La plusvalía en los economistas bolcheviques

Capítulo 3 de "El Nuevo Leviatán"-Tomo 3: Sobre la historia moderna de las teorías del valor y de la plusvalía, de Pierre Naville.

Tomado de Naville, Pierre. Le Nouveau Léviathan 3. Le salaire socialiste II: Sur l’histoire moderne des theories de la valeur et de la plus-value. Éditions Antrophos, París, 1974. Traducción especial para Socialismo o Barbarie e Izquierda Web: Renata Padín.


Sobre la historia moderna de las teorías del valor y de la plusvalía

Capítulo III. La plusvalía en los economistas bolcheviques

A) Lenin y las tres variantes del sistema económico: el capitalismo de Estado, el comunismo de guerra, la NEP

La revolución de Octubre del 17 en Rusia es la primera revolución social en la que algunos de sus conductores no eran sólo jefes políticos y militantes socialistas sino también economistas e incluso teóricos de la economía política. La mayoría muy jóvenes, aportaron con su capacidad de organizadores y de agitadores una conciencia doctrinaria del marxismo elaborada al calor de las polémicas desarrolladas durante los veinte años precedentes, en Rusia y en otros lugares.

Esta particularidad influye a la vez en la calidad de los hombres y en la forma de la acción socialista. Esta, en efecto, desborda en todo sentido la actividad política de los representantes de la burguesía, sobre todo parlamentaria. El delegado, responsable, “cuadro” o dirigente socialista, debe ser también, dentro de sus posibilidades, una persona que no exprese de manera más o menos ciega o cerrada intereses económicos particulares, sino que tome la carga de una política económica y determinados objetivos económicos de conjunto. Los mejores aportaron, en grupo o personalmente, una contribución al avance de la ciencia económica, a partir de entonces indisociable de la gestión de la sociedad. Algunos de los primeros dirigentes bolcheviques eran de esos hombres.

Es por eso que encontramos entre los mejores jefes bolcheviques capacidad de organizar una acción estratégicamente y a la vez usar los recursos de los datos teóricos de la ciencia económica. A su manera, Marx fue el prototipo de esta combinación. Ni Lenin, ni Trotsky, ni Rosa Luxemburgo, ni Bujarin o Preobrajensky fueron teóricos en el sentido académico (no más que Kautsky, Hilferding o Plejánov, por otra parte). Encontramos entonces entre ellos una unidad, o una mezcla, y a veces una confusión muy natural entre las preocupaciones teóricas y las exigencias tácticas o estratégicas de la lucha por un orden socialista. Es lo que bastante vulgarmente se llama “unidad de acción y pensamiento”. Pero son pocos los que pueden alcanzarla sin fallas.

1- El “capitalismo de Estado”: una acumulación central democratizada

Lenin formuló teorías a partir de la aplicación, de la experiencia política. Es en ese aspecto que hay que juzgarlo. Es dentro de esas coordenadas que se percibe la verdad de los axiomas y la fuerza de las circunstancias.

Antes y justo después de Octubre, formula una caracterización neta de las posibilidades concretas, en las condiciones existentes, ofrecidas a las relaciones socialistas. El genio de Lenin se manifiesta aquí en su agudo sentido de las necesidades tácticas y estratégicas, en plantarse en el punto de vista del proletariado en lucha en las condiciones prácticas de ese momento en Rusia, sin perder de vista ni la perspectiva histórica ni la argumentación teórica de Marx. En su acción y en su pensamiento, “la instauración del comunismo” se convierte en algo eminentemente práctico y absolutamente histórico. Los dos polos son las condiciones prácticas de la toma del poder y la liquidación de la guerra por una parte, y por la otra las experiencias de un progreso económico y social hacia el socialismo a escala europea. La situación desnuda en el otoño de 1917 era la desorganización completa de la producción, el desasosiego de las masas; y justo después de Octubre se da la misma situación con el agregado de una guerra civil y extranjera, y la necesidad de reorganizar la economía en el seno de una semihambruna.

Durante el verano de 1917, Lenin redacta El Estado y la revolución. Ahí aborda francamente, y en detalle, las exposiciones de Marx y de Engels sobre las fases de la construcción del socialismo. Veámoslas ahora. El hilo conductor son las notas de Marx sobre el programa de Gotha.

Veamos la primera fase de la sociedad comunista (llamada comúnmente socialista): los medios de producción pertenecen a la sociedad entera (Lenin no dice “al Estado”, retoma las palabras de Marx); cada miembro de la sociedad, por cumplir una cierta parte del trabajo socialmente necesario, recibe de la sociedad un certificado que constata la cantidad de trabajo que proveyó. Con ese certificado, recibe en los almacenes públicos de objetos de consumo, la cantidad correspondiente de productos. En consecuencia, descontando la cantidad de trabajo volcada al fondo social, cada obrero recibe tanto como dio. No es entonces “un reparto por igual”. Lenin subraya claramente la causa inicial de esta situación: “(Esta desigualdad se basa) en la aplicación de una regla única a personas diferentes, personas que, en efecto, no son ni idénticas ni iguales”. “Los individuos no son iguales: uno es más fuerte, otro más débil; uno está casado y otro no; uno tiene más hijos que otros…” Lenin subraya entonces aquí que no es exclusivamente la forma social del trabajo la que provoca la desigualdad en la participación en el trabajo y en los frutos del trabajo, sino también ciertos factores naturales, amplificados, por otra parte, por circunstancias sociales. Es justamente para sobrepasar esas desigualdades naturales que la abundancia es necesaria, porque permitirá repartir desigualmente sin que nadie sea privado de lo que necesita. De esta fase, en la que persistirá una forma regulada de desigualdad, habrá de todas maneras desaparecido “la explotación del hombre por el hombre” fundada en la propiedad privada de los medios de producción. Una primera forma “de injusticia” desaparecerá; pero quedan muchas otras. El derecho burgués subsiste entonces “como regulador (factor determinante) del reparto de productos y del reparto de trabajo entre los miembros de la sociedad (es decir, como valor)”. La obligación del trabajo es igual para todos.

