2.1 Menos globalización, más fragmentación
La globalización comercial capitalista pende de un hilo tras la elección de Trump. Todo el planeta se prepara para múltiples episodios, cuyos protagonistas y duración es imposible predecir, de guerras comerciales, con aranceles, y contra aranceles, medidas legales y proteccionismo por doquier. Para tener una medida, la ley Smoot Hawley de 1930 en EEUU, que fue el disparador de la guerra proteccionista de la década del 30, había aumentado los aranceles de importación hasta un 20%, pero en promedio en un seis por ciento, lo que tuvo como resultado un derrumbe del comercio mundial de un 65%. Trump ha hablado de un piso del 10% y de aranceles del 60% contra China (ya Biden introdujo un arancel del 100% a los autos eléctricos chinos). De modo que incluso si Trump implementa sólo en parte sus propuestas, de todos modos estaríamos ante el mayor incremento arancelario desde la Gran Depresión.
El conservador Peterson Institute for International Economics calcula que un arancel universal del 10% como el que propone Trump, seguido de represalias de aliados y adversarios, reduciría en un punto porcentual el crecimiento del PBI durante los dos primeros años de su implementación, y se convertiría en un lastre permanente luego. Más allá de cuánto se termine concretando de las promesas/amenazas de Trump, una cosa parece segura: en el contexto internacional actual, y a diferencia de su mandato anterior, lo que haga en estos cuatro años va a tener consecuencias por muchos años más.
Los sectores más halcones del Partido Republicano prometen terminar con “el error de 70 años de abrir los mercados de EEUU a la competencia abierta”. Pero a no confundir sus objetivos: “En Washington, los halcones comerciales no albergan ninguna esperanza de cambiar la conducta de China. Para ellos, lo que Trump quiere es reindustrializar EEUU. No puede quebrar a China, o detener a China. Pero puede defender la economía [de EEUU] de un ‘shock China 2.0’, explica uno de ellos” (“Trade wars are coming”, TE 9422, 9-11-24).
Ya se acuñan nuevas palabras, como “blocalización”, que designa una dinámica donde, a diferencia de la globalización –que invita a los inversores a instalarse en cualquier lugar del globo mientras las condiciones económicas sean ventajosas–, el criterio del puro lucro se ve atemperado y complementado por otro: la inversión debe ir a un país de “nuestro bloque”. En el mismo sentido aparecieron neologismos en inglés como “friend-shoring” (inversión externa, pero sólo en un país amigo) y “near-shoring” (invertir en un país cercano geográficamente; los ejemplos más comunes respecto de EEUU son Canadá y México).
De esta manera, como ya habíamos señalado en textos anteriores, la lógica de la circulación del capital deja de atenerse a criterios puramente económicos de eficiencia de costos (lo que podríamos llamar “cheap-shoring”), sino que ahora debe incluir en la ecuación elementos extraeconómicos: intereses geopolíticos, estrategias de seguridad nacional, competencia hegemónica y militar… En suma, el gran logro de la globalización de los 90, que era haber erigido la lógica de la eficiencia del capital y de los mercados en el criterio supremo, ante el cual debían inclinarse empresas, Estados nacionales y la legislación internacional, ha retrocedido y, al menos en parte, se ha desvirtuado. Según la clara y sintética definición de Jacob Kierkegaard, del conocido think tank europeo Bruegel, “el comercio solía ser una cuestión de economía; ahora resulta que también es una cuestión de geopolítica”. Este cambio radical probablemente se mantenga por largos años, hasta tanto se consolide un orden mundial con un líder capitalista de hegemonía indiscutida… o ese orden colapse.
