Situación internacional

Una agenda de problemas estructurales irresueltos (y que se agravan) en todo el mundo

Sexta parte del artículo "Economía y política globales en tiempos de Trump".

6.1 La desigualdad espolea el descontento general

Uno de los mayores motivos sociales y políticos de este siglo es la –para los políticos del sistema–desconcertante constatación de que el “desarrollo capitalista” no trae bienestar y prosperidad generalizadas sino, más bien, un descontento creciente, aunque se manifieste de maneras muy disímiles. En la base de esa frustración se encuentra un hecho incontrovertible: la parte del león del crecimiento y desarrollo económicos, allí donde existen, se la lleva un puñado de privilegiados, mientras que para las grandes masas sólo “derraman” unas gotas míseras. En una palabra, el aumento de la desigualdad social, de ingresos y de riqueza a nivel global.

En otras oportunidades desmontamos el relato al uso de que “gracias a la globalización capitalista, cientos de millones de personas salieron de la pobreza”. El principal motor de esa “reducción de la desigualdad” fue el crecimiento acelerado de China y su proyección como potencia, lo que en la primera década y media de este siglo generó un boom de precios de commodities que benefició –de manera temporaria, pero real– a muchos países periféricos. Entre la reducción de la pobreza en la propia China (sobre todo) y la breve bonanza de que gozaron los países exportadores de materias primas (en muchos casos, también a China) se explica el espejismo de la “globalización bienhechora”.

Pero eso terminó hace años; hace casi una década que no se verifica ningún avance sustantivo en la reducción global de la pobreza y la desigualdad, y el panorama decididamente empeoró durante y a la salida de la pandemia. Por ejemplo, los ingresos reales del hogar promedio en el mundo vienen, desde 2019, con la mayor caída en estándares de vida en décadas, según informa con preocupación el Informe de Riesgos Globales del Foro Económico Mundial (Foro de Davos).

Ese mismo informe, en su edición 2024, incluía en la lista de los “riesgos sistémicos principales” al estancamiento económico, la crisis del costo de vida y la polarización social. Esos riesgos no han hecho más que aumentar a lo largo del año pasado. Así, el aumento de la desigualdad se hace en ocasiones tan obsceno que alimenta tensiones y conductas desesperadas ya no sólo en los países pobres, sino en los centros del capitalismo imperialista. Hace poco cobró notoriedad mundial el caso del asesinato en plena Nueva York del CEO de una compañía de seguros de salud a manos de un “lobo solitario”, que dejó un mensaje de inequívoco resentimiento contra unos pocos privilegiados que se dan la gran vida sobre la base del sufrimiento, y hasta de la vida, de millones.[1]

La desigualdad creciente se expresa de muchas maneras según los sectores sociales, nacionales y étnicos. En las regiones más pobres crece la población desnutrida; en otras, la desocupación; en otras, la calidad ambiental; en la mayoría, el nivel relativo de ingresos respecto de las capas sociales privilegiadas. Pero ningún país está exento. Por ejemplo, en los países desarrollados según un estudio del Banco de Acuerdos Internacionales de Basilea, la vivienda es hoy menos accesible que en ningún otro momento desde la crisis desatada en EEUU con los préstamos hipotecarios en 2007. Precisamente en EEUU, la cifra de personas que no tienen hogar (homeless) alcanzó un récord histórico de 770.000 personas (casi la población del estado de Dakota del Norte). De ellos, no más de un tercio son crónicos; el resto son víctimas del deterioro de su situación personal, laboral o familiar en el período reciente.

EEUU es también, con mucha diferencia, el país más desigual entre los desarrollados. En el G-7, e incluso considerando los efectos redistributivos de impuestos y subsidios, el coeficiente de Gini –escala de desigualdad donde 0 es igualdad absoluta, y 1 desigualdad absoluta– de EEUU era en 2022 de 0,38, al nivel de países de ingresos medios como Bolivia y Argentina; la mayoría de los países europeos está alrededor o por debajo de 0,30. Ese mismo coeficiente de Gini, en el caso de la mayoría de los países de Europa, no ha mostrado ningún progreso en la equidad de la distribución del ingreso.

De hecho, EEUU está al nivel de un país del Tercer Mundo en distribución del ingreso, en abierto contraste con la UE. La era Trump-Musk de recortes presupuestarios despiadados al gasto social sólo puede profundizar ese patrón.

No hace falta decir que este panorama integral contrasta brutalmente con el clima de fiesta entre los ricos: estos años 20 han sido de los mejores para los ultra millonarios. Ya en un texto del año pasado citábamos a Gabriela Bucher, directora ejecutiva de Oxfam, que señalaba que según el Banco Mundial “probablemente estamos viendo el mayor aumento de la desigualdad y la pobreza desde la Segunda Guerra Mundial”. Nada de esto ha cambiado a lo largo de 2024, y no es de extrañar, siendo que casi las tres cuartas partes de los gobiernos del mundo están embarcados en planes de austeridad patrocinados, monitoreados o, digamos, exigidos por el FMI. Los recortes fiscales en el gasto social, a la vez, despejan el camino para que grandes inversores paguen cada vez menos impuestos y reciban cada vez más facilidades y privilegios por parte de los estados que los cortejan.

La reunión del Foro Económico Mundial en Arabia Saudita, en abril pasado, dejó cifras elocuentes respecto del avance de la desigualdad social global. Destacamos algunos datos:

– Sólo 81 personas tienen más riqueza que el 50% más pobre del planeta. Pese a eso, son los que pagan menos impuestos: apenas el 4% del ingreso tributario global proviene de impuestos a los ricos. Y sólo 10 personas tienen más patrimonio que las 200 millones de mujeres africanas más pobres.

– El 1% más rico del planeta es dueño de casi la mitad de la riqueza global. El 50% más pobre posee sólo el 0,75% de esa riqueza. Además, ese 1% se quedó con casi dos tercios de la nueva riqueza generada desde 2020. En ese período, por cada dólar de nueva riqueza apropiado por alguien del 90% más pobre del planeta, los ultra millonarios se quedaron con 1,7 millones de dólares.

– La riqueza extrema y la pobreza extrema se han incrementado de manera simultánea por primera vez en 25 años. Según el Banco Mundial, el 40% más pobre del mundo tuvo pérdidas de ingresos que fueron el doble de las que sufrió el 20% más rico.

En tanto, el tradicional Informe de Riqueza Global del banco suizo UBS consignaba en 2024 otros datos igualmente significativos:

– El 0,01% de los adultos más ricos del planeta (menos de 600.000 personas) representaban el 11% de la riqueza personal de todo el planeta. Esa proporción era del 7,5% en 1995, lo que muestra quiénes son los mayores beneficiarios del período de globalización.

– En el período 1995-2021, la riqueza de las 50 personas más ricas del mundo creció a un ritmo anual del 9%; la de los 500 más ricos, al 7% anual; la tasa de crecimiento promedio global fue del 3,2%.

