La alianza entre la guerra y el capital

La era de la combustión militar

En un contexto de crisis de acumulación, intensificación de las disputas geopolíticas y caída de la rentabilidad, las potencias imperialistas redirigen grandes porciones de capital hacia la industria militar.

El resultado es una economía en la que el fuego de la guerra alimenta los engranajes del capital. La geopolítica se tiende a imponer sobre el curso de la economía, los grandes bloques compiten por territorios, recursos y supremacía tecnológica en un planeta saturado de conflictos.

El retorno del fuego imperial

El mundo atraviesa una fase de combustión global, dentro de la cual las tensiones políticas, económicas y militares se acumulan como gasolina en una atmósfera saturada de crisis. Las grandes potencias no compiten únicamente en los mercados, sino también en el terreno armado, disputando territorios, recursos y zonas de influencia mediante la amenaza constante de guerra.

Estados Unidos destina hoy más de 900 mil millones de dólares anuales al gasto militar, la cifra más alta de su historia, mientras China incrementa su presupuesto de defensa en más del 7% cada año. Europa rompe sus límites de austeridad para rearmarse; Alemania, por ejemplo, impulsa un fondo especial de 100 mil millones de euros para fortalecer su ejército. La OTAN, lejos de disolverse tras la Guerra Fría, se expande hacia el Este y redefine su doctrina para enfrentar no solo a Rusia, sino también a China.

Este nuevo (des)orden mundial tiene cada vez más la geopolítica como eje organizador, un factor de la realidad que gana peso y limita la lógica del libre comercio neoliberal. El capitalismo atraviesa una crisis, al encontrar un cierto límite a su capacidad de expansión productiva (aunque también hay nuevos sectores de acumulación capitalista, como la IA), y en su lugar reaparece la violencia como motor del reacomodo de piezas en aras de la generación de riqueza o redistribución de los recursos existentes.

La guerra es un negocio, un campo de acumulación donde las industrias armamentistas, tecnológicas y energéticas absorben capitales. El complejo militar-industrial estadounidense incrementa sus ganancias con cada conflicto abierto, mientras las empresas europeas (como Rheinmetall o BAE Systems) están luchando por su porción… y no son las únicas.

El imperialismo vuelve a tomar forma territorial. El mapa mundial está en proceso de redibujarse en torno a corredores energéticos, rutas marítimas y enclaves estratégicos. África, el Ártico, Medio Oriente y el Pacífico se transforman en escenarios de una nueva disputa colonizadora.

Las potencias actúan cada vez más con una lógica de apropiación directa, ya no solo financiera o comercial, sino física, en el que el control del suelo y de los recursos resulta vital para sostener su economía. En este contexto, los consensos que sustentaban las democracias liberales se erosionan, abriéndole la puerta a una mayor incertidumbre sobre el futuro.

El taller del capital bélico

La industria armamentista crece y se concentra en torno a unas pocas potencias y grandes empresas que orientan la economía militar global. Según SIPRI (Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo), Estados Unidos controla cerca del 43% de las exportaciones mundiales de armamento en el periodo 2020–2024, mientras Francia ocupa la segunda posición con alrededor del 9,6% y Rusia queda por debajo con aproximadamente 7,8%.

El volumen total de transferencias de armas se mantiene en niveles altos, impulsado por la demanda europea y por los conflictos abiertos. La facturación de las mayores empresas militares confirma esa tendencia. Las ventas combinadas del SIPRI Top 100 alcanzan unos 632 mil millones de dólares en 2023, un incremento del 4,2% respecto al año anterior y del 19% desde 2015.

La mitad de esos ingresos provienen de compañías estadounidenses, y los principales proveedores privados—Lockheed Martin, Boeing/RTX, Northrop Grumman y otras—marcan la agenda tecnológica y comercial del mercado de armas. Los tipos de sistemas que se producen y venden reflejan la nueva forma de la guerra: misiles de precisión, drones armados y sensores, vehículos blindados modernos, barcos y sistemas antiaéreos dominan los contratos, mientras la carrera por capacidades ciber-militares y espacio militar acelera la demanda de tecnología dual.

