Imperialismo y colonialismo en el siglo XXI

Imperialismo en el Ártico: Trump, Groenlandia y la ofensiva colonialista

Tras su retorno a la Casa Blanca, Donald Trump insistió varias veces en sus intenciones de apoderarse de Groenlandia, incluso por la vía militar si fuera necesario.

Transitamos hacia una etapa histórica marcada por eventos disruptivos, entre los cuales destaca la intensificación de las rivalidades interimperialistas y, sorprendentemente, de recolonización. La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos es una confirmación de esa nueva dinámica imperialista más agresiva, territorializada y bonapartista.

Como plantea Roberto Sáenz en La geopolítica del trumpismo, Trump no es solo un actor político, sino la cristalización de un cambio de época: “un mundo más brutal, donde las relaciones de fuerzas entre Estados –y las relaciones entre las clases– se empiezan a expresar de manera más feroz, más directa”.

En este contexto, el intento de Trump por anexarse Groenlandia no puede ser interpretado como un simple gesto provocador, sino que hace parte de un proyecto de reconfiguración del mundo. Estas amenazas se inscriben en un conjunto más amplio de agresiones —como la amenaza de invadir Panamá— y reflejan un programa que combina coacción económica, intervenciones militares y desprecio absoluto por la autodeterminación de los pueblos.

El Destino Manifiesto trumpista

Trump no oculta sus intenciones de anexarse Groenlandia bajo el pretexto de la “seguridad nacional”. En sus propias palabras, dijo que “conseguiremos Groenlandia. Sí, al 100%” y añadió que existen “buenas posibilidades de que podamos hacerlo sin fuerza militar”, pero “no descarto nada”.

Lejos de ser una novedad, estas amenazas hacen parte de una ofensiva más amplia que incluye, por ejemplo, el anuncio de retomar el control del Canal de Panamá, hacer de Canadá el estado 51 o convertir a Gaza en la “riviera” de Medio Oriente. Trump intensifica su arremetida territorial como parte de las pretensiones imperialistas que trazó para su segunda administración.

Esta acometida no se restringe simplemente a una estrategia militar, sino que combina aspectos económicos y diplomáticos. Por ejemplo, ofreció directamente comprar la isla en su primer mandato y, ahora, contempla entregar cheques anuales de US $10 mil a cada uno de sus habitantes para reemplazar los subsidios daneses, lo cual constituye un intento de soborno envuelto en una retórica profundamente tiránica.

Además, no ha dudado en recurrir a gestos de provocación directa como la visita del vicepresidente JD Vance a la isla, sin invitación oficial, en donde realizó declaraciones abiertamente intervencionistas: “Nuestro mensaje a Dinamarca es muy sencillo: no han hecho un buen trabajo con el pueblo de Groenlandia”.  Este tipo de retórica evidencia una mentalidad colonialista clásica, en la cual se justifica la intervención extranjera bajo el pretexto de “civilizar” o “proteger” a una población supuestamente abandonada.

En este marco, el trumpismo encarna una forma renovada de imperialismo territorial, en contraposición al imperialismo “desterritorializado” del neoliberalismo clásico. Lo que Trump expresa es “una especie de bonapartismo internacional” que busca “territorializar” nuevamente el dominio imperial, con una lógica “proteccionista, bonapartista, colonial, reaccionario antimoderno”. Se trata, por tanto, de una especie de restauración de formas arcaicas del imperialismo (acumulación primitiva), que evocan el Destino Manifiesto del siglo XIX.

Este principio, que proclamaba la misión divina y civilizatoria del pueblo estadounidense para extender su modelo político, económico y cultural sobre otros territorios, encuentra ahora una versión aggiornada en las amenazas de anexión de Groenlandia. A diferencia del pasado, en lugar de colonos desplazando pueblos originarios, ahora son corporaciones, bases militares y megamineras las que representan el “progreso” capitalista.

Este nuevo Destino Manifiesto busca el control de recursos vitales, rutas de comercio emergentes y posiciones militares clave, visualizando a Groenlandia como un «territorio vacío», disponible para ser comprado, explotado o militarizado.

Un siglo y medio bajo la mira

Este nuevo intento por apoderarse de esa enorme porción de tierra, forma parte de una larga tradición de expansionismo del capital norteamericano. La historia del apetito estadounidense sobre Groenlandia comienza poco después de la compra de Alaska.

