Este artículo es una primera introducción a un texto más global, en proceso de elaboración: Economía y política globales en tiempos de Trump. Esta primera parte es un primer esbozo de las consecuencias económicas y geopolíticas del segundo gobierno de Trump. El texto en su conjunto abarcará muchos más elementos de análisis: la situación de la economía capitalista mundial, los BRICS, la Unión Europea, el «Sur Global», etc.
¿Vuelve la vocación de conquista territorial?
La categoría de “imperialismo” en el marxismo siempre tuvo un status diferente al uso coloquial, periodístico y sin rigor del término. Por eso es curioso que, al referirse al segundo mandato de Trump, sea casi un lugar común de medios y publicaciones totalmente ajenas al marxismo hablar de “presidente imperialista” o de “regreso del imperialismo”. A lo que remiten es, lógicamente, al hecho de que Trump amenace con poner en acto la concepción de que EEUU “debe ser una nación que crece”, esto es, que “aumente su riqueza y expanda su territorio”, formulada nada menos que en su discurso de asunción de cargo.
Lo de la “expansión de territorio” no fue un lapsus ni un comentario al pasar. El único presidente de EEUU que Trump mencionó en su discurso no fue ni Biden, ni Obama, ni ninguno de los Bush, ni Kennedy, sino alguien que resulta oscuro y desconocido para la mayoría: William McKinley, que asumió en 1897 y fue asesinado por un anarquista en 1901. Tan representativa del ideario de Trump es la figura de McKinley que Trump cambió por decreto el nombre de la montaña más alta de EEUU, el monte Denali, y le devolvió el nombre de McKinley que había perdido en 2015.[1]
La presidencia de McKinley estuvo atravesada por dos políticas: la expansión territorial y la imposición de aranceles proteccionistas. Lo segundo es conocido como bandera de Trump y no es una novedad. Más interesante es recordar bajo McKinley tuvieron lugar las mayores incorporaciones de territorio de EEUU desde la adquisición de Alaska en 1867. La guerra contra España (una provocación abierta y deliberada de EEUU) dejó el saldo de la incorporación de Filipinas, Guam y Puerto Rico, además del protectorado de hecho de Cuba, a lo que hay que agregar la previa anexión de Hawaii. No hace falta aclarar que McKinley fue un favorito de los dos mayores plutócratas de la época, John David Rockefeller y John Pierpoint Morgan, que hicieron generosas donaciones a su campaña. No es una coincidencia: es un patrón.
La política de McKinley se vinculó a la desesperación de EEUU, como potencia naciente, al ver que se estaba quedando fuera de la carrera de reparto de territorios en que estaban embarcadas las demás naciones imperialistas europeas, sobre todo Inglaterra, Francia y Alemania. Salvo zonas pequeñas, pobres y poco accesibles, y algunas islas del Pacífico, casi toda África y Asia, a fines del siglo XIX, ya estaban en poder de alguna potencia europea. EEUU llegó demasiado tarde a esa carrera; de allí que sólo pudo recurrir a robarle a un imperialismo en total decadencia, España, lo poco que ésta aún conservaba.
De esta manera, el período del imperialismo clásico tiene como punto de partida el reparto territorial entre las potencias coloniales existentes, algo señalado por todos los que estudiaron el fenómeno, como Hobson (1902) y Lenin en su célebre folleto de 1915. Ahora bien, ese reparto estaba básicamente concluido ya en 1918. Ni siquiera las dos guerras mundiales cambiaron eso, salvo, lógicamente, las pérdidas de territorio de los países derrotados. La descolonización de posguerra, que dio origen a casi dos tercios de los países actuales, pareció dar fin definitivo a las disputas por posesión territorial directa.
De hecho, uno de los principios fundadores de las Naciones Unidas, la organización internacional que sancionó el nuevo orden global como saldo de la Segunda Guerra Mundial, era el respeto a la integridad territorial de todas las naciones, aun en caso de conflicto armado. Las únicas excepciones pasaron a ser las rémoras coloniales, como Gibraltar, Malvinas y unos pocos casos más.
