Trabajo y «autoexplotación» en la transición

Borradores de trabajo para el tomo 2 de El marxismo y la transición socialista. Planificación, mercado y democracia socialista.

“El trabajo comunista, en el más limitado y estricto sentido de la palabra, es un trabajo llevado delante de manera gratuita para el beneficio de la sociedad: trabajo llevado a cabo no como una obligación determinada, no con el propósito de obtener el derecho a ciertos productos, no en acuerdo con tasas fijadas de manera legal y previamente establecidas, sino trabajo voluntario, sin tomar en cuenta las tasas, trabajo llevado adelante sin expectativa de retribución, sin la condición de retribución, trabajo llevado adelante bajo el hábito del trabajo para el bien común, y bajo una realización consciente (algo que se transforma en hábito), la necesidad de trabajar para el bien común -trabajo bajo los requerimientos de un cuerpo sano”

(Lenin, “From the destruction of the ancient social sistem to the creation of the new”, 1920).

 

“A fin de cuentas, la fórmula según la cual «la clase obrera no se puede explotar a sí misma» es un sofismo destinado a oscurecer los fenómenos de la expoliación inevitables en una sociedad de transición y que, si ellos no son esclarecidos por lo que son, eternizan las relaciones de desigualdad que pueden perfectamente a la larga, reconstituir las relaciones de explotación entre clases de un nuevo género. No hay nada de imposible en esto”

(Naville: 1970: 119)

¿La forma asalariada del trabajo subsiste en la economía de transición al menos en los países atrasados o dependientes, o no? Nos dedicaremos a continuación a intentar explicar por qué la ley del valor subsiste inevitablemente como uno de los reguladores de la economía de transición en las condiciones de bajo desarrollo de las fuerzas productivas. Subsistencia que es regulada y mediatizada, pero no arbitrariamente desestimada, mediante la planificación socialista.

1- Las «relaciones de producción» transitorias como categorías económico-políticas

Como la palabra «transitoria» lo indica, y como hemos escrito en nuestro tomo 1, no nos encontramos frente a un modo de producción acabado como podrían ser el capitalismo o el socialismo-comunismo (esta sencilla definición es de Trotsky mismo, y antes de él, de Marx), sino frente a una formación social en flujo, en desarrollo, frente al procesamiento económico, político y social de una transición de un modo de producción a otro, razón por la cual la economía de la transición combina leyes heredadas del capitalismo con otras que adelantan el futuro socialista-comunista.

Estas leyes son otros tantos «reguladores» de la economía de transición o planificada que, por lo demás, no hacen más que traducir en su operatoria, por así decirlo, la forma concreta que asumen las relaciones de producción en la transición socialista. Esa forma concreta no es una relación estrictamente económica como ocurre bajo el capitalismo: la estricta relación capital-trabajo (como piensan los que consideran capitalismo de Estado a las formaciones no capitalistas); adquiere una mayor complejidad. Ocurre que se trata de la combinación entre la subsistente ley del valor (ley del intercambio de valores iguales), la planificación democrática de la economía y la democracia socialista o dictadura del proletariado. Es decir, un híbrido de relaciones económico-políticas, la “unicidad” propia de la transición, que no quiere decir pérdida de especificidad ni de determinaciones, como veremos.[1]

Como hemos escrito en el tomo 1 de nuestra obra, no se trata en la transición de una mera economía: la separación entre economía y política propia del capitalismo se acaba en la transición socialista, y si bien la relación entre la humanidad y la naturaleza es irreductible (la relación metabólica entre ambas, mensurable en el desarrollo de las fuerzas productivas o destructivas)[2], en lo que se considera habitualmente las «relaciones de producción» entran en juego elementos que no son los propios del capitalismo (no se trata de relaciones económicas en el sentido lato del término).

La propia relación de producción en la transición no es una relación de la esfera estricta de la economía, porque con la expropiación-estatización de las principales ramas de la producción, ingresa por la puerta grande la necesidad de la planificación económica. Pero la cuestión es que la planificación tiene necesariamente un nivel de centralización, aunque se combine con elementos descentralizados de autogestión u otras formas de dirección obrera a nivel de los lugares de trabajo; entonces, al colocarse en el terreno de la totalización de las relaciones sociales, es decir, del semi-Estado proletario, adquiere una dimensión inmediatamente económico-política. Y evidentemente, esa dimensión económico-política que adquiere la planificación reenvía a quién decide las opciones de política económica, lo que reenvía, a su vez, a la democracia socialista, una instancia “estrictamente” política.

Así las cosas, la economía planificada tiene una dimensión irreductiblemente política. Simultáneamente, al ser una economía, tiene en primer lugar una dimensión irreductiblemente económica –sólo la relación material humanidad-naturaleza produce valores de uso; Pierre Naville establece bien esta delimitación y sus combinaciones–. Y el hecho es que en este terreno no pueden abolirse como «por un gesto» las categorías de la economía política heredadas del capitalismo. Categorías que se fundan en una determinada circunstancia material en la cual la creación de la riqueza aún depende, en gran medida, del sudor humano y del reparto del tal sudor humano. Una extorsión de los nervios y los músculos de las y los trabajadores, que si en la transición debe tender a reabsorberse en una producción que erradique la explotación del trabajo humano, todavía, en el mejor de los casos, es decir, bajo una dictadura del proletariado auténtica, se trata de una circunstancia de auto-explotación, en la medida en que todavía no puede superarse el horizonte de la necesidad.

Es decir, no se está aún en la circunstancia de la abundancia, de una “plétora de la riqueza”, que alcanzará un nuevo nivel bajo el comunismo, donde se extinguirá del todo la ley del valor, que es la ley que rige la producción de mercancías y específicamente la producción capitalista (la forma valor de la riqueza)[3]. Igualmente, cierto reino de la necesidad seguirá existiendo de manera irreductible aunque sea bajo otras formas, en la medida en que la humanidad, de una manera u otra, siempre dependerá de la naturaleza.

En la transición, la producción todavía no puede ser directamente social. Esto es así porque subsisten dos imposiciones: la imposición de la auto-explotación que adquiere la forma del subsistente trabajo asalariado (lo veremos enseguida). Y también subsiste la «forma de Estado», que significa que el Estado, aun siendo una dictadura proletaria, aun siendo un Estado obrero, aun desarrollándose bajo formas soviéticas que lo transforman en un semi-Estado, es decir, un Estado condenado a desaparecer, todavía no es, no puede ser del todo, una «producción de los productores asociados» como quería Marx bajo el comunismo. La subsistencia del Estado introduce la necesidad de formas de democracia socialista, de formas de representación donde se exprese la voluntad popular y la soberanía popular. Si estas formas llegan a afirmarse y profundizarse, a involucrar capas crecientes de la población al tiempo que se desarrollan sanamente las fuerzas productivas, se reduciría el «piso de la necesidad», el estrujamiento de los nervios y los músculos (el crecimiento del trabajo necesario sobre el trabajo excedente). También se reduciría la producción para el intercambio mercantil en los distintos niveles: entre el campo y la ciudad, entre el trabajador como consumidor y el mercado, entre el Estado obrero y el mercado mundial, en las relaciones intra-firmas estatales, etc. Todo esto acabará liquidando la producción de mercancías, transformándose el trabajo en directamente social: “En una comunidad primitiva en la que, por ejemplo, se produzcan colectivamente los medios de vida y se repartan entre los miembros de la comunidad, el producto común satisface directamente las necesidades de cada individuo, de cada productor; el carácter social del producto, del valor de uso, radica aquí en su carácter colectivo (comunal)” (Karl Marx, Notas sobre Wagner: 33).

Ambas reabsorciones, la de la producción de mercancías y la del Estado aunque sea éste proletario, son necesarias para una producción directamente social. En el «mientras tanto», lo que se tiene en una transición al socialismo auténtica es una producción que tiende a ser directamente social pero que todavía no lo es del todo y expresa una combinación dialéctica de tres “reguladores”: la planificación, el mercado y la democracia socialista.

Las citas de Marx y Lenin señaladas arriba fungen de “concepto regulador” hacia una economía socialista y comunista que todavía no lo es. La economía de transición corresponde exactamente a una economía que tiende a una producción directamente social, en el caso de una transición auténticamente socialista, pero todavía no ha llegado a ese estadio. Si la economía transitoria ya no está regida por el mercado, tampoco se trata de una economía directamente socializada. Por el contrario, la economía planificada (es evidente que en esta parte de nuestra obra tratamos el concepto de economía planificada y economía transitoria como sinfonismos, aunque no sean exactamente así) combina dialécticamente las leyes heredadas del pasado capitalista (la ley del valor-trabajo) y las leyes tendenciales vinculadas al futuro comunista: la planificación económica y la democracia socialista.

