Situación internacional

Hacia nuevos y mayores choques entre bloques, entre naciones… y entre clases

Séptima parte del artículo "Economía y política globales en tiempos de Trump".

7.1 El regreso del espectro del horror nuclear

En todos los ámbitos, en todos los foros, a todos los niveles, se percibe la sensación de cambio de época. No se trata sólo de la incertidumbre que aporta la personalidad de Trump al frente de la primera potencia mundial. Es casi al revés: el regreso de Trump –cuando parecía que la era Biden volvía a ponerle un manto de previsibilidad a las relaciones internacionales– es en sí mismo una expresión de cuán profundos son los cambios en la configuración de esas relaciones. Esto se manifiesta en todos los terrenos: desde el más básico, la preservación de la paz mundial, hasta los realineamientos geopolíticos, el atolladero del crecimiento económico, la polarización política y social, la licuefacción de los antiguos consensos ideológicos, el destino incierto de la IA y la impotencia global para dar respuestas al cambio climático.

Es significativo que, desde el punto de vista del equilibrio militar entre las potencias, muchos analistas hablen ya de una tercera era nuclear. La primera abarcó el período de la Guerra Fría (1945-1989); la segunda, con la distensión post caída de la URSS la progresiva reducción de los arsenales nucleares, fue la más calma. Pero esa tranquilidad terminó con la invasión de Rusia a Ucrania, que muchos marcan como el hito que da comienzo a la tercera era. Una era que se parece a una reedición de la primera Guerra Fría, pero con otros actores y con otras características.

La primera de ellas es que, a diferencia del período de la segunda posguerra, no hay dos actores excluyentes sino al menos tres: aunque EEUU y Rusia siguen detentando, con mucha diferencia, los primeros dos arsenales nucleares del planeta, el poderío económico, político y militar de China la ubica como potencialmente el mayor rival de EEUU. Algo que empieza a cristalizar también en el terreno de la capacidad nuclear: mientras que EEUU y Rusia ostentan un arsenal de más de 5.000 ojivas nucleares, China, que comenzó con una modesta capacidad de unas pocas centenas (al nivel del Reino Unido o Francia), alcanzará el millar de cabezas nucleares en 2030 y el millar y medio antes de 2035.

La segunda diferencia con la primera Guerra Fría es que hay mucha menos “institucionalización” del statu quo bajo la forma de tratados misilísticos que controlan quién tiene cuánto, y cuáles son los protocolos de uso (algo crucial que evitó el uso de armas nucleares en la crisis cubana de 1961). El último de importancia aún vigente, NewSTART, vence en febrero de 2026. Como ya señalamos, Trump y Putin no parecen tener el menor interés, ni intención, de renovarlo. Por primera vez en la historia humana, en los próximos años los arsenales nucleares probablemente no estarán sujetos a ningún límite formal establecido por ningún tratado. Se trata de una verdadera y alarmante novedad, y un signo de lo imprevisible y potencialmente caótico que es el período que se abre.

En tercer lugar, esa misma falta de acuerdos y límites entre las principales potencias habilita el apetito de potencias menores, que quieren aumentar su arsenal o, sobre todo, empezar a tenerlo. Entre los firmes candidatos a conseguir armas nucleares por primera vez, sea por desarrollo propio o por convencer a aliados para recibirlas, están Irán y Corea del Sur. El primero, como reaseguro frente a Israel –único país del mundo que tiene armas nucleares sin haberlas declarado jamás–; la segunda, como reaseguro frente a Corea del Norte. Además, tanto Corea del Sur como Japón tienen profundas dudas sobre la voluntad de Trump para mantener de manera efectiva el paraguas nuclear de EEUU,[1] lo que explica que, por primera vez en su historia, y en oposición a décadas anteriores, hoy el 70% de los surcoreanos ve con buenos ojos que su país tenga armas nucleares.

