La naturaleza social de la URSS ha sido y sigue siendo materia de controversias profundas en el marxismo, en primer lugar en el movimiento trotskista, el que más ha trabajado y estudiado el tema. No pretenderemos resumir aquí casi un siglo de polémicas, que comenzaron ya incluso en vida de Lenin y que, a instancias del proceso de burocratización de la URSS, se extendieron a lo largo de décadas.
La posición más general de Trotsky es harto conocida: se trató de un estado obrero degenerado como resultado de la contrarrevolución burocrática stalinista, que ejerció el poder como una “casta” o excrecencia de la clase obrera, a la que expropió políticamente, vaciando sus organizaciones, pero a la vez conservando las “bases sociales del estado obrero”, es decir, la expropiación de la clase capitalista.
Como ha venido sosteniendo nuestra corriente desde hace décadas, y como se expone con detalle y profundidad en El marxismo y la transición socialista, de Roberto Sáenz, a nuestro entender las cosas fueron más complejas. Con la consolidación de la burocracia stalinista y el desalojo de la clase obrera del poder político efectivo, el carácter del estado soviético cambió. Sin llegar a retroceder a ninguna forma de capitalismo –algo que sólo ocurrió tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS y el PCUS–,[1] la formación social soviética (como luego sus “congéneres” del Este europeo) tampoco llegó a constituir una nueva “sociedad orgánica”, un nuevo “modo de producción burocrático” intermedio. A nuestro juicio, es más fecunda la caracterización de Christian Rakovsky, que consideró que la degeneración de la revolución y el encaramamiento en el poder de la burocracia stalinista abrieron paso a un estado burocrático “con restos proletarios comunistas”, una formación social profundamente inestable, transitoria, no orgánica y condenada a ser barrida o bien por la revolución proletaria o bien por la restauración capitalista (como a la postre sucedió).
Pero no se trata aquí de “ajustar cuentas” retrospectivamente sobre definiciones “sociológicas” normativas (vicio que hizo escuela en el propio movimiento trotskista, como veremos), sino de, a la luz de la experiencia histórica –y con la “ventaja” de tener a la vista el resultado de medio siglo de historia política luego de la muerte de Trotsky–, extraer las lecciones pertinentes de cara a los desafíos de los socialistas revolucionarios en el siglo XXI.
Como hemos dicho, somos críticos del uso de la categoría “estado obrero” en relación con la URSS y demás países llamados “socialistas”, pero esa crítica le cabe, ante todo, al movimiento trotskista de posguerra mucho más que al propio Trotsky. Y no por razones sentimentales o de “reverencia” hacia uno de los más grandes revolucionarios de la historia, sino por razones teóricas y metodológicas muy profundas.
Es imposible aquí siquiera intentar dar cuenta de la evolución del pensamiento de Trotsky respecto de este problema, sus cambios, sus vacilaciones, sus sutilezas metodológicas, sus cuidados, sus equilibrios (y a veces, sus desequilibrios). Esta tarea requiere de un abordaje serio, sistemático y crítico del conjunto de su elaboración sobre el estado soviético, que se encuentra en curso y cuyos resultados esperamos poder ofrecer próximamente.[2] Dentro de los límites de este texto, sólo queremos llamar la atención sobre un costado de la elaboración de Trotsky sobre el tema que la tradición “trotskista” posterior en general ha dejado de lado: el criterio de poner en primer plano los problemas reales, de contenido, del “objeto de estudio” –en este caso, el Estado y la sociedad soviéticas– por encima de las consideraciones normativas y las definiciones formales.
En ese sentido, queremos traer una colación una carta muy breve –poco más que una esquela– de Trotsky, escrita en febrero de 193y, referida a la actividad de los “bolcheviques leninistas” en la URSS, en el marco no sólo del trabajo militante sino también de la elaboración teórica e histórica (Trotsky se hallaba en proceso de redacción de su biografía de Stalin, que no llegó a terminar). La carta no aparece en la edición estadounidense –y, por lo tanto, tampoco en su traducción al castellano–, sino, que sepamos, sólo en la edición en francés (Oeuvres, a cargo de Broué), traducida del ruso. Si bien los pasajes más pertinentes para nuestro comentario se encuentran en el parágrafo 2, reproducimos como apéndice el texto completo en nuestra versión castellana (que acaso sea la primera).