Lenin expone luego las diferencias entre este régimen y el del comunismo integral, en el que el Estado habrá desaparecido, siguiendo exactamente las expresiones de Marx. No es una “promesa” sino una previsión para una época lejana: “no se le ocurrió nunca a ningún socialista ‘prometer’ el advenimiento de la fase superior del comunismo; en cuanto a la previsión de su advenimiento por los grandes socialistas, está basada en una productividad del trabajo distinta de la de hoy, y la desaparición del hombre instrumento de hoy…” La tarea concreta para ese lugar y momento es entonces la organización de la sociedad de transición y Lenin sueña evidentemente en Rusia, país atrasado: “Hasta el advenimiento de la fase ‘superior’ del comunismo, los socialistas exigen de la sociedad y del Estado ejercer el más riguroso control sobre la medida de trabajo y la medida de consumo; pero ese control debe comenzar por la expropiación de los capitalistas, por el control de los obreros sobre los capitalistas, y debe ser ejercido no por el Estado de los funcionarios sino por es Estado de los obreros armados”.

Lenin no vuelve aquí sobre el problema del reparto de la plusvalía. Pero la alusión a los obreros armados responde a esa cuestión. Esas palabras simbolizan acá al Estado de la clase obrera, o dictadura del proletariado. ¡No de la burocracia y los funcionarios de Estado, aunque hayan salido de la clase obrera, sino de un Estado que exprese a las masas productoras en sus soviets y consejos de empresa! En todo ese libro, por otra parte, Lenin se dedica a explicar en detalle lo que debe ser una democracia de masas, obrera, por oposición al Estado burgués, no una democracia de palabra, en la Constitución, sino en los hechos de todos los días, en la vida real, garantizada por los obreros armados. Y democracia es en principio competencia, elección pública motivada, que implica la libre discusión, la información total y detallada sobre todos los aspectos de la vida social, la abolición completa de los secretos sociales; en suma, todo aquello que justamente ha desaparecido tan profundamente de la vida soviética. Es esta democracia la que garantizará que el reparto de plusvalía beneficiará tan equitativamente como sea posible a todos (es decir, en el marco de una desigualdad de ganancias proporcional al trabajo provisto); dicho en pocas palabras, que la plusvalía social no podrá ser monopolizada por un grupo, una casta, una administración o una clase que la use para oprimir a la masa productora.

Se ha argumentado mucho a propósito de ese socialismo inferior que aparentemente se parece más a un capitalismo de Estado que a un socialismo, aun estatal. Lenin escribió mucho sobre eso, y es indiscutible que sostuvo cien veces, antes y después de Octubre, que el capitalismo de Estado era la mejor introducción al socialismo. Veía en esa forma de organización sociopolítica sobre todo la centralización, la organización, la planificación de las inversiones, de la producción, del rendimiento y de la circulación. El capitalismo de Estado, monopólico, era a sus ojos una forma de transición inmediata a las tareas socialistas, incluso en Rusia, donde los monopolios nacionales estaban mucho menos desarrollados que en Estado Unidos o en Alemania. Muy a menudo retomó ese razonamiento contra los federalistas, los partidarios de la comunalización de las empresas, la autonomía de las fábricas o unidades de producción. La forma centralizada de la producción, el monopolio, le parecía el molde por excelencia de la producción y acumulación socialistas. Dirigidos por los productores, los monopolios confiados a la colectividad, al Estado, se convierten en formas de la gestión socialista elemental de la economía.

En su informe La catástrofe inminente y los medios de impedirla, redactado en septiembre de 1917, se expresa sin ambages sobre la cuestión. Retomó este texto más tarde, en las discusiones sobre el “comunismo de guerra” en 1918, y después en el momento de la discusión sobre los sindicatos y sobre la NEP, en 1921 (El impuesto en especie). Escribió, lisa y llanamente: “el capitalismo monopólico de Estado significa inevitablemente, infaliblemente, en un Estado democrático verdaderamente revolucionario, la marcha hacia el socialismo. Porque si una gran empresa capitalista se convierte en monopólica es que relaciona al pueblo entero. Si se transforma en monopolio de Estado es que el Estado (es decir, la organización armada de la población y, en primer lugar, de los obreros y campesinos, en un régimen democrático revolucionario) dirige toda la empresa. ¿En interés de quién? O bien en interés de los grandes propietarios terratenientes y de los capitalistas (y tenemos entonces no un Estado democrático revolucionario sino burocrático reaccionario, una república imperialista) o bien en interés de la democracia revolucionaria; y entonces es una etapa hacia el socialismo. Porque el socialismo no es otra cosa que la etapa inmediatamente posterior al monopolio capitalista de Estado puesta al servicio del pueblo entero, y que, por lo mismo, dejó de ser un monopolio capitalista. Aquí no hay términos medios. El curso objetivo del desarrollo es tal que no sabría avanzar, después de los monopolios (cuyo número la guerra multiplicó varias veces), sin marchar al socialismo”.[1]

Todo esto está muy claro para quien comprende la dialéctica, y Lenin lo repitió mil veces. La forma monopólica y estatal del capitalismo, pasada por las manos de la masa productora puede y debe convertirse en una forma del socialismo. Esto supone el control por la masa, el control y la participación obrera en la base del aparato productivo y en todos los escalones, hasta la cima de la organización económica. En ese sentido, las formas monopólicas del capitalismo se metamorfosean: la estructura técnica es la misma, o incluso más potente, porque toda la competencia desaparece, incluso entre monopolios y trusts; pero las relaciones sociales que dependen de esa estructura cambian: el producto y el sobreproducto dejan de concretarse en el mercado; no hay más propietarios privados, no hay más mercancías capitalistas.