Claro que si Irán logra hacerse de bombas atómicas, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes buscarán restablecer el equilibrio regional consiguiéndolas también. A la lista cabe agregar dos países europeos. Uno es Ucrania, lo que dependerá del curso de la guerra y del tipo de acuerdo al que –probablemente este año– se llegue para finalizar la guerra con Rusia (aunque Putin jamás avalaría capacidad nuclear para Ucrania, no hay que descartar que las conversaciones con Trump terminen mal). El otro es Turquía, como continuidad y profundización de la agresiva política de Erdogan de proyección (e intervención) internacional en Asia y África.

El acuerdo NewSTART habilita a EEUU y Rusia a tener desplegados 1.550 cabezas nucleares y 700 puntos de lanzamiento para los misiles llamados estratégicos (capaces de aniquilar ciudades enteras). El resto del arsenal –es decir, las cabezas no desplegadas sino almacenadas, y las armas nucleares tácticas– no tiene restricciones. ¿Qué harán Trump y Putin? ¿Actuarán como líderes responsables, o darán rienda suelta a sus mejores instintos de patanes fanfarrones, incrementando la producción de cabezas nucleares y/o aumentando el despliegue de las cabezas almacenadas?

Por lo pronto, en el entorno más belicista de Trump ya hablan de reanudar los tests nucleares, que EEUU y Rusia no realizan desde los años 90. Por otro lado, reforzar los programas nucleares de producción –ni hablar de agregar otros nuevos– pondría bajo presión la ya problemática agenda fiscal de Trump (y la de Putin, apremiada como está por el curso de la guerra en Ucrania). China tiene más margen en ese sentido, pero parte de bastante más atrás. Si Trump y Putin deciden reanudar y redoblar la carrera armamentística, tendrán que convencer a la población de que los inevitables sacrificios económicos adicionales valdrán la pena.

En cualquier caso, se impone una conclusión: el desorden creciente del mundo empieza por la incapacidad de la potencia hegemónica (EEUU), de las superpotencias nucleares actuales (EEUU y Rusia) y del nuevo aspirante a hegemón y a superpotencia nuclear (China) para estabilizar acuerdos básicos. Ni siquiera están quedando en pie los mínimas vías de comunicación de emergencia interpotencias que impidan o desescalen –como ocurrió con la crisis de los misiles en Cuba en 1962– potenciales conflictos desatados por accidente o por decisiones apresurados de mandos medios.

En los comienzos de la Guerra Fría, en 1947, científicos de todo el mundo, hoy agrupados en el Bulletin of the Atomic Scientists, establecieron el “Reloj del Juicio Final”, o del apocalipsis (Doomsday Clock), que indicaba de manera simbólica cuán cerca estaba la humanidad de un holocausto perpetrado por acción de la propia especie humana. La principal amenaza, sobre todo al principio, era la guerra nuclear generalizada, pero luego se fueron incluyendo riesgos como descontrol o accidentes con armas bacteriológicas y desastres ambientales; la última incorporación fue la inteligencia artificial.

El reloj fue puesto inicialmente a las doce menos siete minutos, y conforme a los cambios geopolíticos y tecnológicos la hora del Juicio Final se acercaba o se alejaba. Así, el momento histórico donde más lejano estaba el peligro fue en 1991, con la disolución de la URSS: 17 minutos para las doce. ¿Cuándo fue el momento más cercano? Pues el mismo que coincide con la fecha de la última modificación, el 28 de enero de 2025: 89 segundos. Es sólo una metáfora, claro. Pero también un símbolo.

7.2 Realineamientos fluidos y conflictos sin control

Hemos visto que uno de los sellos de Trump 2.0 es que no da por sentada ninguna alianza estratégica, mucho menos táctica, ni siquiera con los socios históricos de EEUU. El reciente intento de acuerdo entre Trump y Putin sobre Ucrania, ignorando olímpicamente tanto a Ucrania como a la Unión Europea, es una muestra muy representativa del momento de actual de “alianzas en suspenso”. Si la UE tendrá la voluntad y la espina dorsal para plantársele a Trump, y cómo reaccionará éste, es música del futuro (que además puede cambiar sin previo aviso). Pero, de nuevo, es un indicador claro de la incertidumbre global.