La polémica más conocida y amplia –también una de las últimas– de Trotsky en el seno de la IV Internacional respecto del carácter de la URSS es la que sostuvo contra la fracción “antidefensista” del Socialist Workers Party estadounidense (SWP), encabezada por Max Schachtman y James Burnham (ambos, a la postre, terminarían lejos del marxismo, sobre todo Burnham). Esa disputa tuvo lugar desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial (septiembre de 1939) hasta el alejamiento de la fracción antidefensista en el congreso del SWP de abril de 1940. Es a primera vista comprensible que lo extremo de las posiciones antidefensistas –manifiestamente equivocadas, esquemáticas y antidialécticas– haya movido a Trotsky a definiciones a veces menos matizadas que en otros textos, en particular La revolución traicionada (1936). Sin embargo, subsiste el hecho de que en general, el tipo de argumentación esgrimido por Trotsky en esta polémica fue adoptado en el movimiento trotskista de posguerra como la definición casi canónica de la “ortodoxia” de la IV Internacional.
En ese sentido, la carta que estamos presentando es interesante porque parte de un contexto polémico muy diferente: no las unilateralidades extremas de los antidefensistas del SWP, sino las dudas o reservas de marxistas rusos –algunos enrolados en las filas del trotskismo, otros aún no– sobre la “etiqueta” o definición terminológica, más que sobre el contenido social real de la URSS. Es muy instructivo constatar que la reacción y la respuesta de Trotsky, a diferencia de su lucha ideológica y política encarnizada en todos los frentes contra el antidefensismo, son mucho más pacientes, abiertas y reflexivas.
Citamos el pasaje más relevante de la carta: “Sobre la cuestión de Alexandrova, no creo que el problema de la definición de la URSS como ‘estado obrero’ o no pueda constituir en sí mismo un obstáculo insuperable para un acercamiento político. Incluso en las filas de la IV Internacional, muchos camaradas se levantan contra la definición de la URSS como ‘estado obrero’. En la fuente de ese rechazo existe en la mayoría de los casos, en mi opinión, una falta de dialéctica en la manera de abordar el problema. En lo esencial, esos camaradas tienen sobre la URSS la misma apreciación que nosotros. Pero tienen la tendencia a emplear el concepto de estado obrero como una categoría lógica e incluso algo ética, y no como una categoría histórica que ha llegado al borde de su propia negación. Haría falta un acontecimiento de gran importancia, una reversión de la situación en la URSS, el derrumbe de la camarilla stalinista, para que esos camaradas se digan: ‘Sí, hasta ahora teníamos un estado obrero degenerado’. Más grave es la posición de Alexandrova sobre la guerra. (…) Considero que un acuerdo sobre este tema, así como sobre el programa de reivindicaciones transitorias, es infinitamente más importante que una divergencia (quizá sólo terminológica) sobre la URSS” (los resaltados son nuestros).
Lo primero que llama la atención en la consideración de Trotsky sobre esta polémica es que, lejos de efectuar acerbas críticas “principistas”, asume un terreno común en la evaluación de los hechos (“tienen la misma apreciación que nosotros”), y se limita a objetar su relativa “falta de dialéctica” (y no en todos sino en “la mayoría de los casos”). En segundo lugar, y de resultas de ese terreno común, asombra el tono casual, casi despreocupado, con que se refiere a los “disidentes” dentro de la propia IV Internacional respecto de la definición de estado obrero, que incluso “no constituye por sí mismo un obstáculo insuperable para un acercamiento político” con personalidades cercanas al, pero no integrantes del, movimiento trotskista, como era el caso de Alexandrova.
Esta cierta “indulgencia” de Trotsky respecto de una definición teórico-política que ocupaba un lugar central en la recién fundada IV Internacional es tanto más llamativa cuanto que en otras polémicas contra dirigentes de posiciones más cristalizadas el revolucionario ruso no acostumbraba hacer ninguna concesión. Si hay una cualidad del pensamiento y la acción política de Trotsky que rezuma por todos los poros y aparece a cada página de sus escritos –y esto vale más aún para los de la década del 30– es su absoluta escrupulosidad teórica y su voluntad de someter a crítica implacable, y con todo detalle, las posiciones que creía erróneas. Y sin embargo, ante la aparente “enormidad” de que militantes de su propio movimiento cuestionen la definición de la URSS como estado obrero –definición que, recordemos, era el condensado de batallas políticas y teóricas de Trotsky y la Oposición de Izquierda desde hacía más de quince años–, ¡Trotsky se refiere al tema con toda tranquilidad como una cuestión casi terminológica, y se ocupa de subrayar que esos militantes tienen, en el fondo, “la misma apreciación que nosotros”!
