Tomado de Naville, Pierre. Le Nouveau Léviathan 4: les énchanges socialistes. Éditions Antrophos, París, 1974. Traducción especial para Socialismo o Barbarie e Izquierda Web: Renata Padín.
4- Los intercambios socialistas
Segunda parte: la planificación como operación y experiencia
Capítulo I: Racionalidad y lo óptimo
Medio y fin
Existe en lo sucesivo una inmensa literatura sobre la planificación económica, tanto en los estados capitalistas como en los socialismos de Estado. No retengamos más que lo que interesa aquí a nuestro objetivo la investigación de las vías del socialismo y del comunismo. Se verá enseguida que todo el problema se divide en dos grupos de cuestiones: las que atañen a la coyuntura y las que tocan a la estructura. En cuanto a la coyuntura, no se puede apreciar realmente en detalle más que si se dispone de información completa, actualizada y frecuente. Lo que equivale a decir que si esta información falta, la coyuntura se reduce a la conjetura. Pero ése es el caso en los socialismos de Estado. Las administraciones están vinculadas por el secreto y la amenaza de sanciones penales. El Estado se ocupa de no emitir más que señales optimistas, intercaladas para la ocasión en los discursos o informes oficiales. Estudiar una evolución se vuelve así tan o más difícil que analizar una estructura. Esto es quizá una ventaja: los administradores de la URSS, por ejemplo, al no ver más que la coyuntura en la evolución capitalista actual, se las ingenian para descubrir sus mecanismos en detrimento de estructuras más estables, y deducen todo de la primera sin molestarse en analizar las segundas (CHECK); en cuanto a los economistas occidentales, sin nada que hacer respecto del estudio de la coyuntura, deben centrar su esfuerzo sobre las grandes estructuras, a las cuales remiten éxitos y deficiencias.[1]
Doble ceguera [2]
Toda estructura económica (relaciones sociales y movimientos de productos) supone una relación entre medios y fin. Si la planificación, en tanto el Estado dispone de todos los medios y puede determinar por sí los fines, es la operación esencial de la estructura, es necesario que el conjunto de los planes que constituyen el proceso de planificación establezca ciertas modalidades particulares de la relación entre medios y fines que le sean propias. Estas modalidades se juzgan en sí mismas, pero al mismo tiempo también en comparación con las modalidades particulares de las relaciones capitalistas (y precapitalistas) a las que considera superadas y con las relaciones comunistas supuestas, e incluso previstas, del futuro.
La relación entre medios y fines tiene en cierta medida una prioridad experimental sobre la planificación. Es precisamente esa relación la que permite concebir la planificación como un medio, o como un fin, o como una combinación de esas dos formas de análisis. La manera en que se planteará la cuestión tiene una incidencia inmediata en la elección de los factores de transformación de la relación. Por un lado, habrá que saber cuáles son los elementos reales de planificación existentes en las relaciones capitalistas, consideradas por lo demás como “anárquicas” (es la significación misma del sector público y de los monopolios privados o estatales lo que está en juego aquí); por el otro, hay que saber, o calcular, lo que subsistirá de planificado en un régimen que sustituiría el intercambio de valores por intercambio de servicios.
Habría que precisar entonces qué se entiende aquí exactamente por medio y por fin. Dejando de lado el aspecto puramente filosófico de la cuestión, se constata en primer lugar que no tienen existencia separada: su relación es inmanente. No hay medios más que en vista de un uso, de un fin, y no se puede perseguir finalidad alguna si no se emplean ciertos medios. Es esta relación la que define una operación bien identificada, bien definida y bien proyectada. Pero la cuestión no se agota en esta dependencia: la existencia de ciertos medios se vuelve en sí misma un fin, y ciertos fines juegan el rol de medios. Planificar es señalar un objetivo deseable o prescrito; puede ser también el medio de alcanzar ese objetivo. Para un plan obligatorio, definir su objeto es al mismo tiempo definir su objetivo, y es también definirse como medio. Si la planificación es una operación –y sin duda lo es–, su objeto es a la vez su medio y su efecto.
