienen interés.
[5] En el caso Dreyfuss, que dividió a Francia a finales del siglo XIX, lo que se puso en juego es la razón de Estado: el Ejército no podía admitir que un capitán judío advenedizo tuviera razón o no fuera culpable de la debilidad del Ejército francés. El caso dividió a la misma burguesía y expresó la tensión que siguió recorriéndola entre el ala monárquica, restauracionista, conservadora, y el ala más bien pequeñoburguesa, progresista (Hanna Arendt, Orígenes del totalitarismo).
[6] Todo el mundos sabe que con la derrota de Francia por parte del canciller Otto von Bismarck en 1871 se logró consagrar la unificación de Alemania. Luego Francia se vengaría con la derrota alemana en 1918 (Primera Guerra Mundial), una venganza muy relativa porque la contienda se desarrolló básicamente en su territorio y con alto costo para Francia; luego estuvo la revancha parcial de la ocupación de Francia por parte de Hitler (1941/1944), aunque con la consecuencia de que el nazismo terminó derrotado en la Segunda Guerra Mundial (en esta guerra el costo físico-humano de Alemania fue descomunal, aunque Francia terminó de perder en los años subsiguientes prácticamente todo su imperio colonial).
[7] La última semana de la ofensiva contrarrevolucionaria contra la Comuna fue la semana del 21 al 28 de mayo y es conocida como la “semaine sanglante” (la semana sangrienta). También es sabido que una de sus últimas batallas, sino la última, se llevó adelante en el que se llama “El muro de los federados”, en el cual terminaron fusilando a los últimos comuneros y que hoy se encuentra dentro del Cementerio de Pére-Lachais, histórico cementerio de París.
[8] De todos modos es verdad que Marx no fue consecuente en el “permanentismo” mientras vivió (y Engels tampoco). El período objetivo era tan de transición, que Marx y Engels fueron y vinieron a este respecto varias veces a lo largo de su vida.
[9] La misma ley del maximum para los precios del pan durante la gestión jacobina fue un momento de excepción en condiciones excepcionales, pasado el cual se restablecieron las condiciones normales del mercado.
[10] Más adelante nos dedicaremos al ejemplo argentino del movimiento piquetero en relación a las formas cooperativas. Sin embargo, acá queremos dejar asentado que las fábricas ocupadas que operan de manera aislada en el marco del mercado capitalista, también son formas de pequeña propiedad privada aunque se las autoproclame ámbitos de “obreros sin patrones”, como las embellecen algunas corrientes de la izquierda. Son conquistas progresivas que defendemos y son, efectivamente, ámbitos de “obreros/as sin patrones”. Pero también es verdad que son fábricas sin capital de trabajo (salvo que se logre su expropiación o estatización) que terminan –inexorablemente– vaciándose y apoyándose en formas de auto-explotación. Deben ser sometidas al análisis crítico, como todo lo demás, en vez de embellecerlas alegremente.
[11] Es significativo que el trotskismo neoestalinista de algunas corrientes siga defendiendo lo indefendible: “(…) la política de Stalin que pasó de aquel ‘campesinos enriquézcanse’ a la colectivización forzosa de la tierra mediante la represión, una política necesaria que debía apoyarse a pesar de sus métodos [sic]” (Matías Maiello y Emilio Albamonte, “La cooperación como potencia de la clase trabajadora y la lucha por el socialismo”). Sin embargo, hemos escuchado de boca de militantes del PTS que esta sería una posición de Preobrajensky, que ellos citan pero no comparten. Invitamos a los compañeros a aclarar su posición sobre la colectivización forzosa, que no queda lo bastante clara en el texto.
[12] Marx denuncia que la prensa de Gran Bretaña durante la guerra civil norteamericana era pro sureña. Identificaba la hipocresía de presentarse como “capitalista consecuente” mientras, sobre la base de la idea del “libre comercio”, defendía una forma pre capitalista de explotación del trabajo en Norteamérica (ver los escritos de Marx y Engels sobre la guerra civil yanqui).
[13] Tiene un costado económico porque es una relación de explotación, pero su fundamento es político porque se entra en ella no por razones estrictamente económicas sino, precisamente, sobre la base de una relación de dominio: la condición de esclavo.
[14] Inmediatamente derrotada la Confederación en 1865, el sur de los Estados Unidos fue barrido por una ola revolucionaria de abolición y la población negra fue formalmente liberada de la esclavitud. Pero progresivamente se volvió a un régimen de opresión y “semi-esclavitud” que se expresó en que los negros en muchos casos debieran emplearse para sus viejos esclavistas, porque la abolición no les dio las tierras. Por lo demás, el reflejo en el régimen político sureño de esta situación se expresó en un régimen socio-político reaccionario imperante en el sur del país (Kevin Anderson tiene textos valiosos al respecto de la guerra civil yanqui, que hemos citado oportunamente).
[15] Y de cualquier manera hay que señalar que muchas de las categorías de migrantes entran en relaciones de esclavitud y explotación, como la prostitución y muchas otras.