¿Cómo interpretar esta disposición de Trotsky, tan alejada de la caricatura que a veces se ha hecho de él que lo pinta como casi un obseso por hacer un mundo a partir de “pequeñas diferencias”? Por un lado, como dijimos, está la cuestión de la entidad de la disidencia: no se trata de dirigentes nacionales o internacionales de peso sino de la opinión de “muchos camaradas” que, es de suponer, eran parte de la base de las filas del trotskismo. Pero ese elemento no puede agotar la explicación. En nuestra opinión, la circunspección o discreción polémica de Trotsky se debe también a su convicción de que, habiendo acuerdo esencial sobre la “apreciación” de los hechos, la cuestión de la formulación concreta de la definición, la “divergencia quizá sólo terminológica”, no puede “constituir en sí mismo un obstáculo insuperable” para un acuerdo político.[3]
Lo paradójico del caso es que la crítica que sí le hace Trotsky a quienes dudan de o cuestionan la categoría de estado obrero le cabe, en mucha mayor medida, a la actitud del movimiento trotskista “oficial” de posguerra cuando buscaba reafirmar esa misma categoría. En efecto, a la salida de la Segunda Guerra Mundial la IV Internacional –ya con múltiples disidencias en su seno– hizo de la definición de estado obrero un concepto petrificado, osificado, transformándolo de la definición viva que hiciera Trotsky del estado soviético justamente en su opuesto: en “una categoría lógica e incluso algo ética”. Todas las salvaguardas, reservas y contradicciones que introdujera Trotsky en muchos de sus textos de aproximación al tema, y en particular en el más profundo y desarrollado de ellos, La revolución traicionada, que veremos enseguida, desaparecen en el trotskismo de posguerra, que trazó casi una raya divisoria alrededor de la categoría de estado obrero.[4]
Dejamos para el final la cuestión más profunda e interesante: ¿cuál es el significado concreto de la a primera vista sorprendente afirmación de Trotsky de que, después de todo, la categoría de estado obrero, que no es “lógica” ni “ética”, sino “histórica”, se encuentra “al borde de su propia negación”? A nuestro juicio, es evidente que en Trotsky la definición del estado soviético no se hace con un criterio aristotélico formal de categorías fijas y estables (“lógicas”), sino que, sujeta como está a las vicisitudes de la historia real, de la lucha de clases, incluye de manera inescapable un elemento de tensión permanente e incluso de apuesta política entre lo que la definición designa y la realidad social sobre el terreno. Trotsky era más consciente que nadie de esa tensión.
De allí que, en contraste absoluto con el normativismo esquemático, casi escolástico, con que fue revestida la categoría en la segunda posguerra, para Trotsky siempre se trató de una definición dinámica, inestable, condicional, lastrada de contradicciones no resueltas. Y esas contradicciones debían saldarse, en la visión de Trotsky, precisamente a la salida de la Segunda Guerra Mundial, que resolvería esas tensiones en uno u otro sentido, y de ese resultado dependía, a su juicio, no ya el destino de la URSS sino el carácter de toda una época de la lucha de clases. Así lo anunció en múltiples textos, sobre todo posteriores a 1938. Citemos sólo uno, precisamente de En defensa del marxismo: “Un cuarto de siglo es muy poco tiempo para el rearme de la vanguardia proletaria mundial, y demasiado tiempo para mantener intacto el sistema soviético en un país aislado y atrasado. La humanidad está pagando esto con una nueva guerra imperialista, pero la misión fundamental de nuestra época no ha cambiado, por la sencilla razón de que no se ha realizado. (…) La segunda guerra imperialista concede a esta tarea por cumplir un rango histórico muy elevado. Pone de nuevo a prueba no sólo la estabilidad de los regímenes existentes, sino la capacidad del proletariado para reemplazarlos. Los resultados de esta prueba tendrán una importancia decisiva a la hora de considerar la época moderna como la época de la revolución proletaria. Si, contra todo pronóstico, la Revolución de Octubre no encuentra, durante la guerra o tras ella, su continuación en alguno de los países avanzados, y si, por el contrario, el proletariado es derrotado en todos los frentes, tendremos que replantearnos nuestra concepción de la época actual y sus fuerzas motoras. No se trataría sólo de un ejercicio literario sobre la denominación de la URSS y de la banda de Stalin, sino la reconsideración de la perspectiva histórica del mundo en las próximas décadas, quizá en los próximos siglos” (“La URSS en guerra”, septiembre de 1939, en En defensa del marxismo, Barcelona, Fontamara, 1977, p. 36, subrayado nuestro).