De la naturaleza (de la existencia concreta) de los medios y fines de la planificación no diré nada aquí. No se trata más que de las formas y del sentido de la operación. Desde este punto de vista, toda relación social se ejerce en una dirección: se supone que el medio precede al fin, al efecto. Lo propio ocurre en el plan. El tiempo, la transformación, es entonces una instancia que se cierra sobre un plazo (por lo general calificado como corto, mediano o largo). Pero se percibe inmediatamente una diferencia en ese curso: como medio (condiciones de ejecución), la planificación actúa de manera determinada, necesaria; pero como fin, no trata más que con lo aleatorio (comúnmente llamado variantes o hipótesis). De allí las incertidumbres propias de los modelos, rigurosos en sus restricciones instrumentales, pero sólo probables en sus implicancias futuras. Esto es lo que vuelve tan dudoso, y hasta inquietante, el carácter de racionalidad determinante que le atribuyen al plan quienes lo gestionan.
Racionalidad e irracionalidad
Preobrajenski no temía llamar al plan una razón socialista. ¿Es porque había habido una razón burguesa? La crítica socialista tenía, sin embargo, el hábito de ver a ésta como sinrazón, o en todo caso como irracionalidad.
Uno sería más bien llevado a admitir que en todo sistema social existe una manera racionar de hacerlo funcionar, pero también una manera irracional. Maximizar las ventajas, minimizar los inconvenientes; he aquí lo que sería racional. En suma, se encuentra aquí la necesidad de una coordinación tan satisfactoria como sea posible de los medios y una adecuación igualmente satisfactoria de los medios a los fines.
En este sentido, el sistema capitalista y liberal de mercado no aparece como irracional más que para otro sistema que establezca otra forma de cohesión. En sí mismo, el sistema burgués capitalista establece las normas de su propia racionalidad. Lo que aparece a sus adversarios como irracionalidad (el despilfarro, los gastos inútiles, las fluctuaciones exageradas de la coyuntura, las contradicciones excesivas, la explotación), como “anarquía”, se presenta a sus propios ojos como defectos subsanables, incertidumbres más o menos evitables, injusticias temporarias, sin que esto destruya su razón de ser: el movimiento del capital retenido en manos privadas. Aun allí donde los grandes oligopolios o los monopolios de estado forman una parte determinante de la vida económica, la racionalidad del sistema no queda destruida sino más bien fortalecida, porque estas formas de organización del poder económico y puisent el origen de su continuidad y de su permanencia, al tiempo que anuncian su propia transformación.
Puede decirse que en el mismo sentido la planificación, sistema general de una economía sin burguesía propietaria, es racional en la medida en que permite alcanzar objetivos fijados por los planificadores. Y, a pesar de las incertidumbres, los errores y las contradicciones que se manifiestan también en este caso, se dirá que la planificación, en su conjunto, es racional.
¿Significa esto que el principio de racionalidad posee una virtud propia, en cierto modo independiente de los sistemas a los que rige? Uno estaría tentado de pensarlo si hace referencia a dos aspectos reales de la economía mundial actual. El primero es el reconocimiento de alteraciones cada vez más manifiestas en la economía d mercado capitalista. Los grandes oligopolios y el Estado lo regulan cada vez más, en detrimento de su espontaneidad inicial. Simultáneamente, se ve cómo los socialismos de Estado recuerden cada vez más abiertamente a mecanismos de un “mercado socialista” propiamente dicho. Parecería entonces que en uno y otro caso se pone en marcha una racionalidad introducida por modos diferentes de planificación.[3]
¿Puede decirse entonces que esta racionalidad –éste es el segundo aspecto– es en cierto modo de naturaleza técnica, y que por esta razón es esencialmente neutra? Esto es lo que entienden muchos tecnócratas de todas las tendencias, aunque en esta estimación se escuden detrás de ideologías diversas. Y sin embargo, no es así, si se admite en todo caso que no existe una “diosa razón” que presida los métodos reales de planificación económica y social, sea en el marco del capitalismo de monopolios o en el del socialismo de Estado. Si, en efecto, como habíamos recordado, la racionalidad designa la adecuación de un medio a un fin, lo que hay de técnico en el medio puede en rigor considerarse como neutro, pero la finalidad no lo es, y nunca lo será. Diversos objetivos intermediarios, situados en un proceso productivo o una modalidad de gestión, pueden en rigor considerarse como técnicamente neutros, pero su rol de relevo en la cadena queda indicado por el objetivo final de todo el proceso; por consiguiente, su carácter racional se debe más bien al lugar que el fin buscado les asigna en el conjunto del proceso que a su naturaleza técnica en la operación correspondiente.[4]
Ciertos autores, al reflexionar sobre la planificación, han considerado no obstante que ésta encerraba, por la naturaleza misma de sus operaciones, una racionalidad que se devenía, en cierto modo, sinónimo de artificial. La racionalidad sería la voluntad artificial, una segunda naturaleza, lógica, que domina lo espontáneo, lo natural de la vida económica. Pero esta visión, frecuentemente desmentida[5], supondría que la planificación es por sí misma un procedimiento superior a todos los procesos socioeconómicos concretos. Sin embargo, vemos que, por el contrario, la planificación entra en conflicto, como procedimiento trascendente, con las exigencias de la compatibilidad entre medios y fines, de las cuales la principal es la determinación concreta de las necesidades y los usos.
