Teoría marxista

En defensa del progreso

Traducción: Sin Permiso

Al crecer en Marianao, una ciudad cerca de La Habana, a principios de la década de 1950, recuerdo la emoción y la alegría de la gente del vecindario cuando las calles laterales y secundarias de nuestra ciudad fueron pavimentadas y la carretera que conectaba Marianao con La Habana ampliada.

Incluso mis padres inmigrantes judíos polacos, que solo unos años antes habían descubierto que sus familias enteras habían sido aniquiladas en el Holocausto, participaron en esta esperanzadora sensación de progreso material. Ni ellos, ni nuestros vecinos, ni los cubanos en general, daban por sentado que este progreso fuera inevitable o automático.

Esta experiencia y otras similares explican cómo el progreso material se convirtió en parte de lo que el sociólogo Alvin Gouldner llamó mis «suposiciones dominantes»: las inclinaciones e ideas fundamentales sobre la política y el mundo que dan forma a un individuo.

Mi creencia en la importancia del progreso material se reforzó aún más cuando asistí a la Universidad de Chicago a principios de los años sesenta. Desde el tren elevado pude ver el gueto en ruinas y empobrecido del lado sur que recordaba a la pobreza de casa.

Sin embargo, aunque ciertamente era consciente de que mi opinión a favor del progreso material no era compartida universalmente por la amplia izquierda política estadounidense en ese momento, me llamó la atención el creciente número de académicos e intelectuales de izquierda que comenzaron a cuestionar la noción y la conveniencia del progreso.

Entre estas corrientes, destacaba la Escuela de Frankfurt, una parte del fenómeno intelectual-político de lo que Perry Anderson llamó el «marxismo occidental», una agrupación diversa de académicos que incluía a personas como Walter Benjamin, Lucio Colletti, Lucien Goldmann y Karl Korsch.

A pesar de sus variadas perspectivas, todos estos pensadores tenían una cosa en común: su reacción a la derrota del marxismo clásico por el fascismo, el estalinismo y la socialdemocracia, y su tendencia a alejarse de la política y la economía y a preocuparse por cuestiones filosóficas, generalmente con una tendencia idealista divorciada de la práctica.

La revuelta contra el marxismo clásico ayuda a explicar la brecha que se ha desarrollado entre los activistas y organizadores de izquierda, que comparten una creencia práctica en el progreso que condiciona su participación en las luchas sociales, y muchos intelectuales y académicos de izquierda, que adelantan una crítica de estos términos.

El más influyente de esos marxistas occidentales es quizás Walter Benjamin (1892-1940), no solo por su profundo pesimismo que ha tocado a muchos pensadores de izquierda contemporáneos, desilusionados y conmocionados por las interminables guerras imperialistas, la hegemonía neoliberal y una derecha resurgente, sino también porque presenta la crítica más convincente y drástica del progreso.

La crítica de Benjamin fue, en gran medida, una reacción a la concepción socialdemócrata del progreso, una concepción que fue muy influyente en Alemania durante su vida. En sus Tesis sobre el Concepto de Historia, Benjamin argumentó que el progreso se considera tradicionalmente como un proceso gradual, irresistible, ilimitado y automático que asciende continuamente de manera lineal (o en espiral). Pero estas suposiciones, argumentó, no se mantuvieron a la altura de la realidad, a partir de sus propias experiencias en la Alemania de la década de 1930, y que, errónea y dogmáticamente, equiparaban el progreso general de la «humanidad» con el crecimiento de la capacidad y el conocimiento humanos.

Este dogma, argumentó Benjamin, reconocia «solo el progreso en el dominio de la naturaleza, no la regresión de la sociedad», y había llevado a la «corrupción» de la clase trabajadora a través de la perpetuación de la mentira de que «el trabajo de fábrica que se suponía que tendía hacia el progreso tecnológico constituía un logro político».