No es una exageración, sino exactamente la expresión al uso: “Durante años el orden que ha gobernado la economía global se ha venido erosionando. Hoy está cerca del colapso. Una preocupante cantidad de factores podría disparar un descenso a la anarquía, donde la razón está en el poder [might is right] y la guerra vuelva a ser un recurso para las grandes potencias. (…) La desintegración del viejo orden es visible en todas partes. Las sanciones se usan cuatro veces más que durante los 90 (…), hay una guerra de subsidios en curso, con los demás países copiando a China y EEUU (…), los flujos globales de capital se están empezando a fragmentar (…). Las instituciones que resguardaron el sistema anterior o bien ya están extintas o pierden credibilidad rápidamente. (…) La primera guerra mundial liquidó una primera era dorada de globalización (…). En agosto de 1971 Richard Nixon suspendió la convertibilidad del dólar frente al oro; sólo 19 meses después, el sistema de Bretton Woods de tipo de cambio fijo se desmoronó. Hoy, una disrupción similar es de lo más imaginable” (“The new economic order” TE 9396, 11-5-24).
Estos temores, expresados medio año antes del triunfo de Trump, se están materializando. El resultado de este cuadro es, como vimos en la primera sección, una creciente fragmentación y regionalización –con criterios ya no puramente económicos– del comercio y la producción. Este retroceso de la globalización económica –hay quienes lo llaman, quizá exagerando, desglobalización– se da así en dos planos: el comercial –donde la OMC ha pasado de ser la autoridad indiscutida sobre todos los estados a la cuasi irrelevancia actual–[1] y el de la conformación de cadenas de suministros y de valor globales. Las decisiones de localización de producción de materias primas, diseño de producto y armado/ensamble han pasado de las férreas normas del mercado a una mixtura inestable que incluye consideraciones políticas, estratégicas, militares, etc.
Ahora bien, tal no sucede en otros dos planos, en los que la globalización no ha cedido paso a factores extraeconómicos: las finanzas y el sistema monetario. La prevalencia global del sistema SWIFT de clearing internacional se mantiene incólume, pese a la propaganda (y a los intentos) de Rusia –sobre todo– y otras víctimas de sanciones de EEUU. Y la hegemonía del dólar sigue por ahora incontestada. Ni el aumento del comercio bilateral en moneda local entre Rusia y China, ni los anuncios rimbombantes de la cumbre de los BRICS en el sentido de la creación de un “Banco del Sur” como paso hacia la transición a un modelo de comercio global desdolarizado pasan, por ahora, de pías expresiones de deseos.
La posibilidad de un “desacople” profundo entre las dos mayores economías del planeta abre la posibilidad de una superposición –económicamente ineficiente, por supuesto– de cadenas de suministros, con decenas de países envueltos en la incómoda posición de o bien optar por uno de los rivales o intentar un difícil y peligroso equilibrio. Pero esa voluntad de escapar al bloque enemigo no es tan sencilla de concretar en el caso de EEUU y Europa. Ocurre que la dependencia de las importaciones chinas no se limita al comercio directo, que puede estar sujeto a aranceles, sanciones, bloqueos o boicots. Cuando se computan las importaciones de terceros países que tienen componentes chinos, se hace patente el verdadero nivel de interpenetración del comercio global: según un estudio de IMD Business School, la dependencia de EEUU respecto de China es cuatro veces mayor que la que indican las meras estadísticas de intercambio bilateral (“Xi Jinping swings his ‘assassin’s mace’” (TE 9434, 8-2-25). Es exactamente lo que sucede, de paso, con los tres miembros del USMCA (EEUU, México y Canadá): EEUU descubre, mortificado, que lo que importa de sus vecinos tiene un fuerte porcentaje de trabajo chino incluido. No es tan fácil poner arena en los engranajes de la globalización; la ley del valor capitalista se toma revancha de la geopolítica imperialista.
2.2 Un crecimiento mediocre y carente de motores
La economía mundial se caracteriza desde al menos una década y media por tasas de crecimiento mediocres, que en realidad son un promedio de algunas regiones dinámicas (Asia y parte de África) con otras de performance entre digna y aceptable (Europa oriental, Latinoamérica, EEUU) y el grueso del mundo desarrollado con crecimiento muy bajo o estancado. En los años posteriores a la pandemia este patrón sólo se ha modificado hacia abajo (desaceleración de China) y sigue sin aparecer un motor regional (o una innovación tecnológica) a partir del cual se vislumbre un despegue del crecimiento y un nuevo ciclo expansivo del capitalismo global.
