Consideraciones metodológicas sobre la situación mundial

Un caos sin orden a la vista

Seis meses del segundo gobierno de Trump.

“(…) el desarrollo humano ha sido periódicamente marcado por guerras (…) todos los hechos conocidos de la historia humana (…) muestran que existe una relación dialéctica y necesaria entre la lucha de clases y la guerra. La lucha de clases se desarrolla hacia la guerra y la guerra hacia la lucha de clases; así su unidad esencial queda probada. Así fue en las ciudades medievales, en las guerras de la Reforma, en la guerra de liberación flamenca, en la Comuna de París, y en el levantamiento ruso de 1905” (Rosa Luxemburgo, “Class war and the International”, 1/08/1915, Revolution’s Newasstand, 02/14/2025)

 

“«¿Ahora?» ¿Ahora quieren hablar del orden económico mundial? ¿Parece este un momento en el que la gente quiere un orden económico mundial? No. Este es un momento de violencia discrecional. Es un momento de decisiones discrecionales, de disrupción. Piénsenlo: la invasión de Ucrania por Putin. La guerra comercial de Trump. El Brexit (…) Del mismo modo que las dificultades estratégicas de Israel, incluso si eres sionista etno-nacional convencido, [esto no determina mecánicamente] (…) el rumbo que ha tomado y que ha arrastrado a tantos amigos de Israel a la complicidad con el asesinato en masa y la limpieza étnica. Y, esta mañana, la agresión abierta contra Irán” (Adam Tooze, “Hacia un nuevo orden mundial: ¿Quién lo va a diseñar ahora?”, Sin Permiso, 05/07/25)

 

A continuación presentamos una serie de apuntes rápidos sobre la coyuntura internacional. Somos conscientes de que nos falta seguimiento de la multitud de estudios y análisis aparecidos a partir del inicio de la segunda presidencia de Trump, así como de que este texto carece de un análisis más detallado sobre las tendencias en obra. Sin embargo, pensamos que puede servir para no perder en la maraña de los acontecimientos una suerte de “vistazo general” sobre la coyuntura mundial. Vistazo que sirva de “eslabón” intermedio a nuestra corriente para los análisis más determinados que tenemos en curso.

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La coyuntura mundial sigue estando dominada por la centralidad de la figura de Trump. Como señalamos en “El nuevo gobierno de Trump (primeros apuntes)”, izquierda web, la dialéctica de las cosas tiene su “astucia”: una determinada dinámica del mundo se le impuso a Trump, una determinada lógica, y él está intentando revertirla en igual sentido pero en su favor. La burguesía estadounidense se encontró en un cruce de caminos y se terminó dividiendo: seguir el curso globalista con una serie de ajustes era, sigue siendo para el Partido Demócrata, el primer curso de acción; revertir la dinámica “economicista” del globalismo es la opción del trumpismo.

Por el camino “economicista-globalista”, EEUU, en tanto que Estado, parecía llevar las de perder: debilitamiento de la base industrial, flujos adversos en material comercial no compensando ­-eventualmente- por los flujos de capital, retroceso en la carrera competitiva en varias ramas de punta como los autos eléctricos, etc. Para abordar esto es interesante remitirnos someramente al concepto de imperialismo, vuelto a ponerse de moda hoy. Es que el concepto mismo de imperialismo unifica en él tanto las dimensiones del Estado como la de la economía. Y el problema es que luego de la hegemonía internacional des-territorializada de los EEUU en la posguerra -hasta cierto punto, ¡porque posee 300 bases militares esparcidas por el mundo!-, agravada esa lógica des-territorial y economicista durante el apogeo de los años 90 con la globalización, EEUU, en tanto que Estado-nación (no confundir con el estatismo, que nada tiene que ver con lo que queremos decir ni con la lógica del trumpismo)[1], empezó a sentir que perdía la partida de la geopolítica mundial. La irrupción de China como centro industrial del capitalismo mundial, como una economía de similar tamaño a la estadounidense (si hacemos un mix entre el PPC y el PBI, 20% del producto mundial), sus superávits comerciales (EE.UU. arrastra un déficit comercial sistemático con China del orden de los 500.000 millones de dólares anuales), su creciente ubicación independiente y asertiva en el concierto internacional, su reducción a cero de la “autonomía” de Hong Kong y sus cada vez más abiertos reclamos militares por Taiwán y el control de los mares que le son próximos, todo ello encendió la luz de alerta en los Estados Unidos y reabrió el juego geopolítico en este siglo XXI que ya cumple su cuarto de siglo.

Atención: solo reabrió el juego con una lógica de “desorden” internacional, no de algo que se asemeje a un nuevo orden; no por nada la sensación internacional es de anarquía: “La pregunta (…) -Hacia un nuevo orden mundial: ¿Quién lo va a resolver?- no puede dejar de preocuparnos (…) las cosas han resultado mucho más dramáticas de lo que nadie imaginaba el año pasado. Ni siquiera los más pesimistas sobre sobre la presidencia de Trump lo veían venir: el ataque simultáneo al sistema comercial de la forma más caprichosa y arbitraria que cualquiera de nosotros podría haber imaginado y un ataque sistemático a la inversión extranjera y al valor del dólar, más sistemático de lo que muchos de nosotros habríamos creído posible” (Tooze, ídem).

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Ya desde la presidencias de Obama (2009-2017) se tomó nota de la irrupción de China. La apertura mercantil no se traducía en la pérdida del monopolio político por parte del PCCH, ni reducía sus aspiraciones nacionalistas. Desde ahí comenzó el esfuerzo por deshacerse del enredo en Oriente Medio que llega hasta el día de hoy, complicado por múltiples contradicciones.[2] El “Proyecto por una Nueva Centuria Americana” que esbozó el gobierno de George W. Bush apuntando al control de Medio Oriente y también a la subordinación de Rusia (la hipótesis de la hegemonía internacional copando Eurasia), fracasó redondamente con las “derrotas administradas” en Afganistán e Irak, así como con el “inesperado cachetazo” de la invasión imperialista de la Rusia de Putin a Ucrania, cachetazo adelantado por Biden pero no por esto menos problemático y que cambió toda la situación geopolítica de la UE.

