El asalto trumpista a la razón: manipulación estadística y realidad alternativa

El despido de la directora del LBS es parte de una avanzada general del trumpismo contra los organismos independientes del Estado yanqui (aquellos que funcionan de forma autónoma, sin intervención directa el Ejecutivo en sus funciones cotidianas.

Donald Trump despidió a la directora de la Oficina de Estadísticas Laborales (LBS en inglés), Erika McEntarfer. Esto se produjo luego de que el organismo estatal emitiera un informe que corregía las cifras oficiales de empleo.

Según el estudio, entre mayo y junio del presente, en los Estados Unidos se crearon unos 250.000 empleos menos de que los que habían sido previamente declarados. Asimismo, la creación de empleo se frenó en julio, llegando sólo a la mitad del promedio mensual del 2024.

El informe iba a contramano del relato trumpista y desnudaba, al menos nimiamente, una obviedad. A saber: que la política arancelaria agresiva de Trump podría imponer presiones recesivas sobre la economía estadounidense. De ahí proviene el golpe contra el mercado laboral interno. Exponer esta realidad evidente fue suficiente para que Trump tildara de «propaganda partidista» el informe de la LBS y eyectara a McEntarfer, una funcionaria con años de experiencia y respaldada tanto por demócratas como por republicanos.

Trump se enoja con la realidad

McEntarfer había sido convalidada en sus funciones por el Senado, en una votación que ganó por 86 votos contra 4. Entre los que votaron a favor estaban JD Vance y Marco Rubio, hoy vicepresidente y secretario de Estado de Trump. McEntarfer era el prototipo de burócrata estatal calificado, una funcionaria experimentada de la burguesía yanqui.

El despido de la directora del LBS es parte de una avanzada general del trumpismo contra los organismos independientes del Estado yanqui (aquellos que funcionan de forma autónoma, sin intervención directa el Ejecutivo en sus funciones cotidianas. Un caso similar es el que se cuece alrededor de la FED (el Banco Central estadounidense). Trump lleva meses degradando públicamente al presidente de la FED, Jerome Powell. Hace algunas semanas dijo que es «demasiado estúpido y demasiado político» para desempeñar su cargo. «Fue un error nombrarlo» dijo Trump. Fue él mismo quien lo puso al frente de la FED en 2018.

Un día después del despido de McEntarfer el efecto dominó trajo la renuncia de Adriana Kugler, una de las «gobernadoras» de la FED. Trump festejó la noticia. Ahora puede nombrar discrecionalmente una gobernadora interina para la junta de la FED. Al menos hasta que Powell termine su cargo en mayo de 2026, aunque Trump intenta desgastarlo para que salga anticipadamente de su cargo.

La cruzada trumpista contra la FED nace de la negativa de Powell a convalidar tasas de interés a la baja. Recientemente, el organismo (que funciona mucho más autónomamente que los Centrales de otros países) reafirmó que la tasa de interés de este año no saldrá del rango del 4% y el 4,5%. Trump venía exigiendo una baja hasta el 2%, para favorecer el crédito barato y descongelar la economía yanqui.

Las consecuencias de la guerra arancelaria de Trump recién están comenzando a sentirse en la economía estadounidense, pero es evidente que impondrá tensiones recesivas. Aún si no se llega a la recesión técnica, el caos que introducen los aranceles podría erosionar rápidamente la actividad en determinadas ramas de la industria. Así lo anticipan la caída del ritmo de creación de empleos y del consumo interno.

El asalto trumpista a la razón

Vale la pena resaltar que la estocada de Trump no va dirigida contra los demócratas, sino contra los más mínimos rasgos de racionalidad administrativa dentro del aparato estatal estadounidense. Esto no es una novedad. La discrecionalidad anti-racional es un rasgo central de la figura de Trump y de las experiencias bonapartistas en general.

Los ejemplos son tantos que es imposible hacer una lista. Los analistas de medios internacionales como el New York Times o la CNN, llenaron páginas impresas con casos que van desde anécdotas personales a la política de Estado yanqui.

«Una aparente sensación de que no hay restricciones a su poder ahora parece estar alimentando la política exterior de Trump. Enfadado por el fracaso de Rusia en sumarse a su plan de paz para Ucrania, Trump reaccionó la semana pasada a las amenazas de Dmitry Medvedev, expresidente de Rusia, diciendo que había reposicionado submarinos nucleares estadounidenses. 

Medvedev es ahora conocido principalmente como un trol en línea y ocupa un lugar secundario en la política rusa, por lo que es difícil entender por qué Trump se dejó incitar tan fácilmente. Y la reacción de Trump ignoró el hecho de que los submarinos que surcan los océanos en silencio, portando el segundo nivel de disuasión nuclear estadounidense, están constantemente en posición de disparar sus misiles. Pero el espectáculo de un presidente estadounidense haciendo alarde de sus amenazas nucleares, justo antes del 80 aniversario del bombardeo atómico de Hiroshima esta semana, fue escalofriante» (CNN, 4 de agosto).

A esta altura es evidente que no se trata de una simple cuestión de estilo. Que el presidente de la primera potencia mundial anuncie el movimiento de submarinos nucleares no es una mera pose de disrupción. Lo que marcan estas maniobras es el intento de imponer una realidad alternativa para motorizar determinadas acciones en la superestructura política o en el cuerpo de la sociedad.

Trump ya lo hizo en 2020 con la Toma del Capitolio. Los tweets conspiranoicos de Trump (que planteaban un inexistente fraude en su contra) generaron una acción política fascistizante por parte de su base social. El desprecio por los hechos objetivos y el voluntarismo reaccionario forman una unidad en la matriz política trumpista, así como en otras figuras de extrema derecha y en la tradición ultraderechista del siglo XX.

Trump vino a imponer un corte histórico con el último período de estabilidad y consensos capitalistas, marcado por el imperialismo desterritorializado y por el (relativo) automatismo de la economía globalizada. Esto es reemplazar la «racionalidad objetiva», automática, del mercado, por los intereses particulares de los Estados en competencia. Es sujetar la primera a la segunda. Cuando las potencias imperialistas no tienen suficiente espacio vital para convivir, la competencia global impone el choque de voluntades, de Estados. Así sucedió en el siglo XX, cuando el capitalismo imperialista necesitó al menos 100 millones de muertes para saldar la competencia entre potencias.

La guerra arancelaria de Trump es sólo una muestra de esa ruptura lógica en la orientación de la potencia norteamericana (y del período histórico). Los alcances del asalto a la razón trumpista son globales. Abarca la manipulación estadística, la agitación de fake news direccionadas, los ataques contra el pensamiento crítico en la universidades, la fermentación de idearios conspiratorios y muchos otros ítems que convergen hacia las amenazas nucleares y bélicas en general como punto máximo.

Y no hace falta apelar a la especulación distópica para ver los resultados. En 2020, durante su primera presidencia, el negacionismo epidemiológico de Trump generó miles de muertes evitables durante la pandemia del Covid. En estos días, la cruzada anti ciencia y anti iluminista de Trump busca ahogar las universidades más importantes de Estados Unidos. Trump amenaza el desarrollo científico y cultural de la principal potencia mundial. Trump está en contra de la OMS, de los acuerdos climáticos internacionales y de una interminable lista de ítems. No son meras poses o maniobras tácticas de la real politik. De conjunto, la matriz de pensamiento trumpista es un intento de revertir las conquistas de la modernidad.

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