En 1868, el entonces secretario de Estado, William Seward, encargó un estudio sobre la viabilidad de adquirirla, atraído por su potencial riqueza pesquera, animal y mineral. El informe señalaba que su adquisición incluso podría empujar a Canadá a incorporarse a Estados Unidos al ver rodeado su territorio por el este, el oeste y el sur.

Este gesto ilustra la lógica de acumulación territorial del naciente imperialismo norteamericano, que ansiaba ponerse al nivel de sus pares europeos mediante la expansión hacia los “márgenes del mundo” y, de esta manera, garantizarse nuevas fuentes de materias primas y mercados.

Este interés se reactivó en 1910, cuando el embajador estadounidense Maurice Egan, propuso intercambiar territorios de Filipinas por Groenlandia y las Indias Occidentales Danesas, mientras que Dinamarca intercambiaría tierras con Alemania. Aunque este intento fracasó, la intención persistió. Durante la Segunda Guerra Mundial, la importancia de la mega isla para Estados Unidos adquirió una nueva dimensión bajo la Doctrina Monroe.

Aprovechando la ocupación nazi de Dinamarca, Washington firmó un acuerdo de defensa con el embajador danés en 1941, el cual permitía la construcción de bases militares en la isla. En realidad, esta fue una ocupación militar de facto, disfrazada de cooperación. Los depósitos de criolita en esta región (cruciales para la producción de aviones) y sus estaciones meteorológicas estratégicas, eran codiciados por los Aliados.

Tras la derrota nazi, Dinamarca esperaba que los estadounidenses se retiraran. Pero, como señala un diplomático retirado, “se consideraba tan importante para la seguridad de Estados Unidos que nos atrincheramos un poco”. De hecho, recientemente se descubrieron las instalaciones abandonadas de Camp Century, una instalación militar de más de tres kilómetros bajo el hielo, que albergó una red de misiles nucleares y cuya existencia el gobierno danés desconocía, debido a que “fingía ser un centro de investigación científica mientras albergaba una compleja estructura militar subterránea”.

Posteriormente, la Guerra Fría brindó el pretexto ideal para que Estados Unidos profundizara su presencia. En 1946, el Departamento de Estado llegó a ofrecer US $100 millones en oro a Dinamarca por Groenlandia, y consideró intercambiarla por tierras ricas en petróleo en Alaska. Aunque esa transacción no se concretó, en 1951 se firmó un nuevo acuerdo que autorizaba a Estados Unidos para seguir operando y expandiendo bases militares en la isla bajo el paraguas de la OTAN.

Con este tipo de política, Groenlandia, en tanto territorio colonizado y semiautónomo, fue tratado no como un sujeto soberano, sino como un espacio a ser ocupado o coaccionado. Esto es así, ya que el imperialismo no es una política externa contingente, sino una necesidad orgánica del capitalismo en su fase superior.

Lenin lo explicó claramente en El imperialismo, fase superior del capitalismo, al señalar que el capital monopolista necesita expandirse territorialmente para asegurar nuevas fuentes de materias primas, mano de obra barata, mercados cautivos y rutas estratégicas.

Autonomía sin soberanía

Groenlandia constituye una colonia de hecho, apenas enmascarada bajo los mecanismos institucionales de la autonomía parcial.

Durante siglos, Dinamarca ejerció una dominación colonial directa, tratándola como un territorio remoto y subordinado, sin desarrollo económico ni reconocimiento político. La población inuit fue sometida a políticas de asimilación, marginación y dependencia.

Así, fue mantenida en el aislamiento y el olvido hasta mediados del siglo XX. En 1953, fue oficialmente incorporada al Reino de Dinamarca y sus habitantes se convirtieron en ciudadanos daneses, pero eso no significó el fin de la dominación. Fue, más bien, un cambio de forma para conservar el fondo: la subordinación colonial.

Este proceso se inscribe dentro de un colonialismo europeo tardío, en el que las metrópolis abandonaron el modelo explícito de dominio, pero conservaron los mecanismos de control económico, institucional y militar a través de subsidios y limitaciones a la soberanía plena, con lo cual se perpetúa la relación de dependencia.

