Bolivia

La justicia libera a los golpistas y asesinos de Sacaba y Senkata

Los mismos actores que legitimaron la represión, hoy caminan libres y esperan sus juicios fuera de prisión. El mensaje es claro: en la balanza de la justicia burguesa pesan más los pactos políticos y el reacomodo del poder que las vidas indígenas y obreras segadas por las balas del 2019.

Recientes resoluciones judiciales en Bolivia ponen en libertad o con beneficios procesales a los principales responsables del golpe de 2019 y de las masacres de Sacaba y Senkata. La Justicia se reacomoda a la nueva correlación de fuerzas tras la derrota del MAS en las elecciones, abriendo paso a un marco de impunidad.

La “Justicia” favorece a los golpistas

En las últimas semanas, se registraron una serie de decisiones judiciales favorables a los artífices políticos del golpe de Estado a Evo Morales y las masacres posteriores. Apenas días después de las elecciones generales del 17 de agosto, que representaron la derrota del MAS y el giro del país hacia una recomposición centroderechista, los tribunales movieron piezas en los procesos más relevantes.

El 22 de agosto, el Tribunal Supremo de Justicia, instruyó a los tribunales regionales revisar de inmediato los plazos procesales en las causas contra Jeanine Áñez, Luis Fernando Camacho y Marco Pumari. Esa orden funcionó como un acelerador para lo que ocurrió pocos días después. El 29, tanto Camacho como Pumari obtuvieron su libertad tras estar bajo detención preventiva.

En paralelo, un tribunal de Sacaba ordenó la liberación de Áñez en el proceso por la masacre de noviembre de 2019, en la que murieron al menos diez personas. El fallo anuló el trámite ordinario y dispuso que el caso pase al Tribunal Supremo de Justicia bajo la figura de juicio de responsabilidades, una figura usada para exjefes de Estado (aunque hayan sido ilegítimos).

A pesar de que la ex mandataria golpista continúa detenida por la condena de diez años que recibió en 2022 en el caso “Golpe de Estado II”, esta resolución representa un claro retroceso en el intento de juzgar las masacres como crímenes de lesa humanidad. De hecho, el mismo criterio se aplicó al caso Senkata, trasladando también ese expediente al régimen de privilegio procesal.

¿Quiénes son y qué hicieron?

El golpe de Estado de 2019 tuvo una articulación entre sectores políticos, empresariales, militares y eclesiásticos que confluyeron en un mismo objetivo: sacar a Evo Morales del poder tras las elecciones de octubre. En esa trama, estas tres personas jugaron papeles diferentes, pero complementarios.

Luis Fernando Camacho se proyectó como el rostro visible del motín en Santa Cruz. Desde la presidencia del Comité Pro Santa Cruz, articuló la oposición regional, financió bloqueos y se presentó en La Paz con la Biblia como símbolo de “renovación moral”, en un gesto cargado de racismo y colonialismo.

Su protagonismo no se redujo a la agitación, también impulsó el discurso de “fraude electoral” y presionó públicamente a las Fuerzas Armadas para que desconocieran a Morales. Su irrupción en el Palacio Quemado, acompañado de la bandera cruceña y del sacerdote que bendijo su entrada, condensó la aspiración de un sector de la élite oriental que vio la oportunidad de desplazar al líder indígena que presidía el país desde 2006.

Desde el Comité Cívico Potosinista, Marco Pumari amplió la base regional del levantamiento. Mientras Camacho representaba el poder económico de Santa Cruz, Pumari movilizó desde su región contra el MAS, combinado reivindicaciones locales con un abierto llamado por derecha a la caída del gobierno.

Su alianza con Camacho durante las jornadas de noviembre escenificó la unidad de burguesías regionales que históricamente caminaron en tensión, pero que coincidieron en su oposición a Morales. Pumari puso a disposición los cabildos potosinos y se convirtió en un operador que aseguraba la legitimidad del golpe más allá de Santa Cruz.

Jeanine Áñez, hasta entonces una senadora de perfil bajo, fue la pieza institucional que completó el derrocamiento. Con la renuncia forzada de Morales, Álvaro García Linera y otros referentes del MAS, se generó un vacío de poder que fue cubierto con la (auto) proclamación de Áñez como presidenta interina.

El camino a este punto estuvo marcado por la complicidad de las Fuerzas Armadas y la Policía, que públicamente pidieron la dimisión de Morales. Áñez asumió el cargo en un hemiciclo semivacío, rodeada de militares y con la Biblia en la mano, proclamándose jefa de Estado sin el quórum necesario. Esta acción representó la formalización del golpe bajo un barniz constitucional que nunca tuvo legitimidad democrática.

Los responsables políticos de las masacres

La instalación del gobierno de Áñez se sustentó sobre la represión abierta contra la resistencia popular. En ese marco se inscriben las masacres de Sacaba y Senkata, que dejaron más de treinta personas muertas y centenares de heridas en apenas una semana. Estas matanzas no fueron excesos aislados, sino decisiones políticas asumidas desde la cúpula del poder golpista, con la complicidad activa de Áñez, Camacho y Pumari.

El 14 y 15 de noviembre en Sacaba, Cochabamba, cocaleros y campesinos marchaban para rechazar al gobierno golpista cuando fueron interceptados por fuerzas combinadas de Policía y Ejército. La represión incluyó armas de fuego, dejando al menos 9 muertos y más de 100 heridos.

