Contrario a estas interpretaciones, lo que sucedió en Hungría fue una revolución anti-burocrática y de liberación nacional. En el centro de los acontecimientos estuvo la clase obrera organizada en Consejos Obreros, en torno a los cuales se nucleó el resto de clases y grupos sociales hartos de la opresión militar soviética y la dictadura de los funcionarios del Partido de los Trabajadores Húngaros[1] que, aunque decían representar a la clase obrera y gobernar por el socialismo, en realidad constituían una capa social privilegiada que monopolizó el poder y usufructuó en beneficio propio la producción social.

Por todo esto, resulta necesario analizar a fondo esta revolución, la cual representó el último eslabón de las rebeliones obreras en el período 1953-1956 y el mayor desafío al dominio estalinista sobre los países del Glacis.

A lo largo del presente acápite realizaremos una periodización de esta revolución, donde destacaremos los principales alcances y límites del proceso.

  • La “desestalinización” y el cuestionamiento al Estado burocrático (finales de 1955-Octubre 1956)

 Como analizamos anteriormente, la apertura moderada de los regímenes del Glacis producto de la “desestalinización” impulsada por Jrushev, desató las aspiraciones de las masas por cambios profundos en la esfera política y económica.

Esto tuvo fuertes implicaciones en el caso de Hungría, pues aún estaba fresca en la memoria la experiencia reformista-burocrática de Nagy (1953-1955) que, aunque resultó frustrada por los sectores estalinistas de línea dura, dejó una enseñanza política para las masas húngaras: cualquier cambio de fondo en el sistema se realizaría en conflicto directo con las tropas soviéticas y sus agentes locales en el gobierno.

En este contexto, el gobierno encabezado por el estalinista de línea dura Rákosi (impuesto por Moscú luego de sacar a Nagy) experimentó algunas medidas para contrarrestar el descontento social. Por ejemplo, avaló que la juventud del partido constituyera el Círculo Petöfi a finales de 1955, con el objetivo de realizar debates con intelectuales. Asimismo, admitió “errores del pasado” y rehabilitó a Lásló Rajk, un antiguo ministro ejecutado como parte de las purgas de los años cuarenta (Lauria, 2019).

A pesar de estas concesiones menores, la burocracia no contuvo el repudio al régimen, el cual comenzó a instalarse como un tema de discusión pública. Al igual que en otros países de las democracias populares, los intelectuales fueron los primeros en expresar el malestar hacia el régimen. El escritor Tibor Déry declaró el 2 de julio de 1956 que “Es tiempo de terminar con este Estado de gendarmes y burócratas”; en un sentido similar se expresó la también escritora Judith Mariassy en agosto, luego de ser golpeada por denunciar los privilegios de la burocracia, ante lo cual sostuvo que “La vergüenza no está en el hecho de hablar de estos negocios de lujo y de estas casas rodeadas de alambres de púa. Está en la existencia misma de estos negocios y de estas villas. Supriman los privilegios y no se hablará más de ello”. Igual de categóricas fueron las declaraciones de Gyula Hajdu, un militante histórico con más de cincuenta años de trayectoria, el cual no escatimó palabras en su reclamo contra las figuras del régimen: “¿Cómo podrían saber los dirigentes comunistas lo que pasa? Jamás se mezclan con los trabajadores y la gente común, no se los encuentra en los colectivos, porque todos tienen sus tiendas especiales, no se los encuentra en los hospitales, pues tienen sanatorios para ellos” (Citado en Broué, La tragedia de los Consejos obreros, 106).

También fue importante la dinámica contestataria que adoptó el Círculo Petöfi, el cual se transformó en un centro de cuestionamiento del orden social burocrático. En los meses previos de la revolución desarrolló conversatorios sobre historia, filosofía marxista, libertad de prensa y acceso a la información. Aunque estas temáticas parezcan muy generales, para la juventud húngara eran de enorme interés, pues toda su vida estuvieron sometidos a la educación dogmática del estalinismo, donde el “marxismo” consistía en la asimilación obligatoria de los textos soviéticos y las clases de historia que resaltaban la “infalibilidad” teórica de Stalin en todos los campos y la genialidad de los rusos como nación (Fryer, 2006).

Más significativo fue que a sus reuniones concurrieron miles de estudiantes y militantes de todas las generaciones (en ocasiones hasta seis mil personas), muchos de los cuales habían sido liberados recientemente de las cárceles estalinistas, por lo que se tornaron en espacios donde se manifestaba con crudeza la realidad social del país y las mentiras que envolvía el pretendido “socialismo estalinista” (Broué, 2006). Al respecto, tuvieron mucho peso las palabras que pronunció la viuda de Rajk en una de las reuniones del círculo en junio de 1956, donde denunció que no se trataba solamente de rehabilitar a su esposo, sino que era necesario castigar a los culpables de su asesinato, lo cual apuntaba directamente contra el gobierno de Rákosi.

Por este motivo, previo al estallido de la revolución, entre los miembros del Círculo Petöfi había claridad de que la superación de la crisis del país consistía en la salida del gobierno estalinista y la conformación de uno nuevo, aunque en este punto se hacían evidentes las debilidades políticas del movimiento, pues su expectativa era el retorno al poder de Imre Nagy, demostrando la poca claridad sobre el carácter burocrático de su proyecto reformista y, por ende, su reticencia para enfrentar a fondo al régimen estalinista.