Estas ideas, hay que repetirlo, Lenin las retomó después de Octubre, especialmente en su informe La tarea esencial de nuestros días. Sobre el infantilismo de izquierda y la mentalidad pequeñoburguesa (mayo de 1918). Después de Octubre, repitió que “el capitalismo de Estado sería un paso hacia delante en relación con la situación actual de nuestra república soviética”. Y puso nuevamente la causa de la necesidad del pasaje “al capitalismo de Estado” en los peligros en que ponen al Estado obrero la economía pequeñoburguesa, descentralizada, del campesino medio y cómodo, del especulador, del pequeño comerciante. Exige con insistencia la centralización, el censo, el control de todas las fuerzas productivas, que nada se escape, que todo pueda ser apreciado, controlado, orientado, dirigido. Escribe, en 1918, que no habrá ni un solo comunista que niegue que “la expresión ‘república socialista soviética’ significa que el poder de los soviets intenta concretar la transición al socialismo y no que diga que el régimen económico actual es un régimen socialista”. Así, las relaciones económicas del momento no son ni siquiera las del socialismo elemental; es una combinación en la que el poder proletario es el único que pueda asegurar la predominancia política del socialismo. En cuanto al régimen económico, es una combinación de cinco elementos: 1) economía campesina patriarcal, es decir, natural en gran medida; 2) pequeña producción mercantil (los campesinos que venden su trigo, entre otros); 3) capitalismo privado; 4) capitalismo de Estado; 5) socialismo. Esas diversas formas económicas y sociales se entremezclan. ¿Y cuáles son las que predominan? Son los pequeños productores de mercancías, de tendencia capitalista. ¿Y contra quiénes luchan principalmente? Simultáneamente contra el capitalismo de Estado y el socialismo. Es por eso que hay que reforzar al mismo tiempo el capitalismo de Estado y el socialismo contra la marea creciente del pequeño productor de mercancías, sobre todo en el campo. La plusvalía del trabajo y de la renta de la tierra será así arrancada al capitalismo privado, pequeño y mediano, y centralizado poco a poco en la industria del Estado, permitiendo una redistribución socialista.

A la distancia, se ve que esta concepción, que permitió, con profundas crisis, una transformación radical de la estructura económica del país, convenía tanto a la política del “comunismo de guerra” que a la de la NEP. El repliegue sobre la NEP, en 1921, significa la necesidad de contemporizar con “el pequeño productor privado de mercancías”, concederles posibilidades de desarrollo, para restablecer un mercado libre para sus productos, es decir, una acumulación de renta y de beneficios capitalistas; en suma, un fracaso de la empresa inmediata  directa del “capitalismo de Estado”, sin hablar del sector propiamente socialista, que no era más que un embrión. Pero el problema que planteaba la NEP –coexistencia momentánea, y controlada, económica, social y políticamente por el Estado, por el poder obrero, entre los elementos del capitalismo, pequeño y mediano, y aquellos del socialismo y del capitalismo de Estado- era un problema a largo plazo y en esencia el mismo que el de la transición directa hacia el socialismo por el capitalismo de Estado preconizado por Lenin en 1918. Es por eso que Lenin, desarrollando en El impuesto en especie, en 1921, los principios de la NEP, reproduce ahí numerosas páginas de su informe de 1918. Es por eso que la NEP no era más que una “maniobra” en relación con el comunismo de guerra, porque el terreno fue sobre todo cedido en el sector agrario y comercial, y no en el de la industria pesada y de transformación, de los transportes, de la energía, en la que la centralización hizo enormes progresos entre 1918 y 1921 –pero progresos que, visto el bloqueo, la guerra civil, la intervención extranjera, la presión campesina, la falta de cuadros,  etc… condujeron al caos y a un desabastecimiento amenazante. Dicho al pasar, es también a causa de esta heterogeneidad de fuerzas sociales y económicas a dominar que se desarrolló una enorme burocracia, que terminó por considerarse gestora predestinada de la economía entera.

Se puede concluir entonces de esto que la “fase de la NEP” no es en absoluto, contrariamente a lo que afirman los autores estalinistas (sobre todo a partir de 1945) una fase necesaria en todas partes en las formas que tomó en Rusia. En Estado Unidos, en Inglaterra, en Europa occidental, son posibles algunas formas de pasaje inmediato al socialismo de Estado. Los monopolios hicieron gigantescos progresos desde 1945; dominan la situación tanto en Japón cuanto en Europa, en algunos países en los que comenzaron a destruir definitivamente el poder de la pequeña propiedad campesina. En cuanto a los trusts internacionales, los dominan todo, como todos aquellos que se unificaron en la Europa occidental después de 1950.

La combinación a la cual recurrieron Rusia, China, el Este europeo, los Balcanes y todo el Tercer Mundo no es en absoluto obligatoria en esos países. De aquí en adelante, la masa de la plusvalía, de excedente social, es monopolizada, canalizada y redistribuida por gigantescas unidades capitalistas y estatales, de manera que el pasaje a la forma socialista de redistribución de la ganancia nacional debe ser facilitada, y que la acción fundamental, esencial, de los productores asociados, consistirá en la distribución equitativa de los tiempos de trabajo, en su acortamiento general posible con una alta productividad y en el reparto social democráticamente planificado y controlado del excedente social.

2- Principios económicos del comunismo de guerra

Así, el “comunismo” se instauró en esa época como respuesta directa a la desorganización total del aparato económico, al desempleo masivo, a la guerra civil y extranjera. Es una estructura de crisis, impuesta por graves circunstancias, de la que depende la supervivencia de la revolución. Sin embargo, solo fue posible por las nacionalizaciones, el control obrero y la dictadura; pero sus formas no habían sido previstas y no podían serlo. No es cuestión de analizar la situación económica de ese período para sacar una síntesis orgánica. La observación daría resultados extraños: porque es un comunismo de hambre, de miseria, de guerra, en el que el Estado obrero lucha por sobrevivir, a cualquier precio, tomando todas las medidas excepcionales necesarias. La producción estaba prácticamente detenida en grandes sectores. En otros solo funcionaba para el ejército. Las formas de trabajo combinan la obligación y la libertad. Extensas regiones en el campo son dejadas a su suerte, viven en una economía casi natural. El país agota totalmente sus recursos.