[16] Los movimientos de desocupados dirigidos por la izquierda son progresivos y hay que defenderlos incondicionalmente, pero en general no se entiende qué tipo de relaciones rigen en su seno. No se trata de los movimientos campesinos comunales auto-determinados, basados en democracia consensual, como en el altiplano boliviano y peruano, ni tampoco por supuesto de las formas de democracia obrera o de base que rige en las asambleas de fábricas, donde, por lo demás, el que paga el salario es un patrón y la relación de subordinación es con él. Se trata de una relación de intermediación entre la persona que recibe un beneficio del Estado y el Estado mismo, intermediación que cumple un rol contradictorio: por un lado, al ser una intermediación colectiva, permite establecer una cierta “comunidad” de intereses entre las personas integrantes de los movimientos, pero por el otro, por la base, el movimiento no es del todo democrático ni auto-determinado, porque lo que moviliza a las personas es más la necesidad del plan de asistencia social que su propia conciencia. Claro que existen todo tipo de relaciones intermedias entre estos dos términos: conciencia y obligación, y que, por otro lado, en las formas de democracia consensual de las comunidades rurales, en las cuales los individuos no son nada y las comunidades todo, tampoco existen grandes discusiones ni tomas de conciencia como una experiencia personal: más o menos se hace lo que dictan la tradición y el conjunto. Por su forma social, a los movimientos de desocupados al estilo de Argentina, cuya agregación no es laboral sino barrial, territorial en lo esencial, podríamos definirlos como formas sui generis de “cooperativas de consumo” donde se reparte lo que se obtiene del Estado. Los criterios de distribución de lo obtenido no son socialistas: todos los que se movilizan reciben lo mismo independientemente de sus necesidades reales, y el elemento de obligación está en que si no se moviliza, no se recibe nada. Esto es muy diferente al movimiento obrero, donde un carnero se gana el odio de sus compañeros y compañeras pero cuando llega el aumento o el beneficio que sea por la lucha, de todas maneras lo recibe. El impulso de sumarse a la lucha es más político, más libre, y no sólo estrictamente económico como en los movimientos de desocupados argentinos o los “sin techo” de Brasil –caso este último que conocemos mucho menos pero nos parece que tiene muchas analogías con los “piqueteros” argentinos–.
[17] Acá hay que hacer dos señalamientos. En el seno del campesinado conviven varias clases sociales: clases campesinas con tierras (incluso con muchas tierras), campesinado ubicado en explotación comunal (tierras comunales) y otra clase social que son los asalariados del campo, que son parte de la clase obrera.
Por lo demás, tomados los campesinos tout court como pequeños propietarios, las iguales condiciones de auto-explotación y pequeña propiedad privada los transforman evidentemente en una clase social, pero otra cosa es que se asuman como clase política por así decirlo: es ahí donde entra a tallar el bonapartismo o la gestión política desde arriba (y también los partidos campesinos o populistas).
[18] Las Grandes Purgas de 1937/8 significaron someter lo que quedaba de la vanguardia de la Revolución de Octubre, ya poco y nada, en un lodazal masivo de delación, prejuicios, desconfianza del de al lado, acusaciones y críticas inverosímiles y locoides: fue como introducir a la sociedad soviética en un manicomio, terminando de atomizar a la clase obrera más revolucionaria de la historia hasta el día de hoy.
[19] También he encontrado argumentos agudos en autores liberales como Arendt e incluso Furet. Es algo paradójico, pero se explica porque algunas de sus críticas al “totalitarismo” tienen validez parcial. Los autores liberales, sean progresistas o conservadores, reivindican –de manera liberal, claro está– la modernidad, un movimiento más de fondo en el cual sigue inserta la contemporaneidad, aunque haya tendencias en contrario.
[20] Para que se entienda mejor: la pelea por el “partido único”, o la idea de que todas las demás organizaciones revolucionarias que no son la propia son “contrarrevolucionarias o centristas”, es una definición estalinista. Claro que hay corrientes centristas, pero es falso que lo sea todo partido salvo el propio. Nos parece más socialista, más sano, el abordaje de la lucha de tendencias como una lucha por la hegemonía, y no el abordaje que pregona la estúpida desaparición de todos los demás. Hasta por el hecho de que, si no, el partido revolucionario se carga de todas las presiones y termina siendo –en el mejor de los casos– una secta irrespirable.
[21] Hay que tener presente que los “manuales de guerra” siempre son menos creativos que la política revolucionaria, porque remiten invariablemente a una experiencia anterior: la última guerra. Pero sobre el “campo de batalla político” hay, de alguna manera, que “improvisar”, convocar los elementos de análisis pero también de intuición, porque cuando el escenario se hace “ciego” por las determinaciones que se amontonan y se condensan en un instante, hay que saber reaccionar, responder. Y eso convoca a todas las facultades políticas revolucionarias; saber responder al instante y no marearse a pesar de la “ceguera del momento” es una connotación de buen político revolucionario, que va muchísimo más allá de los estados emocionales que se puedan tener en cada momento. La comprensión política cimentada profundamente por el estudio y la experiencia, asimilada a lo largo de toda una vida política, va más allá de lo emocional. Esto mismo señala Trotsky en su Stalin: “El artículo [de Stalin sobre Lenin] es interesante no sólo por el título [‘Lenin como organizador y líder del Partido Comunista ruso’] sino por toda su concepción de Lenin. Stalin lo aclama principalmente como organizador y sólo secundariamente como dirigente político (…) ¿No es más que evidente que las cuestiones organizativas no son la base de la política, sino más bien las conclusiones que fluyen de la cristalización de la teoría, del programa y de la práctica? (…) en ese período [1917] el Partido Bolchevique era una organización de vanguardia proletaria, y su aparato, que como todo aparato tenía un embrión de tendencia conservadora, constituía sólo un instrumento del Partido, no su amo incontrolable” (Stalin, pp. 483/484/485).
