Ciencia, tecnología y poder

Cuando la máquina gobierna: la IA como «dirigente político»

El desarrollo de la inteligencia artificial se presenta hoy como una promesa civilizatoria, un salto técnico capaz de redefinir la economía, la política y la cultura. Si bien esto tiene su cuota de razón, hay que situar esa promesa históricamente, es decir, en medio del sistema económico y social en que se desenvuelve.

Lejos de constituir un quiebre con las lógicas del capitalismo, la IA expresa una fase tecnológica avanzada: un capitalismo algorítmico donde la acumulación incorpora el control de datos, la vigilancia y la manipulación subjetiva. La tecnología se erige como fetiche y como forma ideológica, encubriendo las relaciones de explotación que persisten en su base material.

En este sentido, el examen del papel de la IA no puede disociarse del análisis marxista de las relaciones de producción y del papel de la técnica en la reproducción de la dominación de clase. De ahí la urgencia de pensar la tecnología no como un desarrollo imparcial que tiene como fin la emancipación humana per se, sino como un campo de lucha donde se disputa la conciencia, el trabajo y el sentido mismo de la historia.

Casos de IA como “liderazgo político”

En distintos lugares del mundo están surgiendo experimentos que reflejan el avance de la inteligencia artificial dentro de espacios que antes pertenecían exclusivamente al ámbito humano. En esta ocasión, abordaremos su incursión en el ámbito de la política a raíz de dos casos puntuales: el partido político japonés Camino al Renacimiento y el de Diella, una “ministra” virtual en Albania.

Camino al Renacimiento se fundó en enero de 2025 impulsado por Shinji Ishimaru, exalcalde de Akitakata. Poco después, su dirección decidió colocar como líder a una inteligencia artificial. Koki Okumura, estudiante de doctorado en esta tecnología en la Universidad de Kioto y dirigente del partido, defendió la medida argumentando que una IA puede analizar datos y procesar información con mayor precisión que los seres humanos, y que esa capacidad permitiría incorporar voces habitualmente marginadas del debate político.

La idea se apoyó en una visión tecnocrática basada en que cuanto más automatizado es un proceso de decisión, más racional sería el resultado (lo cual rebatiremos más abajo). Para representar simbólicamente a la IA, el partido diseñó un avatar con forma de pingüino que cumple funciones de portavoz digital.

La legislación electoral del país establece que sólo las personas con ciudadanía pueden ser candidatas o asumir cargos públicos, por lo que (de momento) está restringida la posibilidad de que una IA compita en elecciones o asuma responsabilidades directas. Así que, por ahora, el pingüinesco “liderazgo” simplemente funciona como un ejercicio interno dentro del partido, lo cual no deja de ser problemático, justamente por ser esta la forma más elemental de organización política.

En el caso de Albania, la experiencia se desarrolla dentro del Estado mismo. El primer ministro Edi Rama presentó a Diella, una “ministra” virtual generada por inteligencia artificial, encargada de supervisar los procesos de licitación pública. La iniciativa busca mostrar transparencia en el uso de fondos estatales y erradicar la corrupción mediante algoritmos que evalúan ofertas, verifican requisitos y asignan puntuaciones de manera automática.

En apariencia, la IA promete una administración limpia y objetiva, libre de los “vicios” humanos asociados a los vínculos políticos o empresariales. Cada decisión queda registrada en una base de datos abierta al público, lo que alimenta la imagen de un gobierno digital transparente. No obstante, el desarrollo técnico no es neutral, está condicionado por quienes lo financian, no es una burbuja, sino que es atravesado por las condiciones sociales y de clase que marcan la sociedad.

Estos casos revelan el impulso burgués por trasladar la función política a una instancia técnica que promete precisión y neutralidad, aunque en realidad responde a intereses determinados. En ambos contextos, la inteligencia artificial no aparece como un instrumento subordinado al debate social, sino como una autoridad autónoma que reclama legitimidad por su capacidad de cálculo.

Esa transformación encaja en la lógica del capitalismo contemporáneo,  en el que la tecnología es presentada como fetiche que sustituye la acción política colectiva por la eficiencia algorítmica. La racionalidad técnica se impone como nuevo fundamento del poder, desplazando la participación democrática (aunque sea la limitada democracia burguesa) hacia la pasividad del dato y el procesamiento automático.