Cuando el plan excede, en efecto, los bilans-matières, en cantidad (número, volumen o peso) para alcanzar los bilans en valor (costo y precio), y más aún, en tiempo y en capacidades de trabajo, los objetivos buscados se determinan por medios cada vez más complejos. Relacionar de manera orgánica estos distintos bilans, hacer de ellos un solo sistema, es algo que todavía ningún plan ha logrado realizar. El obstáculo aquí no es técnico, sino político. Porque todo el edificio descansa sobre un solo fundamento, que es la racionalidad de los usos.
Aún estamos aquí en plena irracionalidad, porque ningún régimen actual puede pretender seriamente que pone en el origen mismo de sus planes una determinación racional de los usos. Es decir: el socialismo de Estado (como tampoco el capitalismo de los grandes oligopolios) no alcanza la racionalidad que sería la propia de un comunismo auténtico; además, por el momento, la burocracia le cierra esa vía. Los usos de los que trata, las modalidades de cooperación que supone, no son más que cotes mal taillées entre necesidades de otro orden; esas necesidades son del ámbito de los valores de cambio, y los fines que se impone el Estado como poder opresivo. La planificación, por el momento, es impotente.
Lo óptimo y sus elecciones
A falta de racionalidad pura, los economistas recomiendan la búsqueda del óptimo.[6] El concepto es seductor: es casi “el mejor de los mundos posibles”. Si se alcanza el óptimo, no se puede ir más allá en el orden de lo mejor; es algo que puede demostrarse. Hay un tinte de felicidad en este concepto, que hace que esté muy difundido.
La receta general es consabida: asegurar, a fin de obtener un objetivo determinado, una combinación de factores en los que la cantidad de cada uno de ellos sea tal que todo aumento o disminución de uno o varios de ellos sólo puede hacer crecer el costo de la combinación. La optimización, precisada por medios matemáticos, supone así algunos axiomas que la validan: 1) el óptimo es una expresión del valor marginal; 2) el óptimo debe calcularse teniendo en cuenta todos los factores susceptibles de influir en el resultado; 3) todos los factores son llevados a la medida común de un costo (monetario); 4) el óptimo debe calcularse al nivel del agregado o unidad económica más débil, a partir del cual se podrá elevar progresivamente.
Estos axiomas dependen de condiciones más generales, consideradas como de definición previa: un sistema monetario regula los costos y los intercambios, y el trabajo es un factor al mismo título que el capital, el interés y muchos otros parámetros.
Es evidente que el cálculo del óptimo supone un elemento de planificación. Pero durante mucho tiempo, en la URSS, los economistas contaron con el hecho de que a un plan elaborado por fuera de toda referencia a intereses capitalistas públicos o privados le bastaba con un óptimo directamente fijado como objetivo a alcanzar, sin preocuparse de antemano por costos de factores.
Paulatinamente, en particular a partir de los años 60, los reformadores, alarmados por las incoherencias de los planes, el despilfarro, los elevados gastos y la falta de certeza de los criterios del éxito –tan obligatorio para los gestionadores como para los ejecutantes–, propusieron la adopción de fórmulas de optimización (de largo perfeccionamiento en las economías capitalistas más desarrolladas). No sólo como medio de alcanzar ciertos objetivos, sino como sistema de determinación de los objetivos mismos. Es lo que sus partidarios llamaron el respeto de las “leyes económicas del socialismo”, por oposición al “voluntarismo”, el subjetivismo y la arbitrariedad.