Al mismo tiempo, vemos crearse estructuras de “capitalismo de Estado” de las que hablaba Lenin (transportes, industria pesada, arsenales). En esas condiciones, el análisis del sistema económico no da más que indicaciones excepcionales, que no se pueden generalizar. Y sin embargo, los bolcheviques se pronunciaron en muchas oportunidades en el curso de este período sobre el sentido económico fundamental de las nuevas relaciones. A propósito del reabastecimiento, de la organización del trabajo, de los objetivos de producción, del dinero circulante, los jefes bolcheviques esbozaban ya las relaciones sociales futuras, vistas como germen, en medio de condiciones harto desfavorables. Los escritos de este período conservan una gran importancia, a pesar de su carácter a menudo ocasional e improvisado, porque marcan una dirección de la que debieron apartarse con la NEP y de la que burocratización ulterior y la colectivización integral realizada a partir de 1930 han hecho perder hasta el recuerdo.

El fondo del problema está planteado en el ABC del comunismo, redactado por Bujarin y Preobrajensky para servir de comentario al nuevo programa del partido comunista. Escriben a propósito de las nacionalizaciones en el Estado proletario[2]: “De golpe, las bases mismas de la explotación son destruidas. El Estado proletario, organización del proletariado, no podrá explotar a la clase obrera: no puede explotarse a sí mismo. Bajo la dominación del capitalismo de Estado, la burguesía no pierde nada porque ciertas empresas privadas dejen de existir aisladamente, porque al asociarse explotan en conjunto al público tan bien como antes. Por la nacionalización proletaria, los trabajadores tampoco pierden nada por el hecho de que no son poseedores individuales de sus fábricas, porque las fábricas pertenecen a la clase obrera que se llama Estado soviético”.

La identificación de la clase obrera (tan minoritaria en la Rusia de entonces) con el Estado soviético es insostenible en teoría. Pero la frase a destacar aquí es uno no puede explotarse a sí mismo, que rápidamente se transformó en el leitmotiv que justificaba la armonía social ficticia en la URSS después de cincuenta años. Sin embargo, esta frase no vale más que todas las máximas abstractas y formales, en particular las de la Revolución Francesa (como el poder político pertenece al pueblo y éste no puede explotarse a sí mismo… etc.).

Las clases económicamente dominantes (y en consecuencia, también, en conjunto, políticamente) no pueden explotarse a sí mismas. ¿Qué quiere decir aquí “explotarse”? Significa sacar de su propio seno el excedente social que permite el acrecentamiento de los bienes (sociales o privados). Por definición, la clase dominante (sobre otra clase) vive de la clase dominada, del producto del trabajo de ésta. Los arcontes de la Antigüedad, los caciques de las tribus africanas, las castas administrativas de Asia y de África, los señores feudales, y finalmente la burguesía, vivieron del producto del trabajo de los esclavos, de los siervos, de los proletarios, en general de los dominados, los dependientes. Desde este punto de vista axiomático, las clases dominantes de la sociedad no se explotan a sí mismas en tanto que clases; pueden expoliarse o explotarse como grupos rivales (tribus, grupos jerarquizados en el seno del Estado), de manera que el jefe de uno corre el riesgo de convertirse en esclavo de otro, pero en tanto que clase dominante en su propia comunidad social (ciudad o Estado nacional en último término) no se explota a sí misma. En esa relación, la imposibilidad de una autoexplotación de la clase dominante es válida para todas las clases dominantes. Si no fuera así, el concepto de clase dominante sería contradictorio en sí mismo.

Sin embargo, esta imposibilidad es relativa. No tiene un carácter absoluto sino en relación con la clase entera y la fuente esencial de los beneficios de los cuales vive. Es relativa si se considera las clases reales, en las que reinan siempre ciertas formas de competencia y en las que el reparto del producto social, cuando ese producto es suficiente para generar un excedente creciente, crea diferencias marcadas, que se traducen en diferencias de formas y de cantidades en la apropiación, la expoliación, la explotación. En el sistema capitalista, la cuestión fue bien aclarada: la lucha por el reparto de la plusvalía y del beneficio hace que ciertas partes de las clases burguesas se consideran explotadas por otros: por ejemplo los comerciantes, que son despojados por los industriales; los campesinos, que están explotados por las industrias; los industriales, expoliados por los financistas, etc. E inversamente, los financistas que son despojados por otros financistas, los pequeños comerciantes por los grandes, y los pequeños explotadores campesinos que están explotados por todo el mundo, incluyendo los funcionarios. Todo esto es la competencia, derivada del mercantilismo capitalista, expresada en la lucha alrededor del presupuesto y el fisco. No es difícil hacer este mismo cuadro para las formas anteriores, por ejemplo la competencia entre clero, señores, burguesía de las ciudades, etc. por el reparto de los beneficios de la tierra, del comercio, etc. En todos esos casos, las clases explotadoras parecen explotarse a sí mismas en cierta medida. Pero no se trata de una explotación directa, solo de una expoliación mutua de los frutos de la explotación de las clases trabajadoras. No es más que una explotación relativa.