Resulta evidente que en este sistema económico y social, la introducción de la inteligencia artificial en la esfera política no representa una ruptura con el orden existente, sino una profundización de su tendencia opresora y tecnocrática. Así, en estos primeros ensayos, el discurso de la innovación refuerza la idea de un poder despersonalizado, administrado por expertos y ahora, potencialmente, por máquinas.

Para dimensionar solo una pequeña parte de los riesgos de la toma de decisiones basada únicamente en los datos, basta recordar como cualquier gobierno humano de tecnócratas solo ha funcionado para aplicar ajustes hacia los sectores populares. La importancia de cumplir con un dato macroeconómico, por ejemplo, relega cualquier consideración social. Ahora imaginemos esto aplicado por una IA inmune a los reclamos o protestas sociales.

El fetichismo de la IA

La irrupción de IA en funciones políticas no puede separarse del contexto social que las produce. En El Capital, Marx expuso que en el capitalismo las relaciones sociales entre las personas se presentan como relaciones entre cosas, y que los objetos, al incorporarse al proceso de producción y circulación, adquieren una apariencia autónoma que oculta las condiciones humanas de su creación.

Ese mismo proceso se extiende al desarrollo tecnológico. La IA se presenta como un ente propio, neutro y objetivo, pero en realidad es un producto social determinado por intereses de clase, diseñado y financiado por corporaciones y Estados que buscan nuevas formas de valorización y, de paso, mantener el control sobre la sociedad. Así como el fetichismo de la mercancía oculta la explotación del trabajo tras el valor de cambio, el fetichismo tecnológico oculta la dominación de clase tras la apariencia de racionalidad técnica.

De esta forma, las relaciones de poder dejan de representarse como ligámenes entre sujetos para convertirse en una propiedad técnica de las máquinas. En los casos analizados, el liderazgo político, ligado a la deliberación, la ideología y la experiencia colectiva, pasa a reducirse a una función algorítmica que puede optimizarse y automatizarse sin asumir la responsabilidad social de sus decisiones.

La IA, en este contexto, se convierte en una “mercancía política”, un producto tecnológico que promete eficiencia, transparencia y racionalidad, valores que se presentan como universales, pero que en realidad reproducen la lógica capitalista de la productividad y la competencia: “en la producción capitalista, las condiciones materiales del trabajo adquieren una personalidad frente al trabajador, y el trabajador se reduce a una mera condición del capital” (Marx, Manuscritos económico-filosóficos).

Esa ilusión técnica cumple también una función ideológica. Presentar a la IA como una autoridad objetiva que permite ocultar las relaciones sociales de poder que la sostienen. Las empresas tecnológicas que desarrollan los modelos de IA, las instituciones estatales que los adoptan y los gobiernos que los promueven comparten un mismo interés, que es legitimar una forma de gestión política donde las decisiones se justifican por su eficiencia técnica, no por su resultado social.

Las relaciones de poder dejan de explicarse por la lucha de clases y se naturalizan como un proceso de cálculo racional. Como advirtió Marx: “Las relaciones sociales aparecen como relaciones entre cosas, y las cosas mismas parecen dotadas de vida social” (El Capital, tomo I). Es así como la dominación se disfraza de automatización.

Este fenómeno encaja en el fetichismo capitalista, donde las fuerzas productivas alcanzan un grado tal de autonomía aparente que el sujeto social se subordina a su propia creación. Nuevamente, nos apoyamos en Marx que describió esta relación: “el producto del trabajo, al independizarse del productor, se enfrenta a él como un poder ajeno y hostil” (Manuscritos económico-filosóficos).

En estos casos, la IA encarna esa autonomización del producto humano. No se concibe como una herramienta sujeta al control social, sino como una autoridad superior a la que se le debe obediencia. La sociedad se transforma en objeto de gestión, un conjunto de datos que la máquina administra. En este sentido, está colocada en función de cumplir el mismo papel que la mercancía en la economía: disimula las relaciones de explotación y dependencia bajo una apariencia de externalidad.

Desde el punto de vista marxista, esta fetichización evidentemente responde a los intereses de la burguesía. Las grandes corporaciones que dominan la industria digital (Google, Amazon, Meta, Microsoft, OpenAI) acumulan enormes volúmenes de información y capacidad de cómputo que les permiten intervenir en la economía, la comunicación y la política con una influencia sin precedentes.