Este carácter todavía no del todo directamente social de la producción en la transición, su carácter aún indirecto aunque con tendencia a dejar de serlo, proviene de que si bien la producción ya no es directamente de mercancías, tampoco es directamente social, es decir, una producción colectiva de valores de uso, un trabajo, como señala Lenin, “por el bien común”.

Esto es así porque la ley del valor (la ley de producción e intercambio de valores iguales) sigue presente en el intercambio entre la fuerza de trabajo (que sigue siendo mercancía en la transición, trabajo asalariado) y el Estado, en la compra privada de bienes en el mercado, en las relaciones entre el campo y la ciudad en el caso de sociedades multitudinarias como siguen siendo la India o China a pesar de sus altos niveles de urbanización, y en los intercambios internacionales. En todos estos casos sigue habiendo intercambio de mercancías; incluso lo hay en muchos de los intercambios intra-firmas estatizadas, así como en los cuasi-mercados que estos intercambios configuran (el concepto es de Pierre Naville), y en el mercado negro (verificada su existencia en todas las sociedades no capitalistas del siglo pasado y hasta hoy en día en Cuba).

La producción en la transición no es directamente social porque es, además, una producción necesariamente mediada por el Estado, que aunque sea proletario no es aún la reabsorción del Estado en la sociedad, condición para una producción directamente socializada. Hay una confusión consejista-autonomista que cree que la autogestión en los lugares de trabajo es, por sí misma, una producción directamente social, pero esto es equivocado. Si la tendencia debe ser a dicha “autogestión”, es decir, a la capacidad obrera de gestionar los lugares de trabajo, no debe perderse de vista que la gestión “cooperativa” no sustituye la necesidad de la planificación centralizada; si no hay centralización, lo que se tiene es cada unidad de producción por separado mediadas por el mercado. La complejidad de la circunstancia –además de las tensiones regionalistas y localistas que en estos casos surgen– coloca como estratégicamente imprescindibles las formas políticas soviéticas, la irreductibilidad de la política, de la generalización de los intereses de clase. De ahí que el propio semi-Estado proletario, la dictadura proletaria, sea imprescindible en la transición (tanto en su forma de dictadura proletaria sobre las clases enemigas como de democracia socialista en relación al autogobierno de las y los trabajadores); también es imprescindible que dicho semi-Estado tenga la tendencia a la desaparición-disolución-solapamiento con la sociedad autoorganizada (el Estado desaparece, la política no: no se pasa a la mera administración de las cosas como creía Engels, ver El marxismo y la transición socialista, tomo 1).

Como digresión, subrayemos que los enfoques vulgares que afirman que habría que “desechar” toda la experiencia bolchevique, son de un simplismo espantoso: la transición socialista auténtica, por no hablar de su degeneración, es de una complejidad y densidad histórica que no admite los esquemas simplistas del Estado obrero eterno ni del capitalismo de Estado vulgarizador del proceso. Un Estado obrero deja de ser tal si la clase obrera queda afuera del poder del Estado, por la sencilla razón de que los medios de producción están estatizados y quedan en manos de una burocracia. Por otra parte, la idea de que el ex Estado proletario se transforma en “capitalista colectivo” convirtiendo a la sociedad en un capitalismo de Estado, avasalla la complejidad del proceso histórico de transición o inhibición de la misma, y simplifica unas relaciones de producción que no son idénticas a las del capitalismo. El concepto de capitalismo de Estado no puede explicar nada de lo que realmente ocurrió en la ex URSS, solo recurre a abstracciones, simplemente porque pierde de vista la especificidad y complejidad del proceso de transición de un modo de producción capitalista a uno socialista y comunista. Pierde de vista también que la transición socialista es una formación económico-social y no un modo de producción consolidado (ver nuestra crítica al marxista italiano Valentino Gerratana en: “Marx, Hegel y el concepto de transición”, izquierda web).

Volviendo a nuestro argumento, lo anterior es lo que explica que subsistan las categorías de la economía política burguesa, las categorías mercantiles, aunque estatizadas. Esta circunstancia de tensión entre el pasado y el futuro, este carácter de transición de esta sociedad y esta economía, es lo que da lugar a las contradictorias “leyes” que rigen la economía planificada, sobre todo en los países “atrasados”. Leyes, reguladores más bien, que no son otra cosa que la forma concreta que adquieren las relaciones de producción en la transición, que no tienen la «simplicidad» de la mera relación capital-trabajo como bajo el capitalismo (o en las teorías vulgares del capitalismo de Estado para los países no capitalistas).[4]

Dichas relaciones de producción se expresan bajo la forma de la planificación, el comando centralizado de la economía por parte del semi-Estado proletario, lo que no quita formas de control obrero y autogestión por la base (en realidad, como hemos señalado, deben combinarse ambos planos de dirección de la producción en la economía de transición); la subsistencia y la necesidad del mercado y la ley que lo rige (ya veremos los alcances y los límites de esta subsistencia, nacional e internacionalmente); y la democracia obrera y soviética, que, vista la “unicidad” entre economía y política en la transición, se transforma en otra relación de producción, como señalamos arriba.

2- Las relaciones de valor en la transición

Lo que está planteado es apreciar las “leyes” que se ponen en juego en la economía transitoria, leyes y mecánica que son utilizadas aquí como conceptos con gran licencia de significado. Es que asoma en este terreno un problema de vastas consecuencias: nuestra crítica a una mirada de la transición como si fuera un proceso “puro”, regido exclusivamente por leyes económicas que podrían operar espontáneamente cual ley de la gravedad, por fuera de una dirección crecientemente consciente de la producción, ex ante y no ex post como en el mercado.

Como señala Mészáros y también Karel Kosic, el mismo concepto de ley cambia en las relaciones de la transición, y ni hablar en el comunismo, en lo que hace a la sociedad y la naturaleza misma. Si en las formas precapitalistas y en el capitalismo estas relaciones son para la humanidad en gran medida o exclusivamente “objetivas”, en la transición socialista y el comunismo la re-actuación consciente de la humanidad en ambas instancias introduce otra “legalidad”: Mészáros llega a afirmar el concepto de “la ley que nos damos”, en el sentido de que ya no es algo que nos ocurre “objetivamente” como a quien de repente lo pisa un tranvía (¡un auto sin chofer en la modernidad modernísima y anti moderna del siglo XXI!), sino una apreciación ex ante, consciente, de nuestras relaciones económicas y sociales, que no pueden declarar abolidas las relaciones materiales, sino que funcionan según el apotegma de Engels: podemos controlar la naturaleza (y la sociedad, agregamos nosotros) porque conocemos sus leyes”. Pero si esto es así en la transición y en el comunismo, el concepto mismo de ley cambia, y se va a una combinación más exquisita entre sus elementos objetivos y subjetivos aunque la objetividad siempre mande en última instancia (¡no se trata de caer en un solipsismo a lo Fichte!).

Recordemos que cuando Mészáros habla de “la ley que nos damos”, Kosic habla del “punto de inversión en el cual lo subjetivo se transforma en objetivo” (El marxismo y la transición socialista, tomo 1, y “El marxismo como filosofía política”). En el mismo sentido, en nuestra presentación de El marxismo y la transición socialista en la Feria del Libro 2025 decíamos: “La mecánica del capitalismo clásico es la mecánica de la economía de mercado, los mercados auto-regulados (Polanyi); en la mecánica de la transición socialista, la economía no camina sola. En el desarrollo histórico, la humanidad aparece como puro objeto, las cosas «nos pasan»; la transición al socialismo requiere de otro protagonismo, consciente, de los explotados y oprimidos: las cosas no pueden simplemente «ocurrirnos», la transición al socialismo exige que las cosas ocurran más o menos como nosotros lo prevemos”.

Desde un punto de vista opuesto, de la combinación de elementos conscientes y “espontáneos”, el nudo teórico de la cuestión pasa por la relación dialéctica que se establece entre los tres elementos que regulan la economía en la transición (además de su relación general con el Estado proletario, la dinámica de la revolución internacional y la transformación socialista en el propio país de la revolución: todos estos elementos están interrelacionados para apreciar la dinámica de las cosas; figuran tal cual en el texto escrito de La revolución permanente de Trotsky)[5]: la planificación, el mercado y la democracia soviética.