Es necesario entonces distinguir dos grados, dos formas de explotación, que son absolutamente diferentes: 1) la forma fundamental es la apropiación colectiva por las clases dominantes del excedente (y a veces de lo necesario) de la producción social de los dominados, los sin tierra y sin herramientas, los trabajadores en general; 2) la forma secundaria, derivada, que no una explotación propiamente dicha sino una expoliación mutua, que llega hasta la guerra, el robo puro y simple, y que no juega el mismo papel, porque no pone en causa el equilibrio fundamental de la sociedad, aunque los conflictos que engendra puedan llegar hasta el aplastamiento de un grupo dominante por otro, a la desaparición de ciertos grupos sociales.

No se trata entonces de dos formas o niveles análogos de explotación, sino de una forma general de explotación de la que deriva una forma subordinada de expoliación mutua en el interior de las clases dominantes. Bien entendido, en esta gran mezcla, hay toda clase de situaciones ambiguas, en el límite del clientelismo, del parasitismo, incluso de la estafa, de rivalidades de prestigio y de función, que son la basura de la competencia en el interior de una misma clase o de un mismo grupo social. Pero todo esto florece porque esta competencia interna hunde sus raíces en la explotación del trabajo de una clase por otra.

Ahora consideremos el caso en el que la burguesía capitalista fue eliminada como clase social económica y políticamente dominante. Es la clase obrera, organizada de manera más o menos variada (parlamentos, soviets, partido, sindicatos, ejército, eso importa poco ahora) que detenta el poder y los incentivos esenciales de la producción. En el caso teórico en el que esta  eliminación es radical, no puede tratarse de la dominación económica de una clase por otra, porque la dominación obrera hace desaparecer a la burguesía y su función económica. ¿Qué habría para explotar? Al ser la burguesía capitalista desarrollada, por definición, una clase explotadora, es decir, una clase cuya existencia proviene de la explotación del trabajo, esta existencia le es retirada bajo las dos formas: como explotadora y como clase pura y simple. No quedan más que los residuos humanos, los individuos, las familias. Pueden desaparecer o ponerse a trabajar como asalariados, y en ese caso pertenecen económicamente a la clase obrera que asume el poder (incluso si son políticamente manejados por otros). No es entonces una simple inversión de la situación. La burguesía es eliminada absolutamente, porque su existencia no puede reposar en la explotación de los asalariados, y es esa explotación la que engendraba su existencia. La masa de los productores, individual y colectivamente detentadora a la vez del poder económico y político, no explota otra clase. Es en ese sentido que no es más explotadora y que no  es más explotada por otra clase.

Formalmente, los productores dominantes y la burguesía dominante están en la misma situación: ni el uno ni el otro pueden explotarse a sí mismos. Pero es así por razones absolutamente diferentes. El contenido de la dominación, sobre todo desde el punto de vista económico, no es el mismo. En el caso de la burguesía, no  puede explotarse a sí misma porque vive de la explotación de los productores asalariados. En el caso de los productores, no pueden explotarse a sí mismos porque no hay una clase antagonista para explotar y todo el beneficio proviene de ellos y queda entre ellos. Lo mismo ocurre con la fuente fundamental de la explotación.

Pero hay otro análisis formal: es que subsiste también una explotación derivada, que está ligada  las formas del reparto de la plusvalía y del beneficio. Para el capitalismo, ese reparto es por competencia y se funda en el mercado libre, incluso si éste está dominado por los monopolios. Para la clase obrera, organizada como poder dominante, ese reparto, esa repartición, es planificada y no regida por la competencia, pero igual implica contradicciones, rivalidades, conflictos, desigualdades: es ahí donde se encuentra la fuente de las expoliaciones burocráticas; y en general solo es posible porque hay en la clase de trabajadores asalariados que la sostiene un principio de explotación mutua manifestada por el juego nuevo de la ley del valor.

En la historia de la URSS no se encuentra jamás esta situación claramente definida porque el comunismo de 1918 a 1921 fue obligado a plegarse a las exigencias de la guerra civil y extranjera, de la catástrofe de la economía y del retroceso de la producción; y más tarde porque la instauración de la NEP de 1921 a 1930 reintrodujo relaciones semicapitalistas en la economía asegurando de nuevo una base al desarrollo (controlado) de la explotación capitalista. Incluso después de la colectivización integral, el sistema agrario dejó subsistir el mercado koljosiano, es decir, una formación no socialista de beneficio. Al fin de cuentas, la fórmula según la cual “la clase obrera no puede explotarse a sí misma” es un sofisma destinado a velar los fenómenos de expoliación inevitables en una sociedad de transición y que, si no son tomadas por lo que son, eternizan estas relaciones de desigualdad que pueden muy bien, a la larga, reconstituir relaciones de explotación entre clases de un nuevo tipo. Nada impide que esto ocurra.

Incluso en las relaciones capitalistas, ciertas clases secundarias, o grupos sociales, son definidas por el origen y la forma de sus ganancias, es decir, por la forma del reparto de la plusvalía capitalista y del beneficio social entre ellas. En las relaciones socialistas, las relaciones capitalistas fundamentales se suprimen, pero las otras subsisten, y los nichos o clases sociales se dibujan sobre el terreno del reparto de la plusvalía. Como ese reparto es planificado y controlado, las fronteras entre los grupos sociales toman un carácter artificial y aleatorio, más mecánico, tal como en un ejército se retribuye, se alimenta, se hospeda y se viste a los hombres de manera distinta según su grado, las unidades, el arma a la que pertenecen y la región en la que están acantonados, aunque  todos los gastos sean sacados de una misma fuente, el impuesto.

La teoría general, programática, del comunismo de guerra, al afirmar que “la clase obrera no puede explotarse a sí misma” cuando está en el poder, transforma en axioma falaz dos verdades concretas absolutamente distintas: que la clase obrera no puede explotarse en ese caso tal como lo es por la clase capitalista, y que el comunismo de guerra de 1918 no puede ser el que deba producir una sociedad industrial muy evolucionada.