– El 1% de los adultos más ricos del mundo (59 millones de personas) poseía el 44,5% de la suma de la riqueza personal del planeta, mientras que el 52% más pobre (2.900 millones de personas) sólo poseía el 1,2%. Además, el 1% más rico se quedó con el 38% de toda la riqueza adicional generada en los últimos 25 años, mientras que el 50% más pobre se quedó con sólo el 2% (M. Roberts, “Inequality: the middle way”, 4-3-24). Si se miden sólo los últimos cinco años, el saldo a favor del 1% es más brutal todavía, ya que, según Oxfam, se quedó con el 63% de la nueva riqueza.

La misma evolución favorable a los ultra ricos muestra el World Inequality Report:

Por último, recordemos que la desigualdad económica no se mide sólo en términos de ingresos, sino de patrimonio, o riqueza acumulada. Ya las diferencias de ingresos son obscenas; en 2023, el ingreso promedio per cápita en América del Norte era de 3.800 dólares mensuales, contra 260 dólares en el África subsahariano, es decir, una ratio de 15 a 1 (el promedio global era de 1.150 dólares mensuales). Pero cuando se considera el parámetro de la diferencia de riqueza, la brecha es aún más pavorosa, incluso si comparamos las diferencias sociales en el seno de los países más ricos:

Como se ve, en la distribución del ingreso, Noruega aparece como mucho más igualitaria que EEUU; sin embargo, cuando tenemos en cuenta la riqueza acumulada, las diferencias se borran, y el nivel de desigualdad es parejamente brutal entre ambos países.

El patrón es suficientemente claro: el proceso de globalización capitalista, lejos de ofrecer un horizonte de certidumbre y prosperidad personal, no ha hecho más que profundizar la ya tremenda desigualdad social. El espejismo de los años 2000 se reveló como tal en cuanto se agotó el boom de materias primas que demandaba el despegue de China como potencia global. Esta tendencia mundial se hizo todavía más marcada a partir de la pandemia, con el resultado de que hoy el 10% de mayores ingresos se queda con el 50% del ingreso total, mientras que al 50% de menores ingresos sólo le queda el 5%, una desproporción de 50 a 1.

Así las cosas, no tiene nada de extraño que ingentes masas de los países más pobres, así como de países de ingresos relativamente mucho más bajos que los de regiones vecinas, decidan probar suerte fuera de su tierra natal. Pero esa búsqueda de oportunidades de progreso personal y familiar muchas veces choca con las políticas cada vez más duras, racistas y xenófobas de las regiones del mundo que, sin embargo, deberían recibirlos con los brazos abiertos. El mundo desarrollado necesita mano de obra extranjera, y los extranjeros pobres están más que dispuestos a aportarla. Y sin embargo, como ahora veremos, la retorcida lógica política y económica del capital impide que ese círculo de necesidades se cierre armoniosamente. Por el contrario, lo que hace es alimentar un drama económico, laboral y humano a escala global, el del maltrato y el rechazo a la inmigración, cuyo rostro estadounidense hemos visto en secciones anteriores.

6.2 El dilema demográfico y el drama de la inmigración

De manera silenciosa, larvada e incesante, el mundo capitalista está incubando una crisis demográfica que, por primera vez en la historia humana, no sería consecuencia de desastres pandémicos, como la crisis del siglo XIV en Europa, o de súbitas catástrofes bélicas creadas por el hombre –en realidad, por el propio capitalismo–, como las dos guerras mundiales. En un horizonte que se achica a poco más de la mitad de este siglo, la población del mundo podría empezar a decrecer de manera “natural”.

En efecto, la tasa de fertilidad no para de caer en prácticamente todos los países y en todas las regiones, sea desde muy arriba (África subsahariana) o desde muy abajo (Europa occidental, Extremo Oriente). Ya no hay país desarrollado que supere el umbral de 2,1 hijxs por mujer en edad fértil (la tasa considerada de “reposición de la población”, esto es, que compensa la mortalidad sin que aumente ni descienda la población total). Esto ocurre también en EEUU, cuya tasa de fertilidad estaba en el límite de 2,1 en 2000 y hoy retrocedió a 1,7. China, que hasta hace dos años era el país más poblado del planeta, tiene hoy una tasa de fertilidad de 1,1, ya está retrocediendo en población absoluta, y para 2050 se espera que tenga un 20% menos de fuerza de trabajo que hoy.

Un estudio de las Naciones Unidas muestra que los países con tasa de fertilidad inferior a 2,1 eran cero en 1955 y no más de 30 en 1980. Hoy ya son 100, y la perspectiva es que esa cifra subiendo a lo largo del siglo hasta llegar a la totalidad de los países, excepto seis, antes de 2100, cuando la tasa de fertilidad global sea 1,7. El pronóstico es que para 2064, y por primera vez desde probablemente la peste negra del siglo XIV, en el mundo mueran más personas de las que nacen. La cantidad de países donde la tasa de muertes es superior a la tasa de nacimientos también va en ascenso, desde menos de 10 en 1980 a casi 50 hoy.

Esa reducción de la tasa de fertilidad no obedece, como muchos creen, sólo al aumento general de la escolarización y el proceso de urbanización, sino también a que, incluso en los países desarrollados, sencillamente las familias no pueden mantener más hijos, aun si los desean. De allí que muchos países desarrollados busquen –por ahora, sin éxito– levantar la tasa de fertilidad prometiendo transferencias en efectivo, licencias más largas y otros incentivos.

El saldo de estas cifras es un declive absoluto de la población laboral e incluso general, salvo donde esta tendencia es contrapesada por la inmigración. De hecho, sin inmigración, todos los países desarrollados, sin excepción, retrocederían en población laboral y absoluta.

Esto pone de relieve la paradoja que adelantamos en el capítulo anterior: el continente más pobre y descuidado del planeta, cuya población emigrante es la peor recibida y la más discriminada vaya a donde vaya, es, sin embargo, la más fuerte y quizá la última esperanza demográfica del capitalismo moderno. En efecto, uno de los problemas que el Banco Mundial considera cruciales para el siglo XXI, junto con el cambio climático y el riesgo de una guerra nuclear, es el hecho de que la mayor fuente de crecimiento poblacional, el continente africano, es a la vez el de mayor concentración de pobreza extrema. De allí que mientras África representaba el 14% de los más pobres del mundo en 1990, para 2030 se estima que abarcará el 80%. Otro dato clave es que si consideramos el peso futuro de África en población total, población en extrema pobreza y población en edad laboral, de continuar la tendencia actual el panorama es alarmante:

Cabe señalar aquí que muy difícilmente África replique el patrón asiático de los últimos 30 años, en el que el aumento de la población estuvo acompañado de crecimiento económico, desarrollo tecnológico y mayor productividad. Por el contrario; salvo una drástica reversión de las tendencias actuales, los próximos 30 años del continente que está llamado a tomar la posta asiática desde el punto de vista demográfico promete no cumplir ninguna de esos tres características clave para el futuro de la economía global.