Sin embargo, si el plan debe convertirse en instrumento de una determinación de objetivos, de una finalización, cabe tener en cuenta los intereses, estimados de manera directa, y no sólo las metas fijadas por la dirección política (el Partido). Novoshilov, entre otros, se hizo abogado de esta causa. Para él, no es “el fusil el que comanda a la política”, es “la máquina la que comanda a la economía”, y por lo tanto a la política. La primera preocupación de la planificación debe ser entonces buscar “el óptimo matemático”.[7]
“No se puede determinar la eficacia comparada de diversas formas de relaciones socialistas, de diversas variantes de organización socialista, de la economía y de los diversos procesos tecnológicos –dice– sin recurrir, como regla general, a una análisis cuantitativo que se apoye sobre el empleo de métodos econométricos”. La demarcación artificial entre planificación tradicional y econometría, la optimización, se debe a la diferencia insuficientemente reconocida entre factores cuantitativos y factores cualitativos. No obstante, para él “la obtención de resultados se basa aquí sobre la comparación y la clasificación de diversos valores de uso diferenciados cualitativamente (…) La conformidad de los intereses particulares con el interés social supone necesariamente que los elementos directores de la producción estén interesados en la eficacia máxima de su actividad –sus planes y decretos de aplicación– y que pongan en juego su responsabilidad (…) La constitución de nuevas relaciones, más adecuadas, entre los órganos de planificación y las empresas debe basarse sobre los principios de ventajas mutuas y de responsabilidad recíproca”. Para lograr esto, las relaciones entre dirigentes y ejecutantes deben volverse contractuales: “Relaciones de cooperación en la obra en común, relaciones de asistencia mutua y de responsabilidad recíproca, se agregan a las de orden y obediencia. Tales relaciones recíprocas entre los niveles superiores y los inferiores de la producción responden mejor a la verdadera naturaleza del socialismo que las relaciones heredadas de las condiciones anteriores a las reformas, que expresan una preponderancia manifiesta de los elementos administrativos de orden y ejecución”.
Los planes prospectivos suponen así, desde el principio, una consideración más cualitativa de los factores, basada sobre los intereses a menudo descoordinados de las partes en cuestión, y sometida al cálculo. La evolución de las necesidades en las diferentes categorías de la población, el progreso científico y técnico, las formas de gestión, la multiplicación de las relaciones económicas, entran en conflicto con demasiada frecuencia con las estructuras cuantitativas de los planes, de manera que el rápido desarrollo de “formas de relaciones de producción (…) generan disparidades más frecuentes entre las formas de relaciones de producción ya constituidas y el estado de las fuerzas productivas”.
¿Habrá que ver aquí algo análogo a lo que dicen los maoístas sobre la contradicción en el régimen socialista entre fuerzas productivas y relaciones de producción, con la salvedad de que Novoshilov llama disparidades a lo que Mao llama contradicciones? Las explicaciones del econometrista ruso son aquí de lo más oscuras. Evoca el problema de que llama “la optimización de las relaciones de distribución”, cuya naturaleza sería la de debilitar las disparidades a las que se refiere. El problema sería entonces el de la “correlación óptima entre el aumento del rendimiento del trabajo y el salario promedio; de la correlación entre el salario de base y las primas; del volumen óptimo para los fondos de incentivo, etc.”. En suma, habría que “descubrir las relaciones económicas precisas que, en la coyuntura histórica concreta del período a planificar, cuadran lo más exactamente posible con las fuerzas productivas dadas”.
El autor considera que no se sabe bien de qué manera, por ejemplo, “medir la influencia de factores tales como las formas de propiedad social, los diferentes factores de hozrascët (gestión equilibrada) de primas, o incluso de salarios, en los índices de eficacia económica del trabajo o en el nivel de bienestar de la población”, lo que dependería precisamente de las disparidades en cuestión. Podría creerse entonces que lo primero que hay que hacer sería dar la palabra a los obreros, a los asalariados y a los cuadros de las empresas. Pero no: lo que importa al reformador es más bien la “relación económica” que hay que optimizar en primer lugar; son las “relaciones entre los escalones dirigentes y los ejecutantes de la producción, y el criterio de compatibilidad de sus intereses materiales y de sus motivaciones psicológicas”.
Estas relaciones, que son contradicciones antagónicas en el régimen capitalista, revestirían “un carácter totalmente diferente”, gracias al “sistema de propiedad social de los medios de producción”, porque ese sistema “permite un acuerdo completo de esos intereses”.