[22] Por esto son un vulgar reduccionismo afirmaciones economicistas como esta: “En última instancia –afirmaba Trotsky–, la clase obrera puede mantener y fortalecer su rol dirigente, no mediante el aparato de Estado (…), sino mediante la industria que da origen al proletariado” (Albamonte y Maiello, ídem). Esto es una redonda estupidez: se cita una afirmación de Trotsky de 1923 y se la contrasta con toda la experiencia histórica. La industrialización acelerada y la colectivización forzosa crearon en la URSS todo un nuevo e inmenso proletariado… y eso no lo acercó un milímetro “al mantenimiento y fortalecimiento de su rol dirigente”, al haber perdido su control del Estado por la burocratización de la revolución.
[23] ¿No sería mejor, después del estalinismo, hablar de la simultánea conquista de la libertad económica y de la libertad política por la revolución socialista, en vez de oponer la una a la otra como ha hecho toda la ortodoxia trotskista capitulándole al estalinismo? (recordemos la supuesta “democracia de los nervios y los músculos” de la cual hablaba Nahuel Moreno para los países no capitalistas). Para Maiello y Albamonte, no. Señalan que “no puede haber democracia política que no sea democracia económica” (ídem), olvidando que esto no es etapista, que si el proletariado pierde el poder no consigue ni la una ni la otra.
[24] La falta de politización que se observa hoy entre la militancia socialista revolucionaria en general, y en la Argentina en particular, lleva a una práctica cloacal de la política que es muy característica en algunos grupos del país. El antídoto: politizar y formar a la militancia, enseñarles las herramientas del marxismo y que las maniobras son una herramienta auxiliar a la política, que no puede sustituirla. Lo mismo que no se puede tener cualquier comportamiento sin principios que asimile nuestras prácticas al instrumentalismo estalinista.
[25] El análisis de Lukács estaba muy referenciado en esta, su obra principal para nosotros, Historia y conciencia de clase, a la experiencia fallida en Hungría y Alemania. Rusia, la Revolución Rusa, expresó una dinámica bastante distinta por dos razones: la emergencia del mayor movimiento de masas, obrero y socialista, de la historia, amén de la emergencia del mayor partido revolucionario de la historia.
Coincidencia o condensación de factores que sólo se da una vez cada tanto. Lógicamente, construyendo el partido revolucionario hay que trabajar activa y conscientemente para esa “coincidencia”. También en este sentido la política es historia en acto y momento creador.
[26] Nos da la impresión de que hablar de “partidos burocráticos” lisos y llanos en un marco capitalista es más complejo que hablar de Estados burocráticos. Pero este es un problema que hemos pensado menos. Sí hemos estudiado la involución de otra formación política distinta del estalinismo, el PT de Brasil, al que hoy consideramos como un partido ultra-reformista y adaptado al régimen, obrero-burgués o, quizás mejor, burgués-obrero por el grado de adaptación al régimen y al sistema (su personal político, está claro, es más bien pequeñoburgués burocrático).
[27] Conceptualmente es importante el debate de Marx con Proudhon, porque mientras Marx era socializante, Proudhon defendía la pequeña propiedad. La propiedad común o no propiedad de los medios de producción versus la pequeña propiedad privada es lo que diferencia a los comunistas de los pequeñoburgueses radicales.
[28] A este respecto es interesante la nota de Mandel “Marx, Engels and the problem of a double morality”, cuestión que acá no podemos desarrollar. Se trata de un texto de 1983 que está en el Archivo Mandel.
[29] Nicolás González Varela nos facilitó un texto de Althusser que no conocíamos: un reportaje para la televisión italiana de abril de 1980, pocos meses antes de tirar a su esposa por la ventana. Es significativo que en dicho reportaje, además de reivindicar a su esposa (lo que ya es materia para la psicología), se plante bien a su estilo filosófico-político estalinófilo. Ante la pregunta del entrevistador sobre “si la palabra ‘autodeterminación’ se refiere a la palabra ‘comunista’”, Althusser responde categóricamente: “Bueno, para mí no, (…) Porque la palabra ‘autodeterminación’ no tiene hasta el día de hoy ninguna sustancia ni contenido” (“The crisis of marxism. An interview with Louis Althusser”). Se ve que el filósofo estalinista francés no sabía nada de las revoluciones auténticamente socialistas; sólo tenía presente las anticapitalistas burocráticas (o no se sabe qué cosa vagaba por su cabeza, pero nada que tenga que ver con un pensamiento emancipatorio).