Benjamin no solo criticó el concepto socialdemócrata de progreso; negó por completo la posibilidad de progreso tal como lo entendía. «El concepto del progreso histórico de la humanidad», escribió, «no se puede dividir del concepto de progresión a través de un tiempo homogéneo y vacío». La progresión, para Benjamin, hizo estallar toda la noción de progreso porque, según él, el tiempo histórico es discontinuo, hecho de momentos repentinos y catastróficos, cuando las clases revolucionarias oprimidas «explotan» y «desplazan» a una era específica «fuera de su curso homogéneo» en la historia.

Es en esos momentos, señala Benjamin, cuando los revolucionarios, como «tigres que saltan al pasado», resucitan prácticas e ideas que se remontan a cientos de años de sociedades totalmente ajenas a las suyas, llevando así el pasado al presente.

Sin duda, Benjamin era un revolucionario. Pero fue influenciado por el judaísmo, así como por el marxismo; concibió la revolución como un evento mesiánico cataclísmico repentino, que «pondría freno a la locomotora de la historia», evitando nuevos desastres en lugar de abrir un futuro nuevo y más brillante.

A diferencia de su contemporáneo Antonio Gramsci, un dirigente del Partido Comunista Italiano, activo en la huelga general de 1920 en Italia, que pasó años en una prisión fascista, Benjamin nunca perteneció a un partido político y no tuvo experiencia en movimientos políticos. No tenía ninguna concepción de la acción política como una forma de obtener el poder o un método y proceso de organización, lucha y educación.

En uno de los períodos más oscuros de la historia, las opiniones de Benjamin eran comprensibles; expresaban, parafraseando la cita de Gramsci, no solo un profundo pesimismo del intelecto, sino también de la voluntad política.

Pero llevar la opinión de Benjamin sobre el progreso a su conclusión lógica socavaría, si no paralizaría, la voluntad necesaria para la movilización y lucha política. ¿Cuál es la razón de la lucha política, de la revolución, si no es construir una sociedad liberada, mejor y más igualitaria?

Al negar el progreso, Benjamín el revolucionario deja sin respuesta el propósito de la revolución (en el mejor de los casos). A los propios revolucionarios, argumenta, lo que los hace rebelarse y luchar no es el futuro de su revolución, sino la imagen de la memoria de sus «antepasados esclavizados» . Mirando hacia atrás en lugar de hacia adelante, escribió,

«La socialdemocracia pensó que era adecuado asignar a la clase trabajadora el papel de redentor de las generaciones futuras… Este entrenamiento hizo que la clase trabajadora olvidara tanto su odio como su espíritu de sacrificio, porque ambos son alimentados por la imagen de antepasados esclavizados en lugar de la de nietos liberados».

El sentimiento de Benjamin lleva a la idea de cómo la conciencia histórica de la opresión prevalece en todo tipo de movimientos (étnicos, nacionalistas o socialistas) y registra la necesidad de reivindicar la injusticia, la agresión e incluso las violaciones del honor y la dignidad que subyacen a la indignación que motiva la lucha y el sacrificio.

No hay movimientos sociales revolucionarios sin pasión y odio a la opresión y la explotación. Aunque, como C. L. R. James advirtió en The Black Jacobins, es una tragedia cuando esto se convierte en un deseo de venganza que «no tiene lugar en  política».

Pero, ¿cuál es la razón de la revolución sin la perspectiva de un futuro mejor? ¿Es solo para vengar el pasado?

Romantizar el pasado

Benjamin no era el único que miraba hacia atrás. Hay otra corriente de izquierda que también se ha orientado al pasado, no como un recuerdo de opresión que alimenta la rebelión, sino como un recuerdo del pasado con el que criticar el presente. El romanticismo de izquierda mira hacia atrás e intenta recrear elementos de una comunidad idealizada perdida hace siglos.

