Panamá: enorme huelga bananera y protestas contra Mulino

Panamá está atravesando una ola de luchas sociales que están cuestionando al gobierno, sus avances recortistas y el sometimiento al imperialismo yanqui. El epicentro de esta efervescencia es la huelga de miles de trabajadores y trabajadoras bananeros en la provincia de Bocas del Toro, quienes se han levantado contra las reformas impuestas por el gobierno de José Raúl Mulino.

Lo que comenzó como un rechazo a los cambios regresivos en el sistema de pensiones y seguridad social —que afectan gravemente los derechos laborales conquistados por años de lucha— se transformó rápidamente en una resistencia popular cada vez más amplia, sumando a sectores de docentes, obreros de la construcción, trabajadores de la salud, estudiantes y pueblos indígenas.

Ante esta ola de movilización, el gobierno respondió con represión, la aceptación de despidos masivos en plantaciones bananeras y la instauración de un estado de emergencia que busca doblegar la voluntad de lucha de las y los trabajadores.

La huelga bananera con despidos masivos

El foco de la lucha es la provincia de Bocas del Toro, donde desde el 28 de abril más de 7.000 trabajadores y trabajadoras de la agroindustria bananera iniciaron una huelga indefinida contra una reforma regresiva impulsada por el gobierno. Esta lucha, que rápidamente se expandió a otros sectores, tiene como eje la defensa de derechos laborales y previsionales, que ahora son vulnerados por las reformas neoliberales que impulsa el Ejecutivo del país.

La chispa del conflicto fue la Ley 462, que modifica significativamente el régimen de la Caja de Seguro Social (CSS), aumentando las cuotas patronales, pero también reduciendo las proyecciones de las pensiones hasta en un 30% y, aunque el gobierno lo niegue, dejando abierta la puerta a aumentos en la edad de jubilación.

En el caso del sector bananero, este cambio golpea directamente lo conquistado en 2017 tras una lucha prolongada: el régimen especial de prejubilación. Con este se permitía el retiro de los hombres a los 58 años y de las mujeres a los 54 años, cumpliendo 216 cuotas y 18 años de trabajo en el sector.

La respuesta de la clase trabajadora ha sido contundente con un paro productivo, bloqueos de rutas y movilización constante. Sin embargo, el aparato estatal y empresarial respondió con una brutal contraofensiva. Un tribunal laboral declaró «ilegal» la huelga y el propio presidente no tardó en atizar la criminalización, amenazando con despidos masivos si los trabajadores no levantaban sus medidas de lucha.

La advertencia fue ejecutada esta semana por la empresa Chiquita Brands, heredera directa de la tristemente célebre United Fruit Company. Despidieron a cerca de 5.000 trabajadores y trabajadoras, alegando «abandono injustificado de labores», en lo que constituye una represalia patronal sin precedentes recientes.

Hasta este momento, los sindicatos, en particular el Sindicato de Trabajadores de la Industria del Banano, Agropecuario y Empresas Afines (Sitraibana), han mantenido su posición, denunciando que la ley fue aprobada en perjuicio del sector más explotado del agro panameño. Uno de los dirigentes, Francisco Smith, declaró que: “Puede que [los trabajadores] no sean estudiados y letrados, pero conocen muy bien el derecho laboral. Ellos se mantienen firme, más de 7.000 trabajadores en la calle”. A pesar de que formalmente los despidos se ejecutaron, la huelga continúa fuerte.

El contexto de esta huelga no puede ignorarse, Panamá atraviesa una crisis social y económica, marcada por un déficit fiscal del 7,4% del PIB, altos niveles de pobreza (24% de la población) y una ofensiva neoliberal que incluye despidos en el sector público, precarización laboral, aumento en el costo de vida y reducción de las pensiones en un 37%. Así, esta huelga es la expresión de un malestar acumulado por la degradación de las condiciones de vida en el país, por lo que no es una simple disputa sectorial.

El estado de emergencia: represión legalizada

Frente a la fuerza y determinación del movimiento, el gobierno respondió con una de las herramientas clásicas del repertorio autoritario: la declaración del estado de emergencia. El 21 de mayo, tras casi un mes de huelga, el Consejo de Gabinete decretó la emergencia en esta provincia, una región clave para los intereses de la multinacional Chiquita Brands, donde se concentran el 90% de las exportaciones de banano del país.

Según el gobierno, el objetivo del estado de emergencia es “agilizar la respuesta económica y administrativa”, pero en los hechos, esta medida es un intento por quebrar la resistencia popular, habilitando mecanismos excepcionales para desmovilizar, dividir y reprimir al movimiento huelguístico. Con la excusa de una supuesta “crisis económica local”, se otorgan poderes extraordinarios al Ejecutivo para realizar contrataciones directas, implementar proyectos sin licitación, y sobre todo, justificar una mayor presencia policial en la zona.

Aunque el ministro de la Presidencia, Juan Carlos Orillac, afirmó que “no se suspenderán derechos fundamentales”, la historia reciente de América Latina demuestra que los estados de excepción suelen servir para criminalizar la protesta y debilitar las luchas sociales, en favor de los intereses de los grandes capitales. Basta con recordar algunos ejemplos.