Si el horizonte de la curva poblacional general es ya una espada de Damocles demográfica a mediano plazo, un problema no menos alarmante y más urgente es el envejecimiento de la población, con dos consecuencias: menos trabajadorxs y mayor lastre fiscal y de productividad de la economía por el creciente gasto en salud y pensiones. El primer factor afecta la producción general de plusvalía, ya que obliga a compensar la masa relativamente menor de trabajo explotable con una tasa de explotación mayor a los que efectivamente trabajan; el segundo presiona sobre arcas estatales que en todas partes, como vimos, están exangües y bajo presión creciente desde diversos flancos.

El mundo desarrollado en particular se está convirtiendo, también, en el mundo “ancianizado”. El caso de Japón es el más conocido; allí, más de la mitad de las personas entre 65 y 69 años, y más de un tercio de las que tienen entre 70 y 74 años, siguen trabajando. Pero el total de personas con 75 años y más llega a 22 millones, un sexto del total. Con lo impresionantes que son estas cifras, no son excepcionales: otros países van rápidamente en la misma dirección. En Corea del Sur, que tendrá en 2035 el doble de población de mayores de 65 años que de menores de 18 años, el 49% de las personas entre 65 y 69 continúan trabajando. Este fenómeno, que replica al de Japón, o se debe al pésimo sistema de pensiones de ambos países, que genera allí un fenómeno particular: el de la pobreza en la tercera edad. El propio gobierno coreano estima que el fondo nacional de pensiones quedará totalmente desfinanciado en 2055, cosa que no es de extrañar cuando se recuerda que Corea del Sur tiene la tasa de fertilidad más baja del mundo: 0,78.

Por su parte, China no está mucho mejor: pese a los desesperados intentos del PCCh por impulsar la natalidad, llegaría al mismo punto crítico de que su población anciana (más de 65 años) duplique a la de menores de 18 años apenas 4 años después que Corea, en 2039. Y aun así, en los tres países la inmigración sigue siendo mala palabra tanto para las autoridades como para la población en general.

En EEUU y Europa, sobre todo, el rechazo a la inmigración es hace tiempo una carta jugable políticamente por parte de muchas formaciones de derecha (y no tan de derecha). Pero esa explotación de la xenofobia y el nativismo es, desde el punto de vista económico, como vimos, un tiro en el pie.

Es verdad que en los países desarrollados la propia clase capitalista está interesada en un enfoque más pragmático hacia la inmigración. Incluso gobiernos europeos de derecha como los de Italia y Polonia hacen la vista gorda al ingreso de migrantes estacionales para tareas de trabajo rural. Pero el hecho de que quieran restringir esos permisos a migrantes europeos –de la periferia europea más pobre, claro está– representa un límite insalvable para las necesidades reales del agro de la UE.[2] Nota aparte merece el Reino Unido: pese a que la sexta parte de la población nació en otro país –una proporción más alta que en EEUU y el resto de Europa, salvo Alemania–, entre el Brexit (¡que apuntaba contra sus propios socios europeos!) y los acalorados debates sobre la migración de origen asiático y africano vía el Canal de la Mancha, la xenofobia racista de Nigel Farage hace pie en una fracción importante de la población.[3]

Ahora bien, el problema del envejecimiento de la población no es en absoluto privativo de las economías asiáticas o desarrolladas. En América Latina la tasa de fertilidad cayó por debajo de 2,1 ya en 2016, y es de las regiones donde esa tasa cae con más rapidez. Mientras que a EEUU le llevó 57 años que su población mayor de 65 años salte del 10 al 20% del total, Latinoamérica ha dado ese paso después de sólo 28 años. También aquí, la reducción de la tasa de trabajadores activos respecto de los pensionados va a presionar de manera inevitable y creciente las ya problemáticas finanzas de las pensiones estatales, allí donde existen y tienen cobertura masiva.

Ya hemos señalado en otras oportunidades[4] que la cuestión de la población es un elemento muy importante en el enfoque marxista de la economía y la teoría de las crisis. Sostiene Marx: “Para que la acumulación pueda ser un proceso continuo, ininterrumpido, es condición indispensable que mantenga ese crecimiento absoluto de la población, aunque ésta disminuya proporcionalmente al capital empleado. El aumento de la población constituye la base de la acumulación como un proceso continuo” (Teorías sobre la plusvalía, Buenos Aires, Cartago, 1974, tomo II, p. 14, subrayado nuestro).

Parte de este proceso de acumulación fue, a lo largo del período “dorado” del imperialismo, la incorporación de ingentes masas humanas de la periferia a las relaciones de producción capitalistas, lo que, desde el punto de vista del capital, fungía como “aumento de la población”. Como decía Henryk Grossmann contra Rosa Luxemburgo, la tendencia del capital a expandir sus fronteras de acción no obedece sólo ni fundamentalmente a la necesidad de conseguir nuevos mercados (para “realizar la plusvalía”, decía Rosa), sino sobre todo de la urgencia por ampliar su base de producción de plusvalía, lo que incluye, inevitablemente, sumar la población de regiones enteras “nuevas” a la esfera del capital.

La crisis demográfica, entonces, al socavar a mediano plazo la base material del proceso de acumulación, la cantidad de trabajadores disponibles para la explotación, no hace más que meter presión al capital para redoblar la productividad. Como observaba Grossmann: “En las fases iniciales de la acumulación de capital [en el siglo XIX. MY], y en relación al reducido volumen del capital, la población, en términos generales, era demasiado grande. De allí se explica la concepción de Malthus y sus secuaces. En la fase tardía de la acumulación de capital se presenta la relación inversa. En relación con la poderosa acumulación de capital, la población, y por lo tanto también la base sobre la que se apoya la valorización, deviene progresivamente más reducida. De allí que se produzca una agudización de las tensiones en los países capitalistas de la primera hora en el curso de la acumulación, (…) de allí el creciente temor de los representantes del actual modo de producción frente al descenso de la tasa de natalidad” (H. Grossmann, La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista, México, Siglo XXI, 1986, p. 113)

Frente al actual panorama, y en completa y decadente contradicción con la fase territorial expansiva del imperialismo clásico, la versión mesiánica de los popes tecnológicos embarcados en la carrera por colonizar el espacio y los planetas vecinos es abiertamente patológica, digna de villanos de películas clase B de ciencia ficción. Jeff Bezos, ex CEO de Amazon y competidor de Musk en los –literalmente– delirios cósmicos de ambos, afirmó exultante hace poco que sacar a la especie humana de la Tierra permitiría que la población llegue al billón de personas, lo que significaría “mil Mozarts y mil Einsteins” (y mil Jeff Bezos, le faltó atreverse a decir). Para tener una idea, eso significa multiplicar la población actual por un factor de más de 120. Los cálculos demográficos más serios, los de la ONU, estiman que la población planetaria mundial alcanzaría su pico en 2050-2060 en unos 10.000 millones de habitantes (el uno por ciento de la cifra a la que aspira Bezos) y luego empezaría a descender irreversiblemente, si se mantienen las tendencias actuales.