Lenin, que no les temía a las palabras, expuso muchas veces esta situación con la mayor claridad. “El trabajo comunista –dijo en abril de 1920[3]– en el sentido más estricto y estrecho del término, es el trabajo ejecutado gratuitamente en beneficio de la sociedad, el trabajo ejecutado no como un deber definido, no para obtener un derecho a ciertos productos, no según tasas preestablecidas y fijadas legalmente, sino el trabajo voluntario, sean cuales fueren las tasas, el trabajo ejecutado sin espera de una retribución,  sin condición de retribución, el trabajo ejecutado como consecuencia de un hábito de trabajar por el bien común, y siguiendo una idea consciente (transformada en hábito) de la necesidad de trabajar por el bien común; el trabajo como exigencia de un cuerpo sano”. Dicho de otra manera –y Lenin reafirma aquí lo que Kautsky le enseñó- el gasto de la capacidad de trabajo no tiene ningún valor, no tiene más que uso. No es remunerada por un salario en sentido propio. Agrega que se está muy lejos de “la aplicación general, verdaderamente masiva, de esta forma de trabajo” pero que se ven ciertos atisbos en algunas iniciativas como los subotniks (domingos comunistas), las brigadas de trabajo, los servicios de trabajo; y que una transformación tan profunda durará “años y decenios”.

En ese comunismo de guerra, los dos polos de la retribución socialista son el trabajo voluntario (un pequeño germen de devoción social, de contribución consciente), y el trabajo pagado en raciones, el paiok, relativamente iguales. Las dos implican una ruptura en el intercambio clásico de valores: la sociedad (miserable) da lo que puede; los hombres (miserables) dan también lo que pueden. Entre esos dos polos, la economía del salario en moneda, convertida en inflación sin medida, se hunde. Lo que dice Lenin es compatible con la situación de hecho y con la teoría. No afirma, como lo hace el ABC del comunismo, que en esas condiciones “la clase obrera no puede explotarse a sí misma”. Y su reserva con respecto a esto la justificó muy bien durante la discusión sobre las tareas de los sindicatos, en la segunda mitad d e1920, cuando los nuevos principios de la NEP iban a decidirse, pero no estaban aún establecidos.[4]

El hecho es, dice, que la clase obrera asume el poder (por los soviets y el partido comunista). Es el Estado. Pero es un “Estado con desviaciones burocráticas”. El Estado de la clase obrera no puede quizás oprimir y explotar a los obreros, por definición; pero en la práctica los trabajadores asalariados o con cualquier tipo de retribución deben ser protegidos de su propio Estado. Esto, según los términos de Lenin, “es la realidad de la transición”. El Estado, en la práctica, tomó esta forma (obrera). “¿Eso quiere decir que los sindicatos no tienen nada que proteger, que se los puede dispensar de proteger los intereses materiales y espirituales del proletariado enteramente organizado? No. Ese es un argumento completamente erróneo en teoría. Nos ubica en el dominio de las abstracciones, o de un ideal que haremos realidad en quince o veinte años, y no estoy seguro de que lo alcancemos en ese período… Nuestro Estado actual es tal que le proletariado completamente organizado debe protegerse a sí mismo, y debemos usar esas organizaciones obreras a fin de proteger a los obreros de su propio Estado y para que los obreros puedan defender nuestro Estado. Esas dos formas de protección se concretan por medio de un entrelazamiento particular de nuestras medidas estatales y nuestro acuerdo, nuestra cooperación con nuestros sindicatos”.

Lenin aprovecha además la ocasión para afirmar que el Estado de la dictadura del proletariado está lejos de ser puramente obrero: “Nuestro Estado no es realmente un Estado de obreros, sino un Estado de obreros y campesinos… Y puesto que el camarada Bujarin detrás de mí se pregunta extrañado «¿Qué clase de Estado? ¿Un Estado obrero y campesino?», no me detendré en responderle. Los que quieran hacerlo, que le recuerden el Congreso de soviets que acaba de terminar, ahí encontrarán la respuesta”.

Esta diatriba (dirigida contra las posiciones Trotsky y de Bujarin) está llena de sentido y sigue siendo un modelo de dialéctica. Lenin juzga a sangre fría el régimen del comunismo de guerra: una resistencia socio-militar dispersada contra asaltos internos y externos, “que impone un ataque frontal” –es una expresión suya– contra las fuerzas de la burguesía, comprendido el régimen de trabajo que ésta imponía. Pero esas fórmulas abruptas de transición no pueden ser tratadas en abstracto, desde el punto de vista de los principios del comunismo evolucionado, fruto de una muy alta productividad del aparato industrial. El Estado de la dictadura del proletariado, en el que el campesinado sigue siendo el grupo más numeroso, es todavía un aparato de coerción, burocrático, que disciplina una economía de miseria en la que la guerra civil trae aparejado un rápido desabastecimiento. Este Estado puede actuar a favor de los trabajadores de la industria y de los campos –y lo hace deliberadamente, a despecho de la democracia formal–, puede comenzar a concentrar la vida económica, sobre todo las inversiones y la industria de medios de producción (elaborando como una filigrana el “capitalismo de Estado” del que Lenin hablaba antes). Pero se trata de un Estado, de un cuerpo político y administrativo, y no de la clase obrera en sí misma. Este Estado, esta burocracia, debe ser tenido a rienda corta, controlado, por las organizaciones sindicales y comités de empresa, consagrados al control obrero. Los obreros asalariados, y también los campesinos pobres, deben ser protegidos del Estado, su propio Estado. Esta doble situación del Estado es la misma de todo el nuevo sistema económico. Y es justamente la que impide proclamar como un axioma que “la clase obrera en el poder no puede explotarse a sí misma”. Lenin no preveía ciertamente que su llamado de atención tomaría una fuerza verdaderamente revolucionaria medio siglo después de la Revolución de Octubre. Y es sin embargo lo que ocurre hoy, cuando “la explotación de los trabajadores por sí mismos”, bajo el dominio de una burocracia todopoderosa, se convirtió en el régimen durable, si no estable, que caracteriza los socialismos de Estado.