En Ecuador, durante las protestas contra el paquetazo del FMI en 2019, el gobierno de Lenín Moreno declaró el estado de excepción para reprimir las movilizaciones indígenas y populares. Se militarizaron las calles, hubo cientos de heridos y varios muertos, y se criminalizó a las organizaciones sociales.

Colombia implementó medidas similares durante el Paro Nacional de 2021, en el gobierno de Iván Duque, utilizando figuras legales como “zonas de intervención” para habilitar el uso desproporcionado de la fuerza contra los manifestantes que reclamaban por justicia social, educación y salud.

Piñera recurrió al estado de emergencia en 2019 tras la explosión del estallido social chileno. Las Fuerzas Armadas salieron a las calles, en un retroceso autoritario que evocó los peores momentos de la dictadura pinochetista.

Por su parte, El Salvador lleva más de tres años bajo un estado de excepción que ha aniquilado la disidencia política, encarcelado a cientos de personas arbitrariamente y reestructurando el aparato estatal al antojo de Bukele.

En todos estos casos, como ahora en Panamá, el estado de emergencia no tiene como objetivo “recuperar la economía”, sino preservar el orden de la desigualdad, la propiedad privada de las riquezas colectivas y la impunidad de los capitalistas.

En Bocas del Toro, donde viven y trabajan miles de personas indígenas y campesinas, esta medida es especialmente grave. Se trata de una ofensiva clasista contra los más explotados, quienes ya han sido golpeados por los despidos masivos y la precarización laboral. La intención del gobierno es clara, quebrar por la fuerza lo que no han podido contener políticamente.

La represión no sólo busca garantizar la reactivación de las fincas bananeras, sino enviar un mensaje de terror al conjunto del movimiento obrero, quien se atreva a desafiar el ajuste, pagará las consecuencias. Por eso, este estado de emergencia debe ser denunciado como lo que es, una medida reaccionaria, antidemocrática y funcional al capital transnacional.

Chiquita y la UFCO: el rostro histórico del saqueo imperialista

La huelga también debe contextualizarse históricamente. Hay una larga hegemonía del imperialismo económico en América Latina, donde empresas como la United Fruit Company (UFCO)—y su heredera directa, Chiquita Brands—han jugado un papel nefasto como punta de lanza del saqueo capitalista y del dominio estadounidense en la región.

Fundada en 1899, la United Fruit Company no fue una simple exportadora de bananos, sino una de las primeras multinacionales modernas, cuyo poder superaba, en muchos casos, al de los Estados nacionales donde operaba. A través de concesiones masivas de tierra, control de infraestructuras clave (ferrocarriles, puertos, servicios públicos), y sobornos a funcionarios, la UFCO logró instalarse como un “Estado dentro del Estado” en países como Guatemala, Honduras, Colombia, Costa Rica y Panamá.

En Panamá, desde principios del siglo XX, esta empresa acaparó tierras fértiles en la región atlántica, construyó infraestructuras únicamente en función de sus intereses y sometió a miles de trabajadores y trabajadoras —en su mayoría indígenas y campesinos— a condiciones de sobreexplotación con salarios miserables, inestabilidad laboral, viviendas precarias y represión antisindical.

Quizás el caso más emblemático de la brutalidad de la UFCO es la masacre de las bananeras de 1928 en Colombia, cuando el ejército, a pedido de la empresa y con respaldo diplomático de Estados Unidos, asesinó a cientos de huelguistas que exigían condiciones laborales dignas. Este episodio fue inmortalizado por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad y sintetiza el carácter criminal del capitalismo transnacional.

Décadas después, ya bajo el nombre de Chiquita Brands, la empresa siguió actuando con la misma lógica. En Colombia, financió a grupos paramilitares de extrema derecha—las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)—responsables de asesinatos, desplazamientos forzados y terrorismo contra comunidades rurales. En 2007, la propia Chiquita reconoció haber pagado 1,7 millones de dólares a estos grupos, y recientemente un tribunal estadounidense la declaró responsable por su complicidad en al menos ocho homicidios.

En Guatemala, la UFCO estuvo directamente involucrada en el golpe de Estado de 1954 que derrocó al presidente Jacobo Árbenz, quien intentó realizar una reforma agraria que expropiara tierras ociosas a la compañía. La CIA, en coordinación con altos funcionarios que habían sido abogados de la United Fruit, orquestó la operación PBSUCCESS, imponiendo una dictadura que devolvió las tierras a la empresa y desató una era de represión brutal.

Este patrón se repite: donde opera Chiquita, hay corrupción, represión, despojo y subordinación. Hoy en Panamá, esta misma empresa concentra el 90% de la producción bananera nacional en 26 fincas que abarcan más de 7.000 hectáreas. Ante la huelga anunció el despido impunemente de miles de trabajadores y trabajadoras por ejercer su derecho a la protesta, mientras el gobierno le brinda respaldo y protección.