El drama humano de la inmigración forzada por la pobreza no anima a los popes del capitalismo global a buscar una solución, sino que, a la vez que alimentan la xenofobia antiinmigrante –Musk en particular, admirador y patrocinador de todas las fuerzas de extrema derecha racista europeas–, quieren sacar a la especie humana del planeta y multiplicarla a niveles astronómicos con métodos que no se atreven a proponer. De modo que lo de Bezos y Musk –como otros “gurúes tecnológicos”, todos afectados de la más feroz megalomanía– es mucho más que expandir las fronteras del espacio habitable por humanos; implica una verdadera refundación de la especie… vaya uno a saber con qué herramientas tecnológicas (¿clonación masiva?) y con qué criterios económicos, políticos y éticos.

Sería un penoso error suponer que se trata sólo de disparates de locos sueltos. Estamos hablando de los hombres más ricos e influyentes del planeta, los capitalistas más poderosos de la rama tecnológica más avanzada y rentable de la economía mundial, que expresan abiertamente la aspiración de reconfigurar el mundo y la especie humana a su capricho y manía. Desde ese punto de vista, son una muestra cabal de la profunda irracionalidad y la creciente peligrosidad del orden capitalista actual y de sus “héroes” más representativos.

6.3 IA: del “salto en productividad” a “la amenaza china”

El desarrollo de la inteligencia artificial ha sido presentado, en la versión más cauta, como la punta de lanza de salto de productividad que sea capaz de impulsar, en la próxima década, un crecimiento económico acelerado que se viene demorando desde el estallido de la crisis financiera de 2008. Y en la versión más apologética, la IA podría “llevar a la humanidad a una transformación comparable a la de la Revolución Industrial” (The Economist). Sigue siendo pronto para siquiera empezar a hacer un balance, pero al menos podemos hacernos la pregunta: ¿estamos en camino a que la IA genere ese salto de productividad o, incluso, un cambio de paradigma productivo (comparable no a la Revolución Industrial pero sí, digamos, a la electrificación)? La respuesta corta: por ahora no. Por otro lado, tampoco se verificaron las agorerías apocalípticas respecto de la supuesta disrupción total del mercado laboral que conllevaría la IA. Pero, nuevamente, es necesario apuntar que el proceso todavía está muy en sus comienzos como para intentar extrapolar tendencias.

Para Michael Roberts, que toma la productividad total de factores (PTF) como índice aproximado o “proxy” de la productividad en sentido marxista, hay una caída en la innovación debido a que la PTF está en sus niveles más bajos desde la década del 80 (“Tepid twenties”, 14-4-24). Esto parece contraintuitivo dado el reciente y poderoso impulso a la tecnología (y las inversiones) vinculadas a la IA; en todo caso, el impacto de la IA en la productividad es algo que todavía está por desarrollarse y confirmarse. Roberts constata también que en la mayor conferencia de economistas a nivel mundial, la reunión de la ASSA (Alliance of Social Science Associations), organizada por la Asociación de Economistas de EEUU, la IA fue el tema dominante en su edición 2025. Para toda la teoría económica dominante, la IA es la gran esperanza para un salto en la productividad del trabajo y en la inversión.[5]

Aquí asoman problemas de distinto orden. Uno es si la IA es efectivamente capaz de ese resultado; otro es si, en caso afirmativo, ese resultado sería deseable en términos de equidad social y estabilidad política. A lo que podemos agregar un tercero: qué ocurre si el ganador de la carrera no es EEUU u “Occidente”, sino China.

Una presentación muy seguida en ASSA 2025 fue la de la economista Susan Athey, profesora en la Universidad de Stanford, Harvard y el MIT, que también es consultora de Microsoft. Para Athey, siguen sin estar claras ni la velocidad del cambio ni la lista de beneficiarios: “La IA plantea grandes preguntas sobre equidad, privacidad, seguridad personal, seguridad nacional y la sociedad civil. Cuánto va a afectar la IA a nuestras vidas y a nuestros empleos dependerá de cómo maneje la sociedad estas cuestiones. (…) A las empresas una máquina o un trabajador les resultan indiferentes desde el punto de vista del costo. Y si les es indiferente, se quedarán con la máquina para proteger sus balances. (…) No podemos contar con que las empresas adopten la perspectiva de largo plazo” (en M. Roberts, “ASSA 2025 part one: AI, AI, AI…”, 6-1-25).

Athey agrega que la amplitud de aplicaciones generales de la IA, desde consejos de compra a diagnósticos médicos, vuelve más peligrosa la dinámica de “caja negra”, es decir, el proceso de toma de decisiones de los modelos de IA que ni siquiera los ingenieros que los construyeron pueden comprender bien. Y advierte que el impulso a la productividad a largo plazo por parte de la IA sigue, en el mejor de los casos, limitado por ahora a un grupo de empresas, con un rango muy estrecho de ahorro de fuerza de trabajo, que de todos modos alimenta la desigualdad de ingresos y la concentración económica. En cuanto a la cuestión del desarrollo seguro de la IA –recordemos el llamado de actores fuertes del sector, incluido Musk, a pausar la investigación por seis meses hasta saber mejor cuáles eran los riesgos–, parece haber dejado de ser prioridad. Ante la posibilidad de que China supere a EEUU en este terreno, los “aceleracionistas” llevan las de ganar frente a los temores y prevenciones de los “apocalípticos” (doomers). En la era Trump, nadie parece preocuparse de un escenario de “toma de control por las máquinas” o “autoconsciencia” de las computadoras al estilo Skynet del film Terminator.[6] Lo que no quiere decir que el riesgo haya desaparecido, sino que se lo barre bajo la alfombra “hasta que le ganemos a China”.