Europa aumentó sus importaciones cerca de un 155% en los últimos cinco años, y la guerra en Ucrania convierte a ese país en el mayor importador reciente, multiplicando por decenas su compra de armas, lo que genera un mercado enorme para fabricantes y contratistas. Pero el viejo continente quiere revertir esa tendencia dependiente y robustecer su propia industria.

El comercio no solo favorece a los productores tradicionales, surgen nuevos competidores estatales e industriales, como Corea del Sur y Turquía, que consiguen contratos por aviación, artillería y vehículos. Al mismo tiempo, la asistencia militar masiva desde Estados Unidos hacia teatros de conflicto beneficia directamente a su complejo militar-industrial; por ejemplo, parte significativa de la asistencia a Ucrania circula mediante compras o uso de equipo producido por empresas norteamericanas, inyectando decenas de miles de millones en órdenes y reposición de stock.

En conjunto, la tecnología, la producción y el comercio de armamento constituyen un circuito de acumulación propio. El capital público y privado se orienta a sistemas militares, los Estados compran y avalan contratos, y las empresas reinvierten en I+D (investigación y desarrollo) militar para asegurar contratos futuros. Ese vínculo entre poder político, gasto estatal y beneficio privado transforma la guerra y la amenaza de guerra en un instrumento central de la reproducción capitalista.

El capital y su combustible bélico

La guerra, y aún más la amenaza constante de guerra, se están convirtiendo en uno de los principales motores de la economía internacional en este momento. Las potencias canalizan enormes volúmenes de capital hacia la industria militar, que ya no depende solo de la producción bélica en tiempos de conflicto, sino que se sostiene en una “economía de guerra cuasi permanente”, en el que la preparación, el mantenimiento y la reposición del armamento constituyen un ciclo continuo de acumulación.

El gasto militar global (según el SIPRI) superó en 2024 los 2,4 billones de dólares, el nivel más alto desde que existen registros. Este flujo masivo de dinero alimenta un circuito cerrado entre el Estado, las empresas de defensa y el sistema financiero. Los gobiernos compran o subvencionan armamento con dinero público, las corporaciones lo producen y los bancos lo financian.

Cada nuevo conflicto o amenaza, ya sea Ucrania o el mar del Sur de China, acelera la demanda y genera picos de cotización en bolsa de las principales firmas armamentistas. En 2023, las acciones de Lockheed Martin subieron más de un 30%, las de Rheinmetall casi se duplicaron, y BAE Systems registró su mejor resultado en dos décadas. Esto muestra que la escalada se viene preparando desde hace años.

La guerra también dinamiza sectores complementarios como la industria energética, que se beneficia del encarecimiento del petróleo y el gas; la minería, que abastece la demanda de litio, níquel y uranio para tecnología militar; y la reconstrucción, que convierte la destrucción en un abundante mercado.

Las empresas funcionan con contratos respaldados por los mismos gobiernos que impulsan las guerras. Es un círculo perverso donde la devastación abre espacio a nuevas inversiones y a la expansión de los capitales imperialistas. La guerra, lejos de ser una interrupción en la dinámica del capitalismo, es un estado particular de él; se destruye para crear demanda, se militariza para mantener la rentabilidad, se convierte la amenaza en una condición constante. Las potencias se construyen en torno al fuego.

El mercado global de la guerra

Vamos a revisar algunos de los acuerdos más relevantes anunciados en los últimos meses sobre compra y venta de armamento, vehículos y tecnología. En todos los casos el derroche de dinero es gigantesco y da cuentas de la acumulación de “capital militar” en los principales centros imperialistas.