En abril pasado, el FMI en su Panorama Económico Global (sigla inglesa WEO) reconocía que “ante diversos obstáculos, las perspectivas de crecimiento se han ensombrecido. El crecimiento global se frenará a apenas encima del 3% para 2029, según proyecciones quinquenales. (…) Esto amenaza revertir las mejoras en estándar de vida, y la desigualdad entre naciones ricas y pobres limita las perspectivas de una convergencia global de ingresos. (…) Un escenario de bajo crecimiento persistente, combinado con tasas de interés más altas, puede poner en riesgo la sostenibilidad de la deuda, restringiendo la capacidad de los gobiernos de compensar la baja actividad e invertir en bienestar social o iniciativas ambientales. (…) Todo esto es exacerbado por fuertes vientos de frente derivados de la fragmentación geopolítica, así como políticas comerciales unilaterales y políticas industriales”. De hecho, la estimación del FMI de una ruptura del “libre comercio globalizado” hacia un escenario de bloques en competencia es que reduciría en un 0,7% el crecimiento anual global.
El mismo informe WEO de octubre pasado, titulado “Cambio de política y amenazas crecientes” (Policy pivot, rising threats), no muestra mucha mejora que digamos. Ya desde el título del primero de los tres capítulos se anuncia: “Se espera que el crecimiento global siga estable pero decepcionante [underwhelming]”, en la misma tendencia del 3,1% anual para 2029. El detalle regional es el siguiente:
Dos aclaraciones aquí. En primer lugar, no olvidar que se trata de estimaciones, que en el caso del FMI suelen tender más al optimismo que a la melancolía, como se ha verificado en múltiples ocasiones (y esto es más notorio para el caso de los países emergentes, que son precisamente los que impulsan más el índice de crecimiento). Y en segundo lugar, estas cifras hacen referencia al crecimiento del PBI nominal, no el real, esto es, el relacionado con el incremento de la población. En un apéndice estadístico, el informe del FMI consigna este dato del crecimiento del PBI ajustado por crecimiento de la población, es decir, el PBI per cápita. Los resultados para el “mundo desarrollado” son incluso menos halagüeños:
Aquí resaltan con claridad algunos datos. Primero, si se considera el crecimiento económico real, ningún país desarrollado alcanzará este año siquiera el 2% (y sólo EEUU superaría esa marca para 2024). Segundo, eso significa que casi todos los países desarrollados empeoran su ya mediocre performance cuando se la mide respecto de la variación de la población (el caso más claro es Canadá, precisamente el país de mayor crecimiento poblacional relativo entre los desarrollados en virtud de su política pro inmigración). La única excepción es Japón, que mejora sus cifras per cápita… pero sólo porque su población decrece en términos absolutos.
Queda a la vista también que las perspectivas de crecimiento se apoyan en cada vez menos países y regiones. Salvo el moderado crecimiento de EEUU, los países desarrollados siguen estancados: Japón aún no logra salir de su marasmo de más de tres décadas, y Europa occidental ha pasado a ser casi “el enfermo del mundo”. La economía más importante del bloque, Alemania, pasó de “locomotora europea” y “modelo de éxito” a ser el caso más preocupante de una Europa anémica, como desarrollaremos luego. En tanto, Latinoamérica y África, siempre con desigualdades, enfrentan en general más problemas fiscales y de deuda que posibilidades de despegue. El mayor dinamismo –pero no a la velocidad de años atrás– siguen siendo los gigantes asiáticos (China e India) y las demás economías “emergentes” importantes de ese continente: Indonesia, Bangladesh, Vietnam, Filipinas, Malasia, Tailandia y –con las prevenciones que obedecen a la crisis política allí– Corea del Sur.