Nuestra primera tarea es, entonces, ir específicamente al problema de los alcances y los límites de la ley del valor en la transición. La cuestión es compleja, materia de polémica entre los economistas marxistas hasta el día de hoy: hay quienes niegan esta subsistencia, hay quienes la hipostasian. Los extremos siempre han sido la adaptación oportunista a las leyes de mercado (la “escuela” de Bujarin) o su negación idealista en la transición. Mandel es un buen ejemplo de esto último en su obra, salvo en El poder y el dinero, la última dedicada a la URSS. Hemos señalado en otros textos que el abordaje del economista belga de la economía de la transición era una suerte de símil casi a-critico de las posiciones de Preobrajensky en su obra clásica La nueva economía, de 1926 (ver nuestra inicial crítica a este respecto en “Trotsky, Preobrajensky y Gramsci y los problemas de la planificación”, izquierda web.)

En esta obra sostenemos que la ley del valor inevitablemente se mantiene hasta cierto punto en las economías de transición, al menos en los países que no son del centro imperialista (cuando ocurra una revolución socialista en un país avanzado, se verá).[6] Oscurecer este hecho no le hace ningún favor al proceso de socialización de la producción, que debe tender a reducir su incidencia partiendo de entender las razones de su subsistencia, que primordialmente son la subsistencia de un mercado mundial capitalista dominante y el atraso relativo de las fuerzas productivas en el país de la revolución.[7]

Dicha permanencia se debe a varias razones. La principal, la acabamos de señalar, es la subsistencia del mercado mundial: la necesidad en todo Estado obrero de mantener e incluso aumentar los intercambios económicos con el mercado mundial, lo que, es evidente, obliga al Estado obrero a “medirse” en cierta forma con él. Porque una economía de transición en desarrollo necesita de los mayores intercambios posibles con el mercado internacional. Un ángulo claro contra el nacionalismo económico y la autarquía; un ángulo internacionalista que no quita, por otra parte, los inevitables criterios de proteccionismo socialista (lo veremos enseguida).

También está la circunstancia de que la totalidad de las revoluciones anticapitalistas hasta el momento, que son las del siglo XX, han tenido lugar en países atrasados, razón por la cual su racionalización económica –violentada por el estalinismo en su lógica del “tercer periodo”– no debería haber prescindido de la medida del valor, es decir, la comparación de los precios internos y la calidad con los del mercado mundial. La producción en cualquier Estado obrero del futuro que no sea del centro imperialista no necesariamente deberá ajustarse a los precios del mercado mundial; es inevitable alguna forma de proteccionismo económico para que progresen las ramas económicas imprescindibles para un desarrollo económico independiente, aunque sean menos productivas. Sin embargo, uno de los mecanismos de control y regulación de la racionalidad de la producción, será no perder de vista este análisis comparado.

Trotsky insistía en que, como correlato de la necesaria subsistencia del dinero en la economía planificada de transición, no como instrumento de acumulación privada, como capital, pero sí como medida del valor de las mercancías, la moneda estable es una forma inescapable de racionalización económica: no hay otra manera para medir objetivamente la productividad de la economía transitoria, incluso si a conciencia se decide producir estratégicamente bienes industriales o de avanzada tecnológica a costos mayores que el promedio mundial.

Esto se suma al hecho de que las relaciones de valor subsisten, en primer lugar, en la medida en que subsiste el trabajo asalariado. Subsiste una relación social de producción heredada del capitalismo y que todavía no es, no puede ser, el trabajo por el “bien común”, el “trabajo comunista” del que habla Lenin. Subsisten así el trabajo necesario y el trabajo excedente, la economía medida por el tiempo de trabajo que se utiliza para la producción, tal cual planteara Marx clásicamente en su Crítica del Programa de Gotha y retomaran Trotsky en sus textos de los años 30 y Naville en su Le Noveau Leviathan: “(…) «todos los miembros de la sociedad» y el «derecho igual» evidentemente no son más que simples modos de hablar. Lo esencial consiste en que en esta sociedad comunista cada trabajador debe recibir, a la manera laselleana, «íntegro» el «producto del trabajo».

”Si consideramos primeramente el «producto del trabajo», en el sentido material del trabajo, entonces el producto del trabajo de la comunidad es la totalidad del producto social.

”De esto hay que deducir:

”Primero: La parte destinada para reemplazar los medios de producción consumidos.

”Segundo: Otra fracción adicional para ampliar la producción.

”Tercero: Un fondo de reserva o de seguro para cubrir los riesgos por accidentes, las perturbaciones ocasionadas por los fenómenos naturales, etc.

”Estas deducciones del «producto íntegro del trabajo» son una necesidad económica y su magnitud se determina con arreglo a los medios y fuerzas existentes, en parte mediante un cálculo de probabilidades [Marx era un genio: ya apreciaba, como señalara posteriormente Trotsky sobre la base de la experiencia, que el plan era prueba y error y por eso mismo debía ser corregido en el momento mismo de su aplicación]; pero en ningún caso son calculables equitativamente.

”Queda la otra parte del producto total destinada precisamente a servir como medio de consumo.

”Pero antes de proceder a la partición individual es preciso deducir:

”Primero: Los gastos generales de la administración, que no pertenecen a la producción.

”Esta parte, comparativamente a lo que es en la sociedad actual, queda reducida en importancia y va disminuyendo a medida que se desarrolla la sociedad nueva [¡siempre y cuando, agregamos nosotros sobre la experiencia del siglo pasado, el semi-Estado tienda a reabsorberse en la sociedad como debería ocurrir en una transición auténtica, y no a transformarse en un nuevo Leviathan como ocurrió en los Estados burocráticos, algo que Marx no podía prever!].

”Segundo: La parte destinada a satisfacer las necesidades colectivas, por ejemplo, escuelas, instituciones sanitarias, etc. [que son otras formas de salario indirecto siempre que sean instituciones públicas, agregamos nosotros].

”Comparativamente a lo que sucede en la sociedad actual, esta fracción aumenta inmediatamente en importancia y su magnitud crece a medida que se desarrolla la sociedad nueva [otra vez, nos “habla” la experiencia histórica: esta dinámica es la opuesta a la que ocurrió bajo el estalinismo, que llevó adelante una acumulación de Estado y no una acumulación socialista].

”Tercero: Los fondos necesarios para el sostén de los incapacitados para el trabajo, etc., es decir, la parte que corresponde a la asistencia oficial a los pobres.

”Llegamos ahora a la «distribución» que, bajo la influencia de Lasalle y con criterio estrecho, ha tenido en cuenta el programa [que estamos criticando], es decir, la porción de los medios de consumo que se reparten entre los productores individuales de la colectividad.

”El «producto íntegro del trabajo» se ha transformado ya en nuestras manos en «producto parcial», aunque la parte que se quita al productor en su condición de individuo la recupera directa o indirectamente, en calidad de miembro de la sociedad” (Marx, 1972: 28/9).

Como se aprecia con Marx, subsiste todavía en la transición la medida del valor-trabajo, y, por lógica consecuencia, el trabajo necesario y el trabajo excedente, sólo que en una transición socialista auténtica una porción considerable de este último debería retornar de manera “directa” al productor en su condición de individuo en “calidad de miembro de la sociedad” y otra indirectamente si la acumulación es realmente socialista: es decir, en el beneficio directo o mediato de la clase trabajadora y no de una burocracia usurpadora. Todo lo cual demuestra algo sobre lo que retornaremos abajo: que todas las categorías de la economía política, en primer lugar la del trabajo asalariado y la propia plusvalía, son estatizadas cuando la burguesía es expropiada, pero no pueden ser abolidas todavía (Marx, Trotsky y el amigo Naville).[8]

Lo anterior demuestra que la base de valor de la economía no desaparece mágicamente porque los capitalistas han sido expropiados. ¿Qué quiere decir la “base de valor de la economía”? Quiere decir dos cosas: a) que el trabajo humano continúa siendo directa o indirectamente la base material de la producción junto a la naturaleza, y b) que la única forma de medir homogéneamente esa base de valor de la producción es el tiempo de trabajo, el tiempo utilizado para la producción. Esto último sucede aunque se utilice más trabajo que el socialmente determinado a nivel internacional para cierta rama de la producción porque es necesario desarrollar la industria en el país de la revolución –siempre dentro de ciertos parámetros de racionalidad en las proporciones entre ramas de la economía, en la calidad y la cantidad de las mercancías producidas–.

Hace falta un patrón común para racionalizar la economía en la transición socialista, establecer algún parámetro objetivo que tenga el peso de la “estadística” en toda la economía. En la URSS, sobre todo bajo el estalinismo, se utilizó cualquier otra proporción de medida, como la cantidad producida físicamente o el peso de los productos, todas medidas irracionales no solo por la arbitrariedad administrativa y burocrática con que se establecieron, sino porque es muy difícil, sino imposible, pasar en la transición a otra unidad de medida que no sea el valor expresado en dinero. Alec Nove, economista socialista reformista, desarrolla bien esta problemática que abordaremos más en profundidad conforme avancemos en esta segunda sección del tomo 2 de nuestra obra.