La injerencia estadounidense es el hilo conductor

Panamá, al igual que el resto de países centroamericanos, adolece de un patrón estructural de dominación imperialista, cuyo epicentro sigue siendo el mismo desde hace más de un siglo: Estados Unidos. La empresa Chiquita Brands es una pieza del capital estadounidense en la región, y su accionar sólo puede comprenderse dentro del marco de protección, impunidad y respaldo político-militar que le brinda Washington.

Desde la masacre de las bananeras en Colombia hasta el golpe de Estado en Guatemala, pasando por la construcción de enclaves como la antigua Zona del Canal, la historia de la United Fruit y su heredera es también la historia de la política exterior de Estados Unidos en América Latina. Una política basada en el saqueo económico, la represión social y la intervención directa.

En el caso panameño, esta injerencia adopta hoy una nueva forma: el “Memorándum de Entendimiento” firmado con el gobierno de Trump, que reactiva la presencia militar estadounidense bajo la excusa de la “seguridad”. En paralelo, se despliega una ofensiva económica de carácter neoliberal, que incluye recortes sociales, reformas antipopulares y beneficios para los capitales extranjeros, como la reciente reapertura del diálogo con la minera canadiense First Quantum Minerals.

El gobierno panameño actúa como capataz local del imperialismo. Estados Unidos no solo respalda a empresas como Chiquita, utiliza su poder político, económico y militar para garantizar sus privilegios y aplastar toda resistencia popular. Así ocurrió durante el siglo XX con la ocupación de la Zona del Canal, y así ocurre hoy con la nueva “Zona del Canal”, donde tropas estadounidenses volverán a operar en bases panameñas, en clara violación de la soberanía nacional.

El estado de emergencia decretado por Mulino debe leerse, por tanto, como una prolongación interna de la estrategia imperialista, que combina represión local con presencia extranjera. Se criminaliza la protesta social, se militarizan las zonas en lucha, y se imponen reformas diseñadas para satisfacer las exigencias del FMI, las empresas transnacionales y las élites locales subordinadas a Washington.

Mulino: el gerente local del capital imperialista

Es en este contexto que la figura presidencial debe entenderse como una que, además de representar los intereses del empresariado local, tiene la función de administrador subordinado a los intereses del capital trasnacional. Y en el caso de Mulino, esta sumisión alcanza niveles escandalosos, que lo convierten en una figura emblemática del entreguismo y la política cipaya.

Desde su asunción, ha demostrado ser un ejecutor obediente de los dictados del capital financiero, las empresas extranjeras y, en particular, de la política exterior de Estados Unidos. Bajo su gobierno, se ha recrudecido el ajuste contra la clase trabajadora, se han promovido reformas regresivas, y se ha implementado una línea represiva.

En primer lugar, el memorándum firmado con el gobierno estadounidense representa una verdadera claudicación de la soberanía nacional. Este acuerdo habilita el regreso de tropas y contratistas militares estadounidenses, reabre bases como Rodman y Howard, y permite incluso el entrenamiento del Ejército en operaciones dentro del Canal. Es, sin más, un regreso a la lógica de la Zona del Canal como enclave colonial.

Mulino no solo aceptó este acuerdo, sino que defendió públicamente su contenido. Lo hizo mientras desmantelaba los vínculos con China y desactivaba proyectos de inversión asiática, alineándose con la nueva ofensiva imperialista de Trump en su cruzada por el control geopolítico del istmo.

En segundo lugar, su política interna ha sido la de un capataz del capital. Legitimó públicamente los despidos masivos ejecutados por Chiquita, en una muestra abierta de complicidad con el capital transnacional: “La compañía va a empezar a botar gente y después no se quejen”. Actúa como vocero de los patrones.

Mientras miles de trabajadores y trabajadoras se quedan sin empleo, sin seguridad social y sin sustento, su gobierno se apresuraba a formar comisiones para proteger la “economía local”, es decir, los intereses de la agroindustria exportadora. Todo esto acompañado de gas lacrimógeno, detenciones y persecución judicial contra los sectores movilizados.

Su entreguismo también se refleja en su rol como guardafronteras de Estados Unidos. En el marco de la política migratoria xenófoba de Trump, el gobierno panameño cerró centros de asistencia, militarizó el Tapón del Darién con alambres de púas y redujo drásticamente el tránsito de personas migrantes. Así, convirtió al país en un muro fronterizo del imperio, usando su territorio nacional como espacio de contención para los flujos migratorios que Estados Unidos no quiere recibir.

En este sentido, enfrentarse a transnacionales como Chiquita, desafiar al poder estatal y resistir la injerencia imperialista no es sencillo, pero es necesario. Cada huelga, cada bloqueo, cada protesta reprimida es parte de un proceso más amplio de recomienzo histórico. Por eso, mantener, fortalecer y ampliar la lucha es una tarea vital y urgente.

Seremos directos: Te necesitamos para seguir creciendo.

Manteniendo independencia económica de cualquier empresa o gobierno, Izquierda Web se sustenta con el aporte de las y los trabajadores.
Sumate con un pequeño aporte mensual para que crezca una voz anticapitalista.

Me Quiero Suscribir

Sumate a la discusión dejando un comentario:

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí