
Pocos hechos criminales de la historia reciente de nuestro país tuvieron tanto impacto social y mediático como el asesinato de Fernando Báez Sosa a mano de un grupo de 8 jóvenes jugadores de rugby de la localidad de Zárate, conocidos simplemente como «los rugbiers».
El amplio repudio social ante la brutal golpiza que los rugbiers le propinaron a Fernando, sumado al indignante sentimiento de impunidad y comportamiento de sangre fría que los culpables tuvieron posterior al asesinato, generaron un consenso social pocas veces visto en un país atravesado por profundas divisiones y polarización social y política.
Una extrañeza, casi una excepción, que no tardó en tratar de ser aprovechada de manera oportunista por los políticos del sistema y por quienes aspiran a serlo, cuyos intereses van mucho más lejos que la legítima búsqueda de justicia por el crimen de Fernando. A la cabeza de ellos, la controvertida figura de Fernando Burlando.
Tras la sentencia que se conoció en las últimas horas (de los ocho acusados, cinco fueron condenados a cadena perpetua y los otros tres a 15 años de prisión) y a pesar de que la querella ya adelantó que apelará el fallo para exigir cadena perpetua para todos, la figura de Burlando aparece para un sector de la sociedad legitimada como la cara de la justicia frente a un crimen aberrante.
Habiendo previsto el enorme impacto que el caso tiene a nivel social y mediático -y la inmensa cantidad de prueba contra los rugbiers- ofreció a la familia de Fernando los servicios de su estudio jurídico de manera ad honorem casi instantáneamente luego del crimen. Tres años después, cuando el desarrollo del juicio ocupó la mayor parte de las horas de TV y la agenda mediática, las calles de numerosas localidades de la provincia de Buenos Aires aparecieron inundadas de pintadas con la inscripción «Burlando 2023». Un timing perfectamente calculado para intentar endulzar una figura cuya trayectoria poco tiene que ver con la búsqueda de justicia para las víctimas de crímenes aberrantes.
Un lobo con piel de cordero
Más bien todo lo contrario, la trayectoria de Burlando como abogado fue tomando relevancia a medida que construía una carrera ligada a la defensa de criminales ligados al poder, empresarios, figuras mediáticas y otros personajes de alto perfil. Aunque ahora busque aparecer como la cara de la justicia, toda su vida la dedicó a intentar garantizarle impunidad a los poderosos.
Para muestra basta un botón: su fama surgió cuando se convirtió en el defensor del grupo de «Los horneros», los asesinos del fotógrafo de la Revista Noticias José Luis Cabezas, que trabajaban para el todopoderoso empresario de la década de los ’90, Alfredo Yabrán.
Probablemente no había en ese entonces -hasta su suicidio- persona más poderosa en Argentina que Yabrán. Burlando decidió defender a empleados directos suyos que habían cometido un crimen terrible, que significó uno de los episodios más graves de ataques a la libertad de prensa en la historia Argentina.
Si así comenzó, lo que siguió no iba a ser mejor. Burlando defendió a Horacio Conzi, un empresario que asesinó a un joven de 23 años, a Rafael Di Zeo (histórico líder de la barrabrava de Boca), a Alfredo Pesquera (otro empresario, que fue investigado por la muerte del «Potro» Rodrigo), a los hermanos Trusso (vaciadores del Banco de Crédito Provincial) y a los gerentes de la empresa Skanska, acusados de pagar coimas al funcionaros públicos durante el gobierno de Néstor Kirchner. Más recientemente, se encarga de representar al actor Juan Darthés, acusado de abuso sexual a una menor de edad.
Limpiar toda esta podrida trayectoria al servicio de lo más rancio del poder no es tarea fácil. Un caso que despertó tanta sensibilidad social como el de Fernándo Báez Sosa le cayó como anillo al dedo para las aspiraciones políticas de Burlando, quien ahora se pasea por los pasillos de la TV hablando de «ética». En 2018, frente a los cuestionamientos de sus elecciones de clientes, había afirmado que él defiende «a cualquiera que pueda pagar mis honorarios». Una carrera hecha a base de la falta de escrúpulos.
Oportunismo político
En varias ocasiones Burlando ha hecho explícitas sus intenciones de involucrarse en política. Ahora, con el prestigio que puede llegar a adquirir luego de su protagonismo en el juicio por el crimen de Fernando, parece más decidido que nunca.
Según trascendidos periodísticos, Burlando será candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. Según investigó la Revista Noticias, el abogado se encuentra en francas negociaciones para ser el candidato de Javier Milei, aunque desde el espacio del «libertario» (sic) lo niegan.
No sería nada extraño. Así como lo pretende el propio Milei, Burlando también llega a la política como un outsider, como alguien que no es visto como un «político». No es la única coincidencia entre ambos: los dos han hecho carrera en cada uno de sus rubros representando a lo más poderoso del empresariado.
Uno y otro se presentan como defendiendo a la «gente común», e incluso a «a gente que trabaja», cuando en realidad defienden los intereses opuestos. Una agenda extremadamente reaccionaria, antipopular y hasta fascistoide.
Sobre todo en materia represiva, donde a pesar de las diatribas sobre la «libertad» y las quejas por el «Estado presente», Milei ha promovido una y otra vez una política ferozmente represiva y de «mano dura». Cuando se trata de empoderar a las fuerzas represivas, se ha mostrado bien a favor de la presencia del «Estado».
En referencia a esto último, el oportunismo político alrededor del caso Báez Sosa excede largamente a Burlando y su eventual alianza con Milei. También referentes de Juntos por el Cambio han salido a aprovechar la ocasión para hacer política represiva, e incluso se intentó presentar el caso como análogo a un caso de «inseguridad», con el objetivo de que las penas «ejemplares» que recibieron o debieran recibir los rugbiers deberían ser la regla para cualquier delincuente «común».
Por eso no sorprende que hasta el empresario textil y promotor de las políticas de «mano dura» Juan Carlos Blumberg se haya hecho presente en el juicio, en un intento de instalar el caso Báez Sosa como un caso más de «inseguridad», clásico eufemismo con el que la derecha siempre intenta instalar un régimen más represivo, no contra los «delincuentes» sino contra cualquiera que levante la cabeza en disconformidad con su situación, en la cotidiana lucha por la supervivencia que significa el capitalismo para las enormes mayorías trabajadoras.