He aquí el cambio con Trump, que vuelve a poner sobre la mesa la posibilidad de generar un nuevo reparto, esta vez obviamente en beneficio de EEUU. De más está decir que se trata de una utopía reaccionaria; la hegemonía de EEUU está en decadencia y bajo creciente cuestionamiento, y salvo conmociones gigantescas, no hay forma de que “Hacer a EEUU grande otra vez” signifique incorporaciones significativas de territorio.
No obstante, y aun sin atreverse a cuestionar (todavía) la soberanía territorial general de los países, Trump apunta astutamente a ciertas “zonas grises”, o espacios donde esa soberanía es menos clara, o indisputable, o de países mucho más pequeños; es el caso del Canal de Panamá, Groenlandia y ahora, colmo de los colmos, la absurda pretensión de transformar a Gaza en una especie de protectorado yanqui.[2]
La idea a retener aquí es que, lejos de tratarse sólo de los caprichos de Trump, que con él vienen y con él se irán, o incluso de una política estratégica exclusivamente del imperialismo estadounidense, estamos ante una tendencia global de la época capitalista-imperialista actual, y en tanto tal, distinta de los “consensos geopolíticos” que caracterizaron todo el período desde la segunda posguerra hasta hoy. Todas las potencias que creen que pueden empezar a cuestionar soberanías, fronteras y territorios ajenos en beneficio de la propia expansión, lo están intentando. Es verdad que en el período anterior estas situaciones existían. Pero la gran diferencia es que se trataba en general de actores localizados con pretensiones específicas, que debían ser “llamados al orden” por las grandes potencias, encabezadas por EEUU, para recordarles el principio de inviolabilidad territorial. Es lo que ocurrió a lo largo de la segunda posguerra y hasta después de terminada la Guerra Fría, desde la Guerra del Golfo contra Saddam Hussein “por invadir Kuwait” hasta la intervención yanqui contra Serbia tras la disolución de Yugoslavia. No hace falta aclarar que EEUU se consideraba exceptuado de estas normas que los demás países debían cumplir.
El principal conflicto bélico hoy es la guerra en Ucrania, desencadenada por Rusia en razón de sus pretensiones sobre Crimea o los oblast rusoparlantes de ese país, ocupados manu militari por Putin simplemente porque podía hacerlo sin pagar, por ahora, mayores consecuencias. Pero no es tan distinto del caso de Israel, que habla de manera cada vez más desembozada de un “Gran Israel” que abarque no ya Gaza y Cisjordania sino el Líbano, Jordania, la península del Sinaí y franjas de Siria e Iraq (invocando una mitológica geografía política del Antiguo Testamento). Su superioridad militar, además del paraguas protector de EEUU, es tan aplastante respecto de sus vecinos que el único cálculo que debe tomar en cuenta es el del costo político internacional de dar ese paso.
Por otro lado, la relación de China con Hong Kong y Taiwán es muy distinta y sumamente compleja –especialmente en el caso de la isla–; a diferencia de EEUU, Rusia o Israel, puede argüir la carta de la “reunificación nacional”. Sin embargo, el gigante asiático también mide esa posibilidad en términos de capacidades militares y costos políticos, no de “valores consensuados” que respetar, algo que resulta especialmente patente respecto de sus reclamos sobre el Mar de China Meridional.
Los intentos de proyección internacional en el plano militar de aspirantes a potencias como Turquía o los Emiratos muestran que si esta carrera por influencia y territorios “vulnerables” no tiene más competidores, no es por falta de voluntad sino porque otros pretendientes europeos y asiáticos, sencillamente, aún no dan la talla.[3] Los primeros, porque han quedado eclipsados demasiado tiempo por el poderío y la hegemonía de EEUU en la OTAN. Además, deben lidiar con sus propios problemas de construcción de proyecto continental y hasta de presupuesto para defensa. Los segundos, con excepción de China y acaso Irán (aunque hoy esté de capa caída tras los golpes recibidos por sus aliados y proxies), o estuvieron también demasiado tiempo bajo el paraguas militar de EEUU para poder aspirar a mucho (Japón, Corea del Sur) o tienen demasiadas hipotecas de desarrollo económico y social por levantar (India, Pakistán, Indonesia).