Hay que recordar que estamos hablando de una economía. Es decir, de una esfera en la cual se deben apreciar costos y “beneficios”; no se puede producir sistemáticamente a pérdida, aunque no estamos hablando de una ganancia de tipo capitalista (Lenin le criticará expresamente esto al Bujarin izquierdista de los primeros años de la revolución).[9] Y la dialéctica entre cantidad y calidad de productos también importa (Rakovsky). Afirma Trotsky: “Es necesario que cada fábrica de propiedad estatal, con su director técnico, no solamente esté sujeta al control desde arriba (…) sino también desde abajo, por el mercado, que seguirá siendo durante mucho tiempo el regulador de la economía estatal. El plan es comprobado y en buena medida realizado a través del mercado. La regulación del mercado debe basarse en las tendencias que se manifiestan en él; debe probar su racionalidad económica a través del cálculo comercial. La economía del período de transición es inconcebible sin el «control del rublo»” (Trotsky citado por Alec Nove en La economía del socialismo factible, 1987: 92/93).

Expliquemos un poco la cita antes de continuar. Primero, Trotsky presenta al mercado como regulador de la economía estatal en la medida en que es en el mercado donde los consumidores (no importa que sean de la rama I o de la rama II) deben convalidar precio, cantidad y calidad de los productos. Segundo, el cálculo comercial refiere a lo que acabamos de señalar: no a la idea de que la producción persigue la ganancia como objetivo en sí mismo, como bajo el capitalismo, sino al concepto de que la producción no puede hacerse sistemáticamente en un marco de desproporciones entre los costos y los resultados (“beneficios”): no se puede malgastar el trabajo humano ni los recursos naturales (enseñanza esta última redoblada por la justa preocupación ecológica del siglo veintiuno y la crítica marxista al productivismo).[10] Tercero, cuando se habla del “control del rublo” se habla de una unidad de medida estable, de la crítica marxista de la inflación como factor de distorsión económica.

3- “Explotación mutua”

Se presenta, entonces, una problemática fundamental que no había sido tomada en consideración en los debates de la izquierda revolucionaria en la posguerra, que ha sido negada, soslayada: el necesario carácter de mercancía que conservan en la transición la fuerza de trabajo y los bienes de consumo, mercancías que se asignan mayormente por el mercado incluso después de la expropiación de los capitalistas. En los países donde fue expropiado el capitalismo, la fuerza de trabajo mantuvo el carácter de una mercancía intercambiable por un salario en la medida en que el piso bajo en el desarrollo de las fuerzas productivas imponía una racionalización del trabajo según el valor producido.

Es real que durante el período del “comunismo de guerra” en la URSS (1918-1920), así como en otros casos donde fue expropiado el capitalismo (China, Cuba), hubo ensayos donde el criterio principal de apreciación de la fuerza de trabajo fue administrativo (no asalariado). Por la negativa, el caso extremo de los trabajos forzados en el gulag, y empresas voluntaristas como las grandes zafras en Cuba a comienzos de los años 70, o el “Gran Salto Adelante” en China a finales de los años 50. Por la positiva, el caso de los “sábados comunistas” al comienzo de la Revolución Rusa, a los que sólo asistía una vanguardia, casos ilustrativos de una asignación de “salario” no mercantil. Pero más allá de una vanguardia “incentivada políticamente” (en el caso burocrático-voluntarista del Che, el incentivo era “moral”), o de una asignación arbitraria puramente administrativa doblemente explotadora, no deja de tener como trasfondo –por acción u “omisión”– las leyes del valor-trabajo. Esto ocurre aunque dichas “leyes” estén completamente deformadas, avasallando incluso la forma “libre” del trabajo asalariado capitalista. La resultante fue que estos ensayos fracasaron rotundamente o dieron lugar a experiencias de explotación obrera abierta y brutal como el stajanovismo (nos dedicaremos a esta experiencia en un capítulo específico de nuestro tomo 2). Trotsky insistió varias veces en que una satisfacción del trabajo puramente extraeconómica sólo podía abarcar a una vanguardia politizada, y bajo condiciones de democracia socialista (de lo político a lo abstractamente moral hay un largo camino de discontinuidad que abordaremos específicamente cuando nos dediquemos al conocido debate sobre la planificación en Cuba en los años 60).

Siendo un hecho la subsistencia de la forma salarial, es decir, la subsistencia de trabajo necesario y trabajo excedente sobre la base del valor (del valor-trabajo), una problemática que se plantea inmediatamente es quién decide y para qué fines se utiliza el trabajo no pagado. Si redunda en una acumulación al servicio de una clase obrera que controla dicho excedente, como plantea Marx en su Crítica del Programa de Gotha, estamos ante una acumulación socialista basada en mecanismos de “auto-explotación”, en camino a liquidar toda explotación del trabajo, a reabsorberla al compás de la revolución mundial, del desarrollo de las fuerzas productivas y de la disolución del Estado, de la extinción de las categorías de la economía política como categorías del mercado o estatizadas. Si, por el contrario, se transforma en los hechos en una “acumulación de Estado” al servicio de una burocracia autonomizada completamente de la clase obrera, una “clase política” como hemos visto, nos encontramos frente a un fenómeno socioeconómico de otra naturaleza: el relanzamiento de las relaciones de explotación del trabajo, así sea bajo formas no orgánicas, no consagradas jurídicamente, enmascaradas en el galimatías estilo estalinista del “trabajo puro” o formulaciones naturalistas por el estilo (una suerte de “trabajo” que no tendría determinaciones sociales).

Y hay que subrayar que las situaciones de hecho son características de las situaciones transitorias, donde todavía no se ha conformado un “sistema”. Sería imposible concebir cualquier transición sin este tipo de “situaciones transitorias”, que aluden más a una formación económico-social en flujo que a un modo de producción consolidado (el comunismo). Exigir mecánicamente que la transición sea un “modo de producción” es pedirles a las circunstancias en cuestión que sean una suerte de “todo orgánico” donde cada pieza está en su lugar, en vez de lo que son: una combinación de leyes del pasado capitalista con las tendencias en obra, con la “legalidad” del futuro socialista y comunista: “El genio de Lenin es haber vinculado las necesidades tácticas con las estratégicas (…) Una primera forma de «injusticia» desaparecerá, pero restan otras [como hemos visto con Marx]. El derecho burgués subsiste en «calidad de regulador» (factor determinante) de la repartición de los productos y de la repartición del trabajo entre los miembros de la sociedad (es decir, como valor)” (Naville, 1970: 108/9).

Y Naville insiste en que, para Lenin, la democracia socialista, que es ante todo competencia de ideas, elección pública de opciones, libre discusión, es la que debe garantizar el reparto del plustrabajo igual para todos, es decir, dentro del marco de una desigualdad de ingresos proporcionado por el trabajo rendido. Recordemos que en Marx, en la primera etapa de la transición todavía se está bajo la injusticia del derecho igual, una medida igual para personas desiguales: “de cada cual según su capacidad; a cada cual según su trabajo”, lo que en el comunismo se transformará en la fórmula: “de cada cual,según su capacidad, a cada cual según sus necesidades” (es decir, se pasa del derecho igual al “derecho” desigual, El marxismo y la transición socialista, tomo 1).

Si el principal “factor de la producción” sigue siendo una mercancía, a priori fuerza de trabajo intercambiable por un salario –aunque vía el aumento salarial directo (reducción del plusvalor absoluto) y del salario indirecto en alojamiento, educación, salud, esparcimiento, es decir, vía el mejoramiento general de las condiciones de vida debería rebasarse el pago meramente salarial de la fuerza de trabajo–, no hay cómo suponer que la ley del valor, la producción de valor-trabajo, no siga rigiendo al menos hasta cierto punto en la economía de transición.

Cuestión central acá, lógicamente, es que las deducciones del trabajo inmediato para sostener la reproducción social en salud, educación, sostenimiento de los que no pueden trabajar, gastos de la administración, etc., no reduzcan al mínimo el valor de la fuerza de trabajo, su valor de reproducción, sino al contrario, permitan que los trabajadores y trabajadoras aumenten constantemente su nivel de vida. Esto es, que el trabajo necesario se tome revancha sobre el trabajo excedente; una dinámica opuesta a la acontecida bajo los Estados burocráticos.

Oscurecer esta base de valor de la economía transitoria, una producción basada todavía en el estrujamiento de la fuerza de trabajo, significa negar las imposiciones que siguen rigiendo sobre el trabajo como producto de su limitada emancipación incluso en una transición socialista auténtica, circunstancia más “formal” que real dado el atraso de las fuerzas productivas, y ni hablar en ausencia de democracia socialista, de dictadura proletaria, donde se transforma lisa y llanamente en el relanzamiento de la explotación del trabajo ajeno. Los problemas de la generación y administración del trabajo no pagado, del plustrabajo, del excedente, requieren de la dictadura proletaria: que la economía esté realmente en manos de la clase obrera.