Otros analistas parecen resignarse a que en lo inmediato tampoco habrá ningún salto en la productividad gracias a la IA. Muchos parecen esperar a que la tecnología se generalice: “El tractor fue inventado a comienzos del siglo XX, pero en 1940 menos de un cuarto de las granjas de EEUU tenían uno. Recién en 2010 dos tercios de las empresas estadounidenses tenían página web” (C. Williams, The Economist, noviembre 2025). Por ahora, la adopción de IA es lenta: menos del 6% de las empresas de EEUU usan IA para la producción de bienes y servicios. Mientras tanto, “el crecimiento de la productividad sigue por el piso, muy por debajo de lo que era en los años 60 y 70. (…) La pregunta para 2025 es cuánto tiempo se puede sostener la desconexión entre los mercados financieros [es decir, la valuación de empresas de IA a niveles de burbuja. MY] y la economía real en cuanto a la utilidad de la IA” (ídem). En el mismo sentido, la citada Athey recuerda que “en EEUU, el sector tecnológico ocupa el 4% de la fuerza laboral. Incluso si el sector íntegro adoptara IA en un 100%, no importaría mucho desde el punto de vista de la productividad del trabajo, [los que importan son] los sectores muy grandes, como comercio minorista y cuidado de la salud. (…) Queremos subrayar cuán profundamente impredecible es el futuro de esta tecnología” (en M. Roberts, “ASSA 2025 part one: AI, AI, AI…”, 6-1-25). Roberts agrega al reciente premio Nobel Daren Acemoglu a la lista de escépticos sobre el impacto próximo de la IA, y con razón: mientras que Goldman Sachs –adalid del bando “optimista”– considera que el aporte de la IA podría representar un aumento del 7% del PBI global a lo largo de los próximos diez años, para Acemoglu la cifra se acercaría más al 1%. Una contribución del 0,1% anual como la que calcula Acemoglu se parece casi a un error de redondeo, pero incluso la mirada celebratoria de Goldman Sachs equivale a no más del 0,65-0,70% del PBI por año, que no es lo que uno llamaría exactamente una revolución en la productividad.

En esa discusión estaba la industria cuando tuvo lugar el ingreso fulgurante de China en la IA con DeepSeek, que puede tener más consecuencias que las previstas. Intentaremos plantear la cuestión sin ponernos excesivamente técnicos; lo esencial es que no se trata sólo de qué país gana la carrera, sino de qué rol jugará la IA.

Aquí cabe un paréntesis. La IA, como muchos (no todos) desarrollos tecnológicos, tiene la potencialidad de ser un avance general para la humanidad y la satisfacción de sus necesidades sociales e individuales. Puede ser una herramienta valiosísima para el desarrollo y la mejora de las personas y los colectivos humanos; también puede quedar supeditada a la lógica del lucro capitalista. Según la ingeniosa frase de un analista citado por Roberts, “quiero que la IA me lave la ropa y los platos para poder tener tiempo de escribir y pintar, no que la IA escriba y pinte por mí para que yo tenga que lavarme la ropa y los platos” (“AI going DeepSeek”, 28-1-25)

Dicho esto, nos abocaremos a tratar de evaluar el funcionamiento actual de la IA en cuanto “modelo de negocios”. Hasta ahora, el esquema era análogo al de los motores de búsqueda y las redes sociales: a) muy altos costos de “entrenamiento” de la plataforma y sus algoritmos, b) muy bajo o casi nulo costo del servicio para los millones de usuarios, y por consiguiente, c) conformación de monopolios u oligopolios que se apoyan en el efecto de red (cuantos más usuarios, más efectivo el programa y más barato). Chat-GPT, el modelo “popular” de IA, apuntaba a replicar ese modelo, basado en pregunta del usuario-respuesta inmediata y barata.

El primer desafío a ese esquema económico de la IA fue el desarrollo de modelos generativos como 03, de Open AI, presentado en diciembre pasado. Este modelo procura menos una respuesta efectiva y simple que un “razonamiento” mayor, con respuestas más sofisticadas y la posibilidad de avanzar en la dirección de una “inteligencia artificial general” o incluso “superinteligencia”, con capacidades de respuesta inaccesibles a los humanos. Esto significa, en primer lugar, un costo mucho mayor (en primer lugar, de energía) de “análisis de respuesta” por búsqueda. El “entrenamiento” ocupará un lugar menor en la escala de costo que la acción misma de buscar respuestas. ¿El resultado? El fin del “acceso barato y universal” para todos los usuarios: el servicio de IA puede ser crecientemente especializado y fragmentado, con amplia diferenciación de tarifas según el tipo y exigencia del cliente, desde fuerzas armadas a empresas. En este escenario de “IA barata y ‘general’ para las masas, IA cara y a medida para estados y compañías privadas”, el actual esquema parecerá un paraíso democrático e igualitario frente a una creciente elitización y estratificación de los tipos de usuario, del monto que pagan y del servicio que reciben.

La irrupción de DeepSeek puede volver a cambiar los parámetros de la IA como negocio. DeepSeek es, como Chat-GPT, un “gran modelo de lenguaje” (large language model, o LLM), capaz de analizar y generar textos. En el que es hoy el más amplio ranking de LLMs existente, el de Lmsys (que funciona por crowdsourcing, es decir, con miles de evaluaciones anónimas), que abarca 194 chatbots, DeepSeek V3 se ubica séptimo, por encima de Gemini 1.5 Pro (de Google, octavo) o Llama 3.1 (de Meta-Facebook, puesto 18); Open AI está cuarto. Es decir, por calidad y prestación está a la altura de los mejores de EEUU.

DeepSeek es más potente en cantidad de parámetros (los preceptos individuales que se combinan para formar la “red neural”, ofrece respuestas más precisas y menos “alucinaciones”. Y además, su “entrenamiento” costó la décima parte en dinero y energía que la criatura de Zuckerberg. Su costo por uso es, así, un décimo del de LLMs de primera línea como Claude (de Anthropic).[7]

Más allá de sus capacidades, calidad técnica y menores costos dos elementos cruciales diferencian el enfoque chino en IA (por ahora, DeepSeek y Alibaba) del de la mayoría de sus congéneres occidentales. La primera es que son de fuente abierta (open source), es decir, cualquiera puede bajarlos y hacer un desarrollo propio de programas sobre esa base. La segunda es su transparencia: todos los desarrollos y mejoras que se hacen a Qwen son publicados en detalle y están accesibles online, y al responder preguntas da detalles de cada uno de sus pasos. Open AI, en cambio, trata sus procesos internos como secretos de Estado, y el LLM de Open AI, 01, funciona como una caja negra: cuando se le hace una consulta, ofrece sólo una conclusión y un resumen de su “proceso de razonamiento”.

Esta mayor transparencia es también una ventaja a la hora de reclutar especialistas: el paper de lanzamiento de V3 incluía el nombre de casi 140 autores. Los ingenieros que trabajan en LLMs en laboratorios de empresas de EEUU, en cambio, están obligados al anonimato y el silencio, y mucho más si en la investigación participan organismos estatales. Además, y ya pensando en potenciales mercados, Qwen maneja con fluidos idiomas como el urdu y el bengalí, mientras que los LLMs de EEUU casi no usan otra lengua que el inglés.