Más que el conflicto en Medio Oriente, es la guerra en Ucrania lo que relanzó la carrera armamentística en la Unión Europea. Ocurre que los países imperialistas europeos, extremando las cosas, eran imperialismos prácticamente “desarmados”, sobre todo, claro está, Alemania y Japón, prácticamente desmilitarizados desde la IIGM. Exageramos un poco la nota para apreciar el contraste actual: ahora todo el mundo en la UE -salvo España- se ha comprometido a aumentar el presupuesto militar para el 2035 entre un 3,5 y un 5%. Por otra parte, lo que desató el bombardeo a Irán y la asimetría de que el Estado sionista sea el único con armamento nuclear en la región es la posibilidad de que el régimen de los ayatolas se incline por construir armamento nuclear y dejar en terapia intensiva el TIAR. El mundo se asoma a pasos acelerados a una nueva escalada no solamente militar sino nuclear, otro dato de las especificidades del siglo XXI.

El mundo se le puso irredento a los EEUU, que, simultáneamente, debían y deben lidiar con el ascenso de China. El mundo ha quedado “chico”, hay que “repartírselo nuevamente”, la base económica no da para dos “hegemones”, todas definiciones clásicas que se han vuelto de renovada actualidad del “momento del imperialismo” en el análisis tradicional de Lenin en El imperialismo, fase superior del capitalismo.[3] China y Rusia, imperialismos en ascensión, parecen expresar otra lógica que la del imperialismo moderno de posguerra pre-Trump. Rusia, debido a su tradición de país relativamente atrasado pero inmenso y con un peso más que proporcional del Estado en su formación social, apela al recurso imperialista territorial (Lenin): a la recuperación parcial del territorio perdido con la caída del Pacto de Varsovia, y, más profundamente, con el derrumbe de la URSS (habitualmente se olvida lo que significa la sigla URSS: “Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”). Con el derrumbe de 1991, dicha “unión de repúblicas” se vino abajo y Rusia quedó reducida a su mínima expresión, incluyendo en esto la pérdida, entre otras “repúblicas”, de Ucrania. En el caso de China, hay un mix en su “tipo de imperialismo”: tiene tanto una dimensión estrictamente “mercantil” por así decirlo -su potencia económica vinculada a la competitividad de sus relaciones de valor- como también territorial: la recuperación de su soberanía imperial reaccionaria sobre Hong Kong, su reclamo de subordinación de Taiwán, así como la insinuación de la Ruta de la Seda -con marchas y contramarchas-.

Ambos Estados, asimismo, son capitalismos de Estado: poseen economías reguladas desde el Estado, lo que les da cierta “ventaja competitiva” en relación a la “regulación” ex post y no ex ante del mercado, amén de que tienen regímenes más “económicos” desde el punto de vista de su centralización: son regímenes autoritarios que no tienen que pasar por los “gastos de energía” de la democracia burguesa y que, lógicamente, expresan otras relaciones de fuerzas: carecen de verdadera sociedad civil.

En síntesis: las formas de libre mercado, imperialismo desterritorializado, democracia burguesa, etc., son configuraciones que aparecen a la “defensiva” y con relaciones de fuerzas más adversas que las configuraciones competitivas en condiciones de desorden mundial y pérdida de poder hegemónico de los EEUU y el G-7 (es decir, el principal imperialismo hasta hoy, EEUU, y los imperialismos menores aliados de la triada, Japón y los países imperialistas tradicionales de Europa: Gran Bretaña, Alemania, Francia, Italia y Canadá).

La verdadera explicación de la ascensión de China no es que sea una suerte de “Estado híbrido”, un país no capitalista o cosas así. La paradoja del caso es que su éxito se ha debido a la liberalización de la acción de la ley del valor y la producción mercantil en un inmenso país, con un inmenso hinterland campesino que no había sido explotado, porque el Estado surgido en 1949 fue tan burocrático y la transición socialista tan bloqueada, que ni siquiera las burocracias de la ex URSS y China pudieron ponerse de acuerdo para “hacer fuerza” juntas; esa es la verdadera paradoja china: “(…) China ilustra de forma espectacular el proceso (…) a través del cual un cambio cualitativo a gran escala -la «apertura» y la «reforma del mercado»- transforma todo el modo de ser de una sociedad, hasta tal punto que pasa a ser [in]discutible como «otra pieza realmente grande de la economía mundial»” (Adam Tooze, “«De la calidad a la cantidad»: ¿cómo ver el desarrollo histórico de China a través de la macroeconomía?”).

Y Tooze insiste que una explicación clave de su estallido económico fue la “mercantilización”, que incluye la privatización de los bienes inmuebles, algo ocurrido realmente recién a partir de finales de la década de 1990; “Luego, en el espacio de una sola generación, se embarcó en el mayor auge de la construcción en la historia, hasta tal punto que casi el 90% de las viviendas chinas se han construido en los últimos treinta años. En esos mismos veinticinco años, aproximadamente 500 millones de chinos, es decir, toda la población de Europa, se trasladaron del campo a la ciudad” (ídem). Y agrega que este proceso histórico-mundial de reasentamiento fue uno de los causantes principales del Antropoceno, un cambio fundamental de la relación de la humanidad con el sistema económico [ecológico, agregamos nosotros] planetario. La cantidad de acero y hormigón que se vertió y se clavó en el suelo de China cambio la forma física del planeta.