En ese marco, la IA aparece como la forma ideal de concentración del poder de clase bajo una máscara de objetividad. Marx ya señalaba que “el capital tiene un alma: el alma del capital es el capitalista” (El Capital, tomo I), recordándonos que incluso las estructuras aparentemente impersonales del capitalismo responden a sujetos concretos y a intereses de clase. El algoritmo, en este sentido, no es un sujeto neutro, sino la cristalización tecnológica de esa alma capitalista.

El fetichismo, sea de la mercancía física o de su versión tecnológica, produce alienación. Todo el discurso burgués pretende implantar un “sentido común” que perciba la autoridad de la IA como inmutable, casi natural. Llevando al sujeto histórico a que pierda la conciencia de que detrás de esa autoridad existen decisiones humanas, estructuras de propiedad y relaciones de explotación.

“La alienación del trabajador en su producto significa no sólo que su trabajo se convierte en un objeto, sino que se convierte en un objeto que le domina, un poder independiente de él” (Marx, Manuscritos económico-filosóficos). La alienación ya no se manifiesta solo en el trabajo o en el consumo, ahora aparece también también en la política.

Poder, consenso y dirección en la era digital

Al tratar la hegemonía, hay que regresar a Gramsci quien la concibió como una forma de poder que trasciende la coerción directa del Estado para arraigarse en el consenso y la dirección cultural que la clase dominante ejerce sobre el conjunto de la sociedad. El dominio burgués no se sostiene solo por la fuerza, sino porque logra que su cosmovisión se vuelva sentido común, es decir, que los valores, prácticas y aspiraciones del capital sean asumidos como naturales por las clases subalternas.

En el capitalismo, la técnica cumple un papel central en la construcción de ese consenso. La hegemonía ya no se impone únicamente mediante los aparatos tradicionales (escuela, prensa, religión), sino, también, a través de la utilización de las innovaciones tecnológicas. La técnica, en este sentido, se convierte en un nuevo maestro colectivo que educa a las masas en la aceptación del orden capitalista, disfrazando la subordinación económica bajo la apariencia de progreso técnico.

De esta forma, el poder de la técnica (mal utilizada) consiste precisamente en su capacidad para disimular las relaciones sociales que la originan. El desarrollo tecnológico es presentado como una evolución natural del conocimiento humano, sin relación aparente con la lucha de clases o con la estructura del capital. Sin embargo, el dominio de una clase no puede sostenerse solo sobre la base de la economía, necesita una dirección moral e intelectual que articule su visión del mundo.

Desde esta perspectiva, la tecnología no es neutra ni autónoma, es un instrumento de hegemonía. Sin entrar en concepciones ludistas, hay que tener claro que las innovaciones técnicas no se limitan a transformar la producción, sino que modelan las formas de pensar, los imaginarios y los hábitos colectivos.

En la medida en que el capitalismo promueve la creencia en la objetividad del algoritmo, configura una hegemonía cultural donde el poder político puede medirse por su capacidad técnica, y no por su legitimidad democrática. La técnica es instrumentalizada y se convierte en el nuevo lenguaje del consenso, así cumple hoy exactamente esa función.

Esta forma de hegemonía técnica tiene un carácter global. En el siglo XXI, las grandes corporaciones son capaces de dirigir la cultura y la información a escala planetaria. Su poder no depende de la ocupación territorial, sino de la colonización digital del espacio social (administran los datos, controlan los flujos de información y modelan las formas de comunicación).

De este modo, el capitalismo logra un grado de dirección intelectual sin precedentes, pues las masas participan activamente en su propia subordinación, conectadas a redes que configuran su percepción del mundo. Gramsci explicaba que la hegemonía requiere “una unidad entre el dominio y la dirección, entre la coerción y el consenso” (Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 1). En el capitalismo digital, esa unidad se materializa en la infraestructura técnica, que combina vigilancia (coerción) y participación (consenso) en una misma red de poder.

El papel ideológico de la técnica se vuelve especialmente claro cuando se analiza cómo los Estados periféricos incorporan la digitalización como símbolo de modernidad. En estos casos, la hegemonía no sólo se impone dentro de las fronteras nacionales, sino también entre naciones, reproduciendo la subordinación tecnológica de la periferia al centro capitalista.

Aquí la técnica actúa como una forma de hegemonía imperial, que asegura el liderazgo cultural y económico de las potencias mediante el control de las infraestructuras digitales y los datos. Un ejemplo ilustrativo de esta dinámica es el acuerdo de “modernización digital” entre el gobierno de Nayib Bukele y Google en El Salvador.

