
La ley llegaba con el supuesto objetivo de ordenar un mercado que estaba demasiado desequilibrado en favor de los propietarios y desfavorable para los inquilinos. Por la altísima inflación y la especulación inmobiliaria, la nueva ley no fue beneficiosa para ninguno de los dos sectores, aunque por obvias razones los mayores perjudicados fueron los inquilinos.
La ley fue impulsada por el diputado del Pro Daniel Lipovetzky, y contó con un gran apoyo parlamentario para su aprobación, que incluyó al oficialismo y la oposición. La nueva legislación contenía dos mejoras de importancia: la extensión de la duración de los contratos de 2 a 3 años, y la actualización anual de los precios de alquiler, que hasta ese momento en muchos contratos se aplicaban semestralmente y de manera arbitraria por propietarios e inmobiliarias.
La ley, sin embargo, arrastraba grandes problemas. El principal: ató el precio de los alquileres a la inflación, convalidando enormes subas de precios para los inquilinos, que por supuesto son en casi todos los casos asalariados o trabajadores autónomos.
Además, dejó totalmente desregulado el piso sobre el que partía el precio y sobre el que se calculaba la actualización. Los propietarios, entonces, comenzaron a poner pisos altísimos como para «cubrirse» de la posterior actualización que consideraban insuficiente, tirando todos los precios del mercado hacia arriba.
Además, en un país con altísima inflación y trabas para comprar dólares, la compra de inmuebles se ha convertido en una fuerte práctica especulativa. Además de la concentración en pocas manos que esto genera, los propietarios prefirieron sacar sus inmuebles del mercado de alquileres, por no considerarlo rentable. Se contrajo fuertemente la oferta, lo que colaboró aún más en la suba de precios.
A pesar de que, en efecto, la ley terminó por no ser conveniente ni a unos ni a otros, la posición social de la que cada uno parte para decir que no fue «conveniente» es muy distinta: los propietarios simplemente optaron por dejar de alquilar sus inmuebles, vendiéndolos o manteniéndolos vacíos. Los inquilinos, por su parte, no tuvieron otra opción más que tener que elegir entre viviendas más precarias o gastar una parte mayor de su ya golpeado salario sólo en el alquiler, reduciendo otros consumos básicos.
Por eso es de entrada falso el discurso que baja del poderoso lobby inmobiliario que busca poner como víctimas de la ley en iguales términos a propietarios e inquilinos.
Evidentemente es necesaria una nueva ley, pero una que proteja realmente a los inquilinos contra la especulación de las grandes inmobiliarias, que hacen enormes negocios con la necesidad más elemental de todas: tener un lugar donde vivir.
Las empresas inmobiliarias también presionan por una nueva legislación, pero una donde se retrotraiga la situación casi por completo a favor de los propietarios, dejando a los inquilinos a merced de las condiciones que impone el mercado.
Pero incluso una progresiva ley de alquileres no resolvería el problema de fondo: la concentración y especulación inmobiliaria que expulsa a millones a no poder acceder a una vivienda propia. En algunos lugares del mundo donde este problema tocó límites absurdos se avanzó con medidas radicales que servirían para atacar el problema de raíz, como la expropiación de las viviendas ociosas aprobada en Berlín en el año 2021.