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Sin embargo, las relaciones de Estado, la geopolítica, evidentemente no son todo; en realidad, son solo una parte derivada de ese todo que es el “sistema mundial”. En todo caso, los Estados forman parte de un sistema de Estados, configuración vinculada con la creación del Estado nación subproducto de la revolución burguesa (el Estado aparece como si fuera el sujeto de las relaciones sociales de la revolución burguesa, cuando en realidad es la burguesía nacional detrás de cada Estado, que aún así tiene su autonomía relativa).

Pero al “gráfico de líneas” horizontales del “sistema de Estados» se le superpone el de las relaciones verticales: la lucha de clases. Y si bien, en materia de lucha de clases, la coyuntura -por no decir la etapa desde la primera presidencia de Trump- viene siendo en general adversa para los explotados y oprimidos, sería un completo error perder de vista los elementos de bipolaridad en la situación mundial, esto es, la reversibilidad que habita en la respuesta dialéctica ante los ataques económicos, políticos y sociales del capitalismo actual.

El hecho de que a cada golpe le suceda un contragolpe; que exista una dinámica de acción y reacción entre las tendencias modernizadoras de las relaciones humanas propia de las ultimas décadas, de manifestación de la riqueza del género humano, y las contratendencias oscurantistas, todo lo cual se mezcla y se combina con una diversificación / heterogenización / enriquecimiento / degradación de tendencias contrapuestas en lo que hace a nuestra clase trabajadora y los explotados y oprimidos en este siglo XXI. Ejemplo de esto es la irrupción de una nueva rama de la clase obrera internacional: las y los trabajadores de reparto por aplicación, una nueva rama multitudinaria de trabajadores de servicios, experiencia de la cual nuestra corriente forma parte desde el Congreso Mundial de Trabadores de Reparto por Aplicación, el SiTraRePa, “Entregadores por la base” y otras experiencias del mismo tenor en diversos países.

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Y luego, claro está, el tercer elemento es el “fondo material” de todas las cosas: la economía capitalista mundial en este siglo XXI, economía marcada por una serie de tendencias definidas e indefinidas propias de este nuevo siglo. Tendencias contradictorias que podríamos definir en términos muy generales como las tendencias contrapuestas entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las destructivas, y determinadas relaciones de explotación modificadas que caracterizan, en general, al capitalismo voraz puesto al trasluz en este momento históricamente determinado; el capitalismo lanzado a una brutal competencia en el mercado mundial y entre Estados y empresas, y al ataque descarado de todas las conquistas subsistentes de las concesiones obligadas en el siglo XX: el “siglo corto” (1914-1989) marcado por la Revolución Rusa y la contención internacional de las pulsiones socialistas y anticapitalistas.

Lógicamente que la clasificación de etapas puede tener muchas determinaciones. Pero básicamente es aceptado en el marxismo que entre 1914 y 1989 ocurrió una gran etapa de la lucha de clases internacional marcada por dos subetapas: 1914-1945 y 1945-1989. Luego una segunda etapa del capitalismo contemporáneo se abrió, grosso modo, entre 1989 y 2008, y entre 2008 y la actualidad estamos en una tercera etapa de la lucha de clases internacional, ya marcada por los rasgos específicos del siglo XXI. El siglo XX terminó quedando atrás y, por esto mismo, también ese ordenamiento mundial heredado del resultado de la IIGM está en crisis, cuestionamiento y anárquica transformación.

Por otra parte, la palabra misma de “orden internacional” es superestructural y consecuencia de cuestiones estructurales del orden de la economía mundial y de la lucha de clases (amén de las relaciones entre Estados). Es un subproducto de todo ello, pero es útil para denotar en un concepto la crisis de las relaciones en todos los órdenes que caracteriza al capitalismo actual, crisis que de ninguna manera significa mecánicamente un giro a la izquierda, sino que ha significado, hasta ahora, un giro a la derecha. (Ya Trotsky explicaba que entre crisis económica y lucha de clases no existe ninguna relación mecánica, que “todo” depende del contexto socio-político general sobre el cual se aplica la crisis.)

Está claro, entonces, que muchos de los análisis que no logran “especificar la investigación” o simplemente son impresionistas, pierden la triple determinación que caracteriza a todo análisis de la situación mundial: la economía, la geopolítica y la lucha de clases. Esta última debe desenvolverse en el análisis específico de las relaciones de fuerzas políticas entre las clases, los regímenes políticos y, en última instancia, el plano militar: las relaciones militares entre clases cuando la dinámica de la lucha de clases se radicaliza, configurándose situaciones de doble poder, el cuestionamiento al monopolio de la violencia del Estado y de la propiedad privada de los capitalistas, la crisis revolucionaria y la insurrección armada del proletariado.

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Lo anterior parecen determinaciones generales, y lo son. Pero son igualmente imprescindibles para “centrar” el análisis sobre la administración Trump II y su curso, así como para abordar la situación mundial.

¿Cuál es la marca más obvia del curso de Trump II (aunque no sea siempre el más abordado en relación a él)? Su voluntarismo. Es evidente que el pasaje-retorno a una lógica de imperialismo tradicional territorial militar tiene elementos de voluntarismo. Ocurre que el poder militar sin el trasfondo económico-social acorde, tiene límites, aunque siempre se puede “jugar en el fleje” y eventualmente “ganar”. Siempre me parecieron sugerentes los capítulos en Engels en el Anti-Dhüring sobre la violencia. Cualquiera que considerara que la violencia no tiene un rol fundamental en la historia, sería un idiota. Pero el problema no es ese: el problema es si la violencia tiene un papel en lo que hace a los fundamentals. Es decir, la violencia es fundacional; es la partera de toda nueva sociedad que está -en cierto modo, no mecánicamente- madura en la vieja. Cuando ayuda a fundar un nuevo orden, a quebrar el viejo que está podrido, la violencia cumple un rol histórico (e históricamente progresivo cuando se trata de una revolución social, evidentemente). En cierto modo, se trata de la “prematuridad” de toda revolución social de la cual hablaba el joven Lukács revolucionario en Historia y conciencia de clase (1923), su principal obra. Pero la “prematuridad revolucionaria” está condenada si no se da fundamentos materiales. En el caso de la Revolución Rusa, el debate sobre la revolución permanente: la necesidad de que la Rusia Soviética no quedara aislada, que pudiera “expandirse la revolución”.[4]