Por su parte, el Banco Mundial, en su Global Economic Prospects de junio pasado, estimaba un crecimiento global del 2,6% para 2024, y del 2,7% para este año (ambas cifras, sensiblemente más bajas que las del WEO del FMI). El organismo advirtió en su informe de principios del año pasado que “la economía global va camino a su peor media década de crecimiento en 30 años”. Así, lejos de los “roaring twenties” que los optimistas del sistema pronosticaban a la salida de la pandemia –en referencia al crecimiento acelerado de los años 20 del siglo pasado–, la frase de moda, utilizada incluso por Kristalina Georgieva, titular del FMI, es “tepid twenties”, es decir, unos años 20 de este siglo con una muy tibia performance económica. Según Indermit Gill, economista jefe del BM, “sin un decisivo cambio de dirección, los años 2020 van a ser recordados como una década de oportunidades perdidas”.
Los cambios políticos y económicos que trae aparejados la segunda era Trump no apuntan a modificar ese panorama, sino, por el contrario, a agregar nuevas incertidumbres o a poner en riesgo los (escasos) logros del último período.
Por ejemplo, la tendencia a la baja de la inflación, tanto en EEUU como globalmente, es real, pero no debe significar que el peligro ha desaparecido. La costumbre de entes oficiales (y medios) de informar la “inflación núcleo”, supuestamente más representativa de las tendencias inflacionarias, es engañosa en la medida en que, al excluir rubros tan básicos como alimentos y energía, distorsiona el índice de inflación real que sufre el grueso de los consumidores, a los cuales prescindir de la comida y el transporte les resulta algo más difícil. Confiar en artilugios estadísticos para mostrar “éxitos” económicos que la sociedad no percibe en absoluto es un riesgo que la campaña electoral de Biden decididamente no midió bien, a la luz de los resultados.
A esto se debe agregar el riesgo muy real de que una guerra comercial o arancelaria, sea localizada o generalizada, muy probablemente repercutirá en los índices inflacionarios, en primer lugar en EEUU. Pero incluso en Europa, donde la inflación es más baja que en EEUU, los más avisados no creen que el problema esté resuelto. Tanto el director del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, como el economista jefe del Banco Central Europeo, Philip Lane, ven con escepticismo la idea de que la mera política monetaria (suba de tasas de interés) sea suficiente para llegar a “la última milla en la guerra contra la inflación” (M. Roberts, “Jackson Hole celebrates itself”, 26-8-24).
Las recetas económicas tradicionales contra la inflación se limitan a dos instrumentos: la política monetaria (subir la tasa de interés para “enfriar” la economía) y, relacionado con ella, la ofensiva contra el empleo y los salarios. Es un lugar común de los economistas profesionales atribuir el aumento de la inflación al “recalentamiento del mercado de trabajo”, es decir, el aumento del empleo y, por ende, de la capacidad de negociación de los trabajadores y del salario real. No hace falta decir que se trata de una fábula interesada: los salarios, como hemos escrito en múltiples ocasiones, van siempre a la zaga de la inflación; nunca son el primer motor de ésta. Por otro lado, si es cierto que la tasa de desempleo ha retrocedido en muchos países –en primer lugar, los desarrollados–, es completamente falso suponer que eso represente una presión inflacionaria. Cuando hay más empleos, en general son de baja calidad, con salarios inferiores al promedio y en muchos casos part time o temporarios, de modo que la masa salarial promedio sube mucho menos que el empleo total e incluso desciende, fenómeno que se ve sobre todo en Europa occidental.
Los efectos de la política económica de Trump –una vez que ésta se consolide… si es que sigue un rumbo coherente en vez de las marchas y contramarchas actuales– difícilmente vayan, entonces, en el sentido de redoblar el crecimiento y reducir la volatilidad. Hoy, la perspectiva es más bien la opuesta: desde el peligro de inflación autoinducida por los mayores costos de importación hasta una eventual disrupción del comercio por la guerra arancelaria, desde un aumento de la carga de deuda soberana por mayores tasas de interés hasta episodios de volatilidad bursátil, el camino de la economía mundial en el próximo período será menos de roaring twenties que de montaña rusa o carrera de obstáculos.