El resultado de esto fue una súbita pérdida de confianza de los inversores en que la puesta en pie de los mejores modelos de IA exigía los más potentes y mejores chips, lo que explicaba el ascenso de Nvidia al tope de la lista de empresas del planeta por valor de capitalización bursátil, hasta 3,5 billones de dólares (más que el PBI de India o el Reino Unido). Por decirlo suavemente, las masas monstruosas de capital que la IA parecía poner como precondición de competitividad resultarían ser, digamos, innecesarias. De modo que en un solo día, el 27 de enero, el valor de Nvidia cayó casi 600.000 millones de dólares, el equivalente al valor de Coca Cola y Chevron juntas, o del PBI de Suecia. Otras compañías del sector sufrieron pérdidas menos abultadas pero igualmente espectaculares para su escala.

Volviendo a los aspectos más generales de la cuestión de la IA, es necesario tener en cuenta no sólo sus beneficios sino sus potenciales problemas en términos estrictamente económicos. Una cuestión a la que ya hemos hecho referencia en textos anteriores y que se hace cada vez más actual son los costos ambientales de la IA y en general del uso intensivo de la tecnología digital más avanzada, como el minado de bitcoins. Según la Agencia Internacional de Energía, el consumo de electricidad sólo para centros de datos llegaría en 2026 a unos 1.000 TWh (terawatts-hora, es decir, un millón de gigawatts-hora), que es aproximadamente el consumo anual de electricidad de Japón. Las demandas energéticas de la IA serán mucho mayores todavía, tanto por su potencial de desarrollo como por el hecho de que las necesidades de energía para “entrenar” IA son mucho mayores que las de los centros de datos. Todo esto va a ejercer presión sobre las metas de descarbonización de empresas y países… si es que en la era Trump esas metas se mantienen a nivel global, lo que generaría un agravamiento de la situación ambiental que trataremos más abajo.

6.4 La crisis climática ensombrece todo el panorama

La llegada de Trump al poder ya es una mala noticia para la humanidad desde el punto de vista de la prevención, mitigación y adaptación –las tres tareas son indispensables y urgentes– frente al cambio climático. Un negacionista obtuso al frente del país que emite más carbono per cápita en el planeta no augura nada bueno.

Por lo pronto, todo avance en el sentido de coordinación y cooperación internacional –establecimiento de metas, mecanismos de control, medidas transfronterizas, etc.– quedará bloqueado con la salida de EEUU del Acuerdo de París, decretada por Trump el primer día de su mandato. El país más poderoso de la Tierra se sumará así a la brevísima lista de países que no ratificaron el acuerdo: Irán, Libia y Yemen (el mostrenco obsecuente de Milei podría ser otro miembro del Eje del Negacionismo Insensato).

Tampoco es que el retroceso será tan grande, pero sólo porque simplemente porque no se había avanzado gran cosa. En realidad, una de las pocas fuentes de optimismo pasaba, y pasa, por el desarrollo de la tecnología y los volúmenes de producción de energía limpia (mucho más barata, además), en particular la solar y la eólica. Otras alternativas (el hidrógeno, sobre todo) todavía están en fase más bien experimental. Tecnológicamente tienen ya cierta madurez, pero bajo la lógica del capital, su racionalidad económica todavía no las hace sostenibles, cosa que sí sucede con la energía solar y eólica. Sin embargo, esas fuentes de energía limpia aún son “intermitentes” y no garantizan una provisión continua de energía eléctrica, salvo que se mejoren cualitativamente otros aspectos técnicos como la capacidad de almacenamiento y la interconexión a las redes principales (hoy se trata en muchos casos de redes paralelas).

Aquí la contradicción es que China es a la vez el mayor emisor de carbono del mundo por volumen –si bien el mayor emisor per cápita es, como dijimos, EEUU– y el líder mundial en expansión de energías renovables: su instalación de capacidad solar y eólica es el doble de la de todo el resto del mundo combinado. El aumento de esa capacidad, en el caso de China, es exponencial y representa quizá el progreso más importante en el terreno de la llamada transición energética.

Al respecto, y como ha ocurrido otras veces en la historia del capitalismo en su época imperialista, la cuestión de la transición energética va a plantear necesariamente una disputa global por los recursos minerales críticos del próximo período, que incluirán viejos conocidos como el cobre, el cobalto o el níquel, pero también otros como los lantánidos (tierras raras), el litio y otros. La carrera por esos minerales estratégicos está lanzada desde hace años, y los principales contendientes, EEUU y China, ya exploran opciones que van desde el control directo del territorio (menos usual, pero adelantado por Trump respecto de Groenlandia) hasta la adquisición de compañías y derechos mineros en países periféricos. Aquí es donde las ingenuas esperanzas que todavía se sostenían hace unos años de que EEUU y China pudieran poner entre paréntesis su rivalidad para abordar de manera conjunta el problema se estrellaron contra la realidad. Ni Xi Jinping ni mucho menos Trump van a suspender el enfrentamiento geopolítico en aras de una (imprescindible) acción común ante el cambio climático. La “racionalidad” capitalista (más de lucro descarnado en Trump, más burocrática en Xi) no da para esos cuentos de hadas.

Tampoco es que la utilización de combustibles fósiles esté dando la menor traza de desaparecer; al contrario, los saldos de las reuniones COP (Conference of the Parties, el organismo de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático) muestran que tanto la producción como el uso de gas, petróleo y carbón van a seguir alegremente su curso por varias décadas más. La última de ellas en octubre de 2024 en Azerbaiján, mostró la misma tónica de las anteriores: las potencias productoras de combustibles fósiles (tanto compañías como Estados) salvaguardan sus intereses haciendo declaraciones y reformas cosméticas, mientras que los países más pobres, que a la vez son los más perjudicados por los efectos del calentamiento global, se van con las manos casi vacías y con ofertas misérrimas de resarcimientos totalmente insuficientes. “Business as usual” (los negocios siguen como siempre) es la sardónica frase con que el economista marxista británico Michael Roberts suele describir estos encuentros.

A la hora de emprender las imprescindibles acciones para preparar la adaptación a nuevas condiciones climáticas ya inevitables, las empresas brillan por su ausencia. Kristalina Georgieva, la titular del FMI, se quejó en Azerbaiján –de manera totalmente infructuosa, desde ya– de que “el 98% del financiamiento para la adaptación viene de recursos públicos. Esto no es sostenible. Tenemos que incorporar al sector privado a [las políticas] de adaptación, además de mitigación”.

Sucede que la política privilegiada de las potencias capitalistas y las multinacionales del sector energético sigue estando centrada en poner precio a las emisiones de carbono, a partir del cual se intercambian créditos (carbon credits), se pagan compensaciones y, en suma, se hacen buenos negocios pero con “conciencia verde” (en inglés lo llaman greenwashing, algo así como lavar la cara de las corporaciones con acciones supuestamente ecológicas). De modo que un balance adecuado y realista de COP-29 es el de Mohamed Adow, director del think tank Power Shift Africa, hizo un balance realista de COP-29: “Esta cumbre ha sido un desastre para el mundo desarrollado. Es una traición tanto a los pueblos como al planeta por parte de los países ricos que dicen tomar con seriedad el cambio climático. Los países ricos prometen ‘movilizar’ fondos en el futuro, en vez de aportarlos ahora. El cheque está en el correo, pero las vidas y los medios de vida de los países vulnerables se están perdiendo hoy” (Michael Roberts, “COP-out 29”, 24-11-24).

