Crítica literaria

“La mala costumbre” de Alana S. Portero: un grito para las voces que son silenciadas

“No tenía nombre pero existía. Habitaba mi propia leyenda [...]. Era todas las mujeres.” A propósito de la 34° Marcha del Orgullo en Argentina, acercamos un grito literario que busca dar voz de manera poética, realista y verdadera, a la experiencia de aquellxs que el sistema busca acallar.

Hay libros que no se leen: se atraviesan. Como un pasillo oscuro, como una calle de barrio que se repite cada esquina, como un cuerpo que no encaja en el espejo. La mala costumbre es uno de esos libros. Portero no escribe tan solo una novela, escribe una herida. La suya, la de muchas, la de todas las que crecieron en silencio con el grito retenido en las costillas y el aire atascado en la garganta.

Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos.” Con esta frase contundente Alana comienza su relato, uno que a través de una prosa cruda, íntima y poética, nos transporta a la historia de una niña trans atrapada en un cuerpo que no la nombra, crece en el Madrid obrero de los años 80 y 90, en el barrio de San Blas, donde las mujeres fuman en los balcones, los hombres gritan en los bares, y la infancia se vive como condena.

“Varias generaciones de criaturas de clase obrera crecimos así, imaginando mundos enteros en las mismas nadas que podían terminar siendo nuestros lechos de muerte.”

No hay ternura en el paisaje, pero sí una belleza áspera como la de las cosas que sobreviven, que resisten. El barrio no es simplemente el hábitat de escenificación de la historia: es un personaje más que posee sus códigos, sus violencias, sus rituales de clase, sus prejuicios y sus lógicas.

Desde las primeras páginas, la narradora nos susurra una verdad incómoda: la mala costumbre no es ser diferente, sino vivir en un sistema que castiga la diferencia. La escuela, la familia, la calle, el lenguaje: todo está diseñado y es cómplice para domesticar los cuerpos, corregir los gestos, para borrar lo que no es deseado, las identidades que no encajan. La niña que protagoniza esta historia no puede decir quién es porque no hay voz, no hay palabras disponibles. El silencio es su abrigo; no obstante, también es su cárcel.

Entre susurros voraces, la crítica social

Portero no grita, pero cada frase es un puñal. “Los obreros nunca fueron vistos por el franquismo de otra forma que como bestias de carga que estabular en la periferia.”
Al igual que otras autoras, como lo es Layla Martinez con su maravillosa obra Carcoma, la autora se inscribe en una narración que denuncia con un desprecio visceral al franquismo y la sociedad española del siglo XX.

La crítica social está tejida con hilos finos, casi invisibles pero resistentes, nudos que se atan y no se pueden soltar. La novela denuncia la transfobia estructural, la violencia de género, la crueldad de la pobreza, la barbarie que deriva de un sistema capitalista y patriarcal que abandona a las y los ciudadanos. No desde el panfleto, sino desde la experiencia encarnada. La protagonista no solo es trans: es pobre, es hija de obreros, es habitante de un barrio que no perdona. La interseccionalidad no se explica: se vive a flor de piel a lo largo del relato.

Las mujeres del barrio – La Pelucas, Laura, la madre- son espejos rotos donde la niña aprende a mirar y, es a través de esa mirada, de la cual conoceremos las historias de estos personajes con los que se empatiza, se sufre, se comprende. Todas ellas cargan con sus propias malas costumbres: amar demasiado, callar demasiado, aguantar demasiado. Pero también enseñan a resistir, a cuidar, a nombrar lo innombrable. El relato es, en parte, una carta de amor a esas mujeres que sostienen el mundo sin que, muchas veces, alguien las reconozca.