Sin duda, el carácter un tanto apocalíptico de la alternativa a la extensión de la revolución socialista tras la guerra –extensión que incluiría para Trotsky, fuera de toda duda, el derrocamiento revolucionario de la burocracia de Stalin– tiene en parte un sentido polémico. Pero sólo en parte: Trotsky estaba absolutamente convencido de que el desenlace de la guerra admitía esencialmente sólo dos resultados posibles, el triunfo de la revolución o la instauración de una noche negra contrarrevolucionaria sobre el planeta (opción que también incluía la desaparición de la burocracia stalinista, sólo que en este caso a manos de la restauración burguesa y fascista).
Ningún examen honesto de los análisis y previsiones políticas de Trotsky una vez desatada la Segunda Guerra Mundial (e incluso desde antes) permite suponer que el revolucionario ruso consideraba la posibilidad de un resultado diferente e “intermedio” como el que de hecho tuvo lugar: el de un statu quo inestable de “convivencia regulada” entre el imperialismo liderado por EEUU y la burocracia stalinista de la URSS sobre la base de la derrota del fascismo.
Ese escenario era impensado para Trotsky, que cifraba toda su apuesta política marxista en que el desarrollo de la guerra abriera paso a un ascenso revolucionario clásico, siguiendo en cierto modo el modelo de la Primera Guerra Mundial. Y este marco de referencia político de Trotsky es completamente inseparable de la continuidad de su definición de la URSS como estado obrero, en la medida en que esta formación altamente inestable y “al borde de su propia negación” debía dejar su lugar y cristalizar de manera ineluctable en un orden social orgánico. Esto es, la regeneración del estado obrero con el triunfo de la revolución socialista o su desaparición a instancias de la contrarrevolución fascista.
Es esta tensión tremenda entre los dos grandes polos de la lucha de clases, que desgarraba de contradicciones la cuestión del carácter social de la URSS, la que sostenía el muy sano criterio metodológico de Trotsky de no darla por saldada justo cuando se hallaba en las vísperas de una resolución categórica en uno u otro sentido. Ahora bien, es justamente esta tensión la que momentáneamente queda fuera de escena a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Y, en otra paradoja, es en esas circunstancias que la mayoría del movimiento trotskista decide perpetuar la definición de la URSS como estado obrero, tomándose exclusivamente del criterio económico de las relaciones de propiedad y pasando por alto la confrontación permanente de las categorías teóricas con la realidad social, cotejo que era consustancial al método de Trotsky.
En el capítulo IX (“¿Qué es la URSS?”) de La revolución traicionada, el último apartado, donde Trotsky resume la discusión, lleva el significativo título de “El problema del carácter social de la URSS aún no está resuelto por la historia”. Allí Trotsky subraya el carácter “transitorio” o “intermedio” del régimen burocrático, lo que implica “descartar las categorías sociales acabadas”, porque, en última instancia, “el problema será resuelto definitivamente por la lucha de las dos fuerzas vivas [el proletariado y la clase capitalista-imperialista. MY] en el terreno nacional y en el internacional. Naturalmente, los doctrinarios no quedarán satisfechos con una definición tan facultativa. Quisieran fórmulas categóricas; sí y sí; no y no. (…) Pero nada es más peligroso que eliminar, para alcanzar la precisión lógica [otra vez el resguardo contra anteponer la “coherencia lógica” a las relaciones sociales reales. MY], los elementos que desde ahora contrarían nuestros esquemas y que mañana pueden refutarlos. En nuestro análisis tememos, ante todo, violentar el dinamismo de una formación social sin precedentes y que no tiene analogía. El fin científico que perseguimos no es dar una definición acabada de un proceso inacabado, sino (…) prever las diversas fases del desarrollo ulterior y encontrar en esta previsión un punto de apoyo para la acción”.” (La revolución traicionada, Buenos Aires, Antídoto-Gallo Rojo, 2008, pp. 172-173, resaltados nuestros).