Michael Löwy y Robert Sayre identificaron varias líneas del romanticismo de izquierda en su estudio Romanticismo contra la marea de la modernidad. El «nuevo Rousseaunismo», por ejemplo, mira los albores de la historia humana como una Edad de Oro idealizada. Robert Caillé, uno de sus exponentes, argumenta que las sociedades primitivas se caracterizaban por características esenciales -necesidades limitadas y poco interés en la acumulación-, que resultaron de un menor énfasis en el trabajo y la producción y más en el ocio dedicado al sueño, el juego, la conversación o la celebración de ritos, de los que la sociedad moderna debería aprender.

El marxista alemán Ernst Bloch, un tipo completamente diferente de pensador romántico, también ha llamado la atención de la izquierda una vez más. Condenando la relación hostil con la naturaleza y la codicia por el beneficio que anula todos los demás motivos humanos en la sociedad capitalista industrial, imagina la Edad Media como una Edad de Oro. Bloch destaca la producción artesanal, que produjo tanto productos de calidad superior como satisfacción intrínseca para los productores, en contraste con el letargo y el odio al trabajo de los trabajadores modernos, como una piedra angular de la nueva sociedad.

Tal vez el romántico más influyente discutido por Löwy y Sayre es Ferdinand Tönnies, considerado el fundador de la sociología alemana. Tönnies escribió la famosa obra Gemeinschaft and Gesellschaft (Comunidad y Sociedad) a mediados de la década de 1880. Gemeinschaft se refería a las relaciones personales de familias, vecinos en pueblos pequeños gobernados por la costumbre, la asistencia mutua y la concordia, mientras que la gesellschaft consistía en las relaciones impersonales y transaccionales que caracterizan la vida social de las ciudades, los estados nacionales y el progreso tecnológico e industrial impulsado por el motivo de beneficio competitivo.

Löwy y Sayre calificaron a Tönnies como un «pensador romántico resignado» cuya nostalgia por la comunidad rural y de pueblo pequeño con su economía basada en la familia y su deleite en crear y conservar, se intensificó por su comprensión de que no podía ser recreada y que la decadencia social inherente a la sociedad era inevitable.

La verdadera Edad Media

Sin embargo, al desenterrar características de una época pasada y blandirlas como antídotos para los males del capitalismo, estos románticos de izquierda menospreciaron la naturaleza de las sociedades que habían generado esas características aparentemente positivas. Al ensalzar necesidades y deseos limitados, por ejemplo, ignoraron su base en sociedades precarias que existían al borde del hambre y estaban sujetas a los caprichos del clima y la naturaleza, y por severas limitaciones en los medios de transporte y comunicación. Sus simples necesidades eran una expresión de su confinamiento con un mundo local y estrecho, no una opción que eligieran.

Del mismo modo, el trabajo artesanal en la Edad Media se basaba en una tecnología primitiva diseñada principalmente para atender las necesidades de los estratos superiores, y a menudo era inadecuada para alimentar y vestir a la población. Los gremios artesanos medievales cuya estricta regulación controlaba la producción artesanal eran una expresión de una sociedad profundamente jerárquica donde los honores y riquezas otorgados a sus señores feudales y sus séquitos contrastaban con la miseria circundante de los pueblos y el campo.

El historiador holandés Johan Huizinga, en su estudio de Francia y los Países Bajos en los siglos XIV y XV, describe a estas sociedades como gobernadas por el «carácter violento de la vida», impregnada por la enfermedad, las calamidades, la indigencia, totalmente expuestas a los caprichos de la naturaleza. Representando en términos crudos cómo era esa sociedad, Huizinga escribe que los leprosos agitaban sus sonajeros y marchaban en procesiones mientras los mendigos exhibían sus deformidades y miserias en las iglesias, mientras que las frecuentes ejecuciones eran fuente de entretenimiento y emoción crueles.

Además, la comunidad rural y de aldea altamente idealizada de Tönnies también ignora cómo los elementos que destaca (las relaciones personales y la asistencia mutua reguladas por la costumbre y no por el mercado) eran parte integral de una sociedad extremadamente opresiva, intolerante a la individualidad y la disidencia.