En suma, el orden imperialista anterior está cuestionado y en estado de flujo; todos los actores lo perciben, y nadie quiere ser el último en prepararse para lo que sin duda ha de sobrevenir: una reconfiguración de ese orden o la constitución de uno nuevo, cuyos términos serán dirimidos no por la “adhesión a valores occidentales” sino por la fuerza bruta. Trump sólo es distinto de los demás en que su reconocimiento de ese hecho es más desembozado y brutal.
La nostalgia por ese orden perdido y el temor e incertidumbre por el que puede abrirse son palpables en esta angustiada definición: “El segundo mandato de Trump no sólo será más disruptivo que el primero; también suplantará una visión de la política exterior que ha sido la dominante en EEUU desde la Segunda Guerra Mundial. Durante décadas los líderes de EEUU han sostenido que su poder viene junto con la responsabilidad de ser el defensor indeclinable de un mundo más estable y benigno gracias a la democracia, el respeto a las fronteras y los valores universales. Trump va a tirar por la borda los valores y se va a enfocar en construir y aprovechar el poder. (…) Trump apunta a un quiebre con las décadas recientes en sus métodos heterodoxos, en su acumulación y uso oportunista de la influencia y en su creencia de que sólo el poder garantiza la paz. (…) [Pero] cuando el uso del poder no está atado a valores, el resultado puede ser el caos a escala global. (…) Trump no está acostumbrado a separar sus propios intereses de los de su país, especialmente si su dinero y el de sus socios están en juego, como sucederá con el de Elon Musk en China. Al alejarse de los valores que construyeron el EEUU de posguerra, Trump estará abandonando el punto más fuerte del que carecen sus oponentes” (“The Trump doctrine”, TE 9431, 18-1-25).
La definición de The Economist de que el mundo está “en su momento más peligroso desde la guerra fría” no es una hipótesis analítica sino la constatación de un hecho. Se consolida una brecha entre, por un lado, los desafíos de un mundo menos controlado, más anárquico, menos sujeto a reglas, y por el otro, la creciente incapacidad –y en el caso de Trump, incluso, falta de interés– de EEUU para hacer respetar los criterios de organización política y económica del mundo post 1989.
Uno de los síntomas más alarmantes es el fin de la “desescalada nuclear” inmediatamente posterior al fin de la Guerra Fría. Entre 1986 y 2023 la cantidad de cabezas nucleares en el mundo cayó de 70.000 a 12.000. Lejos del sueño de Barack Obama en 2009 de “un mundo sin armas nucleares”, esa espiral descendente se ha terminado: en el futuro próximo habrá más ojivas nucleares y, sobre todo, mucho menos control y consensos sobre cómo lidiar con aspecto más delicado del arsenal del mundo. El pacto disuasivo vigente más importante, START, vence en 2026. Rusia ha suspendido su participación; nada parece indicar que a Trump le interese mucho convencer a Putin de reanudar las negociaciones. Como resume un alto oficial del Pentágono, Vipin Narang: “Hay una mezcla sin precedentes de actores nucleares que no están interesados en el control de armas o en reducción de riesgos; todos están ampliando y modernizando rápidamente sus arsenales nucleares. (…) El cuarto de siglo de ‘intermedio nuclear’ se acabó” (“On the eve of escalation”, TE 9410, 17-8-24).
China aumenta su arsenal; Irán busca tenerlo; Corea del Sur y Japón tienen profundas dudas sobre la voluntad de Trump para mantener de manera efectiva el paraguas nuclear de EEUU,[4] lo que podría conducirlos a la ambición de tener su propia capacidad nuclear (en oposición a décadas anteriores, hoy el 70% de los surcoreanos ve con buenos ojos que su país tenga armas nucleares). En EEUU no está claro cuánto consenso bipartidario hay para negociar qué, y hasta qué punto.
Sucede que el mismo entramado institucional edificado desde 1945 cruje por todas partes. Empezando por la creciente irrelevancia de la propia ONU, a la que Trump desprecia sin miramientos, lo que ha llevado a una parálisis incluso de su organismo más ejecutivo, el Consejo de Seguridad. Pero algo similar sucede con la Corte Internacional de Justicia, cuyas decisiones dejan de ser vistas como revestidas de autoridad global y son cuestionados por EEUU, como ocurrió con las condenas a dirigentes israelíes. Nadie cree ya en la sacrosanta “separación de poderes”; los intentos de intervención y manipulación de la composición de la Corte y sus fallos son de lo más groseros. La Convención de Refugiados, firmada en Ginebra en 1951, que garantizaba asilo a quienes huían de guerras o persecución política o religiosa, hoy se viola de manera flagrante por sus mismos signatarios. La Organización Mundial de Comercio, heredera de décadas de intentos de entes globales de libre comercio (GATT, Ronda Uruguay), hoy navega en la irrelevancia; sus protagonistas más entusiastas, la UE y China, se amenazan mutuamente con barreras y sanciones comerciales.