En suma: demasiado poco… y probablemente demasiado tarde. Es posible que la emisión global de gases de efecto invernadero ya haya alcanzado su pico. Pero lo que pocos especialistas creen es que con eso alcance; el daño mayor quizá ya esté hecho. Es sabido que buena parte del calentamiento es absorbido por el agua de los mares; eso no tiene reversión más que en plazos que se miden en largas décadas. Por lo pronto, 2023 resultó 0,2 grados más caluroso de lo previsto, y 2024 ya superó la marca de los 1,5 grados por encima de la era preindustrial que los Acuerdos de París de 2015 se proponían, ingenuamente, como posible techo.

En cambio, dice Roberts, “e planeta se encamina rápidamente hacia un aumento de 2 grados o más comparados con la era preindustrial. De hecho, las políticas actuales ubican la temperatura en la dirección a un aumento de 2,7 grados (…). Las estimaciones no han cambiado desde la cumbre COP-26 en Glasgow, hace tres años. (…) El calentamiento, en el escenario más optimista, sube ligeramente de 1,8 a 1,9 grados. (…) A las altas temperaturas que se proyectan para fines de siglo, el riesgo de eventos catastróficos e irreversibles sólo puede aumentar. Los expertos advierten que su estimación de 2,7 grados para 2100 tiene un amplio margen de error que se podría traducir en temperaturas mucho mayores que las previstas. ‘Hay un 33% de posibilidades de que nuestra proyección termine siendo 3 grados o más, y un 10% de que sea 3,6 grados o más’, dice Sofía Gonzales-Zuñiga, de Climate Analytics. Ese último escenario sería ‘absolutamente catastrófico’ agrega” (M. Roberts, cit.).

Parte de este panorama se evidencia en, entre muchos otros fenómenos, la ola global de incendios sin control, que han dejado de ser eventos extraordinarios para pasar a ser parte del paisaje cotidiano de noticias. Este desarrollo es inseparable del calentamiento global, mal que les pese a los negacionistas. Según la ONU, si el planeta aumenta su temperatura no más allá de entre 1,5 y 2 grados por encima de la era preindustrial (la meta del Acuerdo de París), la cantidad de días de riesgo de incendios extremos se duplicaría. Pero, como vimos, las predicciones más recientes estiman que con las políticas climáticas actuales el calentamiento global se estabilizaría quizá no por debajo de los 2,2 grados y hasta los 3,4 grados más allá de la era preindustrial. Con esto, los riesgos de incendios graves se multiplicarían al menos por cuatro. Y los incendios se hacen no sólo más frecuentes, sino más destructivos: según un estudio publicado en Nature Ecology and Evolution, la intensidad promedio de los 20 mayores incendios pasó de 55 gigawatts anuales en 2003 a 130 GW en 2023. La “temporada de incendios” se alargó 14 días (un 27%) entre 1979 y 2019.

La desesperación ante la realidad de un calentamiento global que en muchos sentidos es irreversible, al chocar con los intereses de la industria de los combustibles fósiles, genera en sectores del imperialismo una inclinación a “soluciones” extremadamente peligrosas que pueden ser infinitamente más dañinas que el problema inicial. El caso más flagrante es la “geoingeniería”, que no es otra cosa que la intervención deliberada del ser humano para intentar cambiar las condiciones climáticas.

Al respecto, probablemente la propuesta más conocida y polémica –y, a nuestro juicio, al menos con los datos de que se dispone hoy, completamente irresponsable– sea la de dispersar en la atmósfera micropartículas de dióxido de azufre, que, al ser blancas, impedirían, por reflejo, que parte de la luz solar llegue a la Tierra.[8] La sugerencia fue hecha en su momento por un científico ambiental, Paul Crutzen, en 2006 (aunque Crutzen sólo señaló que había que explorar la alternativa, sin defenderla abiertamente). El efecto tendría lugar por dos vías: por reflejo directo de las partículas y por la formación de nubes favorecida por esa mayor cantidad de dióxido de azufre en el aire.

Sin embargo, y con el estado del arte actual en la materia, se trata de una iniciativa que prácticamente no admite ensayos parciales o pruebas, sino que sólo puede testearse en tiempo real… y sin posibilidad de reversibilidad, ya que, una vez lanzadas, las partículas son imposibles de recapturar. Y recordemos que el dióxido de azufre es altamente tóxico. La tasa de éxito del experimento es tan dudosa, y los eventuales perjuicios tan considerables, que cuesta creer que alguien en su sano juicio –salvo los lobistas más furiosos de las grandes petroleras– defienda seriamente esa alternativa.

Es el caso de The Economist, que dio un salto mortal desde ser el abanderado de la preocupación por actuar ante el cambio climático a respaldar casi acríticamente ésa y cualquier otra forma de geoingeniería, mientras prometa jugosos retornos económicos. El ejemplo más reciente es un texto encomiástico sobre el potencial económico de la desaparición del hielo en el Océano Glacial Ártico. Se ponen los ojos en blanco ante la posibilidad de la explotación de minerales, la creación de nuevas rutas comerciales… todo como si viviéramos en el mejor de los mundos, siendo que la desaparición del hielo va a acelerar exponencialmente el calentamiento, porque la ausencia de esa masa blanca reflectante hará que la superficie terrestre absorba mucho más calor. De hecho, es justamente la reducción de los hielos del Polo Norte la que hace que esa región se esté calentando a una tasa cuatro veces superior a la del resto del planeta. Los cambios en la salinidad del mar, los efectos en el clima global… todo eso está completamente soslayado en un texto que se entusiasma sumando cuántos barcos mercantes más por año atraviesan las rutas árticas. ¿Esparcir el venenoso dióxido de azufre en partículas para compensar la desaparición del hielo ártico, hecho que se celebra porque habilitaría un gran negocio minero y logístico? El nivel de insensibilidad, irresponsabilidad y “crueldad ecológica” de la idea es francamente macabro.

