El gobierno de Nayib Bukele en El Salvador ha sido presentado ante el mundo como un modelo de “modernización eficiente”, “gobierno digital” y “seguridad total”, al punto de que medios internacionales y sectores empresariales lo celebran como un ejemplo a seguir. Bajo un liderazgo autoritario, ha concentrado todos los poderes del Estado, militarizado el territorio, desmantelado derechos fundamentales y subordinado al país a los intereses del capital financiero y el imperialismo estadounidense.
Todo esto mientras cultiva una imagen de “dictador cool” que, paradójicamente, goza de un alto respaldo popular. Sin embargo, detrás de esa narrativa se esconde una reestructuración regresiva del Estado, que lejos de resolver los problemas estructurales del país, los profundiza.
Concentración de poder y autoritarismo
El régimen actual en El Salvador puede definirse como bonapartista, donde un líder carismático y autoritario se presenta como árbitro por encima de las clases, pero que en realidad defiende los intereses del capital nacional y transnacional. En esta lógica, el Estado se convierte en instrumento de reordenamiento social y económico a favor de una nueva oligarquía emergente, con un barniz populista que disfraza la concentración de poder.
Bukele no solo ha consolidado su control sobre el Ejecutivo, sino que ha colonizado todos los poderes del Estado: la Asamblea Legislativa, la Corte Suprema de Justicia, la Fiscalía General y el Tribunal Supremo Electoral están bajo su órbita. Desde su primer mandato, destituyó a magistrados constitucionales y al fiscal general, con lo cual todo el aparato le responde.
La reelección presidencial en 2024, amparada en una interpretación exprés de la Corte Suprema, impuesta por el oficialismo, contradice la Constitución, que prohíbe el ejercicio consecutivo del cargo. Por este hecho ha sido calificado como un “mandato inconstitucional” por diversas organizaciones, pero ha sido normalizado en la narrativa dominante gracias al control absoluto de los medios estatales y una agresiva estrategia de propaganda financiada con recursos públicos.
El presupuesto 2025 lo confirma, mientras Educación y Salud pierden $126.8 millones en conjunto, la Presidencia incrementa su asignación a $139.7 millones y la Secretaría de Comunicaciones aumentó un 135% desde 2022. Además, el Organismo de Inteligencia del Estado (OIE), encargado de espiar opositores, recibió en 2023 una modificación presupuestaria 22 veces mayor al monto aprobado originalmente.
Este modelo de “corporación estatal” está sustentado en el uso militar del poder, el control de la narrativa pública y una fuerte dosis de culto a la personalidad. La supuesta modernización no es más que una estrategia de legitimación autoritaria basada en una falsa disyuntiva: orden o caos, Bukele o las maras, inversión extranjera o estancamiento.
En este sentido, desde el marxismo, el Estado es entendido no como un árbitro neutral, sino una estructura de clase. Marx en El Manifiesto Comunista señalaba que el Estado es simplemente un comité para administrar los negocios comunes de la burguesía. Esto significa que sus leyes, instituciones y fuerzas represivas existen para proteger la propiedad privada de los medios de producción y asegurar las condiciones de reproducción del capital.
Incluso cuando aparenta representar al “pueblo entero” —como en el caso de los populismos autoritarios— el Estado sigue cumpliendo la función de garantizar la dominación de una clase sobre otra. En contextos de crisis o inestabilidad, como el salvadoreño, esta función se radicaliza. El Estado se endurece, se militariza y se despoja de su fachada democrática para imponer orden a favor del capital, ya sea viejo o emergente.
Detrás del espejismo
Aunque el régimen insiste en la idea de un país en transformación y modernización, los indicadores sociales revelan una realidad de estancamiento, desigualdad y precarización de la vida para las mayorías. Lejos de experimentar una mejora sustantiva en las condiciones de vida, El Salvador sigue arrastrando los mismos males estructurales que han afectado históricamente a las clases populares: pobreza crónica, alta informalidad laboral, escasez de empleo digno y abandono estatal sectorizado.
Según datos del Banco Mundial, la pobreza oficial aumentó de 26,8% a 30,3% entre 2019 y 2023, en el mismo periodo en que Bukele gobernó con poderes prácticamente absolutos. Esto significa que más de 1,8 millones de personas viven por debajo de la línea de pobreza, y aproximadamente 600.000 se encuentran en pobreza extrema, representando el 9,3% de la población.