Afirma agudamente Pierre Naville (pedimos perdón al lector por la extensión de la cita): “Formalmente, los productores dominantes y la burguesía dominante se encuentran en una misma situación: ni unos ni otros se pueden explotar a sí mismos. Pero esto es así por razones enteramente diferentes. El contenido de la dominación, sobre todo desde el punto de vista económico, no es el mismo. En el caso de la burguesía, ella no puede explotarse a sí misma porque vive de la explotación de los productores asalariados. En el caso de los productores [las y los trabajadores], ellos no pueden explotarse a sí mismos porque no existe más una clase antagonista a explotar y porque todas las ganancias provienen de sí mismos (…) [Subsiste así una base material] fundamental de la explotación. Pero existe otro análisis formal: es el hecho de que subsiste una explotación derivada, que está vinculada a las formas de reparto de la plusvalía y las ganancias. Para el capitalista este reparto se realiza en concurrencia y fundado en el mercado libre, aunque éste está dominado por los monopolios. Para la clase obrera organizada en poder dominante, este reparto, esta repartición, está planificada, no está regida por la competencia, pero ello no comporta menos las contradicciones, las rivalidades, los conflictos y las desigualdades: es acá que se encuentra la fuente de las expoliaciones burocráticas; y esto es en general posible porque existe en la clase de los trabajadores asalariados un principio de «explotación mutua» manifestado por el nuevo juego de la ley del valor” (Naville, 1970: 118).

Y esto remite, en definitiva, a algo que retomaremos abajo, señalado por Trotsky y perdido en los abordajes “izquierdistas-burocráticos” de la economía de transición: el hecho de que la medida material, real, de la transformación de las relaciones de producción, la pone inescapablemente –aunque no automáticamente– el desarrollo de las fuerzas productivas (no automáticamente, porque la experiencia fue que la burocracia estalinista desarrolló de manera distorsionada las fuerzas productivas –¡aunque destruyó muchas otras!– sobre la base de la súper explotación de la clase obrera y el campesinado).

La burguesía ha sido expropiada. Y esto, a priori, posibilita la liquidación de la explotación del trabajo ajeno. Pero si la base de la producción sigue siendo el trabajo humano, una base que no se puede “descontextualizar” del marco del mercado internacional dominado aún por las relaciones capitalistas, es evidente que la base de valor de la economía, la ley del valor, sigue rigiendo hasta cierto punto; es inevitable para apreciar los desarrollos en relación al mercado que sigue siendo dominante, que es el mercado internacional. (Otra cosa muy distinta es adaptarse mecánicamente a su lógica, el error oportunista en el que incurrió Bujarin cuando afirmó que “la economía de transición debía desarrollarse sobre la base de la ley del valor”, sic.)

En todo caso, lo anterior alude a la imposibilidad de considerar el trabajo como mera relación “técnica”, carente de determinaciones sociales; la típica oda estalinista y socialdemócrata al supuesto “trabajo puro”, al trabajo en abstracto (¡no confundir con la categoría de Marx de “trabajo abstracto”, que es otra cuestión!), como si el trabajo pudiera existir carente de determinaciones sociales, o como si fuera bueno en sí mismo (una problemática sumamente importante es la delimitación entre trabajo y actividad).

Como digresión, adelantémonos a señalar que el abordaje de Marx no es el de una “ontología del trabajo”, como le espetaba la Hannah Arendt liberal en La condición humana, sino una perspectiva de emancipación de la humanidad. Aunque la humanidad deberá eternamente mantener relaciones metabólicas con la naturaleza, las fuerzas productivas puestas en acción potencialmente rebasarán con mucho la medida del trabajo y el trabajo mismo como tal, que, a nuestro modo de ver, devendrá en otra cosa: actividad es la palabra que más nos convence. Palabra que no hay que confundir con diversión o con la idea de que no habrá que aplicarse duramente al propio “trabajo” para lograr progresos. Marx y Engels tienen una reflexión profunda sobre el trabajo humano. Es el trabajo el que creó al hombre, afirma agudamente Engels (“El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”). Sin embargo, como se señala en los Grundrisse –en esto es agudo Tony Negri–, la tendencia con el desarrollo de las fuerzas productivas (¡no las destructivas, tan presentes en este siglo XXI!) es que el trabajo, tal como lo conocemos, como trabajo explotado y alienado, se haga irreconocible y se transforme en otra cosa que preferimos llamar genéricamente “actividad” (Marx señala que el trabajador, de subsumido que está en la producción en el capitalismo, aparece “al lado del proceso productivo como vigilador y controlador”).

Antes de proseguir, señalaremos someramente que esto supone dos discusiones: a) qué nombre darle al hecho de que cierto “trabajo necesario” será imprescindible eternamente (la eterna relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza). Acá hay un debate entre autores clásicos que han reflexionado sobre el tema; Alfred Schmidt tenía la posición de que el trabajo desaparecía como tal en su obra El concepto de naturaleza en Marx, pero luego la varió a la consideración de que esto era imposible, de que la proporción de trabajo necesario se achica mucho, pero no puede desaparecer.

b) Acá entra en consideración también qué se considera como trabajo. En inglés la cosa es más simple, porque hay dos conceptos para referirse genéricamente a él: labour y work, labour considerado como el trabajo explotado, alienado, y work como el trabajo emancipado. Marx y Engels se refirieron a esto, pero precisamente por ello a nosotros nos convence más la palabra work, actividad, para evitar una “ontologización” del trabajo social. En todo caso es un tema que debemos seguir estudiando, tomando, entre otras, críticamente la obra de referencia de Lukács, La ontología del ser social, lo que no hemos podido hacer hasta el momento. (En alemán, la palabra trabajo como labour se traduce como Arbeit, trabajo en el sentido común del término, y la palabra work, obra, actividad concreta, como Werk, obra, producto, o como Tätigkeit, actividad, concepto que nos simpatiza mucho para lo que queremos señalar.)[11]

Para que esta “explotación mutua”, este tributo colectivo de la clase obrera para las generaciones futuras que se expresa en devengar de su salario una parte para la acumulación, no se transforme nuevamente en una forma de explotación unilateral, ese “renunciamiento” debe ser consciente y no impuesto desde afuera, de ahí el carácter imprescindible de la democracia socialista, no sólo como relación política, “superestructural”, sino como relación de la producción misma.

El problema se presenta cuando esta auto-explotación no significa una acumulación al servicio del progreso general de la clase obrera y la sociedad toda, que debe verificarse en un aumento así sea gradual de su nivel de vida (como señalaba correctamente la “Plataforma de la Oposición Conjunta”, 1927), sino de una burocracia que se encarama por encima de ella, como terminó ocurriendo en la ex URSS y demás sociedades no capitalistas.

En ese caso, la auto-explotación se transforma en su opuesto: una nueva forma, por cierto no orgánica, de explotación al servicio de una burocracia, una “clase política” que se queda con la parte del león de la acumulación por la vía de una acumulación de Estado.

Referido a los países del Este europeo, Zbigniew Marcin Kowalewski señala lo siguiente: “No solamente intentaron colocar bajo tutela a los obreros según el modelo estalinista, privándoles del derecho a la autoorganización, a la huelga y a toda autoactividad, sino que buscaron romper toda resistencia a la explotación mediante una legislación del trabajo represiva y una fuerte presión de la llamada «masa de maniobra» bajo la forma de diversas categorías de trabajo no libre” (“Ouvriers et bureaucrates”, Inprecor).

Kowalewski agrega que “beneficiándose largamente del hecho de que la industrialización generó elementos obreros «baratos», desprovistos de raíces de clase [clásicamente, los trabajadores/as de origen campesino están dispuestos/as a someterse a una tasa de explotación promedio mucho mayor que los urbanos], la experiencia soviética se mostró particularmente eficaz para su reclutamiento masivo en los rangos de la [propia] burocracia. Como en la URSS, esto es crucial para la introducción de un «modo de explotación» de los obreros de tipo estalinista” (ídem). “Modo de explotación” que Kowalewski identifica como básicamente extensivo, por oposición a uno intensivo que requeriría del involucramiento real de las y los trabajadores; es decir, opuesto a un “modo de producción” basado en el plusvalor relativo y a un aumento real de la productividad.