En 1979, Groenlandia obtuvo el estatus de territorio autónomo y, en 2009, un nuevo referéndum permitió ampliar las competencias del gobierno local, pero dejando aún bajo control danés aspectos clave como la defensa y la política exterior. Esta estructura de “autonomía sin soberanía”, le permite al reino danés aparentar liberalismo democrático mientras continúa el dominio.

De esta forma, Dinamarca sigue controlando los aspectos claves del aparato estatal y mantiene a Groenlandia en una situación de dependencia económica, mediante subsidios que equivalen a una quinta parte del PIB local y que actúan como mecanismos de control que impiden su desarrollo económico soberano y perpetúan la sujeción a Copenhague.

Sin embargo, esas mismas condiciones calan en la población local y, en la actualidad, más del 80% desea la independencia, lo que refleja una voluntad de ruptura con el orden colonial. En las elecciones parlamentarias de marzo pasado, el partido Naleraq, que aboga por una independencia en el corto plazo, duplicó sus escaños, mientras que el partido mayoritario plantea una separación más gradual. Aunque de momento pareciera que la lucha independentista se desarrolla más por medios legales e institucionales, sin grandes movilizaciones, lo cierto es que eso no le resta legitimidad a esta reivindicación.

Por su parte, el imperialismo estadounidense intenta manipular esta relación colonial, acusando a Dinamarca de no cuidar lo suficiente a Groenlandia para justificar una eventual intervención. Esta es una forma cínica de legitimar una nueva opresión bajo la retórica del “salvador externo”, una narrativa que históricamente ha sido utilizada por las potencias para intervenir en los asuntos de los pueblos oprimidos.

La situación de Groenlandia revela la lucha de dos formas de dominación: el viejo colonialismo europeo representado por Dinamarca, y el nuevo imperialismo agresivo del capitalismo estadounidense. Pero, al fin y al cabo, ambos entierran la voluntad groenlandesa. Lenin argumentó, respecto a los pueblos sujetos al yugo colonial, que no se puede hablar de emancipación sin reconocer el derecho de las naciones oprimidas a liberarse de toda dominación imperialista, ya sea directa o indirecta.

Acumulación por desposesión

La codicia de Groenlandia no se explica solo por su geografía. La isla se ha convertido en un objetivo clave para las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, debido a tres elementos fundamentales: su valor estratégico militar, su potencial en el comercio global (incluyendo las rutas del Ártico), y su enorme riqueza en minerales críticos, especialmente las tierras raras.

Groenlandia es una pieza geoestratégica en el tablero del Ártico. Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estableció bases militares en la isla, y mantiene hoy su presencia en la Base Aérea de Thule, rebautizada como base espacial Pituffik. Esta instalación alberga sistemas de alerta temprana ante posibles ataques con misiles intercontinentales, en particular desde Rusia, y actúa como estación de suministro para aviones de la OTAN y Estados Unidos.

Trump, utilizando su apalancamiento como la principal potencia del mundo, está tratando de utilizar a la OTAN como una especie de paraguas con “legitimidad” para avanzar en sus planes. Recientemente, le expresó al secretario general de la organización, Mark Rutte, que “lo necesitamos para la seguridad internacional, no solo la seguridad -internacional- tenemos a muchos de nuestros jugadores favoritos navegando por la costa, y tenemos que tener cuidado”. Ante lo que él contestó, posteriormente, que tiene «toda la razón» para posicionar la seguridad en el Ártico como prioridad.

Este tipo de declaraciones muestra que Groenlandia está siendo percibida no sólo como un punto de defensa, sino como una base de operaciones para la proyección del poder militar estadounidense en el Ártico y el Atlántico Norte. La militarización de la región es parte de una tendencia más amplia del nuevo imperialismo territorial que vuelve a los métodos clásicos de presencia física y control directo.

Este renovado interés militar coincide con el fortalecimiento de la OTAN en la región, y con la decisión de Dinamarca de invertir más de US $2 mil millones en vigilancia, satélites, buques y drones para mantener la soberanía en el Ártico. En realidad, se trata de un movimiento coordinado que busca evitar que China o Rusia extiendan su influencia sobre este espacio. “Debemos afrontar el hecho de que existen serios desafíos en materia de seguridad y defensa en el Ártico y el Atlántico Norte”, declaró al respecto el ministro de Defensa danés, Troels Lund Poulsen.