2.3 Un horizonte de mayor endeudamiento y desequilibrio fiscal globales
Cuando Trump y Elon Musk prometen un recorte brutal del gasto público arguyendo la necesidad de reducir el déficit fiscal gigante de EEUU, no carecen de cifras de respaldo. En 2025 el déficit fiscal será de casi 2 billones de dólares, y el monto de deuda pública pendiente total es de 30,2 billones de dólares, el equivalente al PBI yanqui íntegro. Según la Oficina Presupuestaria del Congreso –cuyos cálculos son más confiables que los de los admiradores de Trump–, hacia 2034 la deuda pública superaría los 50 billones de dólares, el 122% del PBI.
Parte de estas cifras gargantuescas se explica por la larga tendencia desde la posguerra, en todos los países desarrollados, a la ampliación del radio de acción del Estado. Curiosamente, EEUU es, entre ellos, uno de los que menos gasto público global tiene, el 30% del PBI, en comparación con el 50% de la zona euro en promedio, el 57% de Francia, el 55% en Italia, el 48% en Alemania y el 46% en España y Polonia. De ese total, el promedio de gasto social en el conjunto de países de la OCDE (en su mayoría desarrollados) pasó del 14% del PBI en 1980 al 21% en 2022.
El déficit fiscal de los países desarrollados en promedio es del 4,4% del PBI, pero el de EEUU supera a todos (incluida Francia, el país de mayor déficit de la zona euro), con el 6,5%. La situación de la Unión Europea es de una contradicción insostenible: por un lado, necesita un espaldarazo de inversión pública y privada para salir de un marasmo que lleva más de una década, pero a la vez tiene niveles de deuda por encima del límite del Tratado de Maastricht (3% del PBI). Más contradicciones: la doble presión de la amenaza militar rusa y el chantaje de Trump como jefe de hecho de la OTAN ya llevaron a compromisos públicos de varios gobiernos a aumentar considerablemente el gasto militar (en promedio, entre un 0,5 y un 1% del PBI adicional). Pero esto se da de bruces con el reclamo de las clases capitalistas locales y de los organismos internacionales de mayor control de gasto y austeridad fiscal. Volveremos sobre esto en una sección aparte.
China representa un caso aparte en dos sentidos. Por un lado, aunque el monto de deuda total es alto (cerca del 5% del PBI), la deuda problemática no es la nacional sino la local. Por el otro, no sufre como otros países por la carga de los intereses, ya que en una economía casi sin inflación –de hecho, a las autoridades les preocupa más el peligro de deflación– las tasas de interés son muy bajas (algo análogo sucede con Japón).
Para casi todo el resto del mundo, desde los BRICS hasta los países más pobres, el panorama es de creciente ajuste fiscal clásico, que obedece en primer lugar a la presión “exógena” (condicionalidades del FMI y los acreedores institucionales y privados) y en segundo lugar, en muchos países, a la vocación “endógena” (gobiernos de derecha liberal o autoritaria).
En este escenario cobra importancia la política monetaria que termine adoptando la Reserva Federal (banco central) de EEUU, esto es, si va a aumentar o reducir las tasas de interés. El pensamiento económico tradicional es que una suba de tasas apunta a reducir la tasa de inflación y enfriar la economía, mientras que un descenso de tasas es visto como una política monetaria “laxa” que busca estimular una actividad económica débil bajando el costo del crédito.
Más allá de la discusión sobre la eficacia real de estas medidas, sí es cierto que el movimiento de tasas de la Fed impacta directamente en el mercado de bonos de deuda soberana. Una suba de tasas pone en problemas a los países endeudados, que deben destinar una porción mayor de recursos financieros a la cuenta de intereses de los bonos públicos.
El stress actual de los bonos de deuda soberana obedece a un ramillete de incertidumbres que se extienden en realidad a todo el panorama económico: 1) qué sucederá con los aranceles de Trump, 2) si habrá deportaciones masivas en EEUU o no, 3) cómo responderán China y los aliados de EEUU a una guerra arancelaria, 4) qué impacto tendrá todo lo anterior en el crecimiento de la economía y de la productividad, 5) cómo encararán los Estados la necesidad de reducir el déficit fiscal, en medio de presiones sociales (y de exigencias de Trump en el área de gasto militar) en sentido contrario.