1- El Reino Unido y los Estados Unidos cristalizaron un gigantesco acuerdo de inversión tecnológica y nuclear valorado en 205 mil millones de dólares, que reafirma la histórica alianza militar entre ambos países. El pacto compromete 150 mil millones de libras esterlinas en inversiones por parte de gigantes tecnológicos y fondos financieros estadounidenses en el Reino Unido, dentro del marco del llamado “Acuerdo de Prosperidad Tecnológica”.

El documento formaliza la cooperación en inteligencia artificial, computación cuántica y energía nuclear, sectores clave no solo para la “innovación civil”, sino también para la capacidad militar y de vigilancia. El primer ministro británico, Keir Starmer, declaró que se trata del mayor paquete de inversión en la historia británica.

Dentro de los aspectos más concretos del pacto se encuentra la versatilización del sector nuclear como base para tecnologías duales (militares y civiles). Por ejemplo, la empresa estadounidense X‑Energy junto con la británica Centrica colaborarán en la construcción de hasta 12 reactores modulares avanzados (SMR) en Hartlepool, en el noreste inglés. Asimismo, otro consorcio encabezado por Holtec, EDF Energy y Tritax planea desarrollar centros de datos alimentados por SMR (reactores modulares pequeños) en Nottinghamshire.

2- El Reino Unido consolida su rol de proveedor global de armas. Por ejemplo, con las negociaciones con Dinamarca y Suecia para la construcción de fragatas del tipo Type 31 Frigate (modelo Arrowhead-140). Dinamarca confirmó un pedido de tres unidades, mientras Suecia considera la compra de hasta cuatro fragatas antes de fin de año. Este acuerdo implica no solo la venta de buques de guerra, sino transferencias tecnológicas, licencias de fabricación y potenciales extensiones industriales locales en Dinamarca.

Por otro lado, Turquía firmó un acuerdo con el Reino Unido para la adquisición de 20 cazas Eurofighter Typhoon por una suma cercana a los 8 mil millones de libras (aproximadamente 10.7 mil millones de dólares), en lo que constituye como el mayor contrato de exportación de aviones de combate británicos en décadas.

3- Durante la visita de Donald Trump a Arabia Saudita en mayo pasado, se anunciaron acuerdos entre ambos países por un valor total aproximado de 600 mil millones de dólares, de los cuales alrededor de 142 mil millones de dólares corresponden al ámbito de defensa y armamento. Este paquete incluye ventas de equipamiento militar avanzado, sistemas de defensa aérea, espacial y marítima, además de inversiones en tecnología, semiconductores y minerales estratégicos.

Estados Unidos consolida su mercado de exportación de armas a un aliado clave en Oriente Medio, garantizandole a su industria militar contratos multimillonarios. Por su lado, Arabia Saudita no sólo adquiere armas, sino que se compromete también con tecnología de punta (como semiconductores) y con cadenas globales de producción.

4- Ucrania ha concretado durante este año una malla de acuerdos que transforma su economía de guerra en un sistema multinacional de producción, suministro y financiamiento de armamento. Con Suecia sellaron un principio de acuerdo para la venta de al menos cien cazas Gripen y hasta 150 según el marco negociado, con entregas escalonadas que podrían comenzar dentro de tres años y completarse en un plazo de diez a quince años; el pacto incluye cooperación industrial y refuerza la capacidad aérea ucraniana frente a la ofensiva rusa.

Paralelamente, Kiev firmó convenios con Dinamarca y con empresas estadounidenses para llevar producción fuera de su territorio para escalar la fabricación de sistemas críticos. Este acuerdo establece la creación de empresas conjuntas en suelo danés para producir armas de largo alcance y componentes estratégicos, lo que abre una vía para deslocalizar parte de la industria militar ucraniana y asegurar líneas de suministro alternativas.

Al mismo tiempo, la empresa estadounidense Swift Beat acordó con el gobierno ucraniano la producción, antes de fin de año, de “cientos de miles” de drones, incluidos UAV (vehículos aéreos no tripulados) interceptores destinados a repeler los crecientes ataques aéreos rusos, una industria de volumen que modifica radicalmente la capacidad logística y productiva de Kiev.