4- Proteccionismo socialista y acumulación

Ahora bien, así como subrayamos los alcances de la ley del valor en la transición, cabe destacar sus límites. Si el Estado obrero deja simplemente regir en forma plena al mercado, lo que deviene es el retorno al capitalismo, no la acumulación socialista. Esto es así contra lo que creía Bujarin en su orientación oportunista de enriquecimiento ilimitado de los campesinos propietarios. Bujarin sostenía erróneamente que la ley de valor permanecía como único regulador económico en la transición, lo que conducía invariablemente a imposibilitar la industrialización, a transformar a la URSS en un país dependiente. Preobrajensky, eminente economista de la Oposición de Izquierda, le rebatirá correctamente este argumento.

Por el contrario, promover la acumulación socialista en manos del Estado proletario implica, precisamente, violar el imperio de la ley del valor. Michael Kalecki, reconocido economista marxista polaco, afirmaba con agudeza que “la cosa más estúpida que uno puede hacer es no calcular; la segunda cosa más estúpida que uno puede hacer es seguir a ciegas los resultados de sus propios cálculos” (Nove, 1987: 151).

Preobrajensky tenía razón cuando señalaba: “La idea del camarada Bujarin de que incluso la acumulación socialista no puede ser contrapuesta a la ley del valor (…) porque nuestra economía está creciendo «sobre la base de relaciones de mercado», constituye un error teórico flagrante sobre el cual se erige un programa de oportunismo teórico y práctico (…). Somos capaces de «acumular», vender nuestros productos al doble del valor que en el exterior, sólo porque hemos erigido una barrera entre nuestro territorio y el mercado mundial, que defendemos por la fuerza” (La nueva economía, 1965: 31).

En efecto, el Estado obrero debe orientar y elegir las infracciones necesarias e inevitables a la ley del valor, so pena de que no haya acumulación socialista. Pero esto no puede ocurrir al precio de una caída en la irracionalidad económica, perdiendo de vista las proporciones económicas necesarias entre ramas de la producción y la imprescindible necesidad de relaciones con el mercado mundial, cosa esta última que a Preobrajensky se le perdió cuando su capitulación en 1929. En realidad, las necesarias relaciones con el mercado mundial y la crítica a la “teoría” del socialismo en un solo país nunca fueron un punto fuerte en su posición. Recordemos que Trotsky se quejaría en sus “Notas económicas” de 1926 del peligro de que la teorización de Preobrajensky se transformara en un esquema para el desarrollo del socialismo en un país aislado.

No es ninguna panacea construir una economía aislada o una mera “economía nacional” (esta era la sustancia del debate contra las posiciones del
“socialismo en un solo país”). Tampoco lo es el “vivir con lo nuestro” o planteos de este tipo, que rebajan la cantidad y la calidad de la economía nacional y la someten a un aislamiento retrógrado. El proteccionismo socialista es una necesidad para mantener la independencia nacional y lograr un desarrollo autónomo de fuerzas productivas que, al comienzo de la revolución, están por detrás del nivel de productividad promedio mundial (siempre que hablemos de países atrasados respecto de la media mundial). Pero es “populismo socialista” transformar esta necesidad en virtud, negarles a los trabajadores y trabajadoras el nivel de vida y las posibilidades de consumo promedio mundiales –aun sin caer en el consumismo burgués–:[12] “(…) en nuestro nivel económico presente, la cuestión del salario no debe ser establecida en la asunción de que los trabajadores deben primero incrementar la productividad del trabajo, para luego aumentar los salarios; lo contrario debe ser la regla, esto es, incrementar los salarios, no importa cuán modestamente, debe ser el prerrequisito para incrementar la productividad del trabajo” (Cliff, 1991, capítulo 7, sin número de página).[13]

Continuando con Trotsky, éste señala: “El monopolio del comercio exterior es un factor poderoso al servicio de la acumulación socialista; poderoso, pero no todopoderoso. El monopolio del comercio exterior solamente puede moderar y regular la presión externa de la ley del valor en la medida en que el valor de los productos soviéticos, año a año, se acerque al valor de los productos del mercado mundial” (“Notas sobre cuestiones económicas”).[14] Significa que, guste o no, la presión del mercado mundial sigue presente sobre la economía de transición a pesar del proteccionismo socialista. El desarrollo de las fuerzas productivas no se puede apreciar de manera improductiva, de espaldas al promedio mundial, sino que los propios consumidores, es decir, la mayoría de la clase trabajadora, de una u otra manera, y más en un mundo irremediablemente globalizado, harán la comparación de cantidad y calidad con los productos del mercado mundial.[15]

Volvamos a la inescapable necesidad de violentar la ley del valor para que la transición económica progrese. La acumulación, una vez expropiados los capitalistas en el contexto de la subsistencia del mercado mundial capitalista, deberá hacerse en toda una serie de ramas que la economía del país de la revolución no podría poner en pie si se atuviera a los criterios de productividad promedio del mercado mundial. Sin embargo, a la espera de la extensión de la revolución a otros países (única garantía de subsistencia de la revolución), es imperativo poner en marcha la economía so pena de muerte por inanición del Estado obrero. Más teniendo en cuenta el seguro aislamiento al que será sometido al menos en un primer momento; lleva años que las potencias imperialistas acepten, “naturalicen”, la existencia del país de la revolución: el primer reflejo inevitable es hacia su destrucción.

En esas condiciones, la infracción de las leyes del mercado es una obligación de la economía transitoria que responde a poner en funcionamiento mecanismos indispensables de proteccionismo socialista: desarrollar las ramas necesarias para un funcionamiento lo menos dependiente posible. Si se permitiera el libre comercio con el mercado internacional, los campesinos y productores capitalistas agrarios, o cualquier productor privado de mercancías, inevitablemente preferirán exportar su producción e importar sus consumos. Y esto por razones bien concretas: con seguridad, estos productores privados obtendrán mejores precios en el mercado internacional que los fijados internamente por el Estado, además de recibir pago en divisas y tener acceso así a mercancías importadas de mejor calidad y menor precio que en el mercado nacional.

Durante los años 20, incluso en vida de Lenin, una de las primeras batallas conjuntas que le propuso Lenin a Trotsky, específicamente en 1922, fue en contra del impulso de Stalin y Bujarin de eliminar el monopolio del comercio exterior, cuestión que no procedió. Posteriormente, ya en la Oposición de Izquierda, Trotsky tuvo que erigirse en contra de la idea de una miserable “economía nacional autosuficiente”, insistiendo en que según la economía de transición creciera y se diversificara, necesitaría de mayores intercambios con el mercado internacional, una crítica que por su costado económico estaba asociada a la pelea política contra la concepción nacionalista del “socialismo en un solo país”: “En su último artículo en Bolchevik, que, debo decirlo, es el más escolástico trabajo nunca aparecido de la pluma de Bujarin, éste afirma: «la cuestión es en qué medida podemos trabajar hacia el socialismo, y establecerlo, abstrayendo esto de los factores internacionales” (Trotsky citado por Cliff, 1991, capítulo 7, sin página).

Es evidente que cuando el Estado proletario fija los precios a la producción agraria (o pequeñoburguesa) y obliga a los grandes productores del campo a comprar productos de la industria local, más atrasada que la del exterior, está “explotando” hasta cierto punto a estos productores agrarios: les entrega menos valor a cambio de más valor en beneficio de la acumulación socialista.

Todo el problema de la acumulación socialista en un país aislado y para colmo atrasado, es un galimatías: de dónde obtener los fondos de acumulación se transforma en una suerte de cuadratura del círculo. Porque, una vez expropiados los capitalistas en el campo y la ciudad, en el sistema bancario y los transportes, etc., el verdadero acto de “acumulación primitiva”, lógicamente hay que cobrar impuestos al capital subsistente, pero quizás esto no alcance en un país aislado para que la acumulación proceda. En este sentido, la discusión sobre la “construcción del socialismo en un solo país” cobra toda su relevancia en relación a la necesaria industrialización.

La idea preobrajenskiana de la “explotación campesina” desató gran debate en los años 20, con Bujarin erigiéndose en defensor de los campesinos. Trotsky no hizo propio este calificativo, que abarca una parte de La nueva economía. Sin duda, se produce una inevitable transferencia de valor entre el sector agrario y el industrial que debe ser reconocido, aunque quizás hablar de explotación sea unilateral cuando se trata de medianos y pequeños productores parcelarios. A los campesinos también deben prometérseles mejores condiciones de vida y tratar de que su renunciamiento a una parte de la renta y la ganancia agraria sea voluntario. (Trabajamos este tema en relación a la zona núcleo del campo argentino, ultra modernizada y ventajosa desde el punto de vista climático, en nuestro ensayo La rebelión de las 4 x 4. Para entender el campo argentino y la revuelta de los patrones rurales, izquierda web. En ese texto dejamos claro que la cuestión agraria varía en demasía de país en país, y que es muy distinta la circunstancia cuando se trata de productores agrarios atrasados que de modernos propietarios y productores capitalistas del campo, como es el caso argentino.)