Hay aquí dos lecciones que el trotskismo de posguerra no asimiló, y de hecho desoyó. Primera, que, lejos de toda pretensión de “precisión lógica”, la definición del “carácter social de la URSS” debía admitir, necesariamente, muchos elementos “facultativos”, condicionales y sujetos al “desarrollo ulterior” de la lucha de clases, que es la que terminaría resolviendo la cuestión. Y segunda, que en razón de todos los elementos que “hoy contrarían nuestros esquemas y mañana pueden refutarlos”, el peligro mayor de cualquier definición basada en “fórmulas categóricas” es “violentar el dinamismo de una formación social sin precedentes y sin analogía”. En oposición a estos sanos principios metodológicos de Trotsky, el trotskismo de posguerra cometió exactamente todos los pecados contra los que advertía el cierre del capítulo de La revolución traicionada dedicado al carácter de la URSS, y procedió a una calcificación conceptual de la definición de la URSS como estado obrero.
Volviendo a la carta de Trotsky de febrero de 1939, encontramos allí entonces una continuidad de criterios en la reflexión sobre el problema de la URSS, que podemos, algo esquemáticamente, enumerar como sigue:
1) El núcleo decisivo que permite llegar a acuerdos políticos para la acción reside en la consideración de los hechos sociales reales y las tareas que se desprenden de ellos, no en las coincidencias o divergencias “terminológicas”.
2) La definición de la URSS como estado obrero burocratizado se originó como resultado de un proceso histórico y de un período de la lucha de clases concreto, por lo que serían sus eventuales desarrollos los que determinarían el sentido de su utilidad y su vigencia como tal categoría.
3) En Trotsky, por lo tanto, las categorías conceptuales y su utilización deben seguir como la sombra al cuerpo, en su flexibilidad, en su dialéctica, en su relativa inestabilidad, en sus condicionalidades, las contradicciones del movimiento social real, en vez de estar atadas a la exigencia de una “coherencia lógica” que termine forzando o “violentando el dinamismo” de la realidad.
Esto último es, a nuestro juicio, lo que terminó sucediendo en el movimiento trotskista de posguerra y su codificación esquemática, “lógica”, de una categoría marxista que en Trotsky siempre había tenido un carácter mucho más vivo y dialéctico. Las consecuencias de ese enfoque se dejan sentir hasta hoy en buena parte de las organizaciones que se reivindican del trotskismo, en la medida en que les resulta muy difícil apartarse de esa matriz teórica. Matriz que, en las condiciones actuales, sólo puede constituir un obstáculo a la hora de ajustar cuentas definitivamente con la nefasta tradición del stalinismo no ya en el terreno meramente historiográfico del carácter de la desaparecida URSS sino, lo que es mucho más serio, en el de la teoría de la revolución y las necesidades de renovar y reafirmar la perspectiva auténticamente socialista y emancipadora en el siglo XXI.
Apéndice
León Trotsky
“Cuestiones del trabajo ruso” (17 de febrero de 1939) [1]
En León Trotsky, Oeuvres, tome 20, Janvier 1939 – Mars 1939, pp. 137-138 (edición al cuidado de Pierre Broué, París, Institut Léon Trotsky, 1985). Las notas entre corchetes fueron intercaladas por Broué.
Traducción de Marcelo Yunes.
Estimado camarada:
He recibido su carta número 3 del 26 de enero, con las notas y extractos adjuntos. Sobre el fondo de las cuestiones que usted plantea:
1- En lo que hace al concepto de “viejo bolchevique”, creo que hay que evitar toda pedantería. Por supuesto, hay que plantear en primer lugar el criterio cronológico. Pero éste debe complementarse con un criterio político. Sólo se puede hablar de muchas personalidades extendiendo el concepto de “viejo bolchevique” al de “viejo revolucionario” o incluso simplemente al de “revolucionario”.