En efecto, parte de la sensación de caos es que las líneas de falla entre los bloques no están de ninguna manera delineadas con tanta claridad ideológica como en la posguerra. El bloque de “Occidente” sigue liderado por EEUU, pero las fisuras con Europa, como vimos, son cada vez más profundas, a la vez que asoman nuevas alianzas. Por ejemplo, el acercamiento entre Japón y Corea del Sur, rivales históricos de la Segunda Guerra en Asia; a la vez ambos países pretenden un mayor compromiso de y con EEUU para contrarrestar la amenaza china (Japón) y norcoreana (Corea del Sur), pero decididamente Trump no les facilita las cosas. Algo similar sucede con la integración de India en el llamado Quad (EEUU, India, Japón y Australia): la idea de EEUU era consolidar una alianza asiática para monitorear y contrarrestar los avances de China, pero si ya había fricciones entre los miembros asiáticos, Trump agrega conflictos con el socio mayor.

El bloque “antioccidental” tampoco presenta mucha homogeneidad que digamos. Las relaciones de alianza de China y Rusia entre sí, para no hablar de las que tienen con Irán y Corea del Norte, son oblicuas y cruzadas. El mayor elemento común es reactivo y defensivo: esquivar las sanciones y boicots comerciales, financieros y tecnológicos de EEUU. También hay una sociedad y complementariedad importante en el comercio de armas convencionales y de tecnología avanzada con aplicación militar (satélites y drones, sobre todo).

La ubicación de los “prescindentes” –no abiertamente alineados con EEUU ni con China– es más compleja todavía. India pertenece a la vez al Quad y a los BRICS, sin llevar la voz cantante en ninguno de ambos foros; Brasil es miembro de los BRICS y tiene relaciones relativamente amigables con China (socio comercial insoslayable) y China, pero de ninguna manera rompe lanzas con EEUU, a la vez que busca desesperadamente cerrar el acuerdo del Mercosur con la UE. Los bloques regionales africanos como ECOWAS y su reciente desprendimiento, la Alianza de Estados del Sahel, buscan juego propio, se distancian de Francia –potencia imperialista en proceso acelerado de abandonar prácticamente toda presencia en sus ex colonias del continente– y coquetean con China en lo económico y con Rusia en lo militar, sin romper tampoco con EEUU. Los bloques económicos asiáticos más importantes como la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) temen quedar atrapados en el medio de la disputa EEUU-China y buscan un difícil equilibrio entre no perder su decisiva sociedad comercial con China y no despertar las iras del Tío Sam. A la vez, varios de sus miembros, como Filipinas (que aloja bases estadounidenses en su territorio) y Vietnam, tienen acerbos enfrentamientos diplomáticos con China por la demarcación del Mar de China Meridional. En suma, los realineamientos no han hecho más que comenzar.

En este marco, una de las “víctimas” de la reconfiguración del mundo que está tomando forma hoy –y que exacerbará bajo Trump– son las misiones de paz de la ONU. En las dos primeras décadas del siglo, si bien nunca se destacaron por su eficiencia y logro de objetivos, cumplían una importante misión ideológica: la de apuntalar la idea de que existía un orden global, liderado por EEUU, capaz de tomar medidas de intervención (limitada) ante el surgimiento de conflictos difíciles de controlar y/o de mediar.

Hoy, ni esa fachada queda, sobre todo en lugares como África, continente que cobijó la mayor parte de esas misiones. Entre la creciente desafectación de EEUU, las restricciones de presupuesto y los pobres resultados de muchas de las misiones anteriores, el consenso, la voluntad y los medios para organizar otras nuevas son hoy mucho menores que antes. A eso se agrega que los conflictos, como en el caso de organizaciones jihadistas, exceden las fronteras de un país, y que el carácter de esas organizaciones vacía de sentido contingentes pensados como mediación: “¿De qué sirve una misión de paz cuando del otro lado hay terroristas?”, se preguntaba un diplomático de la Unión Africana (“Out with a whimper”, TE 9249, 4-1-25).