Presentado como una alianza para impulsar la eficiencia y la transparencia del Estado, este pacto en realidad profundiza la dependencia tecnológica del país hacia una corporación estadounidense. La transferencia de datos públicos, la digitalización de los servicios estatales y la implementación de sistemas de inteligencia artificial administrados por Google consolidan una nueva forma de hegemonía, donde el poder político se subordina al capital.

El discurso oficial de Bukele reproduce con exactitud la función ideológica de la técnica bajo el capitalismo descrita por Gramsci: crea consenso popular alrededor de un proyecto que, bajo la apariencia de progreso, perpetúa las relaciones de dependencia. Así, el Estado salvadoreño no conquista la modernidad; la modernidad lo conquista a él.

La IA en el fin de la historia

La historia es el resultado del conflicto entre clases sociales, en este sentido se puede afirmar que su dinámica no se debe al desarrollo de las ideas o de las máquinas, sino a la lucha material entre quienes poseen los medios de producción y quienes producen. Este principio implica que el motor de la historia no es la técnica, sino la praxis humana consciente que se enfrenta a las condiciones de su dominación.

Esta centralidad del sujeto histórico intenta ser desplazada constantemente por la burguesía como parte de su proyecto hegemónico para “naturalizar” su dominio. La IA puesta a su servicio, sirve como un factor más hacia ese objetivo. Al respecto, se presenta la automatización como un proceso inevitable y neutral, independiente de los conflictos sociales que la producen.

En nombre de la innovación como fin en sí mismo, se suprime la pregunta política: ¿a quién sirve la técnica?, ¿bajo qué relaciones de propiedad y poder se desarrolla? De esta forma, el capital sustituye la categoría de clase por la de usuario, la de sujeto político por la de consumidor, y la de historia por la de actualización permanente. La ideología tecnocrática reemplaza la praxis por el algoritmo.

La inteligencia artificial, como símbolo del progreso contemporáneo, es utilizada para encarnar la retórica del fin de la historia. Según esta visión, el desarrollo tecnológico habría alcanzado un punto en el que los conflictos políticos y de clase se pueden disolver en la eficiencia y la automatización. El algoritmo aparece como árbitro supremo, capaz de administrar la sociedad sin ideología, sin contradicciones y sin sujetos.

Este discurso es profundamente funcional al capitalismo, pues desarma la posibilidad de pensar una transformación social. “Las ideas dominantes de cada época no son otra cosa que las ideas de la clase dominante” (La ideología alemana), señalaba Marx. En este caso, la idea dominante que se intenta implantar es que la técnica puede reemplazar la política y que el futuro puede prescindir del sujeto.

El borramiento del sujeto histórico es, por tanto, un acto de dominación ideológica. Al diluir, disgregar, atomizar, la conciencia de clase, se disminuye la posibilidad de resistencia. La IA no es utilizada sólo para automatizar procesos productivos, sino para producir una subjetividad pasiva, moldeada por la lógica del dato y la predicción.

La relación entre sujeto y mundo se transforma, ya no se actúa sobre la realidad, se la observa a través de interfaces; ya no se participa en la historia, se la consume en tiempo real. El capital convierte la actividad humana en un flujo de información que puede procesarse y rentabilizarse. La alienación alcanza así una nueva dimensión, donde el individuo se percibe a sí mismo como extensión del sistema, no como agente capaz de transformarlo.

En este contexto, el marxismo conserva toda su vigencia al recordar que el sujeto histórico no desaparece, sino que es negado ideológicamente. Las fuerzas productivas que el capital desarrolla no destruyen la lucha de clases, sino que la desplazan y la encubren bajo nuevas formas.

La clase trabajadora de la era digital, productores de datos, programadores y usuarios precarizados no son “sujetos abolidos”, sino sectores subordinados a los que se les niega una conciencia colectiva (pero que están desarrollando riquísimas experiencias para revertir esto por todo el mundo). El capitalismo tecnocrático necesita mantener la ilusión del fin de los antagonismos, porque su estabilidad en cierto grado depende de que nadie cuestione su base material. La deshumanización digital es una expresión avanzada de esa tendencia.

La idea de la inteligencia artificial como sustituto del sujeto político cumple una función ideológica precisa: clausurar la historia. Muestra el presente como destino y la tecnología como ley natural. Bajo esta lógica, el conflicto de clases se sustituye por la “gestión de riesgos”, la conciencia colectiva por la “opinión pública digital” y la emancipación por la “innovación”.