El problema que nos ocupa es el exterminio de dos o tres generaciones de revolucionarios por parte de la burocracia bonapartista. El criterio político debe prevalecer sobre el simple criterio cronológico y sobre el criterio formal de pertenencia al partido. Creo que con una combinación del criterio formal y el criterio político alcanzará el resultado adecuado. Ese trabajo es sumamente valioso y tendrá, sin duda, repercusión internacional.
2- Sobre la cuestión de Alexandrova,[2] no creo que el problema de la definición de la URSS como “estado obrero” o no pueda constituir en sí mismo un obstáculo insuperable para un acercamiento político. Incluso en las filas de la IV Internacional, muchos camaradas se levantan contra la definición de la URSS como “estado obrero”. En la fuente de ese rechazo existe en la mayoría de los casos, en mi opinión, una falta de dialéctica en la manera de abordar el problema. En lo esencial, esos camaradas tienen sobre la URSS la misma apreciación que nosotros. Pero tienen la tendencia a emplear el concepto de estado obrero como una categoría lógica e incluso algo ética, y no como una categoría histórica que ha llegado al borde de su propia negación. Haría falta un acontecimiento de gran importancia, una reversión de la situación en la URSS, el derrumbe de la camarilla stalinista, para que esos camaradas se digan: “Sí, hasta ahora teníamos un estado obrero degenerado”.
Más grave es la posición de Alexandrova sobre la guerra.[3] ¿Está ella de acuerdo, por ejemplo, con el punto de vista desarrollado en el artículo “Lecciones de actualidad”? Considero que un acuerdo sobre este tema, así como sobre el programa de reivindicaciones transitorias, es infinitamente más importante que una divergencia (quizá sólo terminológica) sobre la URSS. La descomposición del viejo núcleo menchevique es evidente al leer Sotsialistitcheski Vestnik [4]: hay divergencias de apreciación sobre las cuestiones fundamentales ligadas al imperialismo y a la guerra. No es sorprendente: ¡la guerra se aproxima!
Si usted logra ganar a Alexandrova, que es sin duda alguna una persona capaz y reflexiva, le daremos una medalla. Por ejemplo, la de Alejandro Nevski,[5] que ahora está de moda.
3- Con respecto a Grasset, le escribí a Denise [Naville];[6] espero que esté de acuerdo.
4- En Nueva York hemos encontrado el folleto de Chumiatsky,[7] Turujanka.
5- El problema más difícil, y con mucho el más importante, es el “triunfo del Termidor”,[8] el cambio de estado de ánimo en las masas profundas, en el partido y en el aparato soviético. Ese capítulo es el más arduo. Ya he hablado de eso en mi autobiografía, pero me apoyé en impresiones personales y consideraciones de orden general. En mi Historia de la Revolución Rusa me esforcé en caracterizar las distintas etapas del reingreso de las masas en el proceso revolucionario. Ahora habría que desarrollar la película en el sentido contrario, es decir, mostrar el descenso, el declive del espíritu revolucionario, la caída de las masas en la indiferencia, el despertar de las viejas ideologías –que no han cambiado un ápice– y, por otro lado, el surgimiento de corrientes conservadoras, termidorianas, en los estratos dirigentes. No existe ningún libro o artículo, o casi ninguno, sobre esto. Pero se encuentran aquí y allá, en distintas publicaciones, datos aislados, indicaciones, comentarios, hechos, episodios. ¿Tiene idea de qué se puede conseguir allí en París? Incluso detalles aislados pueden sernos de gran utilidad aquí para permitirnos llegar a una caracterización de este período en su conjunto.
Notas [de Pierre Broué]
- Carta (7D4) a L. Estrin y M. Zborowski, traducida del ruso con la autorización de la Houghton Library.
- Vera Alexandrova era el pseudónimo literario de Vera Alexandrovna Mordvinova (1895-1972), esposa del dirigente menchevique Solomon Schwartz Monosson. Era especialista en literatura soviética, en especial en sus relaciones con la sociedad, y se encontraba cerca de las posiciones trotskistas.
