Minería
Es muy probable que estés leyendo este, o cualquier otro artículo de los últimos años, desde una notebook o un celular. Como ocurre con cualquier interacción en la nube —una historia de Instagram o WhatsApp, un correo electrónico—, siempre accedemos a esas publicaciones a través de un dispositivo alimentado por una batería. Esa batería está hecha de un mineral llamado litio, conocido hoy como “oro blanco”, cuyas minas son codiciadas en todo el mundo.
¿Cuál es la vida útil de tu celular? ¿Cada cuántos años, en promedio, una persona cambia de dispositivo? Distintas encuestas en internet señalan que la vida media de un teléfono inteligente es de 2,5 a 3 años; las más optimistas apuntan a 4,7 años. Pensemos entonces en los objetos electrónicos que nos rodean y forman parte de nuestra vida cotidiana: un smartphone, un televisor, una notebook. Casi todos tienen varias características en común: son parte de la cadena de la inteligencia artificial, cuentan con baterías y contienen componentes fabricados a partir de minerales, en particular tierras raras.
La mayoría de los elementos con los que se fabrican estos dispositivos tardaron millones de años en formarse en la Tierra. Sin embargo, la vida útil de un teléfono rara vez supera los 4 años, lo que representa apenas una fracción de segundo frente al tiempo que llevó la formación de los minerales que lo componen.
Este hecho no sería relevante si los recursos fueran infinitos, si su extracción no resultara destructiva para el medioambiente o si la misma no se basara en una explotación laboral que, en muchos casos, poco cambió desde la esclavitud.
La duración de los dispositivos y su ciclo de vida, forman parte de un concepto popularizado durante el siglo XX conocido como obsolescencia programada: los dispositivos se diseñan para durar poco y así estimular nuevas compras, lo que incrementa las ganancias y, a la vez, incentiva una minería insostenible.
Poco tiempo después de extraer los minerales de la tierra, tenemos un dispositivo en nuestras manos que, tras unos pocos años, vuelve a convertirse en desecho. Gran parte de esta basura electrónica termina acumulada en vertederos a cielo abierto o enterrada en algún lugar del mundo. Según la ONU, menos del 25% de los residuos electrónicos se recicla. Además, existe un comercio mundial e ilegal de esta basura. Los mayores productores son Estados Unidos, Europa y China, que exportan sus desechos a países como India, Ghana o Nigeria. Agbogbloshie, en Ghana, es un vertedero infame conocido como “el cementerio de desechos electrónicos”, mientras que Guiyu, en China, es una de las ciudades más afectadas, donde se extraen metales peligrosamente de los aparatos electrónicos (placas fabricadas con estaño, cobre, oro, acero y otros metales).
Tierras raras
China es actualmente la principal fuente de tierras raras, suministrando el 95% de estos minerales. Se trata de 17 elementos metálicos —como el escandio, el itrio y los lantánidos—. Aunque están presentes en grandes cantidades en la corteza terrestre, sus propiedades geoquímicas hacen que estén muy dispersos y que su extracción y procesamiento sean complejos. De ahí proviene su nombre. Estos elementos son esenciales para fabricar imanes, láseres, pantallas y baterías.
El hecho de que China sea la principal abastecedora quizá se deba más a la voluntad del gobierno y de las empresas de asumir los costos socioambientales de su extracción que a la escasez real en otros lugares. Estos minerales son indispensables para aplicaciones electrónicas, ópticas y magnéticas, y resultan insustituibles en dispositivos modernos como autos eléctricos y teléfonos. También tienen un alto valor estratégico en la industria militar.
Minería de datos
¿Cómo puede un televisor formar parte de la inteligencia artificial? Aquí la minería tradicional se enlaza con un concepto nuevo —aunque no por casualidad se llame igual—: la minería de datos. Desde la explosión de internet y el abaratamiento de los dispositivos electrónicos y sus chips, prácticamente todos los aparatos conectados a la red extraen información sobre nosotros y la envían a los fabricantes.
Dispositivos de Google y Amazon, celulares, relojes inteligentes, parlantes, auriculares, televisores y muchos más recopilan constantemente datos. No se trata de fomentar paranoia, sino de comprender que gran parte de nuestra información personal es recolectada, analizada y muchas veces vendida.
Estos datos son el “alimento” de los sistemas de inteligencia artificial: permiten ajustar sus predicciones y mejorar su desempeño. Así, millones de personas se convierten en una granja de datos que los provee involuntariamente. Aunque diversas legislaciones —en especial en EE. UU. y la Unión Europea— intentan regular esta práctica, las medidas suelen ser tímidas o insuficientes.