Pero la historia no puede detenerse. Cada avance técnico, cada crisis del capital y cada transformación de la producción reconfigura el campo de la lucha. La IA (en su funcionalidad burguesa) no es el fin de la historia, sino la forma que adopta el dominio en su fase actual. Y como toda forma de dominio, genera las condiciones de su propio cuestionamiento. El sujeto histórico, es decir, la clase trabajadora, no desaparece, vive, sobrevive y resiste, construyendo (a diferentes ritmos) el momento para volver a actuar como fuerza revolucionaria.

Entre la promesa del progreso y la sociedad de caja negra

Siguiendo esta línea, el discurso dominante en torno a la tecnología presenta sus avances como conquistas del conocimiento humano (que sí lo son), pero desprovistas del peso de los intereses sociales o políticos. Sin embargo, desde la crítica marxista, la técnica no puede separarse del modo de producción en el que se desarrolla.

Su contenido, su dirección y sus fines están determinados por las relaciones sociales de clase que la producen y la sostienen. “La maquinaria no se opone al obrero por sí misma, sino en la medida en que es el medio material de existencia del capital” (Marx, El Capital, tomo I). La técnica, puesta al servicio de la clase dominante, lejos de ser un agente autónomo del progreso, se convierte en un instrumento de dominación, en la medida en que su desarrollo responde a la lógica de la acumulación de capital y no a la emancipación humana.

En el capitalismo, los avances científicos no se orientan hacia la satisfacción de las necesidades colectivas, sino hacia la maximización de la ganancia y el control social. La burguesía instrumentaliza el conocimiento humano para reforzar su posición dominante en el proceso productivo y en la estructura social.

Marx observó que cada revolución tecnológica en el capitalismo termina reconfigurando la explotación del trabajo: “El desarrollo de la maquinaria aumenta la productividad del trabajo, pero al mismo tiempo somete al obrero al ritmo del autómata, convirtiéndolo en su apéndice” (El Capital, tomo I). Así, la tecnología aparece como una fuerza emancipadora en la superficie, pero en la práctica actúa como una mediación de la subordinación del trabajo vivo al capital muerto. La promesa del progreso oculta la realidad de la explotación.

Esta apropiación burguesa del desarrollo técnico no se limita a la esfera productiva. La técnica se convierte en instrumento de vigilancia, manipulación y legitimación ideológica. Los algoritmos clasifican, evalúan y gobiernan a los individuos con criterios opacos, reproduciendo las jerarquías sociales bajo la apariencia de objetividad técnica.

Aquí resulta interesante el concepto de “sociedad de caja negra” desarrollado por Frank Pasquale, quien describe un orden social en el que las decisiones más importantes se toman mediante sistemas opacos, inaccesibles para las mayorías, incluidos algunos sectores burgueses. Según Pasquale, “las decisiones automatizadas gobiernan cada vez más nuestras vidas, pero los procesos que las generan están cerrados a la observación y al control democrático” (The Black Box Society).

Esta “sociedad de caja negra” no representa un nuevo paradigma de neutralidad tecnológica, sino la culminación del fetichismo técnico. El poder capitalista se oculta tras una maquinaria que nadie comprende del todo, pero que todos deben obedecer. Los algoritmos, las plataformas y los sistemas de inteligencia artificial operan como mediaciones ideológicas, que transforman el dominio de clase en un conjunto de decisiones automáticas aparentemente racionales.

La caja negra, en este sentido, hace parte de la alienación contemporánea. El mundo humano se enfrenta a su propia creación tecnológica como una potencia ajena e incuestionable. La burguesía ejerce su hegemonía precisamente a través de esta opacidad. Controla los medios de producción, la infraestructura de comunicación y los datos que constituyen un nuevo campo de acumulación. Las plataformas privadas se convierten en los espacios donde se produce la vida social, y la información, en una materia prima del capital.

La técnica al servicio de la burguesía, por tanto, no es un camino hacia la emancipación, sino una forma renovada de servidumbre bajo el poder de las cosas. Los avances científicos, en lugar de socializar el saber, se concentran en manos de las élites, reproduciendo las relaciones de clase.

El fetichismo de la mercancía encuentra aquí su versión digital; los productos tecnológicos parecen dotados de inteligencia y autonomía, cuando en realidad son expresiones de relaciones sociales capitalistas. El resultado es un orden social donde el control se disfraza de eficiencia y el dominio de clase, de innovación.