El cambio climático (como veremos más abajo) está derritiendo las capas de hielo del Ártico a una velocidad alarmante. Como consecuencia, se están abriendo nuevas rutas marítimas entre el Atlántico y el Pacífico, como el Paso del Noreste (que ya está siendo utilizado como ruta comercial de materias primas, como el gas, entre Rusia y China) y, en el futuro, la Ruta Marítima Transpolar.

Groenlandia se perfila como un punto clave para estas rutas comerciales emergentes, con un potencial enorme para convertirse en centro logístico, puerto de transbordo y base científica o militar. También Islandia entra en el juego al posicionarse como un puerto de trasbordo en esas rutas y cuyo gobierno “está extendiendo su mano hacia la UE, pero también hacia Rusia y China”.

China ha integrado al Ártico en su “Ruta de la Seda Polar”, y ha intentado construir aeropuertos en Groenlandia, aunque enfrentando la oposición de Estados Unidos y Dinamarca. Este interés creciente por el comercio ártico no es inocente; acortar distancias significa reducir costos logísticos, mejorar tiempos de exportación y controlar vías clave del comercio mundial, lo que confiere una ventaja geopolítica.

Desde el punto de vista económico, Groenlandia representa un tesoro codiciado por sus recursos minerales, especialmente las tierras raras. Un informe reciente estimó que, el 25% de los recursos mundiales de tierras raras, podrían estar en la isla (alrededor de 1,5 millones de toneladas), incluyendo neodimio y praseodimio, minerales clave para fabricar turbinas eólicas, motores eléctricos y tecnología militar. Estas tierras raras son indispensables para la transición energética. “Para 2024, utilizaremos alrededor de un 4.500% más de tierras raras en todo el mundo que en 1960”. Esta demanda explosiva genera una nueva fiebre global por el control de estos recursos, y la isla es una de las zonas más prometedoras y disputadas.

El dominio actual del mercado global de tierras raras está en manos de China, que controla alrededor del 60% de la extracción y el 85% del procesamiento. “Pero el dominio chino sobre este mercado ya alcanzó el 95% en 2010, lo que dio a Pekín un poder político y económico significativo sobre las cadenas de producción centrales en Europa y EE.UU”.

Esto genera una gran preocupación para Estados Unidos y sus aliados, que ven en Groenlandia una posible vía para reducir esa dependencia estratégica. Por eso, durante el primer mandato de Trump, se firmaron acuerdos de cooperación científica y se incluyeron las tierras raras en la lista de “materiales críticos para la seguridad nacional” estadounidense.

La dimensión económica de esta disputa se entrelaza directamente con los intereses del capital privado. Empresas como Tesla —cuyo CEO, Elon Musk, tiene vínculos políticos con Trump— dependen de estos recursos: “es razonable pensar en un conflicto de intereses si el CEO de una empresa que depende de la disponibilidad de importantes elementos minerales está en una posición política de autoridad para tomar decisiones que podrían afectar la disponibilidad global de estos minerales”.

Groenlandia está siendo convertida en un espacio de acumulación por desposesión, en el que las potencias capitalistas buscan apropiarse de sus riquezas naturales sin respetar la opinión de sus habitantes ni los límites ecológicos. La isla es tratada como una reserva colonial de recursos estratégicos, sin considerar las consecuencias sociales ni ambientales de su explotación.

Acumulación por deshielo

El creciente interés estratégico por Groenlandia —ya analizado en el punto anterior— no puede disociarse de uno de los factores que lo han vuelto viable: el cambio climático. En esta zona, esta crisis no solo amenaza el medio ambiente y la vida de su población, sino que ha abierto nuevas oportunidades de negocios para el capital.

La capa de hielo de Groenlandia —la segunda más grande del mundo— está alcanzando un punto de no retorno. Desde los años 80, la isla ha perdido más de un billón de toneladas de hielo, con tasas de derretimiento que se han multiplicado por seis en la última década. Según estudios recientes, si la temperatura global supera los 3,4 °C respecto a los niveles preindustriales, el derretimiento sería irreversible y elevaría el nivel del mar hasta siete metros, provocando efectos devastadores para las comunidades costeras a nivel mundial.