Novoshilov admite, no obstante, que si la extrema dificultad del problema “es algo poco claro”, implica sin embargo “un nivel científico y técnico en la gestión de la economía socialista infinitamente más elevado que el actual”. El uso de computadoras, dice, podría proveer ese nivel, de manera que un “acuerdo de la rentabilidad de las empresas y del plan permita mejorar el reparto según el trabajo”; según la fórmula de Marx, cada productor “recibe de la sociedad, una vez hechas todas las deducciones, exactamente tanto como le ha dado”. Pero Novoshilov subraya que esta fórmula es todavía “un problema en suspenso”. La razón principal, desde su punto de vista –y es aquí que su análisis se vuelve revelador– es que la fórmula no se aplica “a todos los niveles de la producción, sean los de quienes cumplen las tareas económicas o los de quienes las dirigen (…) Esta fórmula de distribución según el trabajo encubre todas las formas de remuneración: el salario y las primas, las retribuciones individuales y las colectivas, positivas y negativas (multas y otras formas de indemnización por pérdidas). Y si, hechas todas las deducciones, cada trabajador recibe de la sociedad exactamente en la medida de lo que le ha dado, teniendo en cuenta sus iniciativas exitosas, sus errores, los factores (dependientes o independientes de su persona) que influyen en el resultado de su trabajo, estarán reunidas las condiciones para que haya plena concordancia entre los intereses de los dirigentes y los de los ejecutantes”.
Novoshilov formula luego con más precisión la meta a la que apunta la “optimización”: “Las atribuciones de dirección de la producción son parte integral de la producción; de allí que el establecimiento de un aparato de dirección económica concebido como órgano puramente administrativo, antes que como el verdadero «cerebro» de la producción, sería una tentativa equivocada (…). Medir los resultados del trabajo vivo supone lógicamente que se los ha reducido a las condiciones equivalentes de empleo del trabajo. En esa meta, preconizamos los precios óptimos de los productos y de los recursos. El producto neto del trabajo, calculado con la ayuda de los precios, expresará el resultado del trabajo vivo reducido a condiciones equivalentes de empleo del trabajo (…) De este modo, en un sistema de planificación óptima, para medir los resultados del trabajo de todo trabajador o de todo colectivo de trabajadores, se presume la existencia de las siguientes condiciones: precios óptimos de remuneración por la utilización de los fondos de producción y de los recursos naturales; tomar en consideración los gastos que acarrean los precios óptimos y las normas de remuneración de los recursos (…) Pero la optimización de la remuneración según el trabajo (incluida la asignación de premios) exige, además, que se conozca la contribución de cada trabajador y de cada colectivo de trabajadores al resultado de su trabajo (…) Asimismo, la parte óptima del trabajo es más difícil de definir cuando se trata de la gestión de la economía que cuando el trabajo en cuestión está invertido directamente en la producción. Estimamos que es más importante medir los resultados del trabajo que determinar la parte óptima de cada trabajador en la remuneración de ese trabajo, porque, probablemente, un error en la parte óptima reduciría la influencia estimuladora de la prima infinitamente menos de lo que lo haría en la definición del trabajo. Y sobre todo, si no se tienen en cuenta, objetivamente, los resultados del trabajo colectivo y del trabajo de gestión, se corre el riesgo casi inevitable de emplear el sistema de primas sobre bases equivocadas (alzas imprudentes de los salarios)”.
Finalmente, Novoshilov mete el dedo en el punto que para él es esencial: la racionalización del trabajo de los dirigentes: “El grado de éxito en la distribución de funciones de dirección entre los eslabones de la producción condiciona también el progreso de la conciliación de intereses entre los niveles de decisión y los de ejecución y producción”. Lo que significa, en términos llanos, que si no se elaboran normas óptimas, completas y respetadas por los cuadros dirigentes, toda la economía corre el riesgo de crisis, tensiones entre dirigentes y ejecutantes, o algo peor.