Así como en el Océano Glacial Ártico, en la Antártida se ha largado una carrera por recursos naturales, ventajas militares y hasta derechos de propiedad que no tiene precedentes. La rivalidad geopolítica está a punto de tirar a la basura el último bastión de cooperación global que queda tras el alejamiento de EEUU del Acuerdo de París a instancias de Trump. Atrás quedaron las épocas en que Biden rechazaba indignado el intento de Trump de acometer la prístina naturaleza de Alaska con trépanos perforadores. Hoy, ni siquiera la Antártida está libre de la voracidad capitalista desentendida de las consecuencias climáticas del afán de lucro. El Tratado Antártico de 1961 establecía que el continente blanco no sería objeto de explotación económica sino de investigaciones científicas. Estos criterios se sostuvieron con bastante coherencia incluso durante la Guerra Fría, y nadie los había cuestionado luego de 1989 hasta ahora. “Todo lo sagrado es profanado”, decían Marx y Engels en el Manifiesto Comunista refiriéndose al proceso de secularización impuesto por la extensión de las relaciones capitalistas en el siglo XIX. En este siglo XXI, la codicia capitalista-imperialista, desesperada y sin medida, amenaza profanar un territorio “sagrado” que no tiene nada de celestial, sino que es la mayor reserva de agua dulce del planeta y un factor tan decisivo como frágil en el equilibrio climático.

En tanto, la técnica de “captura de carbono” tampoco ha sido puesta a prueba seriamente, pero al menos no representa riesgos tan grandes. Sin embargo, queda pendiente la cuestión de dónde y cómo almacenar el carbono, problema que en el caso de los desechos nucleares no ha tenido hasta ahora una solución ni muy satisfactoria técnicamente, ni inocua ambientalmente, ni barata.

En todo caso, antes que lanzarse a la aventura de estas apuestas peligrosas, es un camino mucho más racional tomar decisiones que apunten al reemplazo de los combustibles fósiles en el lapso más corto posible. Pero esa racionalidad se da de bruces con la irracionalidad del afán de lucro y las poderosas compañías multinacionales que lo sostienen. El calentamiento global es un problema planetario que exige un abordaje igualmente global. Si la especie humana ha de evitar y/o sobrevivir a las más diversas catástrofes climáticas, no tiene tiempo de esperar que se alineen los intereses de las grandes corporaciones que manejan los mayores negocios del mundo con los intereses geopolíticos mezquinos de potencias capitalistas en pugna por la hegemonía.[9] Esta contradicción entre la urgencia de la acción global que se requiere y el pantano de los intereses que impiden esa coordinación no tiene solución mientras la clase capitalista siga rigiendo los destinos de la humanidad.


[1] Fue realmente sorprendente constatar en las redes sociales cómo en amplísimas franjas de la población no había la menor conmiseración hacia el ejecutivo asesinado –pese a la profusa cobertura de los medios que lo presentaban como una inocente víctima de la barbarie, padre de familia que dejaba hijos pequeños, etc.– y sí total comprensión y hasta simpatía con su asesino.

[2] En una risible tentativa de compaginar intereses empresarios con discursos xenófobos, algunos políticos de la derecha europea llegan a proponer “subsidios para granjeros que utilicen robots” en reemplazo de mano de obra migrante (“The immigrants Europe wants”, TE 9421, 2-11-24). Lo que estos personajes no tienen en cuenta es la lógica de la acumulación de capital: si el empleo de mano de obra precarizada y en condiciones laborales inaceptables para los locales resulta más barato que recurrir a robots –incluso subsidiados–, no habrá patriotismo ni pureza étnica que valga.

[3] Ya vimos que el nivel de adhesión que suscita Farage no está muy lejos del de los atribulados laboristas y los alicaídos conservadores. Dicho esto, es verdad que una mayoría mucho menos estridente de la población tiene hoy una aceptación mayor de los inmigrantes, en la medida en que se los vea como integrados (algo que el sistema británico de “comunidades” decididamente no promueve). Señal de esto es la indignación que generó en su momento el esquema de Boris Johnson de deportación de inmigrantes “indeseables” (es decir, pobres, de bajo nivel educativo y de piel oscura) a Ruanda (!), y que contribuyó a derrumbar su popularidad.

[4] En “Estado y perspectivas de la economía mundial”, Socialismo o Barbarie 32/33, junio 2018, apartado 4.3, “El (poco visitado) lado demográfico de la economía”.

[5] Párrafo aparte en este apartado merece el alerta de Ali Alper Alemdar, del St. Francis College, para quien el fenómeno a observar es más bien la alta rentabilidad de las “plataformas de trabajo digital”. En su visión, el capital de plataformas y los trabajadores de esas plataformas constituyen el núcleo más concentrado de rentabilidad de la economía, gracias a la acumulación de datos y al efecto de red (network effect, que premia a los actores que llegan primero y son más grandes), que están en la base de la expansión de esa modalidad.

[6] Acerca de la espinosa cuestión de si la IA y en particular la IA general, capaz de adquirir “superinteligencia”, puede representar una amenaza para la humanidad como tal, consignamos la opinión de Stuart Russell, profesor de ciencias informáticas de la Universidad de California, de que “hay una probabilidad significativa de que el proceso cause la extinción de la especie humana, porque no tenemos idea de cómo controlar sistemas más inteligentes que nosotros mismos” (en M. Roberts, “AI going DeepSeek”, 28-1-25). Este escenario, que era de buena ciencia ficción hace pocas décadas (la novela Yo robot, de Isaac Asimov; el film Terminator, de James Cameron), está instalado como debate real, en el que no pretendemos tallar por ahora.

[7] Otro LLM chino, QwQ (Qwen), desarrollado por el gigante tecnológico chino Alibaba, es capaz de analizar también imágenes y ya había sido elogiado como “altamente competitivo” por sus rivales, y en ciertas prestaciones es incluso más eficaz que DeepSeek. Por otra parte, el fundador de DeepSeek, Liang Wenfeng, tiene claro que el objetivo de largo plazo no es otro que el desarrollo de la inteligencia artificial general, para lo cual, según explica, se requieren cada vez más modelos que logren capacidades superiores con recursos limitados, que es precisamente el fuerte de DeepSeek.

[8] Técnicamente hablando, el albedo (índice que mide el brillo de un astro) del planeta Tierra viene descendiendo desde comienzos de ese siglo. Ese menor brillo significa que nuestro planeta está absorbiendo más luz solar y reflejando menos, y en consecuencia esa luz (calor) acrecienta el calentamiento global. Irónicamente, parte de ese menor brillo obedecería al éxito de las políticas ambientales, que reducen la emisión de dióxido de azufre (de color blanco), entre otras partículas liberadas en la atmósfera.

[9] Esta es la tesis que desarrolla el geógrafo económico Brett Christophers en The price is wrong. Why capitalism won’t save the planet (London, Verso, 2024). Aunque desmitifica de manera contundente toda solución basada en los “mercados”, Christophers expresa una confianza desmedida en la capacidad de los “Estados”. Como enuncia el propio título de la obra, no se trata sólo de arrebatar el proceso de toma de decisiones sobre la cuestión climática de manos de los mercados, sino de ponerla en manos de los pueblos y las masas que son las verdaderas y primeras víctimas del calentamiento global. El Estado capitalista podrá tener más racionalidad relativa que los mercados, pero, como vimos, en el marco del orden imperialista global las contradicciones entre los mismos Estados serán un obstáculo insuperable para una cooperación y coordinación efectivas a nivel planetario.

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