Este proceso no es natural, es la consecuencia histórica, principalmente, de más de dos siglos de desarrollo capitalista basado en la explotación intensiva de combustibles fósiles, la expansión ilimitada de la producción industrial y la lógica del beneficio privado por encima de cualquier consideración ecológica o humana. Como ya advirtió Marx, el capital destruye tanto a las personas trabajadoras como a la tierra, sus dos fuentes fundamentales de riqueza.

Lo más grave es que, lejos de frenar este proceso, el capitalismo asume la crisis climática como una nueva oportunidad de acumulación, una “acumulación por deshielo”. Groenlandia se ha vuelto más accesible a la exploración minera y energética precisamente porque su hielo se derrite.

El calentamiento global ha revelado enormes reservas de tierras raras como uranio, niobio, hierro, grafito, cobre, titanio, rodio y otros minerales codiciados por las industrias de alta tecnología y la transición energética, particularmente importantes en la fabricación de motores eléctricos y turbinas de viento por sus propiedades magnéticas. Además, el Servicio Geológico de Estados Unidos estimó que el 30% de las reservas de gas y el 13% de petróleo no descubiertas se localizan en el Ártico.

Este dato es clave para comprender la ofensiva de Estados Unidos, China y otras potencias sobre Groenlandia. No se trata de salvar al planeta, sino de controlar los insumos fundamentales para una nueva fase de desarrollo del “capitalismo verde”, que reproduce las mismas lógicas extractivistas y coloniales del pasado, solo que ahora envueltas en el lenguaje de la sostenibilidad.

La contradicción es evidente, el capitalismo, que provocó la mayor parte del cambio climático, intenta ahora presentarse como su solución, pero lo hace a través de mecanismos que agravan la explotación de la naturaleza y los pueblos.

La carrera por los minerales, por ejemplo, ya generó conflictos ambientales y sociales en África, Asia y América Latina. Groenlandia no será la excepción, la explotación masiva de sus recursos implicará daños ecológicos, desplazamiento de comunidades y el sometimiento de su economía a intereses extranjeros.

Esta dinámica forma parte del “capitalismo verde” donde las grandes corporaciones y potencias intentan reestructurar la economía global alrededor de las energías renovables y la tecnología limpia, sin modificar las relaciones de propiedad ni la lógica de acumulación. Es una farsa “verde” que no solo no resolverá la crisis ecológica, sino que la profundizará mediante nuevos ciclos de saqueo y dependencia.

Nuevos métodos, viejos fines

Este conflicto no puede entenderse sin enmarcarse en la rivalidad global entre las principales potencias: Estados Unidos y China. En esta confrontación por la hegemonía mundial, Groenlandia no es un simple punto geográfico periférico, se ha convertido en un territorio clave en la disputa por el control del Ártico.

China, que en las últimas décadas ha dejado de ser “la fábrica del mundo” para convertirse en una potencia geopolítica y económica de primer orden, ha puesto sus ojos sobre esta zona, a pesar de su distancia geográfica.

Pekín se autodefine ahora como una potencia “casi ártica”, y ha desplegado proyectos, inversiones y propuestas diplomáticas para aumentar su presencia en Groenlandia y otros puntos clave del extremo norte. Trata de participar en grandes obras de infraestructura e invirtió en empresas mineras con acceso a tierras raras, esenciales para la transición energética; por ejemplo, con Shenghe Resources, una empresa minera estatal china.

Por otro lado, aseguró respetar la soberanía danesa sobre Groenlandia, en un gesto calculado que busca presentarse como un actor “respetuoso” frente al intervencionismo grosero de Estados Unidos, cuyas formas toscas generan muchos anticuerpos.

Por ejemplo, los cinco partidos con representación en el Inatsisartut (parlamento regional) emitieron un comunicado rechazando las amenazas estadounidenses: “no pueden aceptar las reiteradas declaraciones sobre la anexión y el control de Groenlandia. […] Consideramos inaceptable este comportamiento hacia un amigo y un aliado”. En el mismo sentido se expresó el primer ministro groenlandés, Múte Bourup Egede: «Hasta hace poco, podíamos confiar en los estadounidenses, que eran nuestros aliados y amigos, y con quienes disfrutábamos trabajando estrechamente. […] Pero esa época ya pasó”.