Novoshilov desarrolla de la siguiente manera lo que él entiende por optimización de las funciones de gestión: “La mise en place del hozrascët en las relaciones entre los niveles de decisión y de ejecución de la producción implica que se saben medir las consecuencias positivas y negativas del trabajo de gestión y de determinación de su estimulación óptima. La complejidad de estos problemas se manifiesta especialmente cuando el nivel director toma una decisión que no es óptima y el nivel de ejecución, frente a una situación dada, encuentra la salida óptima; o, a la inversa, cuando el nivel director aporta un plan óptimo y el nivel de ejecución no lo lleva a cabo lo mejor posible. Se puede medir, es cierto, el resultado del trabajo de cada nivel basándose sobre evaluaciones «implícitas» internas (precios resultantes del hozrascët).[8]
Pero estas evaluaciones «implícitas» del trabajo son inaplicables a la determinación de la tasa óptima de remuneración del trabajo colectivo, y sobre todo de las funciones de gestión, y resultan todavía menos adecuadas cuando se trata de evaluar la tarea de innovación (…) En efecto, las evaluaciones implícitas del trabajo suponen que su efecto es homogéneo y divisible, porque esas evaluaciones expresan el producto (o el efecto) diferencial del trabajo, es decir, el crecimiento de una función precisa del plan, que proviene del gasto de una unidad adicional de trabajo de un cierto tipo. Y la asimilación de la remuneración del trabajo a su evaluación «implícita» supone a su vez una racionalización de la parte aportada por el trabajador, del consumo de todo el producto diferencial de su trabajo”.
“El trabajo de gestión es una tarea colectiva –continúa– que se une al trabajo universal. Pero el resultado del trabajo colectivo y –qui plus est– del trabajo universal, se revela como indivisible (…) El carácter indivisible del resultado de gestión impide aplicar las evaluaciones implícitas para medir los resultados de las funciones de gestión. Aunque el resultado de una mejora aportada a la planificación sea mensurable, al comparar, por ejemplo, un plan óptimo con un plan establecido según los métodos antiguos, los resultados y las evaluaciones implícitas se definen de manera diferente”.
A esto cabe agregar que el trabajo de los especialistas y gerentes anteriores entra en el resultado del trabajo de gestión en un momento dado. “Es por eso que la remuneración del trabajo de gestión no debe constituir más una cierta fracción (decreciente con el tiempo) del resultado de su trabajo, es decir, del crecimiento de la función determinada que estipula ese trabajo. La optimización de esa fracción, como la optimización del estímulo del progreso técnico, son problemas clave para el desarrollo de la economía nacional”.
Los desarrollos que acabamos de reproducir deben descifrarse. El lenguaje académico y profesional del autor encubre aquí datos e intenciones que revelan algunos de los aspectos más equívocos de las formas planificadas del desarrollo económico en el socialismo de Estado. Si se traducen estas explicaciones a un lenguaje más simple y práctico, se advertirá que consisten en normalizar las relaciones inscriptas en una forma de producción estatal basada sobre el intercambio de valores. En ese caso, la planificación no es ni más ni menos experimental que en el régimen capitalista. Seguramente, puede reducir una serie de despilfarros y de tensiones. Pero el empleo de métodos econométricos no alcanza ni con mucho a reemplazar, siquiera de manera progresiva, el equilibrio en valor por una nueva modalidad de evaluación de necesidades y de usos.[9]
[1] Es sabido que en la URSS los planes precisos y en detalle no se publican, sino que permanecen secretos. No se conocen más que datos fragmentarios presentados al Soviet Supremo, en los que se publican anualmente resultados parciales. Recientemente (febrero de 1972) se han declarado “secretos de Estado” los planes económicos (federales y nacionales), las directivas de elaboración del plan, los presupuestos, los planes de importación y exportación, los recursos geológicos y mineros, los recursos en divisas, los inventos y descubrimientos científicos, etc. Lo mismo vale para China.
[2] E. Zaleski intentó con éxito escapar a esta lógica; cf. su obra Planificación del crecimiento y fluctuaciones económicas en la URSS, 1962.
[3] Es lo que plantea F. Perroux al escribir: “Sería razonable, en el país que sea, definir el plan como un conjunto formulado lo más racionalmente posible de acciones ejercidas sobre las variables-medios, con el objetivo de modificar la velocidad o cambiar el nivel de las variables-objetivos” (Las técnicas cuantitativas de la planificación, 1965, p. 12). Agrega: “El plan se presenta, en un primer análisis, como un conjunto racional de macrodecisiones del Estado que tienden a equilibrios concretos y dinámicos buscados, diferentes de los que la economía de mercado, de manera imperfecta, había desarrollado mediante su funcionamiento espontáneo” (p. 11). F. Perroux llama a esta planificación discrecional, por contraste con la que sería formalizada (automática). En la práctica, toda planificación, en la URSS o en Francia, es discrecional.