3- La Nueva Política Económica y la ley del valor

Trotsky está en los Urales en el invierno de 1919-1920, y desde allí dirige el trabajo económico y se esfuerza en organizar las “brigadas de trabajo”. Lenin le propone en ese momento que se haga cargo de la dirección de los transportes, completamente desorganizados. “De los Urales –cuenta Trotsky en Mi vida (2ª edición, p. 469)– volví con una provisión considerable de observaciones económicas que, en conjunto, podían resumirse en una sola: era necesario renunciar al comunismo de guerra. En la práctica, había visto claramente que los métodos del comunismo de guerra, que nos habían sido impuestos por todas las circunstancias de la guerra civil, se habían agotado por sí mismos, y que, para recuperar la economía, era indispensable reintroducir a cualquier precio el elemento de interés individual, es decir, reestablecer en uno u otro grado el mercado interno”. Le propone al Comité Central sustituir el reparto forzado de las vituallas por un impuesto sobre los cereales y la posibilidad de intercambios comerciales. En febrero de 1920, declara en el Comité Central: “La política actual de requisa igualadora de acuerdo con las normas de aprovisionamiento, de responsabilidad mutua y de reparto equitativo de los productos de la industria lleva a una reducción de la agricultura, a una pulverización del proletariado industrial y amenaza con quebrar definitivamente la vida económica del país”. La militarización de la producción la había hecho declinar, y esa ida cuesta abajo hacía sentir sus efectos sobre todo en el ámbito del reparto y de la circulación. De hecho, el modo comunista de requisa y reparto obligatorio conllevaba la disminución de la superficie cultivada, la creación de un mercado negro, y reemplazaba la distribución por las requisas. La industria se asfixiaba, al igual que las ciudades y los centros obreros en general.

La base de la economía rusa sigue siendo la agricultura, y el  declinar de la producción agrícola significa el hambre y la ruina del país (todo esto en las condiciones que planteaban el bloqueo y la guerra civil). De hecho, hay una ruptura completa entre la economía agraria y la economía industrial. En esas condiciones, el corregir el curso de la producción reside antes que nada en el restablecimiento de los intercambios sobre una base capitalista inevitable, es decir, en un mercado libre. El mercado debía ser extendido a los artesanos, a la pequeña producción industrial, al comercio urbano. En resumen, la vía se abría a un principio de acumulación capitalista, en competencia con una acumulación socialista (en esta fase la segunda debía apoyarse en la primera). Era la única manera de reestablecer la posibilidad de un excedente que creciera y de modificar las condiciones del reparto. Trotsky proponía prácticamente: 1) reemplazar la requisa de los excedentes por una cierta deducción en porcentaje (algo así como un impuesto progresivo sobre la ganancia, calculado de modo que tanto el cultivo más extendido cuanto el mejor logrado tengan de todas maneras una ventaja); 2) reestablecer una más exacta correspondencia entre los productos industriales provistos a los campesinos y la cantidad de cereales entregada por ellos, no solamente por cantones o regiones, sino incluso por familias. Estas propuestas fueron rechazadas por el IX Congreso pero puestas en práctica un año más tarde.

El caos que reinaba en esta época en la economía, la falta de censos, de registros, de controles en números, las necesidades de los gastos militares, las variaciones en las zonas controladas por el poder de los soviets, todo eso tornaba los datos sobre el comunismo de guerra muy vagos. Pese a eso, algunos números son muy elocuentes.

La expropiación de los grandes latifundios había hecho disminuir la producción destinada al mercado y a la exportación. Los cultivos industriales (lino, soja, algodón) habían bajado un 40% a fines de 1920. Los campesinos independientes pasaron de 55% a 96%; 30.000 terratenientes fueron expropiados. Pero los campesinos propietarios estaban aislados por la destrucción de los transportes. La industria no podía darles nada. Vivían librados a su suerte, cediendo de mala gana a las requisas y vendiendo a su alrededor, a precios de mercado negro, el poco excedente o las reservas disponibles. Los soldados iban y venían les arrancaban mucho más que el excedente. El 14 de mayo de 1918, un decreto reemplazó el intercambio por la requisa: “Los pocos objetos manufacturados que podían darse a los campesinos, se les dio a los pobres, para que ayudasen al proletariado (de las ciudades) a confiscar el trigo de los ricos”, escribe Víctor Serge.[5] La lucha de clases se intensifica en el campo, pero la masa de los campesinos pobres y medianos sostiene el poder de los soviets contra la vuelta de los grandes propietarios. La superficie sembrada había disminuido en 1920, en relación con 1913, un 12,5%; los rendimientos por hectárea, un 30%.

En la industria se asiste a un puro y simple desabastecimiento. La defensa armada absorbía los recursos principales, en productos y en transportes. La “ración social” reemplazaba cada vez más al salario y el hundimiento del rublo inducía a sustituir las operaciones contables por compensaciones monetarias. Las relaciones de salariado propias de las relaciones capitalistas comenzaban a desaparecer, pero sumidas en la ruina. La experiencia, a pesar de las circunstancias miserables, ponía por primera vez a la orden del día un sistema de vida económica en ruptura con el sistema clásico de la explotación capitalista. Para nosotros esta experiencia contiene más lecciones para el futuro de las que tuvo la Comuna de París para los bolcheviques.