- Parece que sobre la guerra Alexandrova estaba a favor de una posición “derrotista” respecto de la URSS.
- Ese órgano en el exilio del partido menchevique era reflejo de la crisis profunda que sacudía a los exiliados. F. Dan se había aproximado mucho a las tesis stalinistas.
- El príncipe Alejandro Nevski es un héroe del antiguo pasado ruso; [el stalinismo] acababa de restablecer una condecoración con su nombre.
- Denise Khan (1896-1969), esposa de Pierre Naville, vivía en París y ayudaba en sus investigaciones a Trotsky, que quería recurrir a ella para la edición francesa de su Stalin.
- El obrero sastre Iakov B. Chumiatsky (1887-19??), ex miembro del Bund y bolchevique desde 1908, había sido deportado a Turujanka; Trotsky buscaba un ejemplar de sus recuerdos de deportación para la biografía de Stalin.
- Por analogía con la revolución francesa, Trotsky llamaba Termidor a la reacción stalinista.
[1] En ese punto tomamos distancia de elaboraciones de varias corrientes trotskistas de posguerra que incluso hoy consideran que se trataban de variantes de “capitalismo de Estado”, definición que no compartimos. Todavía menos razonables nos parecen, desde ya, elaboraciones que tuvieron su cuarto de hora en determinados períodos de la posguerra, como la de “colectivismo burocrático” o el mencionado “modo de producción burocrático”, que se revelaron como totalmente inadecuadas e impresionistas. En ese punto, le asistía total razón a Trotsky cuando señalaba la ausencia de elementos sólidos sobre los cuales apoyarse para asignar a la burocracia stalinista una “vida histórica” tan larga. Y si bien, contra los pronósticos de Trotsky, el stalinismo sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial –de hecho, salió fortalecido de ella–, el gran revolucionario ruso acertó plenamente en cuanto a que, a escala histórica, la burocracia estaba condenada a no ser más que una “excrecencia social temporaria”, no una clase orgánica.
[2] Esto requiere, en primer lugar, de una recopilación y revisión exhaustivas de los escritos de Trotsky sobre el tema entre 1918 y 1940, que entre libros, folletos, artículos y cartas superan holgadamente el centenar de textos. El estado de presentación de los escritos de Trotsky en general es sumamente desparejo y asistemático. La edición estadounidense de los Escritos 1929-1940 (como su versión castellana de 1979) se atiene a un criterio estrictamente cronológico, al igual que la edición francesa a cargo de Pierre Broué, que, en 24 tomos, abarca el período 1933-1940, a lo que se agregan otros tres volúmenes para el período de enero de 1928 a mayo de 1929. La infinita riqueza de la producción de Trotsky desde la Revolución Rusa hasta su exilio –es decir, el período que está fuera de los Escritos– se encuentra todavía más desordenada y desperdigada en un mosaico de textos, en versiones completas o no según la lengua a que se hayan traducido (algo que por otra parte sucede incluso en las versiones de los Escritos en inglés y en francés, plagadas de ausencias y presencias cruzadas). El corpus de la obra de Trotsky sigue muy lejos de estar accesible en un formato realmente integral de “obras completas”; mucho menos aún puede hablarse de la existencia de intentos de organización temática de sus trabajos como el que estamos proponiendo.
[3] De hecho, y como aclara inmediatamente después, la aparente posición antidefensista de Alexandrovna sobre la cuestión de la URSS y la guerra es “más grave” e “infinitamente más importante”. Nuevamente, aquí vemos cómo a Trotsky le interesa la sustancia y no la cuestión “terminológica”.
[4] En este proceso sin duda influyó, como señalábamos más arriba, el tipo de polémica y el carácter social y político de la corriente antidefensista, que en cierto modo obligó a Trotsky a “inclinar la vara hacia el otro lado”. Pero lo que era lícito en el contexto de un debate con una corriente que claramente se alejaba de la revolución lo era mucho menos a la hora de hacer una evaluación marxista profunda de los resultados y las consecuencias de la consolidación de la burocracia stalinista en la URSS a la salida de la Segunda Guerra Mundial.
[…] que sólo ocurrió tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS y el PCUS–,[1] la formación social soviética (como luego sus “congéneres” del Este europeo) tampoco […]