[4] Un trabajo mío de 1970 dice: “La racionalidad de una evaluación económica y social pude definirse como la conformidad a la obtención de un fin establecido al menor costo. Este objetivo mismo comprende siempre ciertas condiciones de equilibrio, o, si se quiere, de proporcionalidad. Cualquier otra concepción de la racionalidad de un tipo de gestión no hace más que remitir a una oposición racionalidad-irracionalidad cuya significación es poco clara, o directamente confusa. Si se admite que un programa calculado puede considerase como una estrategia, cabe recordar que una estrategia siempre está dominada por una meta o un objetivo. Toda la dificultad consiste entonces en definir esa meta (su naturaleza, su modalidad, sus plazos). La irracionalidad no puede meramente asimilarse a un error, a una imperfección de los medios o en general a un obstáculo, superado o no (…) En los sistemas económicos actuales, la meta a alcanzar (e incluso su finalidad inmanente) es el crecimiento de los valores intercambiables de modo tal que la suma de los valores producidos sea la máxima posible, de manera que la parte de valor excedente o plusvalía que genere sea también la máxima posible. Si la informática contribuye a esta maximización, su racionalidad resulta entonces indiscutible en el marco de un sistema de mercado” (P. Naville, El tiempo y las técnicas, 1972).
En el mismo sentido, cf. M. Godelier, Racionalidad e irracionalidad en la economía, 1966: “La racionalidad intencional de un sistema social se manifiesta bajo la forma y a través de los actores con fines por los cuales los individuos combinan medios para alcanzar sus fines. Pero este análisis «formal» no dice nada de la naturaleza de esos medios y esos fines. (…) No hay racionalidad en sí ni racionalidad absoluta. Lo que es racional hoy puede ser lo irracional de mañana. En suma, no hay racionalidad exclusivamente económica (…) En definitiva, la noción de racionalidad remite al análisis del fundamento de las estructuras de la vida social, de su razón de ser y de su evolución”.
[5] Por ejemplo, A. Cournot, para quien las civilizaciones recorren el “ciclo de las edades” que conducen a su desaparición y no pueden escapar a ella más que evolucionando de lo vivo orgánico a lo administrativo mecánico: “Lo que puede quedar liberado de ley fatal de las edades –dice– no lo hace más que por una fijeza de principios y de reglas incompatibles con las fases del movimiento vital. De este modo se establece un orden de hechos sociales que tiende a depender de principios o ideas puramente racionales (…) y que nos conduce a una especie de mecánica o física de las sociedades humanas, gobernadas por el método de la lógica y el cálculo. De modo que lo que se llama propiamente una civilización progresiva (…) [es más bien] el triunfo de principios racionales y generales de las cosas sobre la energía y las cualidades propias del organismo vivo”, Tratado del encadenamiento de las ideas fundamentales en las ciencias y en la historia, 1861. Sin embargo, Cournot relaciona lo racional de la naturaleza con la lógica de lo artificial.
[6] Ciertos economistas asimilan, por otra parte, óptimo y racionalidad. A. Bergson escribe, por ejemplo: “En general, hasta una época reciente la teoría del valor trabajo se presentaba [en la URSS] no como habría podido hacérselo a la luz del análisis occidental contemporáneo sino más bien tal como lo había hecho hace mucho Marx. Y, lo que es aún más importante, se construyó sin beneficiarse del concepto fundamental de valor marginal. Por ende, era absolutamente inevitable que el concepto mismo de óptimo económico, es decir, de una racionalidad económica integral, se comprendiera sólo de manera muy imperfecta”, The Economics of Soviet Planning, 1964, p. 330.
[7] Cf. Novoshilov, “La planificación óptima en su fase moderna”, Voprossi ekonomiki [Cuadernos de economía], 1970, Nº 10.
[8] Novoshilov apunta aquí a las propuestas de Kantorovich. Cf. El nuevo Leviatán, 3: El salario socialista, vol. II, pp. 447-474.
[9] J. Kronrod, partidario del “mercado socialista”, intentó una presentación de la teoría de las necesidades que se podría criticar sin mucho esfuerzo (La ley del valor y la economía socialista, Moscú, 1970). Contra los “optimalistas”, recuerda que Engels hablaba de un plan de producción determinado “por la comparación de los efectos útiles de los diferentes objetos de consumo y de la cantidad de trabajo necesario para su producción”, lo que según él no quiere decir comparar el efecto útil de una naranja y de un jabón, sino sólo el mismo efecto para diferentes clases de naranjas o de jabones. Esta última forma de comparación no puede efectuarse más que mediante el estudio de las necesidades solventes, porque se está en un régimen de mercado.