E.P. Thompson era muy escéptico de esta vena romántica y criticó el comunitarismo, que despreciaba el progreso material e influyó fuertemente en la Nueva Izquierda británica de la década de 1950. En su ensayo de 1959 «Compromiso con la política», Thompson vio el comunitarismo de la Nueva Izquierda británica como un regreso a la «comunidad antigua, estrecha y claustrofóbica que se basaba en la sombría igualdad de las dificultades» y su desprecio por la privacidad.

Thompson también rechazó la idea de que la privacidad y el sentido de comunidad son necesariamente opuestos. La comunidad, escribió, «si surge en la generación actual, será mucho más rica y compleja, con mucha mayor insistencia en la variedad, la libertad de movimiento y la libertad de elección».

Esto no significa que no haya nada que aprender de las sociedades pasadas. Simplemente sugiere que cambiar los problemas y las condiciones de la vida urbana moderna debe hacerse dentro del contexto de la propia vida urbana moderna.

Todo lo que es sólido

Jane Jacobs, que revolucionó el campo de los estudios urbanos con su clásico The Death and Life of Great American Cities se opuso explícitamente a los puntos de vista de los pensadores hostiles a las ciudades, como el influyente Lewis Mumford, y, lejos de sugerir cualquier tipo de comunidad, criticó fuertemente la planificación orientada a la creación de «unidad», ya que la vida urbana de Jacobs requería límites claros entre los espacios públicos y privados.

En cambio, Jacobs abogó por una ciudad que fomentara una actividad mixta y diversa y una vida callejera activa a través, por ejemplo, de la construcción de manzanas pequeñas y aceras anchas que llevarían a las personas que habían sido extraños a comportarse de manera cooperativa. Cuando las personas se ven regularmente en la calle y comienzan a reconocerse mutuamente, se convierten en conocidos públicos.

Algunos de estos conocidos comienzan a desarrollar relaciones en algún lugar entre un extraño y un amigo, como el tendero que guardaba las llaves de los apartamentos de los vecinos ausentes. Puede que esto no implique las relaciones íntimas constreñidas en una comunidad glorificadapero ciertamente implica lazos sociales que pueden generarse en contextos urbanos modernos reales.

A diferencia de los comunitarios románticos, el anonimato inherente a la vida urbana no implica necesariamente indiferencia e insensabilidad hacia los semejantes humanos. El concepto y la práctica de la solidaridad ofrecen una alternativa contemporánea a la idea de la comunidad pasada y al individualismo extremo y la atomización del capitalismo tardío.

Podemos conocer la solidaridad como ayuda mutua y apoyo entre extraños con una conciencia social y política que los impulse hacia una nueva forma de mentalidad cívica progresista. No es necesario conocer o ser vecino de las personas para participar con ellos en una amplia gama de actividades que van desde respetarlos y unirse a ellos en una manifestación sindical o Black Lives Matter, apoyar a la escuela pública local y mantener el silencio por la noche para que la gente pueda dormir.

Además, una cultura cívica animada por el espíritu de solidaridad, a su vez, influiría y sería influenciada por la fuerza del trabajo y otros movimientos sociales progresistas en la sociedad en general.

Progreso reaccionario

Sin embargo, una actitud crítica hacia aquellos que traen o apoyan el «progreso» a través de acciones opresivas y explotadoras es tan necesaria como una actitud crítica hacia aquellos que romantizan el pasado.

El canciller alemán Bismarck, Lee Kuan Yew de Singapur y Augusto Pinochet de Chile, por nombrar algunos, confiaron en métodos altamente explotadores y opresivos, e incluso en masacres, para perseguir la modernización y el crecimiento económico.

La búsqueda de la modernización a toda costa también tiene defensores en la izquierda. El historiador socialista ruso Roy Medvedev argumentó con vehemencia en contra de los elogios de Isaac Deutscher a Stalin como uno de los mayores reformadores de la historia por su rápida industrialización y colectivización de la URSS, que, para Deutscher, realizó muchos de los ideales de la Revolución de Octubre.