Alemania firmó con Ucrania un convenio para financiar la producción local de armas de largo alcance y pactó cooperación con su propia industria militar, mientras varios países occidentales levantaron las restricciones sobre el alcance de los sistemas que proveen a Kiev; esa decisión convierte a Ucrania en receptor y coprodutor de tecnologías misilísticas y de artillería de mayor alcance, lo que acelera la militarización regional y extiende la cadena de valor armamentista hacia el territorio ucraniano.

5- El acuerdo entre Japón y Australia para la exportación de las fragatas clase Mogami representa un claro ejemplo de cómo la militarización se articula como mecanismo de acumulación capitalista y de dominación geopolítica. En agosto, Australia anunció oficialmente la elección de estas fragatas diseñadas por Mitsubishi Heavy Industries (MHI) en un contrato valorado en 6.500 millones de dólares aproximadamente, como parte de su programa de renovación naval “Sea 3000”.

El contrato, que implica la construcción de 11 unidades para reemplazar la envejecida clase Anzac, contempla que las primeras tres fragatas se construyan en Japón, y las ocho restantes en Australia, generando transferencia tecnológica, inversiones en infraestructura naval australiana y mayor integración industrial entre los dos países. En particular, la versión “Australia” de la Mogami presenta especificaciones elevadas: desplazamiento de 4.800 toneladas (vs 3.900 del modelo japonés), eslora de 142 metros, 32 celdas VLS (vertical launch system), alcance de 10.000 millas náuticas, y tripulación reducida (90 personas) gracias a alta automatización.

El acuerdo inserta a Japón como exportador de armas de alto nivel, tras décadas de restricciones constitucionales y políticas sobre la venta de armamento, lo que implica una reconversión industrial hacia el sector militar (Japón elevó su presupuesto de defensa a alrededor de 55.100 millones de dólares para 2025, +9,4% respecto al año anterior).

El límite interno del capital

Michael Roberts sostiene que el capitalismo atraviesa una fase de estancamiento prolongado —lo que él denomina la «Larga Depresión»— caracterizada por un crecimiento bajo, inversión productiva limitada y una tasa de ganancia que tiende a caer. Su análisis retoma la ley marxista de la caída de la tasa de ganancia, que indica que a medida que los capitalistas aumentan la composición orgánica del capital (más maquinaria, tecnología, insumos muertos) en relación al trabajo vivo, el valor adicional generado por ese trabajo vivo decrece en proporción, lo que erosiona la rentabilidad.

Esta tendencia no se revierte con facilidad, y cuando el margen de ganancia se reduce, la acumulación se ralentiza, el capital encuentra menor motivación para invertir productivamente y se incrementa la precariedad del trabajo, la baja productividad y la deuda.En este contexto de acumulación debilitada, la militarización emerge como una de las salidas que el sistema capitalista adopta para sostenerse.

Cuando los circuitos normales de inversión productiva se agotan o arrojan rentabilidades decrecientes, el complejo militar-industrial ofrece contratos estatales, inversión pública en armamento, vigilancia, infraestructura militar, redes internacionales de suministro de armas. Esta vía le permite a los capitales alojarse en ámbitos menos dependientes de la competencia productiva tradicional y migrar hacia otros más vinculados al Estado-comprador, al gasto público, al poder geopolítico.

Desde esta óptica, la militarización funciona como mecanismo de desvío del capital excedente, es decir, el “capital muerto” en producción civil que pierde rentabilidad se redirige hacia tecnologías de guerra, importaciones de armas, construcciones militares, mantenimiento de ejércitos, bases, etc.

La militarización, por tanto, no es un simple efecto accesorio del sistema, sino un síntoma de la crisis de acumulación. El capital que no encuentra salida rentable en la economía civil se orienta hacia el aparato militar del Estado y los circuitos de relaciones internacionales de dominación. Roberts lo relaciona con la expansión del capital ficticio (financiarización, deuda, especulación), más que en la producción de mercancías para el consumo masivo.