El aislacionismo, la falta de reglas claras, el oportunismo y la degradación de las alianzas estratégicas al nivel táctico que parecen signar la política exterior de Trump tienen lugar en un mundo donde se han profundizado los conflictos u operaciones, y donde rige más la dinámica local o regional que una estructura de contención global liderada por EEUU. Esos conflictos amenazan convertirse en “tierras de nadie”, sin reglas ni límites claros y donde sólo prevalece la fuerza pura. Es lo que ocurre no sólo en Ucrania o Medio Oriente sino en Sudán, en Somalia, en Afganistán, en el Líbano, en el Sahel africano, en Myanmar, en la República Democrática del Congo y en otros puntos del globo donde la hegemonía de EEUU no es ni respetada del todo ni sobrepasada del todo.
Es un pésimo momento histórico para que EEUU sea liderado por un personaje cuyos criterios de política exterior lo son todo menos consistentes, orgánicos y apoyados sobre consensos sólidos fronteras adentro y con sus aliados tradicionales del Occidente capitalista. La capacidad disuasiva de EEUU para mantener un orden internacional en crisis se apoya hoy menos que nunca en una superioridad militar que ya no es tan indisputada, ni en armas nucleares, ni en convencionales, ni en una superioridad tecnológica que hace tiempo enfrenta el desafío cierto de China. El talento de Trump para presionar y negociar desde una posición de fuerza es un muy pobre e insuficiente reemplazo de esas capacidades.
Mayor confrontación con China… ¿y con los aliados también?
La competencia estratégica o nueva Guerra Fría entre EEUU y China se libra en todos los frentes, desde la producción manufacturera hasta la influencia cultural o “poder blando”. Sin embargo, tanto uno como otro bando reconocen que el centro de la disputa lo ocupan dos carreras: la tecnológica (inteligencia artificial, semiconductores, robótica, computación cuántica, autos eléctricos) y la militar (armas nucleares y convencionales, tecnología satelital, drones de guerra).
Un informe bipartidario del Congreso de EEUU, publicado en julio pasado, alerta que “las amenazas que EEUU enfrenta son las serias y más intimidantes desde 1945, e incluyen el potencial de una guerra importante en el corto plazo”. EEUU podría tener que enfrentar varios conflictos regionales al mismo tiempo, que podrían converger en uno global, pero el país, agrega el informe, no está preparado para ese escenario. De allí que el informe recomiende un salto del gasto militar del actual 3% del PBI hacia “niveles de la guerra fría” del orden del 5% del PBI en adelante.
Por su parte, el presidente de Microsoft, Brad Smith, lo plantea en términos inequívocos: “La verdadera clave del liderazgo de EEUU, desde una perspectiva de largo plazo, es poner la tecnología estadounidense en todo el mundo antes que lo haga China”. Como para identificar las líneas de confluencia y continuidad entre demócratas y republicanos, la ley CHIPS aprobada por Biden, que en aras de la seguridad nacional y la pelea estratégica con China en el sector de semiconductores le da a los gigantes locales de la industria unos 40.000 millones de dólares anuales en subsidios, probablemente no se toque. Aunque Trump la criticó diciendo que era más fácil poner aranceles a los semiconductores importados, el hecho de que muchas de las empresas beneficiadas estén radicadas en estados republicanos debería ser suficiente para mantener y renovar la ley. Las urgencias de la carrera tecnológica con China están por encima de los caprichos de Trump.