El resultado es la “tercerización” de la intervención militar por parte de los Estados en compañías privadas rusas o turcas, o fuerzas irregulares patrocinadas por gobiernos como los de China, Ruanda o los Emiratos. Las características habituales de estos contingentes son una mayor capacidad militar y menores restricciones operativas de origen político, éstas últimas típicas de las misiones de la ONU. Traduciendo: fuerzas cuasi mercenarias que actúan por cuenta y orden (pero no bajo la responsabilidad directa de) los Estados involucrados, con la ventaja de poder hacer la vista gorda en cuestiones vinculadas a los derechos humanos. Señales, aquí también, de un mundo con menos mediaciones, más brutal y más despiadado. Las grandes perdedoras serán las poblaciones de países como la República Democrática de Congo, Sudán, Somalia, Nigeria o los del Sahel africano.

Hechos como que una guerrilla apoyada por Ruanda, el M-23, ocupe una de las ciudades más importantes de la República Democrática de Congo (Goma, en el este del país, con casi 3 millones de habitantes), o que los hutíes de Yemen se financien cobrando una especie de peaje a los buques mercantes que entran al Mar Rojo para pasar por el Canal de Suez dan cuenta de una realidad de creciente descontrol global, con regiones enteras donde la autoridad de los “estados soberanos” es desafiada con éxito por actores “ilegales”. En el mismo sentido cabe apuntar episodios como el corte de cables de internet en el Báltico, atribuidos –de manera plausible, pero incomprobable– a Rusia, entre muchas otras pequeñas y grandes disrupciones del “orden global” que quedan impunes por falta de autoridad legal, militar o “moral” que ejerza el castigo.

7.3 Detrás de la geopolítica acechan las masas y su (creciente) impaciencia

Ante el cambio de etapa global, la lamentable respuesta de algunos sectores de izquierda, incluso marxistas, es el desánimo y la angustia, los peores consejeros imaginables para quienes formamos parte de corrientes políticas revolucionarias. Esa actitud es indigna de militantes, autocomplaciente y desmoralizadora, pero es también algo peor que todo eso: es un error. Sencillamente, significa no abordar el mundo de manera marxista, dialéctica; significa ver sólo los fenómenos y la superficie, sin ser capaces de identificar el movimiento subterráneo –¡y no tanto!– que agita a los grandes protagonistas de la historia. Que no son las personalidades carismáticas, ni las naciones, ni los bloques de naciones, sino las grandes masas explotadas y oprimidas. Con sus luchas, con su consciencia, con sus contradicciones, con sus desigualdades… y con sus potencialidades. Encontrar en éstas los puntos de apoyo para la acción política es la primera cualidad, y el primer deber, de cualquier militante marxista que se precie de tal. Hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña la filosofía de los derrotistas.

Es cierto que hay regiones donde el panorama parece atravesado exclusivamente por el juego de ajedrez de las grandes potencias. Es el caso de la guerra en Ucrania. Allí, la progresiva defensa del derecho nacional de autodeterminación quedó ahogada entre la ofensiva de Putin y el atlantismo miserable de Zelensky, que jugó todas sus fichas a cobijarse bajo el ala de un EEUU que hoy lo abandona sin conmiseración. En tanto, la posibilidad de una reacción del pueblo ruso contra la semidictadura autoritaria de Putin está en suspenso, como vimos, mientras el frente de batalla le siga sonriendo al Kremlin. Pero ese bloqueo de las aspiraciones legítimas de las masas frente a la geopolítica y los cañonazos no es representativa de la tónica de todo el mundo.