El precio que pagó la gente – el gulag, las purgas, la creación deliberada de hambrunas que llevaron a la muerte de millones de personas – fue enorme, pero solo demostró, según Deutscher, la dificultad de la tarea. Este análisis «objetivista» se sitúa por encima y fuera de la historia, ignorando cómo la historia fue realmente vivida por sus actores.

La crítica de Medvedev destaca cómo los esfuerzos para modernizar la sociedad o acelerar la producción, y si son deseables en un lugar y momento determinados, deben evaluarse por cómo el cambio afecta a aquellos que se verán afectados por él.

Thompson utiliza este enfoque en su análisis de los «destructores de máquinas»: los luditas de la Inglaterra de principios del siglo XIX. Ver a los luditas a través de una lente suprahistórica y abstracta del progreso pinta a los luditas como un movimiento reaccionario porque se opusieron y se resistieron al inevitable desarrollo del capitalismo industrial. Pero un análisis de ese momento histórico concreto que tiene en cuenta a qué y por qué estaban reaccionando los luditas llevó a Thompson a una conclusión muy diferente.

Según Thompson, los luditas surgieron en una coyuntura crítica en la que la legislación paternalista, que había protegido a la clase trabajadora, estaba siendo derogada a favor de las políticas económicas liberales, en contra de la voluntad y la conciencia de los trabajadores.

Aunque la legislación paternalista anterior había sido restrictiva e incluso punitiva, tenía elementos de un estado corporativo benevolente con sanciones legislativas y morales contra fabricantes sin escrúpulos y empleadores injustos. Incluso si se hacen concesiones para el abaratamiento de los productos bajo el capitalismo industrial, es imposible designar como procesos «progresistas» los que provocaron la degradación de los trabajadores empleados en la industria textil.

Los luditas estaban reaccionando a esta pérdida de protección. Su movimiento incluyó las exigencias de un salario mínimo legal, el control de la «sudoración» (explotación) de mujeres y menores, la participación de los maestros para encontrar trabajo a hombres capacitados despedidos por la maquinaria, la prohibición del trabajo de mala calidad y el derecho a la organización sindical.

Estas reivindicaciones, argumenta Thompson, pueden haber mirado hacia atrás, pero también contenían los elementos de una comunidad democrática donde el crecimiento industrial se regule de acuerdo con las prioridades éticas, y la búsqueda del beneficio está subordinada a las necesidades humanas. Así que mientras los luditas intentaban revivir viejas costumbres y una legislación paternalista que nunca podrían resucitar, también intentaron revivir los derechos antiguos para establecer nuevos precedentes para el nuevo orden en desarrollo.

Este no es un llamamiento a restaurar la comunidad de trabajo que los luditas estaban luchando por preservar. El triunfo del capitalismo industrial ha establecido un nuevo tipo de sociedad con su propio tipo de contradicciones, opresión y explotación, y ha creado una clase trabajadora con nuevas condiciones de organización y posibilidades para el futuro.

Hay una alternativa

La izquierda de hoy se enfrenta a una situación sustancialmente diferente a la de Benjamin en 1940, cuando escribió sus tesis sobre el concepto de historia. En ese momento era un hombre que huía, sin opciones políticas o personales que terminó suicidándose, frustrado por su intento fallido de escapar de la Francia ocupada por los nazis.

Así que, si bien la época neoliberal que comenzó a finales de los años setenta ha infligido graves derrotas a la clase trabajadora y a la izquierda, no ha destruido las organizaciones de izquierda y de la clase trabajadora ni ha eliminado físicamente a sus militantes de la manera como lo hizo el fascismo. (Aunque la amenaza de la extrema derecha, evidente en la difusión del sentimiento islamófobo y antiinmigrante, particularmente en Europa, es real).