Sucede que si algo unifica a toda la clase capitalista estadounidense es su apoyo a la confrontación estratégica con China, tema en el que la división entre demócratas y republicanos se difumina hasta desaparecer. El columnista especializado en EEUU de The Economist, insospechado de simpatías republicanas –es hermano de un senador demócrata–, reconoce que “Biden hizo avanzar prioridades que Trump comparte y frecuentemente fue el primero en enunciar (…). Respecto del comercio, política industrial, energía, relaciones exteriores e incluso el imperio de la ley, el gobierno de Biden puede ser visto menos como una separación radical de Trump que como una versión light de MAGA [Make America Great Again, el lema de Trump. MY]” (“How Joe Biden wound up serving Donald Trump”, TE 9431, 18-1-25).
En ese sentido, las increíblemente groseras, desinformadas y rufianescas expresiones de Trump respecto de Groenlandia, el Canal de Panamá, Canadá y el “Golfo de EEUU” no deben llamar a engaño. No se trata sólo de una muestra del estilo negociador personal de Trump, sino de la manifestación brutal de un giro estratégico del imperialismo estadounidense en su conjunto. Otros lo intentarán con modales más pulidos, pero el sentido es el mismo: EEUU está dispuesto a sacrificar “relato hegemónico” en aras de imponer sus objetivos, si es necesario apelando a la fuerza bruta. El garrote se vuelve mucho más contundente, mientras que la zanahoria se achica hasta casi desaparecer: “Trump no está por invadir a sus vecinos. Pero tampoco es probable que priorice la construcción de relaciones confiables con ellos. La nueva doctrina es la de exigir sumisión” (“The influence games”, TE 9431, 18-1-25).
Por supuesto, los halcones anti China sobran en la actual administración; por lo tanto, no es de sorprender que algunos provengan de Silicon Valley, como David Sacks, el flamante encargado de IA y criptomonedas designado por Trump. Para Sacks, todo costo en que se incurra para torcerle el brazo a China estará geopolíticamente justificado. En el terreno de la IA, no está solo: Jacob Helberg, subsecretario de Crecimiento Económico y ex asesor de Palantir, compañía tecnológica orientada a productos militares fundada por el megalómano nazi Peter Thiel, tiene como prioridad uno ganarle la carrera de IA a China.
La delicada cuestión es cómo. ¿Desregular y subsidiar ferozmente a las empresas yanquis a la vez que se boicotea a las chinas? ¿Más lo primero que lo segundo, o al revés? El problema es que continuar con el enfoque Biden, por ejemplo, de limitar el acceso de tecnología avanzada a terceros países por temor a una eventual triangulación hacia China podría terminar arrojando a esos mismos países ávidos de tecnología precisamente a los brazos del gigante asiático. Para no hablar del balance del boicot tecnológico a China: ¿sirvió de algo, o fue contraproducente al espolear la estrategia de autosuficiencia tecnológica defendida por Xi Jinping? En todo caso, lo seguro es que el boicot ya no se limita a EEUU, que ha logrado convencer a sus aliados europeos de sumarse: la Comisión Europea aprobó un plan para revisar proyectos de inversión extranjera en tres áreas: semiconductores, IA y computación cuántica. Aunque no se menciona ningún país en específico, todos los involucrados saben que el blanco de esta barrera regulatoria es China.
Curiosamente, uno de los conflictos más candentes EEUU-China bajo Biden, la presencia de la app de origen chino TikTok en EEUU y la orden judicial de que cambie de dueño o deje de operar, fue puesta en pausa nada menos que por Trump, que se encargó personalmente de que la “justicia independiente” deje sin efecto en menos de 12 horas la interrupción del funcionamiento de la red social en EEUU que comenzó el 19 de enero, dos días antes que asuma Trump. Pocos recuerdan que Trump había defendido a TikTok contra Meta, con cuyo dueño, Mark Zuckerberg, estaba peleado.[5] La cosa quedó en suspenso por algunas semanas; la expectativa de Trump es que el nuevo dueño sea su aliado Elon Musk, o en todo caso Larry Ellison, de Oracle. Cómo se resuelva el affaire va a decir mucho sobre la versatilidad táctica de Trump (o falta de ella) para enfrentar a China sin chocar con sus aliados.