La orden directa de despejar la marcha surgió del decreto 4078, firmado el 14 de noviembre por Áñez, que eximía a los militares de responsabilidad penal por reprimir, bajo el argumento de “restaurar el orden”. Ese decreto funcionó como carta blanca para disparar a matar. Áñez se convirtió así en la principal responsable política de la masacre, no solo por ocupar la jefatura del Estado sino por haber blindado a los represores desde la “legalidad” del golpe.

Cuatro días después, el 19 de noviembre, la planta de Senkata en El Alto fue escenario de otra represión brutal. Vecinos y organizaciones populares cercaron la distribuidora de combustibles para impedir que se consolidara el gobierno ilegítimo. El operativo militar para desbloquear la planta derivó en una masacre con al menos 10 personas muertas y decenas heridas.

Los testimonios, videos y peritajes posteriores confirmaron que los disparos provinieron de las fuerzas armadas. Una vez más, Áñez y sus ministros respaldaron la represión, negaron el uso de armas letales y acusaron a los manifestantes de haberse disparado entre sí, una versión insostenible que la prensa internacional e Izquierda Web (con denuncias en el sitio en tiempo real) destaparon como burda justificación del crimen de Estado.

Camacho y Pumari no ocupaban cargos ejecutivos en esos momentos, pero su responsabilidad es innegable. Ambos alimentaron la narrativa del “fraude electoral” y de la necesidad de usar el aparato represivo del Estado. Esto sirvió de base al golpe, presionaron a las Fuerzas Armadas para intervenir y celebraron públicamente la instalación del gobierno de Áñez.

Camacho incluso proclamó que las medidas de Áñez eran necesarias para “pacificar” el país, mientras Pumari defendió la intervención militar en nombre del orden. Esa “pacificación” significó disparos contra personas campesinas, indígenas y trabajadoras, es decir, contra los sectores que históricamente desafiaron al poder oligárquico en Bolivia.

Las masacres simbolizan la cara más cruda del golpe; un gobierno ilegítimo que se consolidó con sangre. La responsabilidad penal y política de Áñez es directa, mientras que Camacho y Pumari fueron los voceros civiles que legitimaron la represión. Estas matanzas siguen abiertas como heridas en la memoria del pueblo boliviano y, al mismo tiempo, como deudas pendientes de justicia.

Las sentencias se relacionan con el declive del MAS

Las recientes resoluciones judiciales se inscriben en un momento de quiebre político, el desplome del MAS en las elecciones y el giro hacia un centro político dominado por figuras como Rodrigo Paz y Tuto Quiroga. La justicia boliviana, dependiente de la correlación política de fuerzas, se movió con rapidez apenas se vislumbró que el MAS perdió el control del Ejecutivo.

Este hecho fue el determinante en este giro. El partido que en 2020 conservaba mayoría legislativa, en 2025 apenas logró un escaño en el Congreso, mientras que el voto nulo promovido por Evo Morales alcanzó casi el 20%. La crisis interna entre Morales y Arce, sumada al agotamiento del “modelo económico andino-amazónico” y la inflación que golpea a la población, desarmó al MAS como alternativa real de poder.

Esta debacle abrió paso a un escenario de fragmentación política en el que las élites judiciales, militares y empresariales encontraron margen para recomponer la impunidad de los golpistas. La narrativa de “superación del ciclo masista” funciona como justificación para que los tribunales liberen a los responsables del golpe y los remitan a procesos judiciales más laxos que probablemente los exculpen.

El nuevo panorama político se presenta como “garante de estabilidad”, pero con solo asomarse se comenzaron a mover las ruedas institucionales que 20 años de masismo no lograron desarmar. Las órdenes judiciales son un síntoma de subordinación de la “justicia” al reacomodo del poder tras el fin del ciclo del MAS.

Luchar por justicia

Las resoluciones judiciales son un triunfo de los golpistas sobre la memoria de los muertos de Sacaba y Senkata. Los mismos actores que legitimaron la represión, hoy caminan libres y esperan sus juicios fuera de prisión. El mensaje es claro: en la balanza de la justicia burguesa pesan más los pactos políticos y el reacomodo del poder que las vidas indígenas y obreras segadas por las balas del 2019.

Aceptar este escenario como normalidad significaría resignarse a que los crímenes de Estado queden impunes. Frente a ello, se vuelve imprescindible la organización desde abajo para conquistar justicia real, una justicia que no dependa de tribunales sometidos al gobierno de turno. Esa tarea sólo puede surgir de la movilización de campesinos, obreros, mujeres e indígenas que ya demostraron en las calles su capacidad de resistencia.

Al mismo tiempo, la crisis del MAS muestra que el reformismo no ofrece una salida. Durante años administró el capitalismo boliviano y, aunque realizó varias reformas sociales, no mudó la estructura capitalista y dependiente del país. Cuando el golpe estalló, en lugar de organizar una resistencia consecuente, se replegó, se adaptó a la legalidad y terminó negociando. Hoy, tras su debacle electoral, el masismo se revela incapaz de garantizar justicia y aún menos de ofrecer un horizonte de transformación social.

La tarea del momento es doble, por un lado luchar porque los golpistas y asesinos paguen efectivamente por sus crímenes, y por el otro levantar una alternativa política revolucionaria, independiente tanto del centro conciliador como de la derecha oligárquica y del propio MAS. Solo así Sacaba y Senkata no quedarán sepultados en expedientes judiciales, al tiempo que se le cierre el paso a la tutela oligárquica, racista y sometida al imperialismo.

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