A pesar de la narrativa de modernización, estos indicadores empeoran, y la mayoría de las familias siguen dependiendo de remesas o programas asistenciales para sobrevivir. Uno de cada cuatro hogares recibe remesas, y uno de cada cinco depende de transferencias del gobierno.
A nivel laboral, la situación es igual de grave. Su economía se caracteriza por una alta informalidad y precariedad, con un mercado laboral excluyente, especialmente para las mujeres y jóvenes. Según el mismo informe del Banco Mundial, el país sufre baja productividad, una estructura productiva limitada y desincentivos para el trabajo formal, factores que perpetúan un sistema de subsistencia en lugar de desarrollo.
Además, la exclusión de las mujeres sigue siendo elevada, producto de una estructura laboral que no reconoce el trabajo doméstico ni garantiza condiciones para su inserción digna. La situación es aún más alarmante en zonas rurales, donde la pobreza extrema es significativamente más alta y donde las políticas públicas simplemente no llegan o llegan mutiladas.
El modelo de Bukele, por tanto, no ha erradicado los problemas estructurales, sino que los ha ocultado tras reels de Tik Tok, confiando en que las imágenes de bibliotecas brillantes o megaproyectos de turismo sustituyan los datos reales sobre la vida cotidiana. Las prioridades presupuestarias lo confirman, salud y educación pierden fondos, mientras el Ejército y las fuerzas de seguridad ganan poder y recursos.
En definitiva, la supuesta transformación social prometida por el bukelismo no ha tenido ningún impacto significativo en los sectores históricamente más empobrecidos, quienes siguen enfrentando la misma precariedad (o incluso mayor) bajo un régimen que ha concentrado el poder, pero no distribuye la riqueza.
¿Milagro económico o espejismo neoliberal?
Desde el discurso oficial, se ha intentado instalar la idea de que El Salvador vive un “milagro económico”, con estabilidad, crecimiento y modernización. Sin embargo, un análisis mínimo de los indicadores económicos, revela que esta narrativa se sostiene más en la propaganda que en la realidad.
Lejos de ser un caso exitoso de transformación económica, el país sigue atrapado en un modelo extractivo, endeudado y de bajo crecimiento, donde los beneficios se concentran en las élites emergentes mientras las condiciones materiales de la mayoría se deterioran.
En 2024, El Salvador tuvo un crecimiento del PIB del 2.6%, por debajo del 3.5% registrado en 2023 y por debajo del promedio centroamericano. De hecho, fue el segundo país con menor crecimiento de la región, solo superando a Panamá. Este bajo rendimiento no fue una excepción coyuntural; durante los primeros nueve meses del año, el crecimiento interanual fue de apenas 2.2%, arrastrado por una caída en la inversión pública, bajas exportaciones y una de las tasas más bajas de inversión extranjera directa (IED) de toda Centroamérica.
La IED acumulada en los primeros tres trimestres de 2024 fue de solo $387 millones, una caída del 27% con respecto a 2023. Incluso hubo trimestres con saldo negativo, es decir, más capital salió del país del que entró.
En cuanto a las finanzas públicas, el país continúa en una espiral de endeudamiento. La deuda pública alcanzó un 88.9% del PIB, una de las más altas del continente, pese a varias operaciones de recompra para aliviar presiones de corto plazo. Esto implica que, por cada $100 que produce la economía, casi $89 están comprometidos en deuda.
A pesar de una leve reducción del déficit fiscal (de 4.7% a 4.4% del PIB), el ajuste se logró a costa de recortes al gasto social y despidos masivos en el sector público, no mediante un cambio estructural de modelo y aumento de la productividad.
Bukele apuesta su legitimidad a grandes proyectos turísticos, megaobras y a la digitalización vía alianzas con corporaciones como Google. Pero estas iniciativas, lejos de impulsar un desarrollo soberano o sostenible, se apoyan en un modelo de crecimiento dependiente, depredador del medio ambiente y excluyente, diseñado para atraer turistas y capitales extranjeros sin atender las necesidades básicas de los sectores populares.