Cosa que tal vez no le interese mucho. Para Trump, como no hay valores o principios, el precepto guía es “might is right” (quien tiene la fuerza, tiene la razón). Para la salud del “orden mundial”, casi tan preocupante como el abandono de los “valores occidentales” a que hacíamos referencia más arriba es el criterio cínico y transaccional de relaciones internacionales del que Trump siempre se enorgulleció.[6]
Un buen resumen de ese enfoque es el que hizo el secretario de Estado, Marco Rubio, cuando le contó a Fox News el diálogo que tuvo con sus colegas de países aliados: “Ustedes [¡los aliados de EEUU, tratados con total desprecio y desconfianza!] se han acostumbrado a una política exterior en la que ustedes actúan defendiendo el interés nacional de sus países y nosotros actuamos en interés del mundo o del orden global. Pero ahora estamos liderados por una persona diferente”. Dejemos de lado la risible idea de la “filantropía” de EEUU frente al egoísmo de los demás miembros del G-7; retengamos la apenas velada amenaza de que “ahora vamos a ser más egoístas que ustedes; si quieren seguridad, páguenla”. Es el mismo mensaje que recibió, por ejemplo, Corea del Sur.
Parte de esta orientación utilitaria de mirada estrecha es el desprecio olímpico de Trump por un aspecto importante del rol hegemónico global de EEUU, como es ser el principal contribuyente global (40% del total) de ayuda externa a países en problemas, sea por catástrofes humanitarias, desastres naturales o regiones muy empobrecidas. Este rol de buen samaritano era parte del ejercicio de “poder blando” y de construcción de imagen de EEUU como a la vez guardián y benefactor del mundo. Como era de imaginar, Trump no tiene la menor sensibilidad para lo que considera una filantropía “woke” y ordenó un recorte drástico en programas que van desde la eliminación de minas personales hasta la asistencia a infectados de HIV, pasando por la gestión de campos de militantes capturados del Estado Islámico. El escándalo que generó lo sumario de la orden obligó a cierto retroceso, pero la voluntad política de Trump es clara: si el resto del mundo quiere la ayuda de los buenos muchachos de EEUU, que la pague. Está a la vista que Trump aborda las relaciones exteriores con un enfoque de almacenero (o del agente inmobiliario que es), a saber, obtener el máximo beneficio económico cediendo lo menos posible.
Y en este cálculo, la política y las alianzas estratégicas cuentan poco: el dinero –o, en el caso de la política arancelaria, el saldo de la balanza comercial y tal vez de empleos– tiene prioridad sobre cualquier otra consideración. De allí que Trump amenace con el mismo e incluso mayor aumento de aranceles a aliados estrechísimos como Canadá y México que el que piensa imponer a China, lo que como lógica económica es muy dudosa y como lógica geopolítica es un disparate mayúsculo.
Algo similar sucede con la OTAN: una cosa es reclamar a los socios de la alianza que gasten más en defensa, y muy otra es amenazar con “retirarse” del organismo (lo que equivaldría a su disolución). Lo propio vale para los ultimátums a Japón y sobre todo Corea del Sur, invocando en este último caso el casi absurdo reclamo del gasto de mantenimiento de la guarnición militar yanqui en ese país ¡Como si esos pocos dólares estuvieran en proporción con la importancia de Corea del Sur como socio estratégico en la región, vecino de un régimen hostil y con capacidad nuclear!
Scott Bessent, el secretario del Tesoro (ministro de Economía) y el secretario de Comercio Howard Lutnick, que pertenecen al ala republicana “sensata” –esto es, no de fanáticos MAGA–, suelen repetir que la amenaza de aranceles es para negociar. Lo cual no es del todo falso, salvo que ni ellos ni el propio Trump pueden decir que se trate sólo de una herramienta de negociación y no en cambio, o a la vez, una táctica a implementar o incluso una estrategia comercial y política. Sin embargo, todo indica que Trump tiene una convicción real en su defensa de los aranceles no sólo como palanca de negociación sino como herramienta de recaudación fiscal y hasta de relocalización industrial en EEUU, algo que los propios economistas ven con total escepticismo.
Igualmente, en este tema como en otros, y tal como lo demostraron las desconcertantes idas y venidas con Petro, con Trudeau, con Sheinbaum, Trump no tiene ningún problema en negar hoy lo que afirmaba ayer, mientras él crea que se acerca a sus objetivos. Por eso muchos analistas señalan algo que no es más que la pura verdad: la única constante de la política de Trump, tanto la interior como sobre todo la exterior, es la imprevisibilidad (los alemanes ya lo llaman Wundertüte Trump, o caja de sorpresas Trump). Trump en acción es un empirismo brutal, tosco y permanente donde la única guía más o menos segura es si el resultado alimenta o no su megalomanía.