En contraposición a esta postura, el ministro de exteriores chino, Wang Yi, expresó que “China respeta plenamente la soberanía e integridad territorial de Dinamarca en la cuestión de Groenlandia y espera que Dinamarca siga apoyando la postura legítima de China en cuestiones relacionadas con su soberanía e integridad territorial”, con lo cual refuerza una imagen de multilateralismo que contrasta con la agresividad del trumpismo, representando el papel de un imperialismo deferente al orden mundial establecido.

Asimismo, China incluyó a Groenlandia en su proyecto de la “Ruta de la Seda Polar”, que forma parte de su plan general de expandir redes logísticas y comerciales globales. Esto incluye ensayos de navegación por rutas del Ártico, rompehielos nucleares y estaciones científicas, en cooperación con Rusia. “El Ártico se está volviendo chino», tituló hace pocos meses RIA Novosti, una agencia estatal rusa de noticias. Esto tras el ensayo de tres rompehielos chinos (Xuelong 2, Ji Di y Zhong Shan Da Xue Ji Di) abriéndose paso por el mar Ártico.

A esto se suman las incursiones militares cada vez más atrevidas: “Ya en 2015, cinco buques de guerra chinos cruzaron aguas estadounidenses en la zona de doce millas frente a Alaska, algo que se ha repetido con frecuencia desde 2021. En 2022, Estados Unidos registró una flota de barcos rusos y chinos a casi 160 kilómetros de la isla de Kiska, en Alaska, incluido un destructor de misiles guiados Nanchang Tipo 055, armado con hasta 112 misiles de crucero o misiles antibuque hipersónicos”.

Todo esto intensifica la tensión con Washington, que ve en estos avances una amenaza directa a su hegemonía militar y económica en la región. Frente a esta ofensiva china, Estados Unidos responde dejando claro que quiere apoderarse de Groenlandia, incluso con el uso de fuerza militar.

Ninguna de estas potencias está realmente interesada en el bienestar de su población o en respetar su derecho a la autodeterminación. Es una ficha más en la pugna por mercados, rutas y minerales. Como ocurre con otros territorios ricos en recursos, el futuro de Groenlandia se está discutiendo entre bastidores, en negociaciones secretas entre grandes potencias.

Esta no es una disputa entre “buenos” y “malos”, como intenta presentar la prensa occidental o la propaganda china. Ambos bloques representan formas distintas del capitalismo. El imperialismo estadounidense, liderado por Trump, actúa con brutalidad y arrogancia, apelando al “Destino Manifiesto” y al dominio militar abierto. El capitalismo chino, en cambio, opera mediante inversiones, diplomacia económica y control tecnológico, pero no por ello es menos depredador o expansionista.

Lo esencial es que ambos comparten la lógica de acumulación capitalista, basada en la explotación de la naturaleza y la competencia por los recursos. Groenlandia se encuentra atrapada entre dos bloques que rivalizan por consolidar sus respectivas esferas de influencia. La lucha no está entre China y Estados Unidos, sino entre los pueblos del mundo y el sistema capitalista-imperialista que los somete, sin importar la bandera que lo encarne.

El pueblo de Groenlandia tiene derecho a decidir libremente su futuro, sin chantajes, sin intervenciones y sin ser moneda de cambio en acuerdos geopolíticos de las grandes potencias.

Por eso, la tarea de la izquierda revolucionaria no es sólo denunciar a Trump, sino también desenmascarar el imperialismo chino, que, bajo formas distintas, busca el mismo objetivo: acceso a recursos que garanticen su expansión.

En definitiva, esta rivalidad es una expresión contemporánea de la barbarie imperialista, de un sistema en crisis que, incapaz de resolver las contradicciones que ha creado (cambio climático, agotamiento de recursos, desigualdad), se dirige a una fase de recolonización del planeta, con nuevos métodos y viejos fines.

En ese contexto, Groenlandia no debe ser territorio de nadie, salvo de su propio pueblo. Y la única salida verdaderamente emancipadora no vendrá de un acuerdo entre potencias, sino de la movilización internacionalista y anticapitalista por un mundo sin imperios, sin explotación y sin saqueo.

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