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En este sentido, podríamos preguntarnos qué fundamentals económico-estructurales tienen la gestión de Trump II y su proyecto MAGA (Make America Great Again). La lógica del proyecto es clara: partiendo de una base defensiva, del deterioro del tejido social en el interior de los EEUU, sobre una base de masas asentada en la vivencia de dicho deterioro -que se choca con la vivencia de las clases medias progresistas de las ciudades cosmopolitas como Nueva York, Chicago, San Francisco, Los Ángeles, etc.-, se pone en pie toda una política reaccionaria (la política interna determina la internacional, como afirma el marxismo) que cuestiona la lógica establecida de las características tradicionales del imperialismo estadounidense en su apogeo: el régimen político de democracia burguesa imperialista, la aceptación más o menos cínica de la inmigración, la pulsión modernizadora en materia de derechos civiles de las personas de color, de las mujeres, lgbtt, trans, que viene del fondo de las luchas sociales de los años 60 y de las movilizaciones históricas contra la guerra de Vietnam y sus asociaciones de ex combatientes; capas geológicas de relaciones de fuerzas y vigorosas instituciones de la sociedad civil, donde compiten las pulsiones asociativas y laicas versus las tribales, individualistas, discriminatorias, antiestatistas-reaccionarias que siempre han caracterizado a la sociedad yanqui.

Un país imperialista, y más los EEUU, no es un país normal en su estructura de clases. EEUU vive una circunstancia en la que, aunque está maduro estructuralmente para la revolución socialista, esto convive con una suerte de “revolución burguesa inacabada”: ¡la estructura de clases y la estratificación social conviven conflictivamente y se articulan de una dramática manera injusta y opresora![5] Un ejemplo al canto: la herencia de la esclavitud y la segregación racial perviven vivamente en las profundidades de la sociedad yanqui, en su música, en sus prácticas sociales, en sus relaciones humanas, como se apreció en la rebelión antirracista del final del gobierno de Trump I, en 2020: el levantamiento popular ante el asesinato de George Floyd.

Trump es la reacción en toda la línea, lo que no significa que sea exitoso ni tampoco fascista (posee tendencias bonapartistas, fascistoides). Es un gobierno de extrema derecha que ha impuesto una situación reaccionaria en los EEUU, pero hablar de fascismo requiere de otras determinaciones que todavía no están: por ejemplo, el cierre del Congreso yanqui (el “momento Reichstag” evidentemente aún no llegó y es difícil que llegue). “La consolidación del dominio nazi en el seno del Estado requirió la ruptura del orden democrático-liberal. Este proceso, conocido como Gleichschaltung -«colocando dentro de la línea» o «sincronización»- definió el periodo de consolidación de un nuevo orden político en los años 1933/4. Esto significó políticamente la integración de cada entidad separada del Estado, incluyendo el parlamento, el poder judicial, la burocracia civil, la militar, y las ramas locales y regionales del gobierno, y extender esto a los órganos mayores de aparato ideológico del Estado en la sociedad civil, las instituciones educativas, las medias, los sindicatos, etc.” (Bellamy Foster, “«Gleichschaltung» in Nazi Germany”, Monthly Review, 01/06/25). Y agrega Foster que este impulso “centralizador bonapartista” (las palabras son nuestras) se asumía también como la “exterminación de lo heterogéneo” (se sobrentiende, de todo lo discordante), que en la empresa colaboraron tanto Carl Schmitt como Heidegger, que la Italia fascista o la Francia de Vichy nunca llegaron a semejante grado de “unicidad” en su régimen totalitario y que el proceso, y esto es muy importante, fue de “erosión y abolición de la sustancia del régimen liberal por medios constitucionales”; Hitler nunca estuvo a favor de derogar la constitución de la República de Weimar ni de erigir una nueva: no quiso codificar un nuevo orden para no debilitar “la revolución” y su poder personal sobre las leyes.

La definición anterior resulta ilustrativa para medir los alcances internos y externos de Trump, pero evidentemente, aunque hay resemblanzas con la dinámica de los regímenes democrático-burgueses bajo este tipo de gobiernos, no se puede decir que ninguno haya sido modificado del todo en sentido bonapartista, aunque están sujetos a modificaciones sin duda alguna: se trataría de gobiernos con rasgos semibonapartistas en el marco de regímenes por ahora democrático-burgueses: “Hemos estado hablando de soberanía. La soberanía significa la capacidad de establecer tus propias reglas, y existe -como nos explicó Carl Schmitt- en una relación dialéctica con el orden. El soberano es una persona que declara la excepción. Sin embargo, el soberano es también aquel que es reconocido como tal por otros soberanos. Por lo tanto, existe como una especie de dialéctica [entre soberanía y establecimiento de un nuevo orden]” (Tooze, ídem).[6]

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En todo caso, el desaforado intento de Trump combina esfuerzos reaccionarios en todos los planos: de reacción interior, de forzamiento de las dinámicas económicas (guerra comercial), de achicamiento radical del Estado, de apuesta a la desigualdad social, de freno radical de la dinámica globalizadora internacional e intento de elevar a los EEUU, nuevamente, a primera potencia económica mundial revirtiendo su decadencia hegemónica y frenando la compleja ascensión de China, una potencia de Oriente que vendría a cuestionar el “orden del mundo” centrado en Occidente desde finales del siglo XVIII.

Lo anterior -el pasaje de Occidente a Oriente como el centro cultural del mundo- es una tendencia que acá solo podemos nombrar pero que requiere de un desarrollo ulterior. En todo caso, respecto del mercado mundial, de la división internacional del trabajo, hace varios años que venimos hablando de una suerte de “doble circuito” de la economía mundial, uno atlantista y otro centrado en el Asia-Pacífico, que hace décadas está en ascenso multiplicado. Otra temática que se desprende de lo anterior es la dominación del dólar como moneda mundial. El llamado “privilegio exorbitante” de que los Estados Unidos posean la moneda mundial, lo que les permite imprimir billetes para pagar sus deudas y déficits y transmitir inflación al mundo todo, además de dominar el representante general de la riqueza, otra cuestión que no llegamos a abordar acá pero dejamos apuntada.

Por esto la batalla hegemónico-política es multidimensional: económica, política, geopolítica, militar y hasta cultural, y esto último en varios sentidos: retrógrada y exclusivista en relación a la manifestación de otras culturas, porque el mundo está determinado por varias culturas, o, si gusta más, varios “imaginarios” (como afirmaba Castoriadis).

Castoriadis habla de la “institución imaginaria de la sociedad”. Por nuestra parte, opinamos que la institución de la sociedad no es nada imaginaria, sino real. Sin embargo, sobre determinados fundamentos materiales, efectivamente se levantan las culturas y los “imaginarios culturales”, las representaciones del mundo; aun con todo lo “universalizado” que está el mundo del siglo XXI, lo universal sigue compitiendo con exclusivismos y nativismos, impulsados ahora por la extrema derecha, así como con herencias del pasado cultural.

Así las cosas, también en el terreno de la cultura humana, de los “imaginarios sociales”, se combinan tendencias arraigadas, tradiciones, que mixturan pasado, presente y porvenir, tendencias modernizadoras y oscurantistas, iluminismos y “asaltos a la razón” (Lukács) que son parte del elemento “cultural” de la batalla de la extrema derecha actual. ¿Por qué tal batalla cultural? Porque la reacción -el intento de reacción- es global: se ha roto el mix de regresión neoliberal y progresismo cultural que la burguesía imperialista había sostenido en las últimas décadas, en favor del “exterminio de lo heterogéneo”: relaciones laborales de esclavitud, utilización de la fuerza desnuda para resolver los asuntos, cuestionamiento de las conquistas iluministas-laicas de la Revolución Francesa (burguesa).

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Que el intento de Trump sea voluntarista no quiere decir que sea menos peligroso; eso sería un craso error objetivista y el objetivismo es una malísima escuela del análisis, como el subjetivismo también lo es. La “agencia voluntarista” sobre la estructura del mundo tiene efectos, consecuencias y también resistencias, en los casos revolucionarios y en los “contrarrevolucionarios” como es el caso actual de Trump (en realidad, ultra reaccionario preventivo). El de Trump II es un caótico proyecto voluntarista de reordenamiento reaccionario del mundo. El que diga que no tiene consecuencias, está equivocado: ¡ahí está la tremenda situación en Gaza para demostrarlo, una clara demostración de posible derrota histórica del pueblo palestino manu militari! Pero también se equivoca el que no vea las consecuencias no queridas de la acción; cómo se realinean actores contra Trump que son obligados a actuar aunque no lo quieran (ver el caso de Lula, actualmente bajo el ataque descarado de Trump a la soberanía nacional de Brasil y, más en general, el conflicto con los países BRICS: Antonio Carlos Soler, “Brasil en ebullición. Nuevo alineamiento político y ataque imperialista”, izquierda web).

“(…) se trata de una serie de bienes, una serie de cosas que valoramos. El orden frente al desorden. La inteligibilidad frente al caos (…) una promesa de seguridad frente a la inseguridad (…) Hay una promesa (si no de justicia real) de algo parecido a un orden basado en normas (…) una afirmación funcional de que un sistema como este [se refiere al sistema fundado en 1944 en Bretton Woods] es más predecible y que esto impulsa la inversión, establece la seguridad, reduce la incertidumbre” (Tooze, ídem). Y agrega el autor: “Así que es un momento de agencia [se refiere a Trump]. Pero también es -y creo que esto es clave- un momento de sabiduría [acá se refiere al resto de los actores que no son Trump, sobre todo les habla a los países de la UE]. Porque no es sólo agencia; es agencia que funda un orden. Es una agencia autolimitada. Es una agencia que no se limita a imponer sus intereses al mundo en forma musculosa. Es una agencia que se controla a sí misma [que evidentemente no es Trump]” (Tooze, ídem).

El caso más extremo de esta circunstancia de “descontrol” es la sinergia criminal entre Trump y Netanyahu en Gaza y el Oriente Medio. Netanyahu es realmente un gobierno fascista que gobierna en el marco de un régimen que todavía es “democrático-burgués” entre los colonizadores. Es decir, el régimen israelí tiene algo del régimen “democrático-aristocrático” de los ciudadanos griegos en Atenas, que podían hacer política -o la guerra- sobre la base de que los que trabajaban eran los esclavos. Es tremendo y dramático el Holocausto que ha generado el Estado sionista sobre la Franja de Gaza. Y aunque las perspectivas históricas del Estado de ocupación sionista son “imposibles” (Ilan Pappe), las consecuencias contrarrevolucionarias sobre el pueblo palestino de esta segunda Nakba son dramáticas. El giro a la derecha de la población judía-israelí y de la comunidad judía internacional, es un subproducto de la degradación de las perspectivas anticapitalistas con la cual surgió el nuevo siglo (a contratendencia de la cual emerge un anticapitalismo espontáneo en la juventud de muchos países, comenzando por los propios EEUU: ver el reciente triunfo de los “demócratas socialistas” en la interna demócrata en Nueva York).[7] Son la expresión de eso que señaló Enzo Traverso en su obra El fin de la modernidad judía. Es que dicha “modernidad” limitaba las pulsiones asesinas del sionismo; el cuento de hadas del “Israel socialista” de los kibutz, que en determinado momento tuvo su -limitada- entidad, más allá de que el Estado sionista se fundó sobre el racismo y la limpieza étnica.[8]

Pero hoy la lógica más profunda del carácter colonial del Estado sionista y su realidad se han fundido como una misma cosa en la masacre en Gaza, los avances territoriales en Cisjordania y el intento de rediseñar el orden del Medio Oriente a “punta de pistola”, amenazando a los 200 millones de árabes que viven -malviven- en la región. No por voluntarista este proyecto es menos asesino, menos peligroso, menos pleno de consecuencias aunque, a priori, es por sí mismo igualmente insostenible (más allá del rol criminal de prácticamente todos los gobiernos árabes de la región, sean del color que sean): “Donald Trump apostó. ¿Pero ganó? Bombardeó el programa nuclear iraní e inmediatamente impuso un cese el fuego entre Israel y la República Islámica, y sin una sola víctima americana (…) Pero los riesgos son sólo la mitad del cálculo: el otro factor es si América será capaz de usar el ataque para frenar a Irán en la construcción de un arma nuclear (…). Característicamente, Mr. Trump proclama haber «borrado» el programa nuclear iraní (…) la verdad es que solamente mediante bombardeos es imposible verificar la destrucción de todas las facilidades nucleares de Irán y nunca se podrá eliminar el know-how nuclear iraní (…) Su raid fue la culminación de una impactante campaña israelí a lo largo de 20 meses que ha quebrado dos décadas de esfuerzo estratégico de Irán para extender su maligna influencia en el Medio Oriente (…) Si Mr. Trump pierde interés, lo cual es muy posible, la alternativa será desoladora (…) Mr. Trump ha apostado. Si pretende ganar, mucho trabajo pesado está por delante” (“¿How to win the peace in the Middle East? After de bombs should come a plan to reset the region”, The Economist, 26/06/25).

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¿Cómo se funda un orden? “Palo” y “zanahoria”, “zanahoria” y “palo”; fuerza y hegemonía, hegemonía y fuerza. ¿Qué precede a qué? Es una buena pregunta, pero dicha así, en general, es a-histórica. El análisis de Gramsci sobre las relaciones de fuerzas comienza con las relaciones materiales de fuerzas, la economía, lo que podríamos llamar “el orden de las fuerzas productivas puestas en juego”; continúa con las relaciones políticas, en nuestro caso políticas y geopolíticas, es decir, entre clases y Estados, con las delimitaciones que requieren estos niveles, y luego pasa a las relaciones de orden militar: los choques que por la fuerza desnuda definen las cosas (Ciencia y arte de la política revolucionaria, izquierda web). En cierto modo, la hegemonía es producto de todo esto, porque el soft power es un poder ejercido por la virtualidad -bien real- del hard power. El “poder pesado” está ahí, se sabe que está, entonces se respeta el soft power, los elementos de consenso, lo que “debe ser así porque si no puede haber consecuencias”…

Pero si la violencia es la forma de fundar un nuevo orden ex novo, desde cero, un recomienzo, resulta que cuando se recurre a ella “uno ya no es dueño de sí mismo”, como afirmaba clásicamente Clausewitz: hay riesgos, incertidumbre. De ahí que la violencia debe intentarse “dentro de determinados límites”: utilizarla para amenazar más que para usarla efectivamente, y si se la usa, hacerlo de manera “limitada”. Hitler llegó tarde a la “guerra total” cuando la derrota en Stalingrado. Recién allí Goebbels lanzó el desafío de la “guerra total” (Sportpalast, Palacio de los Deportes, 18 de febrero 1943), pero ya era tarde: ¡Hitler se había metido de manera irremediable en demasiados frentes a la vez y ya no tenía escapatoria!

¿Pero qué tiene que ver todo esto con Trump? Tiene mucho que ver. Esta realidad, esta tensión entre su voluntarismo y la resistencia de los materiales a los cuales se enfrenta, el “orden de la realidad” en cada caso, es la que está detrás del caos y el desorden en medio del cual ejerce su segunda presidencia, mucho más radical que la primera (es el caos y el desorden que surgen de la confrontación de estas dos tendencias, las marchas y contramarchas, los dichos y desdichos).

Trump intenta sobreponerse de manera voluntarista a una circunstancia que luce estancada y desfavorable. EEUU aparece perdiendo -¿irrefrenablemente?- la pelea por la hegemonía mundial al tiempo que el ala burguesa del trumpismo, retrógrada, también siente que pierde la batalla contra la modernización de la sociedad yanqui.

¿Están ganando o perdiendo? Es imposible responder a esta pregunta, por eso todos los análisis son alternativos: hay una lucha en curso, nada está resuelto, de ahí la polarización asimétrica que marca la situación mundial en medio de la reapertura de la época revolucionaria.

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Si volvemos a lo que señalamos al principio en estos apuntes, a la doble dimensión de los capitalistas, como capitalistas privados y como “capitalistas colectivos”, es decir, como Estado, y en este caso como imperialismo, se entiende lo que pasa con Trump.

El trumpismo tiene su racionalidad: la globalización significó un deterioro profundo del tejido industrial y de la infraestructura de los EEUU (sin reparar ese tejido no hay industria soberana militar que valga; ¡es, efectivamente, un problema de seguridad nacional!). La globalización neoliberal significó también, contradictoriamente, cierta modernización de las relaciones humanas, la salida del exclusivismo, la apertura a viajar por el mundo, el cuestionar la idea de nación en el sentido estricto del término; ser “globalista” es como una forma -fetichizada sin duda- de ser cosmopolita, universalista. Lógicamente que el régimen autoritario del PCCH es todo lo opuesto a esto, por no hablar de Rusia: es el retorno a las relaciones competitivas entre Estados, la reafirmación del “espíritu nacional”.