La no neutralidad de la tecnología no implica que el desarrollo técnico sea en sí negativo, sino que su significado histórico depende de la clase que lo controla. Bajo el capitalismo, la técnica se convierte en un medio de reproducción del capital y de legitimación de su hegemonía.

En una sociedad socialista, en cambio, podría reorientarse hacia la planificación democrática, la reducción del trabajo alienado y el bienestar colectivo. Mientras permanezca bajo la propiedad y el control del capital, la técnica seguirá siendo parte de las herramientas de dominación.

La necesidad de una nueva praxis emancipadora

El ascenso de la inteligencia artificial como forma de gestión, control y decisión política no representa una superación de las contradicciones del capitalismo, sino una expresión más “refinada». Bajo la apariencia de una supuesta neutralidad técnica, se están dando pasos experimentales hacia un régimen que pueda sustituir la actividad humana de la acción política.

La IA se presenta como una herramienta de progreso, pero la forma en que es utilizada en la actualidad la convierte en un instrumento ideológico y material de la burguesía para reorganizar las relaciones de producción y ampliar la extracción de valor.

Las máquinas, los algoritmos y los sistemas automatizados adquieren un aura de objetividad que oculta su raíz social. La inteligencia artificial no decide, ejecuta los intereses de clase que le programaron. No es un sujeto autónomo, sino una forma material de la ideología dominante. En este sentido, la fe tecno optimista tecnocrática en la IA como árbitro imparcial o como solución a los conflictos humanos no es sino una forma moderna del fetichismo capitalista, que desplaza la lucha política hacia el terreno de la técnica e intenta borrar al sujeto histórico que puede transformarla.

La IA actúa en el plano de la hegemonía consensuada. Así, el poder de clase se traduce en poder algorítmico, y la dominación económica se viste de modernización tecnológica. El capitalismo logra así una forma inédita de estabilidad, un orden donde los dominados participan activamente en su propia vigilancia, convencidos de que la técnica les emancipa.

Sin embargo, la historia no se detiene en los límites del algoritmo. Las fuerzas productivas desarrolladas por el capital terminan rebelándose contra las relaciones sociales que las contienen. La inteligencia artificial, al centralizar la información, la comunicación y el conocimiento, abre también la posibilidad de una reapropiación colectiva del saber.

En manos de la clase trabajadora, la tecnología podría convertirse en instrumento de planificación democrática y liberación social. Pero eso requiere revertir lo que el capitalismo continuamente intenta borrar: la conciencia de clase, la praxis, la historia.

El desafío no consiste en “humanizar” la inteligencia artificial ni en regular el capitalismo de la vigilancia, sino en superar el modo de producción que los engendra. Ninguna reforma ética, ni “inteligencia artificial responsable”, puede revertir un sistema cuya lógica esencial es la acumulación y la subordinación del trabajo al capital.

Solo una transformación radical de las relaciones de propiedad y poder, una socialización de la tecnología y de sus medios de producción, permitiría orientar el desarrollo técnico hacia la emancipación humana.

La inteligencia artificial puede parecer el fin de la historia, pero es solo el rostro más sofisticado de su continuidad. Mientras existan clases, habrá lucha. El reto político de nuestro tiempo es hacer que la inteligencia artificial no se convierta en la tumba del sujeto político, sino en el terreno donde el sujeto colectivo (el proletariado) avance en su concientización en miras de tomar el mundo en sus manos para transformarlo radicalmente.

Bibliografía

Gramsci, A. (2006). Cuadernos desde la cárcel. Marxists. https://www.marxists.org/espanol/gramsci/cartas-de-la-carcel/index.htm

Pasquale, F. (2015). The Black Box Society: The Secret Algorithms That Control Money and Information. Ucoz. https://tetrazolelover.at.ua/Frank_Pasquale-The_Black_Box_Society-The_Secret_Al.pdf.

Marx, K. (1990). El Capital. Crítica de la economía política. Tomo I. Marxists. https://www.marxists.org/espanol/m-e/capital/karl-marx-el-capital-tomo-i-editorial-progreso.pdf

Marx, K. (2023). La ideología alemana. Marxists. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1846/ideoalemana/index.htm

Marx, K. (2001). Manuscritos económico-filosóficos de 1844 . Marxists. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/manuscritos/

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