Por ejemplo, lo que ocurre en Palestina es, en primer lugar, una tragedia humana para el pueblo palestino, pero no todo es tragedia. También hay resistencia, hay legítima alegría como cuando se acordó el reciente cese de fuego; hay indignación en las inmensas manifestaciones pro palestinas que recorrieron y recorren todo el globo, desde Sudáfrica a Noruega pasando por Nueva York; hay desgaste político no sólo de Netanyahu sino, lo que es más profundo, de la causa sionista, que a los ojos de crecientes masas está irrevocablemente comprometida. A la barbarie del genocidio y la limpieza étnica que pretenden Israel y ahora Trump se le opone un empuje de masas con una fuerza política y moral de renovada legitimidad. No va a ser tan fácil expulsar un pueblo entero de su tierra para hacer resorts de playa para millonarios y sionistas.

El avance de las fuerzas de extrema derecha en Europa –aun considerando su fuerte heterogeneidad– es, por supuesto, un llamado de atención que hay que tomar muy seriamente, así como el crecimiento del racismo y la xenofobia en sectores de masas. Dicho esto, sería de miopes, o de ciegos, pasar por alto las contratendencias y las contradicciones. El ascenso electoral de AfD no se da en el vacío, sino que suscita mareas humanas en las grandes ciudades alemanas en rechazo a una fuerza política que, a la vez que se abraza geopolíticamente a Putin, coquetea con la simbología y el discurso nazis. La fuerza de Marine Le Pen avanza en las encuestas, pero a) está por verse si la tercera será la vencida; Francia es un país con enorme tradición de lucha en las calles y debate ideológico, el más agitado de Europa; b) su peso sigue siendo electoral; no organiza activamente masas reaccionarias, a diferencia de los movimientos fascistas o de extrema derecha clásicos, y c) aun si llegara a imponerse en las elecciones, queda por ver cuán radical será su prometida ruptura con el statu quo; el ejemplo de Giorgia Meloni, que tras su victoria con los “antieuropeístas” de Fratelli d’Italia no sacó ni una uña del plato de la UE, es aleccionador. La crisis europea castiga el nivel salarial, el empleo y sobre todo las perspectivas de la juventud, pero no está escrito en ningún lado que la única beneficiaria posible de ese estado de cosas sea la extrema derecha, cuyas formaciones no son ningún modelo de coherencia y estabilidad. Sucesos continentales y extracontinentales pueden interpelar a reservas democráticas y de lucha en las masas europeas que nunca se han agotado.

En América Latina se está lejos del momento de las rebeliones populares de la primera década del siglo, pero tampoco se constata ninguna ola derechista arrasadora. De hecho, en siete de los diez países de Sudamérica hay gobiernos que no tienen ningún alineamiento automático con EEUU, y mucho menos con Trump. Aquí, quizá buena parte de la evolución política de la región se juegue en lo que pase con Brasil, y acaso Argentina. Una crisis mayor del gobierno de Lula –de la que ya hay algunos signos– o el de Milei –que podría tener un desarrollo cualitativamente más explosivo y fulminante– pueden inclinar la balanza política del continente en el futuro próximo.

Los “especialistas en geopolítica” que se devanan los sesos intentando pronosticar el destino del enfrentamiento EEUU-China y se abocan a la semiología sinológica del PCCh no suelen incluir en sus análisis el pequeño factor de qué pasa por la cabeza de los más de mil millones de adultos chinos (incluyendo los casi cien millones miembros del partido). Una cosa es dar cuenta de los avances de la ciencia y tecnología chinas, las obras de infraestructura y los planes oficiales para las áreas estratégicas; otra es ignorar que el orgullo chauvinista que instila el PCCh no siempre tiene correlato en masas sobre todo de jóvenes urbanos en quienes cunde la sensación de expectativas frustradas. Nadie sabe –tampoco el partido gobernante– de qué formas y en qué tiempos se manifestará ese descontento. Sin embargo, no hace falta compartir la histeria anticomunista de los medios occidentales para entender que, para las amplias masas, el “socialismo con características chinas” cumple más las promesas de lo que esperan los jerarcas del partido que de las necesidades reales de cientos de millones.