Un estudio del Banco Mundial (2024) revela que desde 1970 los países no desarrollados acumularon al menos un billón de dólares de deuda no informada al BM u otros organismos, lo que equivale a un 12% de su endeudamiento total. El 70% de las cifras de deuda pública tal como son informadas por los estados deudores requiere enmiendas posteriores, casi invariablemente hacia arriba. Esta “deuda oculta” no se origina en los préstamos de organismos multilaterales, sino en créditos de bancos privados o préstamos bilaterales de otros estados. Los casos más flagrantes son esquemas de corrupción (Mozambique, Malasia y otros).
De todos modos, hoy el riesgo mayor para los países periféricos probablemente no sea económico y ni siquiera financiero, sino de conflictos y disrupciones de origen político. En primer lugar, una guerra comercial a golpes de arancel de EEUU con China (¡y con sus aliados!) se puede expandir rápidamente al resto del mundo. Trump 2.0 va a generar sin duda una disrupción en los flujos comerciales y financieros, aunque nadie tiene claro de qué magnitud y en qué ritmo. Un eventual tsunami arancelario dejaría poco en pie de la arquitectura comercial como la conocemos hoy, donde los mayores perdedores serían los países que hoy gozan de mayor superávit comercial con EEUU.
A otra escala y por razones algo distintas, una redistribución similar puede operar en los flujos de capital. Mucho más si Trump abandona las metas globales respecto del cambio climático y da nuevo impulso a los combustibles fósiles, en detrimento de las energías renovables. Si el resto del mundo –esencialmente China y la UE– se atienen a las autorrestricciones aprobadas en las cumbres climáticas, la ventaja para las energéticas y manufactureras yanquis será inmensa.
Por otro lado, una nada descartable escalada inflacionaria –dentro y fuera de EEUU– disparada por los aranceles y por el impacto en el mercado laboral de las (eventuales) deportaciones masivas obligaría a la Reserva Federal a mantener altas las tasas, con el consiguiente fortalecimiento del dólar… y los consiguientes problemas para los países pobres y “emergentes”.
En ese caso, y como recurso de los países periféricos para atender a un escenario de estrechez fiscal, la arquitectura financiera institucional cumple un papel cada vez más desvaído e insuficiente. Tanto el FMI como el Banco Mundial ofrecen ahora a los países más pobres relativamente menos crédito y más caro que antes. El costo del financiamiento externo para los países de bajos ingresos se cuadruplicó desde 2012; los 40 países más pobres del mundo están completamente fuera del mercado financiero global. El resultado de esto es una creciente exposición de esos países a créditos de China, que al menos están disponibles pero cuyas condiciones no son mucho más generosas.
Un análisis de la ONG Oxfam de los últimos 17 programas del FMI con diversos países muestra que por cada dólar que el FMI recomienda gastar en protección social, reclama recortar cuatro en medidas de austeridad fiscal. Eso es perfectamente compatible con el ya citado World Economic Outlook del organismo de octubre pasado. Allí, el tercer y último capítulo está dedicado a ofrecer recomendaciones a los gobiernos para “aumentar la aceptación social de los planes de reformas estructurales”. Basándose en estudios de cuidada opacidad y en interpretaciones de lo más forzadas, el FMI descubre que la “resistencia” de la población a sus recetas no se basa en que ésta considere que esos planes sean lesivos a sus intereses, sino a “percepciones” subjetivas, “desinformación” y “falta de confianza” en las autoridades. De modo que el barniz de “sensibilidad social” del FMI no pasa de allí. Y por más que Georgieva haya dicho que “tenemos la obligación de corregir el mayor error de los últimos cien años, que es la persistencia de la alta desigualdad económica”, que “una menor desigualdad de ingresos puede estar asociada con crecimiento más durable” y que es necesario un “crecimiento inclusivo y sostenible”, la lección a extraer de la oposición popular a las recetas de ajuste no pasa por atender los reclamos de la población, sino por convencerá a los manifestantes de que están “desinformados”…
Otro potencial factor de inestabilidad financiera remite a valuaciones bursátiles de compañías, sobre todo en Wall Street, que tienen cada vez menos contacto con la realidad. Son muchas las voces que alertan que la exuberancia bursátil de los últimos años se apoya cada vez en un grupo reducido de empresas de tecnología digital (como las “Magníficas Siete”) y de energías convencionales. Así, “la capitalización de mercado de las 10 compañías más grandes de EEUU representa más del 13% de la capitalización bursátil global. Esta cifra está muy por encima del pico de la burbuja de las punto.com en marzo de 2000 (9,9%). (…) En contraste, el 42% de las empresas estadounidenses de baja capitalización no registra ganancias, la cifra más alta desde plena pandemia, en 2020, cuando el 53% de ellas perdía dinero” (M. Roberts, “A soft landing or a curate’s egg?”, 19-6-24).
