La condena al ex presidente Álvaro Uribe sacudió los cimientos de la política colombiana y, además, expuso las profundas conexiones entre el poder político, las élites económicas y el paramilitarismo. Por primera vez en la historia del país, un ex mandatario fue declarado culpable de delitos como fraude y soborno, tras un largo proceso judicial que develó las maniobras para manipular testigos y encubrir su relación con estructuras armadas ilegales.
Este fallo, aunque histórico, no puede entenderse como un triunfo de la justicia en un sistema diseñado para blindar a quienes sostienen el orden burgués, sino como una fractura particular en una red de impunidad que perdura desde hace muchas décadas. La condena muestra la relación orgánica entre el Estado colombiano y las estructuras paramilitares que siembran terror en el campo y la ciudad, sirviendo como brazo armado de los intereses del capital y de las clases dominantes.
Un veredicto histórico
El juicio contra Uribe marcó un hito en la historia de Colombia, al ser la primera vez que un ex mandatario enfrentó un proceso penal, máxime por el nivel de influencia política que mantiene en el país.
El ex presidente, de 73 años y líder del partido Centro Democrático, fue acusado de fraude procesal, soborno de testigos y soborno en actuación penal. Según la sentencia del Juzgado 44 Penal del Circuito de Bogotá conocida esta semana, organizó una estrategia para manipular testimonios en su favor a través de su abogado Diego Cadena, con el objetivo de desmentir los señalamientos sobre sus vínculos con grupos paramilitares.
El caso tuvo origen en 2012, cuando Uribe denunció al entonces senador Iván Cepeda por manipulación de testigos vinculados al paramilitarismo. Sin embargo, la Corte Suprema desestimó la denuncia y, en 2018, abrió una investigación contra el ex presidente por los mismos hechos que había imputado a Cepeda. Este giro transformó a Uribe de acusador en acusado, iniciando un proceso que se prolonga por más de una década (aún no finaliza).
Durante la fase de investigación, se ordenó la detención domiciliaria en 2020, lo que lo llevó a renunciar a su curul en el Senado, con lo cual el caso pasó a la justicia ordinaria. Cuatro años más tarde se presentó la acusación formal y, tras 67 días de audiencias iniciadas en febrero de este año, el juicio concluyó con la condena del ex presidente por dos de los tres cargos imputados. El fallo, aunque firme en primera instancia, puede ser apelado ante el Tribunal Superior de Bogotá, e incluso podría llegar a la Corte Suprema.
La jueza fundamentó la condena en pruebas que demostraron que Uribe buscó, por medio de Cadena, obtener retractaciones de testigos como el ex paramilitar Juan Guillermo Monsalve, quien lo vinculó con la creación del bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Aunque Uribe niega las acusaciones y sostiene que es víctima de persecución política, la sentencia en su contra representa un precedente en Colombia, donde los máximos políticos son tradicionalmente intocables.
De Medellín a Bogotá
Álvaro Uribe se convirtió en una de las figuras más influyentes de la política colombiana durante las últimas décadas. Abogado de profesión y proveniente de una poderosa familia de empresarios, inició su carrera pública en los años setenta como jefe de Bienes de las Empresas Públicas de Medellín y secretario general del Ministerio de Trabajo.
En 1982 asumió la alcaldía de Medellín y, pocos años después, se desempeñó como concejal y senador. Desde ese momento comenzó a construir una imagen de político de línea dura, defensor del orden y férreo opositor de los grupos guerrilleros.
Entre 1995 y 1997, fue gobernador de Antioquia, periodo en el que impulsó su modelo de “Estado Comunitario” y promovió el fortalecimiento de las “cooperativas de seguridad rural”, conocidas como CONVIVIR. Estas organizaciones, que formalmente buscaban brindar protección a comunidades campesinas, en realidad eran tapaderas para armar estructuras paramilitares en la región. Aunque siempre negó cualquier vínculo con actividades ilegales, son de vox populi las acusaciones de haber creado un terreno fértil para la expansión de las AUC.
Posteriormente, alcanzó la presidencia en 2002 bajo el movimiento “Primero Colombia”, en un momento marcado por la intensificación del conflicto armado interno. Su gobierno, que se prolongó hasta 2010 gracias a una reforma constitucional que le permitió la reelección, se rigió por la llamada “Política de Seguridad Democrática”.
Esta estrategia le apostó a una ofensiva militar contra las FARC, el ELN y otros grupos, con el objetivo de recuperar control territorial y restablecer la presencia estatal. Contó con el respaldo del “Plan Colombia” y de los Estados Unidos, y estuvo marcada por múltiples y graves denuncias de violaciones de derechos humanos, como los llamados “falsos positivos”, ejecuciones extrajudiciales de civiles presentados como guerrilleros muertos en combate. Se estima que, entre 2002 y 2008, se produjeron 6402 ejecuciones de “falsos guerrilleros”, por los cuales 1500 militares recibieron beneficios y premios.
Tras dejar la presidencia, Uribe se consolidó como líder del partido Centro Democrático, desde donde continuó influyendo en la política nacional, incluso hasta hoy. Fue senador hasta 2020, cuando renunció para afrontar la causa en su contra.
Como político mantiene una imagen polarizadora; para sus seguidores fue el presidente que enfrentó a las guerrillas y defendió el orden, mientras que, para sus detractores, representó el autoritarismo, la violencia estatal y la connivencia con los paramilitares.