En el caso de un Estado obrero, la renta agraria pertenece al Estado porque la propiedad agraria ha sido estatizada, aunque entregada en posesión “perpetua” a los campesinos. De todas maneras, para resolver este problema hay que avanzar en la socialización de la producción, en la colectivización agraria voluntaria, y en el dificilísimo desapego del campesinado con la propiedad privada salvo cuando se trata de la explotación comunitaria de la tierra (las expectativas que tenía Marx acerca de la comuna rural rusa). El campesinado promedio tiene una lógica de propietario privado, no de propietario colectivo como la clase obrera: se trata de dos programas distintos, evidentemente, el de acceder a la propiedad privada que la tendencia a abolir todo tipo de propiedad de los medios de producción. Así que esto remite a todo un debate específico que hemos tratado en nuestro tomo 1 de El marxismo y la transición socialista, y que volveremos a acometer en este tomo 2, pero que acá no podemos seguir desarrollando. En todo caso, lo señalado: en el capítulo VII del tomo 1, “Apuntes metodológicos sobre la colectivización forzosa”, así como en La rebelión de las 4 x 4, dejamos establecidos apuntes para pensar la relación entre la revolución socialista y la cuestión agraria en dos circunstancias distintas: el del atraso en general del campo ruso y el de una producción agraria capitalista plenamente desarrollada en el caso argentino contemporáneo.

Volviendo a lo que estábamos desarrollando, esta entrega de más valor a cambio de menos es el punto que, a priori, correctamente subrayaba Preobrajensky, que llamó erróneamente a este proceso “acumulación primitiva socialista” (un concepto por primera vez formulado por Iván Smirnov en 1918, no solamente erróneo sino que sirvió de taparrabos al estalinismo para su explotación de la clase obrera y el campesinado en los años 30). Trotsky nunca se sumó a este concepto por los peligros políticos que entrañaba.[16] Peligros que suponían la ruptura de la unidad obrera y campesina (smytchka), base del Estado soviético, además de justificar la súper explotación obrera. Por el contrario, para sostener económicamente dicha unidad, Trotsky insistía en que era necesaria la industrialización como manera de responder a las exigencias de consumo del campesinado. La plataforma de la Oposición Conjunta de 1927 señalaba: “El año que acaba de pasar ha mostrado claramente que la industria está por detrás del desarrollo económico del país en su conjunto. La nueva cosecha nuevamente nos agarra cortos de reservas industriales. Sin embargo, el progreso hacia el socialismo puede asegurarse únicamente si la tasa de desarrollo industrial, en vez de marchar por detrás del movimiento conjunto de la economía, arrastra al resto de la economía atrás de ella, acercando sistemáticamente al país al nivel de la tecnología de los países capitalistas más avanzados” (Cliff, 1991, capítulo 7 sin número de página).

Incluso más: en el propio “intercambio desigual”, valor por valor, entre el campo y la ciudad, había que tener cuidado de que: a) no significara dejar de proveer al primero, de manera creciente, de bienes industrializados, y b) tener presente que a la hora de la colectivización agraria en los países donde subsiste un campesinado real de pequeños propietarios, la industria nacionalizada debe aportarle más capital en vez de retirar más de él. Tony Cliff otorga un importante argumento a este respecto cuando señala que antes de la colectivización agraria hay que desarrollar la industria y que, contra lo que se supone habitualmente, es la industria la que tiene que entregarle capital al campo primero y no al revés, dando a entender que Trotsky tenía esta posición: “La Plataforma de la Oposición Conjunta desarrolla las políticas que Trotsky venía sosteniendo desde 1922 respecto de la industrialización del país (…) Trotsky veía la colectivización de la agricultura a continuación de la industrialización de Rusia, y no como Stalin la veía, como un prerrequisito para dicha industrialización (…) El tempo inadecuado del desarrollo industrial ha llevado a (…) un retardo en el crecimiento de la agricultura: sólo una poderosa industria socialista puede ayudar a los campesinos a transformar la agricultura en el sentido de la colectivización” (Cliff, 1991, capítulo 10, sin número de página).

Sin embargo, tampoco que se puede caer en la posición bujarinista, oportunista ella, razón por la cual la cuestión no tiene solución puramente económica, como ninguna de las cuestiones de la economía de la transición: reenvía al plano político, en este caso a la extensión internacional de la revolución. No por nada Lenin y Trotsky soñaban con la complementación entre la economía rusa y la economía alemana, más avanzada evidentemente.

Las “Contra-tesis de los bolcheviques-leninistas sobre el trabajo en las villas” planteaban agudamente el galimatías, la circunstancia paradójica en la cual se hallaba la economía soviética aislada: “El mero hecho de la dictadura del proletariado no transforma automáticamente el capitalismo en socialismo. La dictadura del proletariado abre el periodo de transición del capitalismo al socialismo [¡dedicado a Gerratana que no se anima a hablar de «transición»!, “Marx, Hegel y el concepto de transición”, izquierda web] (…) En la medida en que la propiedad privada de los medios de producción, por ejemplo, los implementos agrícolas y los rebaños, están en manos privadas, incluso cuando la propiedad privada de la tierra ha sido abolida, y el mercado libre continúa existiendo, asimismo los fundamentos económicos del capitalismo también continúan haciéndolo (…) La pequeña producción produce capitalismo y burguesía, constantemente, diariamente, a todas horas, en una forma elemental y a escala de masas” (Lenin, “Impuesto en especie”, citado por las “Contra-tesis”, 1927, Revolution’s Newsstand).[17]

En síntesis: la ley del valor debe subsistir en cierto modo para racionalizar la economía de transición, pero a la vez debe ser infringida para lograr que la acumulación socialista se inicie y desarrolle, en correspondencia con los desarrollos de la revolución internacional y sin perder de vista los parámetros establecidos por el mercado internacional.

Bibliografía

AA.VV., “Counter-Theses of the Bolshevik-Leninist (Opposition) on work in the Village”, from International Press Correspondense Vol. 7, número 70, 12 de diciembre, 1927, Revolution’s Newsstand, 15/03/23.

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Tony Cliff, Trotsky: fighting the rising of Stalinism bureaucracy, 1923/1927, Bookmarks, London, 1991.

Trotky: the darker the night the brighter de star, 1927/1940, Bookmarks, London, 1993.

Peter Hundis, “Marx’s concept of the alternative to capitalism”, Historical materialism 36, Brill, Leiden, Boston, 2012.

Ronald I. Kowalski, The bolchevik party in conflict. The Left Communist Opposition of 1918, MACMILLAN, Londres, 1991.

  1. I. Lenin, “From the destruction of the ancient social system to de creation of the new”, 1920, Revolution Newsstand, 11/07/25.

– “Cuaderno de Notas. El marxismo sobre el Estado”, enero-febrero de 1917,        en Crítica del Programa de Gotha, Editorial Ateneo, Argentina, 1972.

Karl Marx, Notas marginales al Tratado de Economía Política de Adolf Wagner, 1879-1880, Dos Cuadrados, Estado Español, 2022.

  • Crítica del Programa de Gotha, Editorial Ateneo, Argentina, 1972.

Pierre Naville, Le Noveau Leviathan. Le salaire socialista, deuxieme volume, Éditions anthropos, París, 1970.

Alec Nove, La economía del socialismo factible, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1987.

Evgeny Preobrajensky, The New Economics, Clarendon Press, Oxford, 1965.

Roberto Sáenz, La rebelión de las 4 x 4, izquierda web.

-“Marx, Hegel y el concepto de transición”, izquierda web.

El marxismo y la transición socialista, tomo 1, izquierda web.

Zbigniew Marcin Kowalewski, “Ouvriers et bureaucrates”, Inprecor.


[1] El concepto de “unicidad” de estas relaciones económico-políticas nos fue sugerida por la reseña a nuestra obra del marxista argentino-español y amigo Nicolás González Varela, reseña en clave marxista-autonomista-consejista pero que, aun así, nos aporta fraternalmente elementos sugerentes. Por ejemplo, la idea misma de que nuestro aporte constituye una suerte de “meta-política de la transición” capta algo profundo del sentido de nuestra obra.

[2] Con Itszván Mészáros y John Bellamy Foster quedó establecido entre las últimas generaciones marxistas el concepto de la «ruptura metabólica» entre la humanidad y la naturaleza que produce el capitalismo y la necesidad excluyente de resolverla en la transición socialista y el comunismo. En relación al estalinismo, sólo el primero apreciaba como éste destruyo dicha relación. Foster es un pro-estalinista a-crítico, al menos respecto de China, tradición que continúa las posiciones históricas de Paul Sweezy y Paul Baran, fundadores de la revista Monthly Review. Ver Víctor Artavia, “La política (anti) ecológica en la URSS”, izquierda web).