Cuando el cambio de la NEP fue decidido, se vio a las claras que las relaciones de trabajo establecidas por el comunismo de guerra podían pese a todo ser muy amenazadas e incluso destruidas sin poner en cuestión el poder dentro del Estado. Esto prueba que ese Estado no era la clase obrera liberada “en sí misma” sino un aparato que podía estar a su servicio, ser incapaz de servirle o incluso serle hostil. Es por eso que Lenin estableció firmemente en los años 1921 y 1922 los derechos que debía asegurarse en cualquier circunstancia. Según su costumbre, en plena tormenta, no “teoriza”. Reclama decisiones prácticas, realizables. Es en la larga tesis sobre “el rol y las tareas de los sindicatos en las condiciones de la Nueva Política Económica” (1922) que se destaca más la nueva situación que debía armarse para la clase obrera asalariada en el período de la reconstrucción. Se elaboró un Código de Trabajo de acuerdo con esta idea. En octubre d e1922, V. Schmidt declaró que el sistema de ración social “conducía a un verdadero sinsentido económico: el salario es transformado en seguridad social que no deja el menor estímulo material para un rendimiento normal”.

En agosto de 1921, el Consejo de los Comisarios del Pueblo publicó un largo instructivo, siguiendo la decisión tomada en marzo de instaurar una “Nueva Política Económica”, en la que decía que “en las condiciones actuales de la remuneración del trabajo, los productores no se interesan en y no pueden interesarse en el resultado de su labor y en mejorar los métodos de producción”. Con la NEP “todas las formas de reaprovisionamiento obrero, salvo en lo que concierne a las vestimentas especiales, están comprendidas en el salario… Los elementos son distribuidos tanto a los obreros que trabajan aisladamente cuanto a los obreros que trabajan en grupo (en equipo, por tarea cumplida, etc.) de acuerdo con las cifras de producción que hayan obtenido”. Como declara poco después el Consejo superior de la Economía Nacional, la NEP “permite pasar del aprovisionamiento de la economía nacional por mano de obra con servicio obligatorio de trabajo al libre contrato de trabajo”, lo que implica “una modificación profunda de la política de salarios; el principio igualitario es abandonado y la remuneración corresponde a partir de ahora al trabajo realizado”. Todas esas disposiciones y apreciaciones expresan claramente el punto de vista de Lenin. Para él no podía tratarse en esas circunstancias de un debate teórico, sino de acciones prácticas; el costado teórico del problema no quedaba sin embargo olvidado, era pospuesto.

La vuela de tuerca de la NEP es en esencia una restauración parcial del mercado libre y de la economía monetaria en un momento en que la destrucción del mercado y de la moneda había agotado sus virtudes momentáneas (sobre todo su capacidad de destruir el poder del capitalismo burgués). Al restaurar el mercado de consumo, era necesario restaurar el mercado de trabajo, convertir los repartos en especie y en servicios (“gratuitos”) en repartos en salarios monetarios y luego restaurar una jerarquía de salarios según el rendimiento, medido de una u otra manera. Esas restauraciones se operaban siempre en el marco de una nacionalización de la industria pesada, de diversas garantías estatales para los asalariados, del monopolio del comercio exterior, etc., y del mantenimiento del poder socialista. De esta combinación resultan dos tendencias en gran medida antagónicas: una tiende al acrecentamiento de la exacción del Estado sobre la plusvalía socializada y centralizada (ligada al principio de planificación); la otra es el renacimiento de la diferenciación de clase (principio del mercado y regulación por el valor).

Son esas dos tendencias las que la burocracia de Estado se esforzará más tarde, después de la liquidación de la crisis de la NEP, en dominar dentro de una “colectivización integral” que se transformó en el marco de una explotación mutua inevitable. En 1922, Lenin no previó esas consecuencias más que en un aspecto limitado, aunque esencial: al constatar que los sindicatos y los soviets debían conservar, contra su propio Estado, el derecho a la crítica, a la reconvención y a la oposición que emanaba tanto de las circunstancias del comunismo de guerra cuanto de las de la NEP. Una sociedad asalariada que debía extenderse a toda la población trabajadora, absorbiendo a los trabajadores agrícolas en ese nuevo status, no podía sino ser una sociedad de explotación, bajo una forma que bien podemos llamar progresiva.


[1] Las intenciones de Lenin eran bien prácticas. Un joven militante bolchevique había publicado algunos artículos sobre las medidas económicas de la Alemania en guerra, que le interesaron mucho (se editaron luego: J. Larin, El capitalismo de Estado de los tiempos de guerra en Alemania, Moscú, 1928). Lenin, desde el día de la revolución, invitó a Larin a examinar la aplicación de esas medidas en las condiciones de la revolución soviética. Larin estimaba que la economía de guerra alemana era “una nueva fase de organización de la producción capitalista”, y que “la experiencia alemana tiene valor, porque nos permite prever de manera general cómo evolucionarán las cosas”. En el prefacio, dice que las empresas económicas de guerra alemanas “nos sirvieron de ejemplo en muchos aspectos cuando fueron se pusieron, en 1917-1919, los primeros cimientos del régimen soviético… Eso es cierto sobre todo por la manera en que hemos organizado la industria nacionalizada y procedido para recuperar los excedentes de trigo, repartido los impuestos en especie, organizado la circulación de mercancías sobre las bases colectivas, fijado la importancia de las raciones de acuerdo con la categoría social de los consumidores…de manera general, para toda la política alimentaria del régimen soviético en los primeros años de su existencia” (ver S. N. Prokopovicz, Historia económica de la URSS, 1952, pp. 334-338).

[2] N. Bujarin y E. Preobrajensky, ABC del comunismo, París, 1923, p. 259.

[3] De la destrucción del antiguo régimen a la creación del nuevo.

[4] Véase el discurso del 30 de diciembre de 1920 y el del 25 de enero de 1921. Fue en Cuba que las ideas de Lenin resucitaron.

[5] El año I de la Revolución Rusa, París, 1930, cap. XI, “El comunismo de guerra”. Ver también E. H. Carr, La revolución bolchevique, 1917-1923, vol. 2, 1952, cap. 17: “El comunismo de guerra”, en el que se puede acceder a una abundante documentación soviética. Y Lenin, Obras escogidas, vol. VIII, “El período del comunismo de guerra”, Moscú, 1937.

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