Además, el británico señala que, en la fase actual, las potencias buscan estabilizar su acumulación mediante la militarización, porque la competencia inter-capitalista y la rivalidad interestatal se intensifican cuando las vías convencionales de expansión del capital productivo están bloqueadas.

Por ejemplo, subraya que el incremento del gasto militar y la militarización de regiones enteras funcionan como formas de absorber capital, de generar demanda estatal y de prolongar la acumulación a través del Estado militarizado, del complejo armamentista, de la infraestructura bélica. Esa vía permite sostener empleo en áreas específicas, ganancias en empresas de defensa, exportaciones de armas, contratos internacionales de seguridad, etc.

Pero todo ello no resuelve la causa profunda, que es una tasa de ganancia que sigue cayendo, la inversión productiva real paralizada y, por tanto, el sistema permanece en una dinámica de crisis permanente, con brotes de guerra o militarización como paliativos: “El neoliberalismo produjo alta deuda, alta financiarización y cierta recuperación temporal, pero no resolvió la caída de la rentabilidad estructural” (Roberts).

Esta interpretación vincula directamente la militarización global con la lógica interna del capitalismo. No es que las regiones se arman solo por “miedo”, sino que la acumulación capitalista encuentra en la guerra y la amenaza de guerra una válvula de escape. La reproducción del capital depende cada vez más del gasto militar, de la exportación de armas, del mantenimiento de tensiones geopolíticas que justifican inversión, de la militarización de las fronteras y de la vigilancia.

En esa medida, la crisis de acumulación impulsa la militarización, y la militarización nutre parcialmente la acumulación, pero en un circuito que no rompe la contradicción fundamental, es decir, la insuficiencia estructural de la rentabilidad y la imposibilidad de expandir ad infinitum sin destrucción, dependencia y conflicto.

En conclusión, la caída de la rentabilidad, la saturación de las vías normales de inversión, la financiarización y la intensificación de la rivalidad interestatal, crean un escenario donde la guerra, el armamento y la preparación permanente para la guerra, dejan de ser excepciones para convertirse en modalidades permanentes de acumulación de capital, lo cual no deja de ser un problema.

La combustión del orden mundial

El mundo entra decisivamente en lo que Roberto Sáenz denomina la era de la combustión: una etapa de dislocamiento global donde el viejo orden que se articulaba en torno a hegemonías estables, mercados relativamente regulados y consenso internacional se derrumba, y en su lugar surge un régimen de militarización y competencia territorial.

En esta fase, la economía ya no domina la política como antes, sino que la política (y la geopolítica) tienden a imponerse sobre la economía, y la acumulación capitalista encuentra en la guerra, la amenaza permanente y la apropiación violenta de territorios, recursos y sujetos, un motor para impulsar el crecimiento. La economía capitalista ya no puede crecer como antes, “la torta quedó chica”, y por tanto recurre al despojo y a la coerción.

La acumulación por desposesión y la militarización, evidencia que estamos ante un capitalismo que se enfrenta a la “finitud”, es decir, en el que una parte del crecimiento se sustenta en la apropiación y el saqueo.

Si el capitalismo se reconfigura mediante la militarización y la territorialización, la única alternativa consecuente es un proyecto que vincule la superación del capitalismo con el desarme, la demolición del complejo militar‑industrial, la construcción de una sociedad sobre bases anticapitalistas y socialistas en la que valor de uso, la cooperación internacional y la emancipación humana sustituyan la lógica del valor de cambio, la guerra y la dominación.

En ese sentido, la tarea revolucionaria adquiere urgencia. No se trata sólo de detener una guerra o cambiar un gobierno, sino de intervenir en la estructura misma de la acumulación capitalista, de desenmascarar el belicismo del capital como palanca de dominación y de articular una salida que vaya más allá del imperialismo, más allá del Estado‑nación dominador, hacia una internacionalización emancipadora del proletariado y de los pueblos oprimidos.

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