Agreguemos que esas 10 compañías top del índice bursátil equivalen a un tercio del valor del índice total, una proporción que es casi exactamente igual a la de 1999, inmediatamente antes del estallido de la burbuja de las punto.com. Dentro de este grupo, sobresalen las valuaciones sin duda hipertrofiadas de compañías como Nvidia o Tesla. La relación entre precio del paquete accionario y ganancias anuales (p/e ratio) de Nvidia es 43 (la ratio habitual es 10-12); las burbujas clásicas exhiben ratios de entre 60 (las acciones japonesas antes del crash de 1989) y 100 (Cisco Systems, una de las caídas en desgracia en 2000). Es verdad que estas valuaciones se sostienen desde hace unos años y constituyen el pilar de los récords continuos de índices como el S&P 500, el Dow Jones y el Nasdaq, desafiando a los profetas del mercado “oso” (en baja) y del riesgo de un crash. Pero este optimismo puede recordar al del distraído que, tras caer al vacío desde el piso 35, al pasar por el piso 12 se dice “hasta aquí, vamos bien”…
De allí que no haya que confundir la tasa de ganancia real promedio del capitalismo yanqui ni con la burbuja bursátil, ni con las superganancias de los “siete magníficos”. Lo que manda es la disparidad y también la continuidad de las llamadas compañías “zombies” (que no generan ingresos por encima del repago de sus deudas), que son una rémora para la rentabilidad global del capital pero, a la vez, son económica y políticamente demasiado importantes para dejar caer. Esta cuestión sigue sin resolverse, por lo que la “destrucción creativa” que propiciaba el economista Joseph Schumpeter en el siglo pasado –y que no es otra cosa que dejar que la competencia intercapitalista haga su trabajo de limpieza de los establos de Augías de empresas ineficientes– encuentra límites extraeconómicos que siguen empantanando la marcha de la economía.
Finalmente, no va a contribuir en nada a la salud y la seguridad del sistema financiero global el impulso decisivo que Trump está ofreciendo a dudosos instrumentos financieros digitales como las criptomonedas, tokens y similares. Y no sólo porque se trata de vehículos ideales para todo tipo de actividades ilegales, desde la evasión impositiva y el lavado de dinero hasta el tráfico de armas, drogas y personas. El problema mayor es la llamada “criptificación” de las finanzas tradicionales. Esto es, una creciente interpenetración entre bancos o fondos de inversión, por un lado, y las criptofinanzas, por el otro. Una vez que los bancos compren criptoempresas o que éstas se hagan de brazos financieros tradicionales, para un futuro gobierno yanqui menos “cripto-friendly” será muy difícil desenmarañar esa trama. El resultado será, sin duda alguna, una arquitectura financiera global mucho más expuesta a riesgos sistémicos y volatilidad ante el aumento de transacciones opacas o directamente delictivas, que bajo Trump estarán sujetas a muchos menos controles y regulaciones, y por lo tanto menos fusibles en caso de incendio.
[1] La OMC lleva cinco años en estado de virtual catatonia, dado que EEUU no colabora en la asignación de cargos vacantes clave en organismos decisivos, algo que comenzó con la primera presidencia de Trump, no se arregló con Biden y no tendrá el menor cambio con este Trump “recargado”.