Esta polarización es palpable hoy en día con su sentencia, mientras hay sectores que celebran el fallo, también los hay quienes defienden su inocencia. Además, cuenta con el respaldo del gobierno de Trump; el secretario de Estado, Marco Rubio, señalo en X que “el único delito del expresidente colombiano Uribe ha sido luchar incansablemente y defender su patria. La instrumentalización del poder judicial colombiano por parte de jueces radicales ha sentado un precedente preocupante”. La misma retórica usada para defender a Bolsonaro.
Los paramilitares en Colombia
La aparición de fuerzas paramilitares en Colombia se desarrolló en el contexto del conflicto armado entre grupos guerrilleros y el gobierno. En sus orígenes, surgieron como grupos de seguridad privada financiados por terratenientes y empresarios, con el objetivo de defender sus propiedades. Con el tiempo, estas estructuras pasaron de ser fuerzas locales improvisadas a consolidarse como organizaciones armadas con alto poder militar y político.
Durante las décadas de 1980 y 1990, el auge del narcotráfico transformó a estos grupos en un poder paralelo. Los carteles de Medellín y Cali reclutaron a paramilitares para proteger cultivos, laboratorios y rutas de tráfico, mientras consolidaban su influencia. Con el liderazgo de figuras como Carlos Castaño, los grupos dispersos se unificaron bajo la estructura de las AUC, que llegaron a contar con cerca de 8.000 combatientes fuertemente armados. Su accionar combinó operaciones contrainsurgentes con el control violento de comunidades, mediante masacres, desplazamientos forzados, extorsión y asesinatos selectivos.
Aunque formalmente ilegales, muchos de estos grupos recibieron apoyo logístico, armas e inteligencia de unidades militares, en el marco de una estrategia contrainsurgente inspirada en la Doctrina de Seguridad Nacional. La creación de las “cooperativas de seguridad” CONVIVIR sirvió como un mecanismo legal para encubrir la colaboración entre fuerzas estatales y paramilitares, otorgándole legitimidad a su accionar, principalmente, en zonas rurales donde el Estado tenía poca presencia.
Las consecuencias sociales fueron devastadoras: cientos de miles de campesinos fueron desplazados de sus tierras, lo que favoreció la concentración de la propiedad y la expansión de proyectos extractivos y agroindustriales en manos de las élites terratenientes. Además, las AUC actuaron como un instrumento de control social, eliminando a líderes sindicales, comunitarios y políticos. Este entramado de violencia se sostuvo gracias a la impunidad, la corrupción y la connivencia de sectores del Estado, que vieron en los paramilitares una herramienta para aplastar la insurgencia.
El Bloque Metro
El Bloque Metro surgió en los años noventa como una facción dentro del entramado paramilitar de Antioquia, región estratégica tanto por su geografía como por su importancia económica.
Este grupo formó parte de las AUC y operó principalmente en el Valle de Aburrá y las zonas rurales cercanas a Medellín, manteniendo una estrecha conexión con terratenientes, empresarios locales y redes del narcotráfico. Su objetivo no se limitó a combatir a la guerrilla; también se enfocó en consolidar un control territorial basado en la intimidación y la eliminación sistemática de opositores sociales y políticos.
Testimonios judiciales y reportes de organizaciones de derechos humanos han vinculado al Bloque Metro con diversas masacres, desplazamientos forzados y ejecuciones extrajudiciales. Ex paramilitares, como Juan Guillermo Monsalve, señalaron que este grupo fue creado con el apoyo de sectores del poder político en Antioquia y, en particular, mencionaron a Álvaro Uribe, entonces gobernador del departamento, como una figura clave en el contexto político y de seguridad que favoreció su expansión.
Durante los años en que las “cooperativas de seguridad” estuvieron vigentes, el Bloque Metro encontró un marco político que le permitió operar con tranquilidad e impunidad. Con el paso del tiempo, su estructura fue absorbida por otros grupos paramilitares más grandes dentro de la AUC.
Movilizarse para garantizar la prisión del asesino de Uribe
Esta condena provocó la justa alegría entre las miles de familias que perdieron a sus seres queridos por la violencia estatal durante los gobiernos de Uribe. Constituye un pequeño paso hacia la reparación de los crímenes de Estado por las personas asesinadas, desaparecidas y agredidas por los paramilitares que impulsó el ex presidente.
Por otra parte, todavía la condena no está en firme y no se pude perder de vista que el propio proceso reveló las limitaciones de un sistema judicial moldeado por los intereses de las élites económicas y políticas. Aunque un ex presidente se sentó en el banquillo de los acusados y recibió una condena, las posibilidades de que esta decisión se revierta en instancias superiores son altas, dada la influencia que Uribe mantiene en sectores del Poder Judicial, económico y militar.
La historia de impunidad que ha protegido a los responsables de crímenes de Estado y a los grandes aliados del paramilitarismo no se desmonta con una sola sentencia. La justicia colombiana demostró en múltiples ocasiones su incapacidad para sancionar de forma real a estos grupos armados. El riesgo de que la condena contra Uribe se diluya en apelaciones no es una posibilidad remota, sino una probabilidad dentro de un aparato judicial diseñado para proteger a los poderosos mientras castiga con dureza a los sectores populares.
La lucha contra la impunidad no puede limitarse a confiar en la justicia burguesa. Por ello, se hace necesario que las organizaciones sindicales, de los derechos humanos y la izquierda, llamen a movilizarse para garantizar que la sentencia contra Uribe quede en firme y la cumpla en prisión.