Trump hace sintagma con la vieja clase trabajadora cuando habla de que es necesario que “las industrias vuelvan”, que hace falta reindustrializar el país, cuando declara una guerra tarifaria que tiene esta lógica pero, en sí misma, en su mecánica, es ilógica y caótica. Trump se aferró a un concepto de imperialismo del “pasado” (aunque hay autores que afirman que este concepto vuelve “cíclicamente”): territorialidad, poder militar, dominio de materias primas, relaciones internacionales transaccionales («¿qué gano con esto?»), mercantilizadas, bravuconadas, intervención en los asuntos internos de otros Estados (“yo defiendo a Netanyahu y Bolsonaro”), avasallamiento del régimen democrático-burgués, y un largo etcétera.

Señala con agudeza Tooze en relación a la especificidad del momento: “(…) no conozco a nadie que piense que realmente sabe lo que está pasando en Pekín y que crea que esa es la ambición de China, crear un orden mundial al estilo estadounidense. Eso no está en los planes de Pekín (…) si es cierto que China no está tratando de crear un nuevo orden mundial al estilo estadounidense, es innegable y obvio que China está tratando de ordenar el mundo (…) «el reto que nos preocupa es el desarrollo (…) de las grandes naciones a escala mundial»”. Y concluye que el futuro estará determinado por actores -en particular China, afirma él- que no piensan en términos “globalistas” sino por “el desarrollo nacional a gran escala”, y agrega que “se trata de la realización de un programa de desarrollo a escala mundial independientemente de sus consecuencias”, que son “espectaculares”, pero se le escapa la “más espectacular” de todas: el rumbo de colisión a mediano plazo entre gobiernos-países nacional-imperialistas. Porque si cada uno persigue su propio “interés nacional”, su MAGA, en detrimento del viejo orden mundial, si todo el mundo se lanza a la arena competitiva y, sobre todo, si todo el mundo externaliza sus contradicciones económicas y sociales interiores, su lucha de clases, la dinámica a la militarización y los enfrentamientos guerreros es inevitable: una IIIGM.

11

Las “líneas de tensión” de esta ofensiva reaccionaria no solamente se expresan en el terreno geopolítico, sino en el político también: a nivel de los regímenes y de la lucha de clases, indirecta o directamente. La burguesía está dividida según los casos: las “piruetas” de Musk expresan su tensión entre su reaccionarismo y su globalismo. No es lo mismo la burguesía industrial que la comercial o financiera; aunque parezca increíble por el entrelazamiento de capitales que significa el capitalismo del siglo XXI, este elemento no deja de estar presente porque las distintas burguesías también funcionan según las lecciones elementales de la lógica: hay un elemento que las determina en última instancia.

Y tampoco es lo mismo la “clase política” burguesa y las instituciones del régimen: ¿hasta dónde podemos “tirar de la cuerda” para no despertar a la bestia, el movimiento de masas? ¿Hasta dónde dependemos del aparato de Estado y somos funcionarios de sus distintos poderes? ¿Hasta dónde avasallar la democracia burguesa que tan buenos resultados nos ha dado en las últimas décadas para mantener y legitimar el capitalismo, en bien de un giro bonapartista de cuestionable legitimación y resultados? De nuevo, el palo y la zanahoria y algo clave, súper clave que en este caso pierden de vista no los objetivistas sino los derrotistas: ¡las capas geológicas de relaciones de fuerzas! ¡Los “inviernos siberianos” no se imponen tan fácilmente! Estamos en una etapa mundial reaccionaria que es parte de la reapertura de la época de crisis, guerras, reacción, barbarie y revoluciones; no estamos ante una simple “vuelta a los años 30” del siglo pasado. Existen manotazos bonapartistas sin duda muy graves como los intentos de golpe de Estado en los años recientes en EEUU y Brasil, pero no triunfaron. Es más: todavía ni Trump ni Bolsonaro ni Milei han logrado quemar ningún Reichstag. ¡Y en el medio, la fiera de la lucha de clases puede desatarse!

Nos quieren esclavos. Pero todo este análisis tiene una reversibilidad. ¿Por qué la burguesía empuja y luego duda respecto de los Trump y de los Milei? Es como un sístole y un diástole donde, por lo demás, están las fuerzas del centro político, los ex “reformistas” que dejan pasar todo, que defienden a pie juntillas la “institucionalidad” mientras estos tipos la cuestionan cada día. La reversibilidad es el despertar del movimiento de masas, el gigante dormido. Está en curso un reinicio de la experiencia histórica. El desarrollo de los acontecimientos fue en un sentido distinto al siglo pasado. La ruptura de una determinada “estabilidad” vino por el lado preventivo reaccionario de la extrema derecha. El siglo XXI comenzó con este nuevo movimiento. El viejo equilibrio se desestabilizó con la Gran Recesión del 2008, la ascensión de China, la pandemia y la llegada de ambas presidencias de Trump: la emergencia del nacional-imperialismo vs. el imperialismo globalista. Las rebeliones populares que se cocinaron contra la globalización neoliberal en la primera década del siglo XXI dieron lugar posteriormente a giros del péndulo hacia la derecha (la última oleada general de luchas a nivel internacional, de “primavera de los pueblos”, fue la primavera árabe y Puerta del Sol en España con reverberaciones a la salida de la pandemia en EEUU con la rebelión antirracista, el levantamiento en Chile, etc.).