[3] “La particularidad del capitalismo, sostiene Marx, es que todas las relaciones sociales devienen gobernadas por el objetivo de aumentar el valor, i-respectivamente con las necesidades y capacidades de la humanidad. Marx trata la producción de valor no como una ley trans-histórica de la existencia humana, sino como una característica específica de la sociedad capitalista. Marx estaba completamente advertido de que el intercambio de mercancías antecedía a la existencia del capitalismo. Sin embargo, no igualaba simplemente la producción de valor con el intercambio de equivalentes en el mercado. En las sociedades precapitalistas, argumentaba, bienes y servicios eran primariamente intercambiados sobre la base de su utilidad material, no sobre la base de su (abstracto) valor de cambio” (Hundis, 2012: 7).

[4] Vistas de cerca, las teorías de que la ex URSS se habría transformado en un capitalismo de Estado a la vuelta de la esquina de los años 20 porque el trabajo muerto dominaba al trabajo vivo, es una simplificación extrema de la complejidad del proceso de degeneración burocrática. Volveremos sobre esto enseguida.

[5] La revolución permanente, es una obra de Trotsky inicialmente concebida como polémica con Karl Radek contra la defensa de este último de la revolución por etapas. En general, una obra que bien apreciada pasó el escrutinio de la historia pero que requiere su actualización a partir de la degeneración estalinista y de las revoluciones anti capitalistas pero no socialistas de la segunda posguerra que Trotsky no tuvo oportunidad de ver (ver nuestro “La teoría de la revolución después de la burocratización” en La revolución permanente hoy, izquierda web).

[6] Hemos señalado ya que nuestra obra está escrita desde el Sur Global y, para colmo en un país en franca decadencia como la Argentina, razón por la cual aunque intentamos ser cosmopolitas y la construcción de nuestra corriente internacional nos ayuda a eso, nuestra radicación en un país en decadencia es evidente que nos ciega en cierta manera frente a los elementos de modernidad del siglo XXI (aunque no en relación a los elementos de barbarie y destrucción ambiental).

[7] Trotsky repite esto último una y mil veces en sus textos: “La economía soviética en peligro”,1932; “La degeneración de la teoría y teoría de la degeneración”,1933; “Stalin como teórico”,1930; etc.

[8] En su Cuaderno de notas. El marxismo sobre el Estado, enero-febrero de 1917, Lenin extrae una serie de citas y hace una serie de acotaciones brillantes sobre el Estado y la transición socialista, de las cuales queremos dejar algunas “perlas” acá (no se aprecia lo suficiente que Lenin fue un teórico marxista de primer orden y no solo un “práctico brillante” como se afirma habitualmente de manera reduccionista por lo disperso de su obra): “Habría que abandonar toda esta cháchara sobre el Estado, sobre todo desde la Comuna, que no era un Estado en el verdadero sentido de la palabra (…) Ya la obra de Marx (…) dice expresamente que, con la implantación del orden social socialista, el Estado se disolverá por sí mismo y desaparecerá. Siendo el «Estado», como es, una institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la revolución, para aplastar por la violencia al adversario, es un absurdo hablar de un «Libre Estado popular»: mientras el proletariado necesite (subrayado por Engels) todavía del Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para aplastar a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por esto nosotros propusimos decir siempre, en vez de «Estado» (nuevamente subrayado por Engels), «comunidad» [Gemeinwesen], una buena y antigua palabra alemana que equivale a la palabra francesa «Comuna»” (Lenin en Crítica del Programa de Gotha, 1972: 97/8).

[9] El Bujarin todavía izquierdista en su obra La economía del periodo de transición, 1920, señala mecánicamente que dicha economía no se basa en la ganancia sino en la satisfacción de las necesidades humanas, y Lenin, en una marginalia, le espeta: “no está logrado”, dando a entender que, aunque la economía de la transición no se base efectivamente en una ganancia al estilo capitalista, no hay que perder de vista que, como en toda economía, el gasto de recursos debe tener alguna proporción con el producto obtenido. Malgastar los recursos humanos y naturales como hizo el estalinismo, no es un criterio de la transición socialista.

[10] El productivismo, en este marco, es la idea de una dotación de trabajo humano y recursos naturales inagotable; esto es la ruptura con la idea marxista del sano metabolismo de la humanidad con la naturaleza (Marx, Mészáros, Foster).

[11] Creemos recordar que el brasileño Ricardo Antunes, reconocido sociólogo del trabajo, en su obra Los sentidos del trabajo se dedicaba a estas delimitaciones, pero no hemos podido revisarla al escribir esta nota.

[12] El consumismo capitalista es una degeneración fetichista de la satisfacción históricamente determinada de las necesidades promedio.

[13] En el mismo sentido: “En la práctica, la «racionalización» siempre viene acompañada del despido de trabajadores y del rebajamiento de las condiciones materiales de otros. Esto inevitablemente crea desconfianza en la masa de los trabajadores en la racionalización como tal” (Cliff citando a Trotsky, capítulo 10).

Por otra parte, Cliff plantea algunos de los defectos de la Plataforma de la Oposición Conjunta, como la falta de atención a las relaciones de producción en las fábricas; no coloca el reclamo del restablecimiento del control obrero y el consejismo, pero se le pierde de vista el problema más agudo que tenía la Plataforma: el poco espacio dedicado al régimen partidario y su carácter empírico, que llevó de cabeza a la capitulación de la mayoría de la Oposición cuando el giro estalinista a la colectivización forzosa (Cliff sí subraya esto último, pero su abordaje, como en toda esta obra, es más estrictamente político que teórico).

Nos dedicaremos a la combinación entre el plan centralizado, la democracia soviética y el control o administración obrera en cada unidad de trabajo en nuestro próximo artículo dedicado a la planificación propiamente dicha.

En dicho artículo también llevaremos adelante un repaso a modo de contraste entre las posiciones de Lenin respecto del llamado “capitalismo de Estado” y la crítica a este concepto de parte de la “Oposición comunista” de 1918 (Bujarin y compañía) y que recogen hoy muchos de los autores marxistas-autonomistas.

Mientras tanto, dejamos esta aguda cita crítica del economicismo de la posición de la izquierda comunista: “En parte, su oposición a las políticas de Lenin [en 1918 y retomadas en 1921] estaba enraizada de la convicción determinista de que en último análisis «la política se funda en la economía, y que cualquiera que posea el poder de comando de la producción, tarde o temprano tendrá el poder político». En concordancia con esto, ellos rechazaban totalmente el planteo de Lenin de que la promoción del «capitalismo de Estado» en la economía  no perjudicaría el poder soviético” (Ronald I. Kowalski, 1991: 106).

[14] Trotsky insiste en que por precio y calidad, así como por productividad y cantidad, las mercancías del mercado nacional deben acercarse al promedio internacional. Y se sobrentiende: en condiciones permanentes de escasez y baja calidad (calidad y cantidad tienen obvias relaciones dialécticas), la sociedad se malquista con el Estado proletario y tiende a embelesarse con el capitalismo mundial.

[15] Ahí está el ejemplo histórico de los cientos de miles que cruzaron desde Hungría y la RDA hacia la República Federal Alemana en búsqueda de los Reichmarks y las mercancías occidentales cuando la caída del Muro de Berlín. Multitudes tentadas no solamente por las libertades democráticas sino también por las posibilidades de consumo occidentales. Como sabemos, la expectativa salió bastante mal, porque hasta el día de hoy, 35 años después, en los cuatro Landers ex orientales se sigue viviendo peor que en el resto del país germano.

[16] Cliff afirma que Trotsky utilizó de hecho este concepto en su discurso frente al XII Congreso del partido (abril 1923), pero advierte que existía una “profunda diferencia” entre él y Preobrajensky tal cual la hemos señalado nosotros innumerables veces: el abordaje nacionalista del economista soviético por oposición al internacionalista del dirigente del Ejército Rojo.

[17] Lo más agudo de estas tesis es cuando denunciaban la apreciación estalinista del campesinado pobre: “«La villa está todavía permeada por métodos pasivos de pensamiento. Pone sus esperanzas en la GPU [sic], en las autoridades, en todo lo imaginable, excepto su propio poder. Esta inercial y pasiva manera de pensamiento debe ser removida de la mentalidad de los campesinos pobres (village poor) » (Stalin, discurso ante el XIV Congreso Bolchevique). Esta no es una estimación proletaria de los pobres de las villas, sino una estimación kulak, una estimación desde el punto de vista del propietario terrateniente” (ídem).

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