La economía salvadoreña no es un milagro, es un caso de propaganda de alta tecnología sobre una base material frágil, donde el capital financiero, inmobiliario y turístico se impone sobre cualquier intento de construcción soberana. La aparente estabilidad macroeconómica se sostiene a costa de ajuste fiscal, exclusión social y concentración del poder.
El pacto con el FMI y la continuidad del modelo neoliberal
Lejos de constituir un giro soberano, Bukele ha profundizado el modelo de ajuste estructural clásico del Fondo Monetario Internacional (FMI). En febrero, el directorio de este organismo aprobó un acuerdo de Servicio Ampliado del Fondo (EFF) por $1.400 millones, a cambio de compromisos fiscales duros y recortes al gasto público.
El acuerdo reproduce, sin innovación alguna, la receta neoliberal aplicada por décadas en Centroamérica: reducción del déficit a toda costa, austeridad social, liberalización del mercado y atracción de capitales bajo el disfraz de “estabilidad macroeconómica”. En este sentido, es muy similar al proceso emprendido por Costa Rica en el 2021 y cuyos efectos sociales han sido desastrosos.
Los resultados del acuerdo ya se sienten en el presupuesto de este año. Mientras la Presidencia, el Ejército y los aparatos de propaganda aumentan su asignación, Salud y Educación sufren recortes brutales, dejando a los sectores trabajadores aún más desprotegidos. A la par, se anunció la eliminación de más de 11.000 plazas en el sector público, muchas de ellas ejecutadas con procedimientos ilegales y de forma represiva.
Este giro austeritario responde a presiones explícitas del FMI y de los tenedores de deuda, quienes desde abril de 2024 condicionaron la colocación de bonos a que el gobierno presentara “señales de ajuste”. De lo contrario, la tasa de interés de los bonos subiría del 12% al 16%, una carga insostenible para las finanzas públicas. Así, El Salvador ha sido puesto de rodillas frente a los mercados internacionales, en plena contradicción con el discurso nacionalista y disruptivo que promueve el bukelismo.
Estos pasos configuran la continuación del consenso de Washington. Aunque Bukele se promocione como un líder “antiestablishment”, en los hechos cumple disciplinadamente los mandatos del capital financiero internacional, aplicando el mismo recetario que arruinó a millones de latinoamericanos en los años noventa y ahora.
Seguridad sin derechos
La piedra angular del proyecto político de Bukele ha sido la construcción del mito de seguridad total, un país liberado del crimen gracias al “pulso firme” del gobierno. Sin embargo, este relato se sostiene sobre una estrategia de militarización masiva, suspensión sistemática de derechos y represión, que ha convertido a El Salvador en una “democracia” vaciada de contenido.
Desde marzo de 2022, el país vive bajo un estado de excepción permanente, que suspende garantías constitucionales como la defensa legal, la presunción de inocencia o el derecho al debido proceso. En ese contexto, el gobierno capturó a más de 80.000 personas —presuntamente vinculadas a pandillas—, pero organizaciones de derechos humanos calculan que entre 7.000 y 9.000 son inocentes. Muchas de estas detenciones se realizaron sin órdenes judiciales, únicamente por “parecer sospechosos”, vivir en barrios estigmatizados o tener tatuajes.
Se ha consolidado en el país “un modelo de represión y castigo” (Amnistía Internacional), donde se ha sustituido la violencia de las maras por la violencia del Estado. Detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, muertes en prisión y tortura sistemática han sido documentadas con precisión: “lo que estamos presenciando en El Salvador es una repetición trágica de la historia”.
El Ejército es el gran beneficiado del régimen de excepción. Su presupuesto pasó de $145 millones en 2019 a $314 millones en 2025, convirtiéndose en uno de los principales ministerios. Este aumento se da en un país sin guerra formal ni amenazas externas, y donde el Ejército asume funciones policiales y represivas, incluso en salud, educación, agricultura y administración pública.
La represión no solo afecta a los supuestos criminales. En 2024 se documentaron despidos arbitrarios de empleados públicos que participaron en protestas, particularmente en salud y educación, luego de que el gobierno intentara congelar los escalafones salariales. Se estiman más de 100 despidos de trabajadoras y trabajadores sindicalizados, en un intento evidente por desarticular toda forma de organización por abajo.