En los países pobres de Asia y África, no hay mucho que esperar de dirigencias incompetentes, autoritarias, corruptas y, frecuentemente, todo eso junto. En 2024, las sorpresas vinieron del lado del movimiento de masas, no de los Estados: desde la sorpresiva victoria electoral de un ex maoísta en una Sri Lanka agobiada por las recetas del FMI hasta la no menos sorprendente caída de la aparentemente inamovible Sheikh Hasina en Bangladesh, pasando por la fulminante reacción de las masas surcoreanas al intento de autogolpe reaccionario, ley marcial mediante, del rápidamente destituido Yoon Suk Yeol, o el creciente retroceso de la dictadura militar en Myanmar ante un frente común de movimientos insurgentes. En África, en cambio, la dinámica fue en muchas regiones en el sentido de más autoritarismo y más divisiones nacionales y étnicas, que sólo alimentan la desesperación y los intentos de emigración. Pero siempre puede haber novedades inesperadas del continente de población más joven del planeta.

La mayor incógnita, de todos modos, está en lo que pueda suceder en EEUU con el gobierno de Trump. Desde los primeros días de asumido Trump fue una máquina de lanzar medidas reaccionarias contra todos los sectores de la población imaginables, dentro y fuera del país. Ataques a los derechos de los inmigrantes, de las mujeres, de la comunidad LGBT, de los trabajadores del Estado federal; discursos chauvinistas ridículos, burlas a países vecinos y europeos, guiños a Putin y Xi Jinping, amenazas brutales a los palestinos, represalias contra los socios europeos, y la lista sigue. Por ahora, Trump tiene la iniciativa y obliga al resto a estar a la defensiva o a actuar como simple reacción. Pero no hay que confundirse: en el poderoso movimiento de mujeres y LGBT, en la tendencia reciente a la sindicalización –sobre todo en los nuevos sectores de la economía de servicios y plataformas–, en las reservas democráticas de un país con inmensa tradición en ese sentido, Trump tendrá que enfrentar una respuesta de las masas estadounidenses. Allí se verá cuánto de las tendencias políticas de derecha y de ultraderecha que hoy generan rechazo y desazón tiene capacidad de sostenerse en el tiempo.

El momento político es hoy, sin duda, reaccionario; Trump es el que mueve primero, y todos los demás actores deben acomodar su respuesta. Pero creer que eso es para siempre, que las contradicciones no se acumulan, que el movimiento de masas va a permanecer sordo, mudo y quieto ante las tremendas olas que sacuden el barco y la impericia –o locura– del capitán y los demás oficialistas es no entender en qué mundo estamos y, sobre todo, a qué mundo vamos. En China, como en EEUU, en Europa y en todas partes, a un costado de los grandes espectáculos geopolíticos que ocupan todas las miradas de medios y analistas, la lucha de clases sigue su trabajo de zapa.

Ni la economía, ni la política, ni la dinámica social globales habilitan un escenario de cambios graduales; por el contrario, los mismos “dueños del mundo” que se dan cita en Davos esperan y temen un horizonte de convulsiones a todo nivel. Que se cuiden quienes sólo registran las negociaciones entre bambalinas y los gestos estridentes para los medios. No sea cosa que, más pronto que tarde, quienes ocupen el centro del escenario ya no sean los figurones de la política imperialista, sino otros actores mucho más multitudinarios, anónimos e impacientes. Porque hoy todos miran a los Estados nacionales, a sus relaciones recíprocas, a sus complejos científico-militares. Pero en un mañana no necesariamente lejano, la vista –¡y el cuerpo!– pueden estar en profundas conflagraciones sociales. Ésa es la fundada apuesta de quienes peleamos por la causa anticapitalista y socialista en este ya muy atribulado siglo XXI.


[1] Veamos una manera brutal pero realista de plantear el problema: “Para cualquier presidente de EEUU se alza la pregunta: ¿sacrificaría Los Ángeles para vengar Seúl? Y sus enemigos ¿creen que lo haría?” (“The new nuclear threat”, TE 9410, 17-8-24).

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