Parte de esa certidumbre sobre la incertidumbre deviene del hecho de que los equipos de funcionarios y asesores del presidente yanqui distan mucho, en este segundo mandato, de la coherencia y homogeneidad que se esperaría de la primera potencia mundial, cosa que no era tan marcada en el primero.[7] Evaluando la probabilidad de que Trump haga todo lo que dice –y descontando las metas que son incompatibles entre sí–, un editorial de The Economist concluye que, felizmente, no son muy altas. Aun así, “que Trump pueda no ser capaz de cumplir sus ambiciones más extremas debiera ofrecer alivio a la ansiedad del resto del mundo. Pero probablemente va a poder avanzar más en su segundo mandato de lo que lo hizo en el primero. Esta vez está mejor preparado para gobernar, con un equipo más grande de leales y un plan de acción más detallado. Va a ser un viaje turbulento, para EEUU y para el mundo. A ajustarse los cinturones” (“Taxes down, walls up”, TE 9422, 9-11-24). El criterio rector de las designaciones no es la coherencia ideológica o conceptual –no precisamente el fuerte de Trump–, sino la lealtad incondicional al líder.
Pasando a la esfera económica y al impacto de los aranceles (aunque falta saber exactamente de cuánto, a quiénes, en qué y por cuánto tiempo; todo eso estará sujeto a negociaciones-chantaje), si se implementan tal como propone Trump, varios de los más grandes perjudicados tendrán domicilio en EEUU. Según el Citigroup, los aranceles aumentarían el precio del acero para la industria estadounidense entre un 15 y un 20%. General Motors, que importa la mitad de las camionetas que vende en EEUU de México y Canadá, podría ver desaparecer hasta un 80% de sus ganancias; Stellantis y Ford, las otros dos grandes de Detroit, quedarían en situación similar, según Barclays.
Frente a este escenario, no hay mucho que las empresas puedan hacer. Aumentar los inventarios sólo es un breve paliativo, y en cuanto a reorganizar las cadenas de suministro, no es ni fácil ni rápido. Por ejemplo, desde 2018, China redujo su participación en las importaciones de EEUU de bienes fabricados de un 24 a un 15%. El reemplazo vino del sudeste asiático (creció en el mismo período del 13 al 18%) y México (pasó del 14 al 16%). Pero eso llevó más de un lustro, y además, esos mismos países podrían quedar afectados por los aranceles de Trump, que, como vimos, apuntan no sólo a China sino a cualquier país, aliado o enemigo, que ostente superávit comercial con EEUU.
Un elemento no del todo nuevo pero que cobra mayor relevancia con la elección de Trump es la consolidación de un escenario de incertidumbre nuclear, ante la continua erosión de los acuerdos de control y disuasión recíprocas que EEUU y Rusia tienen desde 1945. China ingresa ya como tercer actor nuclear, aún a mucha distancia de EEUU y Rusia pero tomando ya clara distancia de los principales aliados de EEUU, el Reino Unido y Francia.
Finalmente, otro factor de inestabilidad es que el mismo Trump es adepto a la teoría de que la locura es una aliada para navegar la diplomacia internacional. Cuando el Wall Street Journal le preguntó si amenazaría con usar la fuerza si Xi Jinping decidiera invadir Taiwán, la respuesta de Trump fue ésta: “No haría falta, porque él me respeta y sabe que soy un loco de mierda [he knows I’m fucking crazy]”. Naturalmente, esta jugada tiene dos filos: si los potenciales enemigos de EEUU realmente creen que es capaz de cualquier cosa, eso puede tener un efecto disuasivo real. Pero si prevalecen las señales de que es todo bravata y de que EEUU es capaz de abandonar a sus aliados, eso acelerará la desintegración del orden geopolítico no ya de la posguerra fría sino de la segunda posguerra.[8]
[1] Para más simbolismo, Denali era el nombre que le habían dado los pueblos originarios; ya en 1975 el estado de Alaska había pedido el cambio de nombre. Así, con el cambio de nombre Trump mató tres pájaros de un tiro: homenajeó a un presidente expansionista, revocó una medida de Obama y se burló de la idea de respetar la identidad y cultura de los pueblos originarios.