Pese a la narrativa oficial de que El Salvador es “el país más seguro del hemisferio occidental”, los datos desmienten esta afirmación. El Índice Global de Paz 2024 coloca al país en la posición 107 a nivel mundial. Esto se debe a que no solo hay que medir los homicidios, sino también la militarización, justicia, libertad y derechos humanos. Al reducir la seguridad a cifras manipuladas y ocultar desapariciones, muertes carcelarias y represión estatal, el gobierno construye una ilusión peligrosa.
Bukele, Trump y la obediencia al norte
Pese a su retórica de independencia y su constante apelación a la soberanía nacional, el gobierno de Bukele ha mantenido una relación estrecha y sumisa con los intereses del imperialismo estadounidense, especialmente en materia migratoria, seguridad regional y política exterior. El discurso nacionalista contrasta profundamente con la práctica concreta de subordinación al poder de Washington, que ha continuado e incluso profundizado bajo su administración.
Desde su llegada al poder en 2019, Bukele estableció una relación directa con Donald Trump, basada en el alineamiento ideológico y la funcionalidad geopolítica. Esta postura marcó el inicio de una relación donde El Salvador aceptó convertirse en parte activa del dispositivo de contención migratoria yanqui.
Uno de los ejemplos más claros fue la firma del acuerdo de “Tercer País Seguro” en 2019, bajo presión de la Casa Blanca. Aunque disfrazado como un “Acuerdo de Cooperación de Asilo”, en los hechos implicaba que El Salvador aceptara recibir migrantes expulsados de Estados Unidos, incluso sin tener condiciones materiales para garantizar su protección o integración. Este pacto transformó al país en zona de contención imperialista, utilizada para externalizar las fronteras estadounidenses y criminalizar la migración.
Además, los vuelos de deportación de migrantes salvadoreños se han incrementado, incluso con traslados forzados de personas con enfermedades, menores de edad o casos sin sentencia judicial. Lejos de cuestionar esta política, el gobierno ha aplaudido la cooperación represiva, consolidando su papel de gendarme regional al servicio de Washington.
Este año, Estados Unidos comenzó a enviar migrantes considerados criminales (aunque algunos no lo fueran) para ser encerrados en el terrorifico Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot). Además, ese gobierno barajó la posibilidad de enviar incluso estadounidenses a este centro. Este nivel de subordinación para congraciarse con Trump es inédito en la región.
En términos más amplios, el régimen de Bukele ha demostrado una obediencia sistemática al capital estadounidense. El acuerdo con Google para la digitalización de las instituciones gubernamentales implica una cesión total de soberanía tecnológica y de datos a una corporación extranjera. Lo mismo puede decirse del fallido experimento con el bitcoin, inicialmente impulsado como una “descentralización monetaria”, pero que terminó reforzando la dependencia de los mercados especulativos y del dólar estadounidense.
La conexión ideológica con el trumpismo es también evidente. Bukele ha replicado el modelo de liderazgo personalista, antiderechos, policial y mediático promovido por Trump y otros populistas autoritarios de derecha. Su gobierno ha perseguido a periodistas, criminalizado la protesta y militarizado el país. En ese sentido, El Salvador se ha convertido en un laboratorio del autoritarismo neoliberal.
Una “acumulación por despojo”
El proceso político-económico que impulsa el gobierno de Bukele puede definirse como una “acumulación por despojo”.
En El Capital, Marx definió la acumulación primitiva como el proceso violento y fundacional que permitió la transición al capitalismo. En este contexto, esta acumulación no es un acto voluntario de intercambio, sino un proceso de desposesión y disciplinamiento social, donde los productores son separados de sus medios de vida para convertirse en fuerza de trabajo explotable.
El Salvador, evidentemente, no vive una transición al capitalismo —pues este ya se encuentra plenamente instaurado en su forma dependiente y subordinada. Pero sí experimenta una reconfiguración autoritaria de sus condiciones estructurales para permitir una nueva etapa de acumulación capitalista, luego de una prolongada crisis institucional, territorial y económica que acercó al país a la categoría de Estado fallido.
Durante décadas, el territorio salvadoreño estuvo fragmentado por el control de maras, redes criminales y economías informales, en lo que se puede denominar un dominio de sectores lumpen-burgueses, que actuaban como obstáculos para el ingreso del capital formal. Esta situación impedía la inversión extranjera, limitaba la expansión del turismo, y volvía inviable el despliegue de nuevas formas de valorización del capital.
