Donald Trump se consolida como el bully del mundo. El domingo anunció desde su cuenta de Truth Social, que nombrará al gobernador de Luisiana, el republicado Jeff Landry, como enviado especial para Groenlandia. El anuncio reafirma las declaraciones de Trump hace casi exactamente un año, cuando recién electo dijo que «EEUU necesita Groenlandia por razones de seguridad nacional».
La cuestión groenlandesa volvió a la agenda pública a mitad de año, cuando J.D. Vance visitó Nuuk y dió un discurso desde la base militar de Thule, un enclave histórico del interés colonial yanqui sobre la isla. Vance dijo allí que «Dinamarca no ha hecho suficiente por la población groenlandesa» durante su largo dominio colonial. Una declaración cínica que, como toda la comunicación trumpista, toma elementos de la realidad para deformarlos grotescamente.
No se trata de que Dinamarca no haya «hecho suficiente», sino de que colonizó y mantiene subordinada a la población originaria desde hace siglos. En total, la isla lleva más de un milenio bajo dominio europeo. El plan del trumpismo es simple: correr del tablero a Dinamarca (y la UE) para convertir a Groenlandia en una colonia americana.
La diplomacia de la combustión
Los enviados especiales son tradicionalmente designados para zonas en conflicto. Bajo Trump la figura se convirtió en un anuncio de intenciones coloniales. Sólo nombró una decena de ellos para regiones como Rusia y Medio Oriente (qué están en conflicto real) y para otras como Venezuela, Latinoamérica (donde EEUU está operando militarmente con intenciones coloniales) y ahora Groenlandia.
El contenido colonial del anuncio es innegable. Huelga mencionar que el mero nombramiento de un enviado especial para la región rompe toda normativa o tradición institucional internacional vigente. Pero a Trump esto le importa bien poco.
La Unión Europea respondió a través de Ursula von del Leyen, presidenta de la Comisión Europea, y Antonio Costa, presidente del Consejo Europeo. Ambos rechazaron las intenciones estadounidenses en nombre de «los principios fundamentales del derecho internacional», de la «integridad territorial y la soberanía».
Como en otros casos, las prédicas soberanas quedan un poco descontextualizadas en boca de los primeros garantes de la dominación colonial europea sobre Groenlandia. Pero son una muestra de que los gestos trumpistas no son pura cháchara. Expresan las intenciones estratégicas de Trump para expandir y afirmar territorialmente el dominio imperialista de EEUU tras largos años de declive internacional en la competencia con China.
En este sentido, los organismos de Inteligencia Militar daneses emitieron esta semana un documento en el que consideran a Estados Unidos como una amenaza de seguridad real para Dinamarca. El texto destaca un viraje en la estrategia yanqui sobre la isla, que no se reduce a la política arancelaria trumpista sino que pone sobre la mesa la cuestión de incursiones militares. Fue el propio Trump quien declaró hace un año que «no descarta» realizar la anexión por la fuerza si fracasan los métodos diplomáticos. En agosto, el gobierno danés citó al embajador estadounidense en Copenhaguen a dar explicaciones por recientes campañas de influencia sobre la isla. Estas buscarían convencer a un sector de la población local para buscar una salida del Reino Danés (y hacia la asimilación yanqui, obviamente).
En el reino de la realidad paralela trumpista, el flamante enviado especial Jeff Landry festejó su designación en las redes sociales y confesó su misión sin ningun prurito. «Gracias Donald Trump! Es un honor servirte en este puesto para hacer a Groenlandia parte de los Estados Unidos«. Un mensaje brutalmente claro.
Geopolítica e imperialismo colonial
«Desde el punto de vista económico, Groenlandia representa un tesoro codiciado por sus recursos minerales, especialmente las tierras raras. Un informe reciente estimó que el 25% de los recursos mundiales de tierras raras podrían estar en la isla (alrededor de 1,5 millones de toneladas), incluyendo neodimio y praseodimio, minerales clave para fabricar turbinas eólicas, motores eléctricos y tecnología militar. Estas tierras raras son indispensables para la transición energética. “Para 2024, utilizaremos alrededor de un 4.500% más de tierras raras en todo el mundo que en 1960”. Esta demanda explosiva genera una nueva fiebre global por el control de estos recursos, y la isla es una de las zonas más prometedoras y disputadas» (Imperialismo en el Ártico por Johan Madriz).
El interés colonial de EEUU sobre Groenlandia es histórico, pero se actualiza agudamente con la entrada en la nueva etapa mundial de ruptura del equilibrio geopolítico. A su riqueza natural y geográfica, la nueva etapa histórica le adereza varios puntos de urgente interés para las potencias. Y especialmente para Estados Unidos. La lucha con China por el control de las tierras raras, el históricamente inminente derretimiento de los cascos polares que hará navegable el Ártico en pocos años, el interés de Rusia por la región ártica en general, los tambores de guerra generalizados y el declive de la Unión Europea como proyecto de las potencias continentales y el reciente alejamiento de Trump respecto a los aliados de la OTAN.
El anuncio sobre la cuestión groenlandesa viene a completar los lineamientos de la gestión Trump en el último documento de Estrategia Seguridad Nacional de la Casa Blanca. La denominada Doctrina Donroe o la Monroe 2.0 de Trump es una declaración de guerra colonial ante las naciones dependientes y semicoloniales del Hemisferio Occidental. La idea es clara. Se trata de reforzar el dominio territorial estadounidense sobre la mitad occidental del planeta para ampliar las bases de sustentación material del imperialismo yanqui de cara a la disputa global con China.
El derecho a la autodeterminación
La desposesión territorial (depredar los dominios de otros para fortalecerse) y el ecocidio son presupuestos del proyecto imperialista trumpista (y del imperialismo reterritorializado del siglo XXI en general). El colonialismo, el aplastamiento de la voluntad soberana de las naciones oprimidas, no puede dejar de ser otro presupuesto del nuevo combo imperialista. Es evidente que el problema del derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas adquiere enorme vigencia. Ya quedó planteado en el caso de Ucrania y Venezuela.
La negativa del 99% de los analistas políticos del mundo a discutir este punto marca el agotamiento de la burguesía moderada. La subordinación colonial se reactualiza por el cambio de época hacia una de crisis, guerras y potenciales revoluciones. Pero no es un elemento nuevo históricamente hablando. El colonialismo y la dependencia son elementos fundantes del ordenamiento capitalista internacional.
Hace algunas semanas, el último Informe de Desigualdad Global señaló que el pináculo de la sociedad capitalista está conformado por unos 56.000 megaburgueses (el 0,001% de la población mundial) que controla tres veces más riqueza que el 50% de la sociedad. En el otro extremo de la pirámide están sectores como la población originaria groenlandesa. Unos 60.000 pobladores inuits que, en estos momentos, son zarandeados por las maniobras anexionistas de Trump.
«En la actualidad, más del 80% [de la población inuit] desea la independencia, lo que refleja una voluntad de ruptura con el orden colonial. Tras las elecciones parlamentarias de marzo pasado, el partido Naleraq, que aboga por una independencia en el corto plazo, duplicó sus escaños». En ninguno de los comunicados y papeletas del imperialismo (en todas sus vertientes, trumpista, europeísta o el que se quiera) figura como lineamiento la libertad política para la población originaria de Groenlandia, bajo el yugo colonial de distintas potencias desde el siglo X. Una reivindicación democrática tan elemental no tiene cabida en el mundo del capitalismo en combustión. Esta perspectiva, tanto en el caso groenlandés como venezolano, ucraniano y otros, sólo es realizable (siquiera pensable) en el marco de un programa anticapitalista para el planeta.