[2] Trump no olvida tampoco aquí el aspecto simbólico de la “expansión territorial”; de allí la ridícula –pero no estúpida– idea de cambiar el nombre del Golfo de México por “Gulf of America” (Golfo de EEUU, claro está, no del continente americano, que en inglés es “The Americas”).
[3] Hasta países ultra periféricos como Ruanda intentan aprovechar una infraestructura militar ventajosa para aventuras de expansión territorial, en este caso hacia una “Gran Ruanda” (!) a expensas de parte de una provincia de la República democrática del Congo. Trataremos esto con más detalle e la sección dedicada a África.
[4] Veamos una manera brutal pero realista de plantear el problema: “Para cualquier presidente de EEUU se alza la pregunta: ¿sacrificaría Los Ángeles para vengar Seúl? ¿Y sus enemigos creen que lo haría?” (“The new nuclear threat”, TE 9410, 17-8-24).
[5] Son conocidas las malas relaciones de Trump con muchos de los gurúes de Silicon Valley, desde Jeff Bezos, dueño del Washington Post, hasta Zuckerberg. Cuando Biden amenazó con el cierre de TikTok –la cuenta de Trump allí tiene 15 millones de seguidores–, Trump reaccionó diciendo que “si eliminan TikTok, Facebook y Zuckertonto [Zuckerschmuck, un neologismo en realidad bastante más fuerte] van a duplicar sus negocios”. Justamente, como negocios son negocios, Zuckerberg anunció que eliminaba los controles de contenidos en beneficio de la “autoregulación” (imitando a Musk en Twitter), fue invitado de honor a la asunción de Trump junto con Bezos y Musk… y asunto concluido.
[6] Algunos lo bautizan, generosamente, como “transaccionalismo estratégico”, expresión que también le cabe al injustamente llamado “cuarteto del caos” (China, Rusia, Irán y Corea del Norte; como si Trump no fuera un aportante mucho más generoso de semillas de caos en las relaciones internacionales…).
[7] The Economist cuenta que en la primera presidencia de Trump, James Mattis, el secretario (ministro) de Defensa, dormía en ropa de gimnasia por temor a que Trump ordenara un ataque nuclear a Corea del Norte en plena madrugada. Eso se debe a que en ese período, “sus sucesivos secretarios de defensa actuaban como un freno a los instintos de Trump. [En cambio], en su audiencia [en el Senado, que discutió la aprobación de su designación como designado secretario de Defensa. MY], Pete Hegseth se negó reiteradamente a decir si obedecería órdenes de disparar a las piernas a los manifestantes, como sugirió Trump” (“How hard is it to run the Pentagon?”, TE 9431, 18-1-25).
[8] Para no hablar de la aparentemente disparatada –pero con Trump no se puede descartar nada– idea de que “se acumulan las señales de que Donald Trump está tentado por cerrar un ‘gran y hermoso acuerdo’ [típica expresión de Trump. MY] con la China de Xi Jinping. (…) Un arreglo entre las dos grandes potencias que Xi estaría en condiciones de aceptar –tal vez uno que ate compensaciones económicas con una división del mundo en esferas de influencia– seguramente escandalizaría a los segundos de Trump desde el consejero de Seguridad Nacional, Mike Waltz, hasta el secretario de Estado, Marco Rubio. Y sin embargo, Trump no deja de emitir señales de que está en modo negociador” (“A big, beautiful Trump deal with China?”, TE 9433, 1-2-25). Este mega acuerdo incluiría, por ejemplo, que EEUU se oponga explícitamente a la independencia de Taiwán (hoy la posición oficial es de “no apoyo”), a cambio de que China colabore en una solución a la guerra en Ucrania (lo que implicaría cierto soltarle la mano a Rusia) y que haga la vista gorda en temas como el Canal de Panamá o Groenlandia, además de reorientar exportaciones que hoy van a EEUU y agrandan su déficit comercial. Parece traído de los pelos, pero ¿quién está seriamente en condiciones de afirmar que Trump nunca haría eso? Ciertamente, el apego a los “principios occidentales” no sería ningún obstáculo…