Lo que hace el régimen de Bukele, bajo el paraguas del “Plan Control Territorial” y el estado de excepción, es desarticular violentamente esas estructuras paralelas, no con fines emancipadores, sino para liberar territorio y fuerza de trabajo al servicio del capital emergente, tanto nacional como extranjero. La militarización, el encarcelamiento masivo de sectores marginalizados y la criminalización de barrios enteros son funcionales a una nueva ronda de acumulación, esta vez dirigida por una burguesía tecnológica, inmobiliaria y turística vinculada al poder político.
David Harvey plantea una actualización del concepto de «acumulación por desposesión», en el que los medios de vida de los sectores populares —incluidos sus modos informales de subsistencia— son desmantelados para dar paso a nuevas formas de explotación. Este marco explica cómo el régimen de Bukele reordena el país como una zona de inversión segura, orientada al capital internacional, sacrificando a cambio los derechos laborales, la soberanía territorial y la organización popular.
Los megaproyectos turísticos como Surf City, el impulso a las Zonas Económicas Especiales, la alianza con Google y el bitcoin no son políticas de desarrollo autónomo, sino instrumentos de reestructuración neoliberal, donde el Estado actúa como agente directo del capital y utiliza la violencia (legal e ilegal) para asegurar la generación de riqueza.
Este proceso se acompaña, además, de la emergencia de una nueva élite empresarial afín al gobierno: “esto es un gobierno que se está manejando como una empresa con sus allegados, logren obtener mayores ganancias, generen un proceso de acumulación de capital que les lleve a convertirse en parte de la oligarquía salvadoreña. Parece que es tanto el éxito que está teniendo el presidente Bukele que ya se convirtieron en terratenientes, ya son cafetaleros, son propietarios de inmuebles y entonces ellos ya están casi por sentarse en la mesa de la oligarquía salvadoreña”.
Un dictador “cool”, entre el marketing y la represión
El caso de Bukele condensa una gran paradoja, un régimen autoritario, neoliberal y proimperialista que goza de altísimos niveles de aprobación popular. El propio presidente se autodenomina, con cinismo e ironía, como “el dictador más cool del mundo”, haciendo de la banalización de la autocracia un producto de exportación global. Este fenómeno no es un accidente, sino el resultado de una estrategia diseñada para despolitizar, reprimir toda organización popular y ocultar el despojo tras una estética digital de modernidad y orden.
El modelo bukelista, como ya se apuntó, no representa una ruptura con el neoliberalismo, sino su radicalización autoritaria. Se trata de una versión corporativa del Estado, donde el Ejecutivo actúa como garante directo del capital. A cambio, ofrece una promesa de seguridad y pertenencia al “nuevo El Salvador”. Es el sueño neoliberal hecho espectáculo, sin sindicatos, sin protestas, sin parlamento, sin crítica, sin derechos.
Es evidente que este régimen no busca la emancipación de la clase trabajadora, sino su domesticación. Se ha reprimido al sindicalismo, desmantelado el empleo público, militarizado la vida cotidiana, desfinanciado los servicios sociales y entregado la soberanía a Trump y el FMI. A pesar de ello, la popularidad de Bukele sigue siendo alta. ¿Cómo explicar esta contradicción?
La respuesta está en las condiciones históricas de descomposición social e institucional que precedieron a su gobierno. El vacío dejado por los partidos tradicionales, la corrupción, la violencia y la precariedad generaron una profunda desconfianza hacia la democracia burguesa liberal. En ese contexto, el bonapartismo bukelista se presenta como una “salvación”, aunque sea a costa de derechos.
Pero ese espejismo no puede sostenerse indefinidamente. El capitalismo autoritario salvadoreño bajo Bukele se basa en la deuda, la represión y las redes sociales. Sus límites estructurales siguen intactos. La verdadera transformación sólo será posible desde abajo, con organización popular, crítica anticapitalista, y lucha colectiva por un modelo económico y político al servicio de las grandes mayorías, no de las élites nacionales ni del imperialismo extranjero. La dictadura “cool” de Bukele no es el futuro, es el pasado reciclado en forma de meme.