Sin embargo, el triunfo del capitalismo después de la Guerra Fría ha colocado el futuro que Walter Benjamin se negó a considerar en el centro de la actual agenda política de izquierda. El eslogan de Margaret Thatcher de TINA (No hay alternativa) está diseñado precisamente para adoctrinar a las personas en la idea de que el capitalismo neoliberal es el único futuro posible y deseable.

El colapso del bloque soviético a finales de los años ochenta y principios de los noventa fue ampliamente interpretado por la derecha y muchos liberales no como el fracaso de una economía burocrática dirigida por un estado de partido único antidemocrático, sino como prueba de que el socialismo no puede funcionar, resucitando los argumentos que Friedrich Hayek y muchos otros pensadores conservadores habían blandido contra la izquierda décadas antes.

Al mismo tiempo, las derrotas sufridas por la clase trabajadora han alimentado una sensación de fatalismo, y un gran número de trabajadores está cada vez más convencido de que son impotentes para cambiar significativamente su situación a través de la acción colectiva.

Mientras tanto, la creciente brecha entre los intelectuales de izquierda y los académicos que niegan el progreso, y los activistas que luchan por el progreso, ha creado un vacío político-teórico. Esto deja a los activistas sobre el terreno sin un marco con el que puedan conectar su activismo y responder tanto a las corrientes de izquierda que se oponen al progreso (como algunas variantes del ecologismo de izquierda) como a la ideología dominante que ignora lo que significa el progreso en una sociedad de clases.

Para desarrollar este marco, necesitamos una definición simple del progreso: la eliminación del sufrimiento humano innecesario causado por la escasez material y la desigualdad y la impotencia de las personas trabajadoras en sus vidas. Esta definición debe reconocer que el miedo de Rosa Luxemburg a la barbarie está justificado, que la barbarie es una posibilidad siempre presente, no solo en un futuro lejano, sino también en el presente.

La eliminación del sufrimiento humano causado por la escasez material y la desigualdad requiere el desarrollo de la ciencia y la tecnología y una visión anticapitalista del crecimiento económico. Muchos activistas progresistas hoy en día son escépticos sobre el crecimiento material, por razones ecológicas y por preocupación por el consumismo. Pero esto a menudo confunde el consumo por sí mismo y como símbolo de estatus y el crecimiento económico derrochador y ecológicamente dañino con el crecimiento económico como tal y el legítimo deseo popular de vivir una mejor vida material.

Las políticas ambientales que marcarían una diferencia real requerirían inversiones a gran escala y, por lo tanto, un crecimiento económico selectivo. Este sería el caso, por ejemplo, con la reorganización del sistema individualizado y derrochador de transporte de superficie y aire en un plan colectivo y racional; o con el desarrollo sistemático de fuentes alternativas de energía, como la eólica y la solar, y la retrocalefacción de millones de hogares, edificios comerciales e industriales para reemplazar los combustibles fósiles como fuentes de calor, lo que en el caso de nuestros guetos raciales y los barrios más pobres también implicaría una renovación y reestructuración mucho más amplias de la vivienda.

El crecimiento económico y la inversión productiva son requisitos para mejorar el bienestar de las personas en una visión socialista; la redistribución de la riqueza existente es ciertamente necesaria, pero es insuficiente para crear las condiciones materiales que permitan a toda una sociedad llevar una vida más saludable, educada y culta.

Sin embargo, el crecimiento económico es necesario, pero no suficiente, para una vida mejor. Como advirtió Benjamin, el progreso material puede y ha coexistido con el retroceso de la sociedad. Esta es la razón por la que la política es fundamental; es el medio para decidir qué se produce, cómo y para qué beneficio. Para la izquierda, esto significa que es necesario entrar en la arena política y construir poder para contrarrestar la economía política del capitalismo con una planificación democrática que establezca las prioridades para la producción.

El progreso no es automático, lineal e irreversible; es algo por lo que hay que luchar y sembrar con el deseo legítimo de una vida mejor, más saludable, más democrática y culta. Esa fue la tarea de generaciones pasadas, y esa es la tarea de la izquierda de hoy.

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