La coyuntura está a la derecha, atacan y atacan. ¿Pero es imposible una “ruptura” de la situación mundial por el eslabón más débil y un giro a izquierda? Sería un grave error descartarlo, salvo que se sea un derrotista y un escéptico consumado que pierde el pulso de las relaciones humanas (Dunayevskaya): la reacción que provocan en el cuerpo vivo de la humanidad trabajadora, explotada y oprimida, las condiciones de opresión y explotación multiplicadas de este capitalismo voraz y destructor del planeta del siglo XXI.

Bibliografía

John Bellamy Foster, “Gleichsaltung in Nazi Germany”, Monthly Review, 01/06/25.

Rosa Luxemburgo, “Class war and the International”, 1/08/1915, Revolution’s Newsstand, 05/14/25.

Adam Tooze, “Hacia un nuevo orden mundial: ¿Quién lo va a diseñar ahora?”, Sin Permiso, 05/07/25.

  • “«De la calidad a la cantidad»: ¿Cómo ver el desarrollo histórico de China a través del velo de la macroeconomía?”, Sin Permiso, 28/06/25.

Roberto Sáenz, Ciencia y arte de la política revolucionaria, izquierda web.


[1] Como se sabe, el trumpismo es un caso extremo de lógica neoliberal en lo que hace al Estado no como “nación” sino como aparato de regulación de las relaciones económicas, políticas y sociales (Trump se ha plegado a Milei prácticamente en el relato anarco-liberal, el que, por otra parte, hace sintagma con ciertas pulsiones fundacionales liberales extremas de los propios Estados Unidos).

[2] Es evidente que la actual irrupción de Trump con el bombardeo relámpago a las facilidades nucleares de Irán, así como su respaldo y “conducción” de su amigo-rebelde Netanyahu en su agresión en Gaza y demás territorios palestinos y árabes, son una dificultad para centrar la atención en China. Y esto por no hablar del otro frente que implica la guerra en Ucrania.

[3] El debate clásico sobre el imperialismo implicó a Lenin, pero también a Gramsci y Rosa, en el ala revolucionaria del socialismo, y a Kautsky, Hilferding y otros marxistas entre los reformistas, pero es un debate en el cual no entramos nunca realmente con un estudio teórico más profundo. Es una tarea que nos debemos ante la aproximación no inminente a un mundo donde puede desencadenarse guerras de mayor amplitud e, incluso, una nueva guerra mundial entre potencias imperialistas.

[4] Todo el mundo sabe que el principal debate estratégico en la Rusia Soviética luego de la muerte de Lenin fue entre la teoría de la revolución permanente de Trotsky y la empírica del “socialismo” en un solo país de Stalin y Bujarin.

[5] La reducción de la lucha de clases a hechos policiales es clásica de las películas yanquis. Pero no por ser clásica deja de ser una expresión ultra distorsionada de las dramáticas grietas y fragmentaciones que atraviesan el país. Con Quentin Tarantino se puede apreciar cómo el costumbrismo yanqui es el policial, así como con muchísimas películas de gran calidad, pero que son siempre expresión distorsionada de algo que casi nunca se muestra: la lucha entre clases.

Es significativo que la reciente serie argentina costumbrista, de impacto mundial, El Eternauta, sí esté marcada por la lucha de clases, por la experiencia del Argentinazo, de las asambleas populares, aunque con una mezcla de otras cosas de la historia argentina como el peso que los militares tuvieron en el siglo pasado (es ridículo que se los muestre con ese peso en el siglo XXI, pero dichas imágenes remiten a la historieta original escrita por Oesterheld a finales de los años 50).

[6] En cada caso hay que especificar el análisis, cosa que no podemos hacer acá. Pero podemos señalar que los casos de EEUU, Brasil y la Argentina, aunque tienen algunas “líneas de fuerza” semejantes, son diferentes por las tradiciones políticas de cada país, por sus historias antiguas y recientes, su ubicación en el sistema mundial de Estados y en la división internacional del trabajo, así como por sus relaciones de fuerzas.

[7] No queremos olvidarnos por si se pierde en el texto la polémica con aquellos autores marxistas que, como Arcary, vienen afirmando erróneamente que por el efectivo crecimiento de la extrema derecha (para él, del fascismo tout court), no existiría una dinámica de polarización en el mundo. Pero esto es completamente falso: es la ceguera del juicio, el impresionismo sobre lo que aparece primero. Existe un proceso de polarización asimétrica que en algún punto del camino de la lucha de clases mundial y producto de un mecanismo de “reversibilidad dialéctica”, podría darse vuelta y operar un giro a extrema izquierda de las situaciones regionales o mundial (nunca debería olvidarse la “mecánica social” por la cual frente a la derrota histórica de la clase obrera que significo la IGM y la bancarrota de la II Internacional sobrevino la Revolución Rusa y la fundación de la III Internacional).

[8] Que el Estado sionista ya estaba podrido por dentro 50 años atrás lo pude apreciar con mis propios ojos a los 16 o 17 años, cuando, como parte de lo que se llamaba “Plan Tapuz”, mis padres me enviaron a Israel por dos meses (el año de mi estadía allí habrá sido 1977, un par de años antes del giro a la derecha y extrema derecha sucesivos del país y el triunfo del Likud de Menachem Begin). Recorrí el país de forma bastante independiente, asistí en la Universidad de Jerusalén a charlas de militantes del ERP denunciando la represión en la Argentina, y cosas así. Pero en la estación de colectivos de Tel Aviv, parecida a la estación Once de CABA, las cosas me quedaron claras: los soldados entraban primeros y a los culatazos, incluso contra mujeres embarazadas, por su condición de soldados… Y esto por no olvidarme de lo sucedido en un kibutz del norte del país donde fui asignado para recoger pomelos: un soldado que regresaba del frente de una de las tantas guerras con el Líbano le partió la cabeza con un hacha a otro joven porque había tenido una historia con su novia.

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