En conclusión, tanto la minería de minerales como la de datos forman parte del ciclo de vida de cualquier dispositivo electrónico con IA. Ese ciclo atraviesa múltiples cadenas de suministro: explotación laboral, extracción de recursos naturales, concentración de poder privado y político, y un consumo energético gigantesco que mantiene en marcha toda la industria.
Energía eléctrica
En marzo de este año, una nueva versión del generador de imágenes de ChatGPT se volvió viral al permitir crear ilustraciones con el estilo de Studio Ghibli, famoso estudio japonés de animación responsable de clásicos como Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro. Incluso Sam Altman, CEO de OpenAI, cambió sus fotos de perfil en redes sociales para sumarse a la tendencia.
La viralidad de estas imágenes no solo generó entusiasmo, sino también debate en torno a los derechos de autor y al consumo de energía necesario para crearlas. ChatGPT ya enfrenta varias demandas por el uso de material con copyright —libros, películas, música— sin autorización.
La tecnología “verde”
Si bien los minerales constituyen la base material de la IA, esta no podría funcionar sin energía eléctrica. En los últimos años se comenzó a discutir sobre la huella de carbono y el consumo de agua que requieren estas tecnologías.
Cuando aparecieron las criptomonedas —hoy bastante instaladas en la sociedad— surgieron también las “granjas de criptominería”: grandes concentraciones de computadoras que generan nuevos bloques, en una actividad comparable a la minería del oro. Estas instalaciones se suelen ubicar en regiones frías e inhóspitas para reducir costos de refrigeración y aprovechar energía barata y abundante, los dos mayores gastos de la industria.
Las compañías tecnológicas intentan proyectar una imagen de sostenibilidad: promueven el uso de energías renovables y el reciclaje (por ejemplo, Tesla y sus autos eléctricos, Elon Musk es su dueño). Sin embargo, la realidad es que requieren cantidades colosales de energía para funcionar, y cada año ese consumo crece.
Los servidores de IA y de criptomonedas necesitan enormes recursos energéticos para ejecutar sus complejas operaciones. Gran parte de esa energía se transforma en calor, lo que daña los equipos y reduce la eficiencia. Para evitar el sobrecalentamiento se gastan fortunas en sistemas de refrigeración: hasta un 40% de la energía de la industria se destina a este fin. Además, muchas instalaciones consumen millones de litros de agua diarios para el mismo propósito.
El consumo total de energía del sector se mantiene bajo secreto. Hay poca información pública y las investigaciones apenas logran aproximaciones, debido a la reticencia de las empresas a publicar datos. Un estudio de 2019 (Strubell), previo a la ola de chatbots actuales, calculó que un solo modelo de lenguaje producía más de 660.000 toneladas de CO₂, equivalente a toda la vida útil de cinco automóviles —incluida su fabricación— o a 125 viajes de ida y vuelta entre Nueva York y Beijing.
Para finalizar, la inteligencia artificial no es algo abstracto, inocuo ni inmaterial. Cuando hablamos de “la nube” rara vez pensamos en las instalaciones, los trabajadores y la energía que la sostienen. La IA se presenta como una tecnología revolucionaria y, en efecto, es uno de los mayores logros computacionales recientes. Pero, al igual que la bomba atómica, su desarrollo involucró a miles de personas y gran parte de sus impactos se mantienen ocultos.
Poco se piensa en los trabajadores que hacen crowdsourcing, en los repartidores controlados por algoritmos o en quienes operan en condiciones precarias en minas y servidores. Tampoco se suele considerar que la IA se usa en contextos bélicos, como en Gaza, para seleccionar objetivos de bombardeo.
La extracción de tierras raras, el consumo energético colosal, las emisiones de CO₂ y el uso masivo de agua son consecuencias directas del funcionamiento de esta industria. Por otro lado, aún no existe una tecnología que replique el pensamiento humano, pese a lo que muchos empresarios proclaman. La IA actual es, en esencia, cálculo probabilístico basado en enormes volúmenes de datos, redes neuronales y aprendizaje automático, corregido continuamente por intervención humana.
En definitiva, comprender la IA exige mirar más allá de sus aplicaciones visibles y adentrarse en su complejo entramado industrial, laboral, ambiental y político. Solo así podremos entender su verdadero alcance e impacto.




