Como parte de la nueva etapa de la lucha de clases, asistimos al retorno de viejos métodos o formas del imperialismo clásico y territorializado. Las principales potencias compiten por la hegemonía política, económica y territorial.
En este marco, se desarrolla una carrera armamentista que abarca tierra, mar, aire y espacio. El desarrollo técnico y científico, en lugar de orientarse a resolver las urgencias sociales y ecológicas de la humanidad, se canaliza hacia el perfeccionamiento de armas de alta tecnología, inteligencia artificial aplicada al combate y la automatización bélica.
De medios de producción a medios de destrucción
Bajo el sistema capitalista, el desarrollo técnico no se orienta al bienestar colectivo ni a la emancipación humana, sino que está condicionado por la lógica de acumulación y la competencia.
En este contexto, los avances en la ciencia, la tecnología y la producción tienden a ser apropiados por el complejo militar-industrial. Así, las fuerzas productivas son recurrentemente pervertidas y canalizadas hacia fines destructivos: tanques, drones, armas químicas, bombas nucleares, sistemas automatizados de guerra.
En su núcleo, esto refleja una contradicción, a saber, el potencial técnico acumulado por la humanidad bajo el capitalismo podría reducir la jornada laboral, garantizar alimentación, salud y educación para todas las personas. Sin embargo, esas mismas capacidades son utilizadas para perfeccionar la maquinaria bélica. El desarrollo técnico bajo el capitalismo convierte los medios de producción en medios de destrucción.
Los capitalistas invierten en aquello que promete retorno económico, como las industrias de defensa, que concentran cada vez más recursos públicos y privados.
El gasto militar mundial alcanzó en 2023 un récord histórico de 2.443 billones de dólares, lo que representa un aumento sostenido por nueve años consecutivos y un 6.8% más que el año anterior, según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI). Estados Unidos, China, Rusia, India y Arabia Saudita lideran este ranking, consolidando una carrera armamentista global.
De ahí que muchas universidades, centros de investigación y empresas tecnológicas estén íntimamente vinculadas al aparato militar. Silicon Valley, por ejemplo, es hoy una incubadora tanto de aplicaciones para consumidores como de tecnologías aplicables al Pentágono.
La carrera armamentista global
A diferencia del periodo posterior a la Guerra Fría, dominado por la supremacía militar de Estados Unidos, hoy la situación está marcada por una aceleración en la inversión en tecnologías bélicas y una creciente preparación para conflictos de alta intensidad.
Estados Unidos sigue siendo, con diferencia, el país que más gasta en armamento. En 2023, destinó 916 mil millones de dólares al gasto militar, representando cerca del 37% del total mundial, según el SIPRI. Este presupuesto astronómico financia su red global de bases militares (más de 750 instalaciones en más de 80 países), así como su liderazgo en tecnologías de punta como la inteligencia artificial aplicada a la guerra, misiles hipersónicos, armas espaciales y un creciente uso de drones autónomos.
El rearme estadounidense está profundamente ligado a su política imperialista expansionista, particularmente bajo la nueva administración de Donald Trump. La intervención en los ataques a Irán y el apoyo incondicional al Estado genocida de Israel, por citar dos casos, son parte de una estrategia geopolítica basada en hacer valer la fuerza militar. La industria armamentista norteamericana —con gigantes como Lockheed Martin, Raytheon o Boeing— se enriquece a costa de la destrucción. Las guerras son su negocio.
En el mismo sentido, China es el segundo país con mayor gasto militar, con 296 mil millones de dólares en 2023. Su estrategia está centrada en el fortalecimiento de las capacidades navales y aéreas, en el desarrollo de misiles de largo alcance y en la expansión tecnológica que rivaliza con Estados Unidos. Beijing proyecta su influencia en el Mar del Sur de China y avanza en alianzas como la Organización de Cooperación de Shanghái y el grupo BRICS. Si bien China se presenta como un actor de equilibrio global (actuando ahora como supuesto garante del libre comercio mundial), en realidad responde a una lógica de ambiciones imperialistas propias.
Rusia, por su parte, ha acelerado su militarización en el contexto de la guerra contra Ucrania, con un gasto que alcanzó los 109 mil millones de dólares en 2023 (aumento del 24% respecto al año anterior). El Kremlin ha puesto en marcha una economía de guerra con fuerte participación estatal, basada en la producción masiva de proyectiles, blindados y drones kamikaze. Su doctrina militar, heredera de la era estalinista, se combina hoy con una lógica imperialista agresiva y autoritaria que justifica la ocupación territorial como «defensa nacional».
Ucrania, aunque no es una gran potencia, se ha convertido en un laboratorio bélico de Occidente. La guerra iniciada en 2022 le ha permitido a Estados Unidos y a la OTAN probar armamento moderno, impulsar su industria militar y fortalecer su presencia en Europa del Este. En ese contexto, Ucrania ha sido receptora de más de 100 mil millones de dólares en ayuda militar.
Por su parte, la OTAN alcanzó un acuerdo para que sus miembros eleven el gasto militar a un 5% del PIB al 2035. Impulsado por Trump, el grupo estableció que el 3,5% de ese monto será utilizado en las necesidades de defensa y el 1,5% para «proteger sus infraestructuras críticas, defender sus redes, asegurar la preparación del sector civil y la resiliencia, liberar el potencial de innovación y fortalecer su base industrial de defensa». Con esta medida se estima que se gasten 800 mil millones de dólares más cada año en términos reales.
Vuelos al servicio de la muerte
Los drones con conexión de fibra óptica son una evolución significativa de la guerra tecnológica. Se trata de vehículos aéreos no tripulados, generalmente de pequeño tamaño, que se comunican con sus operadores mediante un cable de fibra óptica ultraligero en lugar de señales de radio. Esta innovación, desarrollada por Rusia, busca evadir los sistemas de interferencia electrónica del enemigo y garantizar un control directo, preciso y prácticamente invulnerable a los ataques electrónicos.
Estos drones pueden volar a baja altura y transmitir imágenes en tiempo real a través de un cable, que se arrastra mientras el dron avanza, sin posibilidad de ser interferido. En la práctica, esto los convierte en armas de vigilancia, dirección de fuego y ataque de alta precisión, capaces de identificar posiciones enemigas en condiciones de guerra electrónica total, como ocurre hoy en el frente oriental de Ucrania.
En los frentes de Donetsk y Lugansk, donde las fuerzas ucranianas han recibido equipamiento occidental capaz de interferir señales electrónicas (como los sistemas GPS y los enlaces de radio), estos drones se han mostrado casi imposibles de detectar o bloquear. El cable, apenas visible al ojo humano, no emite señales que puedan ser interceptadas, lo que les otorga una ventaja táctica.
Técnicamente, los modelos más utilizados son los Supercam S350 y variantes más pequeñas adaptadas para el frente, capaces de operar con cables de fibra de hasta 5 km de longitud, con cámaras estabilizadas de alta resolución y autonomía de vuelo cercana a los 90 minutos. A diferencia de otros drones, su señal de video no puede ser bloqueada, porque la transmisión no es inalámbrica, sino un flujo directo de datos a través del cable.
Ucrania también ha comenzado a experimentar con drones con cable, aunque en menor escala. Proyectos como el Fly Eye y el Shark buscan integrar fibra óptica para misiones específicas, pero la mayoría de sus drones siguen dependiendo de enlaces inalámbricos provistos por Starlink, lo que los vuelve vulnerables ante bloqueos o apagones temporales, como los que Rusia ha comenzado a ejecutar mediante inhibidores de señal o ataques cibernéticos.
Más allá de su capacidad tecnológica, el uso de estos drones revela una dinámica de la guerra como espacio de experimentación científica aplicada, donde un nuevo avance tecnológico es probado directamente contra personas. La fibra óptica, originalmente desarrollada para mejorar las comunicaciones globales, se utiliza aquí como nervio del nuevo cuerpo bélico.
La automatización naval
La automatización de la guerra ha alcanzado también los océanos. En los últimos años, el desarrollo de barcos y buques no tripulados —también llamados USV por sus siglas en inglés (Unmanned Surface Vehicles)— se ha acelerado. Estas plataformas navales sin tripulación se utilizan para misiones de vigilancia, sabotaje, ataque coordinado y patrullaje autónomo.
Uno de los casos más relevantes es el uso de botes kamikazes no tripulados por parte de Ucrania. Desde 2023, el ejército de ese país ha empleado de forma sistemática embarcaciones explosivas guiadas a distancia para atacar buques rusos. Según el propio Ministerio de Defensa de Ucrania, estos botes miden entre 5 y 6 metros, alcanzan velocidades de hasta 80 km/h, transportan cargas explosivas de 200 a 300 kg y tienen un alcance de hasta 800 km. El Washington Post reportó que, tan solo en 2023, se produjeron más de 700 unidades de estos drones navales con apoyo técnico de la OTAN y financiamiento de aliados occidentales.
Uno de los ataques más notorios ocurrió en noviembre de 2023, cuando un grupo de estos botes golpeó al buque de guerra ruso Ivan Khurs, causando graves daños. Más allá del impacto militar inmediato, estos ataques permiten golpear a la otra parte con bajo costo logístico y sin exponer tropas.
En paralelo, Estados Unidos desarrolla y despliega buques no tripulados a gran escala. El programa Ghost Fleet Overlord de la Armada incluye embarcaciones como el Sea Hunter y el Nomad, que superan los 40 metros de eslora y están diseñadas para navegar de forma autónoma durante miles de kilómetros sin intervención humana, con capacidad para recopilar inteligencia, detectar submarinos y lanzar misiles. Estas embarcaciones han cruzado el Pacífico y participado en ejercicios militares conjuntos con Japón, Australia y Filipinas.
Por su parte, China ha respondido con el desarrollo del JARI-USV, un buque autónomo armado que combina sensores de radar, armamento guiado y sistemas antiaéreos, presentado en 2019. Este modelo puede operar en enjambre con otras unidades y es considerado un prototipo clave para las futuras flotas no tripuladas del país.
Esta transformación implica una reconfiguración de la guerra naval, menos tripulaciones, más tecnología, mayor agresividad. El desarrollo de estos sistemas es parte de una tendencia hacia una guerra tecnificada sin mediaciones humanas, donde se busca eliminar incluso la exposición política del «soldado muerto».
La automatización no solo le permite a los Estados evitar el costo político de las bajas humanas, sino que abre una nueva carrera armamentista en la cual la industria tecnológica y militar se fusionan cada vez más. Empresas como Leidos, Huntington Ingalls, Rafael, STM y Norinco, participan activamente en el diseño de estas embarcaciones. Según el Global Autonomous Ships Market Report, el mercado global de barcos no tripulados alcanzará los 15.000 millones de dólares para el año 2030, con un crecimiento anual promedio del 10,8%.
Guerra desde el espacio
El espacio exterior se ha convertido en un escenario activo de la carrera armamentista. A medida que la guerra se tecnifica, los satélites juegan un rol cada vez más central en las operaciones militares, ya que permiten detectar movimientos enemigos, coordinar ataques con precisión milimétrica, gestionar drones, interceptar comunicaciones, y monitorear territorios enteros en tiempo real. Así, los satélites no solo sirven como «ojos» de los ejércitos, sino como parte de la infraestructura bélica global.
Actualmente, según datos del Union of Concerned Scientists, hay más de 9.000 satélites activos orbitando la Tierra, de los cuales alrededor de 1.000 tienen funciones exclusivamente militares y varios miles más son de uso dual (comercial y militar). El reparto de control satelital es desigual y revela la concentración del poder tecnológico.
Estados Unidos controla más de 3.400 satélites, de los cuales al menos 200 son militares activos, y cientos más de uso dual a través de empresas como SpaceX, Amazon (Kuiper), Boeing y Northrop Grumman. Por su parte, China posee unos 700 satélites activos, con una fuerte expansión en su red de observación y vigilancia (el sistema Yaogan), así como en navegación militar a través del BeiDou, su alternativa al GPS estadounidense. Mientras que Rusia opera cerca 170 satélites, muchos de ellos herederos de la red soviética, incluyendo los sistemas GLONASS (navegación) y Cosmos (militares de observación).
El papel de SpaceX es particularmente ilustrativo del nuevo tipo de guerra «híbrida» y privatizada. Su sistema Starlink, originalmente concebido como una red global de internet, se ha convertido en una herramienta directa de guerra. En la invasión rusa a Ucrania, miles de terminales Starlink fueron donadas por el Pentágono o financiadas por gobiernos europeos, permitiéndole a las fuerzas ucranianas mantener comunicaciones seguras, incluso en zonas sin red terrestre.
Además, Starlink permite controlar drones, enviar imágenes en tiempo real y coordinar ataques con artillería de precisión. En una sola plataforma comercial se cruzan intereses corporativos, capacidad militar y apoyo geoestratégico. Esto reafirma que el capital privado se posiciona como proveedor central de la guerra.
Por su parte, China ha lanzado en los últimos cinco años más de 200 satélites militares, incluyendo satélites de imágenes hiperespectrales y radares de apertura sintética (SAR), capaces de operar de noche o bajo nubes. También ha desarrollado armas antisatélite, como el misil SC-19 que en 2007 destruyó un satélite meteorológico en órbita, demostrando su capacidad de interrumpir o destruir redes espaciales enemigas.
Estados Unidos también posee sistemas antisatélite, como el SM-3 y misiles lanzados desde aviones, y ha desplegado satélites militares «guardianes» capaces de interceptar o incluso colisionar con satélites enemigos. Según el Space Threat Assessment 2024, tanto Estados Unidos como Rusia y China desarrollan armas láser terrestres o espaciales para cegar o dañar sensores orbitales, una muestra de que el espacio ya no es una «zona pacífica», sino un nuevo teatro de guerra.
Automatizar la deshumanización
El fenómeno de la automatización de la guerra se trata de una expresión de la alienación del trabajo, del conocimiento y de la técnica, secuestrados por las relaciones sociales bajo el capitalismo y puestos al servicio de la acumulación capitalista. En este sentido, representa la culminación de una forma de producir enajenada de la humanidad misma, donde el conocimiento científico se convierte en fuerza destructiva, y la técnica en instrumento de exterminio.
Marx ya anticipaba que bajo el dominio del capital «el trabajo se vuelve algo ajeno al trabajador», y que la producción de objetos se transforma en un proceso donde el sujeto pierde su esencia social y creadora. En el plano militar, esto se manifiesta de forma extrema, pues la guerra automatizada elimina incluso la presencia del sujeto en la ejecución de la violencia, convirtiendo al ser humano en un mero operador, un algoritmo o una cifra en la cadena logística de la muerte.
De esta forma, la automatización de la guerra es también la automatización de la deshumanización. La distancia física y emocional entre el agresor y el agredido —entre quien mata y quien muere— evita el contacto directo y cosifica al enemigo.
Esto representa una paradoja en la historia de la humanidad. Mientras el potencial técnico alcanzado por la civilización permitiría liberarla de muchas de sus limitaciones actuales, sucede lo contrario y, por el contrario, se automatiza el sufrimiento para hacer rentable la guerra e invisibilizar la violencia. El problema no radica en la tecnología como tal, sino en las relaciones sociales que la rigen.
La automatización bajo el capitalismo profundiza la alienación, coloca la producción en función de fines destructivos como la guerra y, al ser humano, los transforma en objeto descartable o ejecutor sin rostro. Así, la única forma de reconciliar a la humanidad con su propia producción —es decir, de humanizar la técnica— es mediante una transformación revolucionaria del orden social existente.
Por una salida revolucionaria
El desarrollo del armamento, las nuevas tecnologías bélicas y la militarización del espacio reflejan el rostro más brutal del capitalismo en su fase imperialista. La ciencia, el conocimiento y la innovación —logros colectivos de la humanidad— han sido apropiados por los Estados capitalistas y las corporaciones para ponerlos al servicio de la destrucción. Lo que se presenta como «avance tecnológico» es, en realidad, una carrera ciega hacia la barbarie, donde la vida humana, la naturaleza y los pueblos son sacrificados en el altar del lucro.
Con todo este desarrollo, lo que emerge no es un mundo más seguro, sino un orden más desigual, más violento y más controlado. La guerra tecnificada no es una ruptura con el pasado, sino su continuidad bajo nuevas formas.
Frente a esta realidad, no hay salida dentro del marco del capitalismo. Las propuestas de «regulación» del armamento, los llamamientos a la ética tecnológica o las cumbres internacionales por la paz, son maniobras de los mismos actores que financian, fabrican y exportan las armas. La verdadera alternativa no pasa por humanizar la guerra, sino por abolir las condiciones que la hacen posible: el capital, el Estado burgués, el imperialismo, el militarismo.
La tarea histórica de nuestra clase no es contemplar con temor la potencia destructiva del sistema, sino organizar su superación revolucionaria. Solo la revolución socialista internacional puede frenar la marcha hacia la barbarie. Solo un mundo sin clases, sin fronteras, sin Estados imperialistas y sin industria armamentista puede garantizar la paz real. La clase trabajadora es el sujeto histórico llamado a ello, de la mano del conjunto de los explotados y oprimidos del mundo.
No se trata de detener el desarrollo técnico, sino de liberar su potencial. No se trata de volver al pasado, sino de construir otro futuro, uno donde la tecnología sirva para la emancipación de la humanidad.