En una entrevista la autora confesaba la voluntad que tenía de dar voz a aquellxs que viven en los márgenes:

“Siempre se los ha tratado desde la brutalidad, y yo quería de alguna manera acariciarlos, y no sé si dignificarlos, pero sí me apetecía dejar al descubierto la dignidad que tienen que dar al mundo. Para mí constituía un homenaje a todas las mujeres trans de una generación, porque creo que han sido las grandes olvidadas del colectivo. Se llevaron la peor parte de la Ley de peligrosidad social, las enviaron a cárceles masculinas, que es el horror más grande que se me puede ocurrir. Y aguantaron, a pesar de que las machacaron. Muchas de nosotras hemos renegado de ellas cuando éramos jóvenes y a mí me parece un honor acercarme a esa búsqueda de la belleza a la que siempre aspiraron.”

“No era un niño, pero tampoco podía ser una niña. Era algo que no tenía nombre»

El cuerpo y la identidad aparecen en esta obra como un territorio de guerra, de disputa. No hay romanticismo en la transición: hay dolor, deseo, miedo, inseguridad. La autora refleja una voz realista que no pone sobre un pedestal la transición ni la mitifica, busca plasmar de la manera más honesta posible los sentimientos de este proceso, cuestión que vuelve el relato uno con el cual se puede establecer una conexión profunda, los miedos de la protagonistas son los del lector, los nervios y expectativas nos recorren.
La protagonista no quiere ser otra: quiere ser ella. Pero el sistema insiste en negárselo. La oralidad, el gesto, la ropa, el nombre todo se convierte en terreno de disputa, de objeto de crítica y señalización de la falta a la norma.

Algo que, en opinión personal, vuelve tan maravillosa la novela es la capacidad que tuvo la autora para no idealizar la identidad trans, a su vez sin victimizarlas escenificando su complejidad, en su potencia, en su fragilidad.

El lenguaje que construye esta obra es lírico sin ser cursi, poético sin perder la crudeza que retrata lo que se vive a lo largo de la historia. Cada imagen está cargada de sentido, cada metáfora abre una puerta. Hay frases que se quedan resonando en nuestra cabeza. En este sentido encontramos a la escritura como una forma de reparación, refugio para poder hablar de lo que nadie habla, para dar voz cuando no te quieren dejar gritar.

Una novela que se vuelve refugio

Desde el primer latido, La mala costumbre no se presenta como una historia más: es un refugio tejido con palabras para quienes nunca encontraron abrigo. Es un faro encendido en medio de la niebla, una invitación a mirar de frente lo que habitualmente ignoramos, a abrazar lo que se desvía, a celebrar lo que se escapa de la norma. Leerla es como abrir una puerta que siempre estuvo cerrada y descubrir que adentro hay espejos que no deforman, sino que devuelven el rostro verdadero.

Una pregunta se desliza entre sus páginas como un susurro persistente: ¿Es acaso necesario lo normal? Y la novela responde con la firmeza de quien ha vivido en carne propia el filo de esa pregunta: NO. Lo normal es una jaula con barrotes invisibles, una palabra que se usa para excluir, para ordenar, para domesticar. Alana S. Portero desarma esa trampa con elegancia y furia, desmitifica la idea de que hay identidades correctas y deja al descubierto el andamiaje del discurso patriarcal y heteronormativo que pretende construir un mundo sin grietas.

En tiempos donde los discursos de odio rugen y retumban, esta novela se alza como un canto de resistencia. No es un grito solitario, sino un coro que se multiplica en cada lectura, en cada cuerpo que se reconoce en sus páginas. Es una barricada hecha de poesía, una trinchera donde el lenguaje se convierte en escudo.

La invitación que nos deja es clara: no callar. Alzar la voz hasta que tiemblen los muros del silencio. Que cada niñe pueda decir su nombre como lo sueña, como lo siente, como lo habita. Gritar tan fuerte que nos duela la garganta, que el eco llegue hasta los rincones donde aún se pretende volver al medioevo. Y si hay que luchar, que sea con uñas y dientes, con palabras afiladas y abrazos que sostienen.

A tan solo días de la 34ª Marcha del Orgullo en Argentina, reafirmamos que la organización es el latido colectivo que mantiene viva la esperanza. Que el amor, la disidencia y la diversidad no son errores que corregir, sino semillas que florecen en los terrenos que el odio no pudo arrasar.

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