No tardó mucho para que el malestar expresado por la intelectualidad y el estudiantado tuviera eco entre la clase obrera y, al igual que sucedía en Polonia, se gestó la unidad entre ambos sectores por medio de los periódicos. Al respecto, resultan elocuentes las declaraciones del tornero Pál László al periódico Irodalmi Ujság (“Gaceta literaria” de la Unión de Escritores) a finales de junio de 1956, donde a nombre de los 40 mil obreros de Csepel-la-Roja señaló: “Hasta el momento, no hemos dicho una palabra. Hemos aprendido, durante estos trágicos tiempos, a ser silenciosos y a avanzar con precaución. En el pasado, ante la primera advertencia, el obrero era castigado y perdía su pan cotidiano…Después del XX° Congreso, las puertas fueron abiertas. Pero, hasta el momento, sólo se habla de pequeños culpables. Nos preguntamos si no llegó la hora de echar luz sobre los grandes culpables. Queremos saber la verdad. Tenemos sed, no de sangre, sino de verdad. Estén tranquilos, nosotros hablaremos también” (Broué, La tragedia de los Consejos obreros, 108).

Llama la atención que todas las declaraciones y reseñas de la época coinciden en un aspecto: la denuncia de la mentira como uno de los principales detonadores del malestar con el régimen. Este no es un detalle menor, por el contrario, da cuentas de la claridad con que las masas percibían que el supuesto “Estado obrero” era un farsa, por medio del cual se garantizaba la expoliación del país por parte de los tropas soviéticas y los dirigentes estalinistas locales. Así, la pelea por la verdad se tornaba un aspecto de suma importancia, pues equivalía a rediseñar la sociedad sobre nuevas bases de solidaridad mutua, algo indispensable en la perspectiva de avanzar hacia el socialismo.

Esto lo capturó con gran sensibilidad Peter Fryer, un periodista británico enviado por el Partido Comunista a cubrir la “contrarrevolución fascista”, pero que, ante la fuerza de la revolución húngara, rompió con el estalinismo (posteriormente se sumaría a la filas del trotskismo) y desnudó en sus crónicas la hipocresía del “socialismo” estalinista, el cual se asemejaba al “Socing” que retrató crudamente Orwell en su obra 1984: “Se explotó, se maltrató y se les mintió a los obreros. Se explotó, se maltrató y se les mintió a los campesinos. Se oprimía a los escritores y artistas con las más rígidas camisas de fuerza ideológica (…) Expresar ideas propias, hacer una pregunta torpe, aun hablar de cuestiones políticas en un lenguaje que no llevara la marca de la segura jerga monolítica familiar, era arriesgarse a caer presa de la extendida policía secreta. Esta organización bien paga tenía como fin, ostensiblemente, proteger al pueblo de los intentos de restaurar el capitalismo, pero, en la práctica, su rol era proteger el poder de la oligarquía” (Peter Fryer, La tragedia de Hungría, 32).

En este contexto, sólo hacía falta una pequeña “chispa” para que el malestar acumulado contra el régimen pasara de las palabras a los hechos, lo cual se produjo con el Octubre polaco, el cual funcionó como un detonante de la revolución húngara[2].

  • La juventud se planta contra el orden burocrático (06-23 de octubre)

 Cuando se produjo el estallido de la huelga de Poznan a finales de junio, Rákosi intuyó que la línea rusa sería el endurecimiento del régimen, por lo que procedió a cerrar el Círculo Petöfi y preparó la purga de 400 simpatizantes de Nagy en el partido. Pero desde Moscú no apoyaron esta medida, pues tenían claridad de la crítica situación que atravesaban los regímenes de las democracias populares. Por este motivo, intervinieron nuevamente el partido húngaro a mediados de julio, removiendo a Rákosi de su cargo de primer ministro y designando en su lugar a Enrö Gëro, un ex agente y torturador de la GPU en Barcelona durante la guerra civil española.

La inestabilidad del régimen húngaro se hacía evidente, lo cual dinamizó que los sectores disidentes tomaran las calles. Esto ocurrió el 06 de octubre en Budapest, cuando se llevó a cabo un funeral simbólico para Rajk, el cual reunió a 240 mil personas y tuvo a Nagy al frente. La actividad transcurrió con normalidad, pero al final un grupo de 500 estudiantes agitó consignas y carteles más radicales contra el gobierno, por lo cual fueron duramente reprimidos por la policía.

 En otro gesto de debilidad, la burocracia admitió de nuevo a Nagy en el partido el 13 de octubre, pero fue insuficiente para calmar los ánimos contra el gobierno, los cuales se exaltaron aún más cuando llegaron las noticias de los acontecimientos de Polonia, donde la dirigencia del partido  polaco cerró filas con Gomulka e hizo retroceder a Moscú. En Hungría, por el contrario, la dirección del partido siempre fue sumisa a los mandatos del Kremlin, lo cual favoreció la opinión entre las masas de que la dominación extranjera y partido eran lo mismo (Nagy, 1968).

Los estudiantes universitarios tomaron la iniciativa en la lucha contra el gobierno. El 16 de octubre, en la Universidad de Szeged, acordaron revivir la antigua asociación estudiantil, la cual se constituyó con independencia de las Juventudes Comunistas. Pocos días después, en la Universidad Politécnica de Budapest, se realizó una multitudinaria asamblea el 21 de octubre y un mitin al día siguiente (con más de cinco mil asistentes), donde lanzaron un pliego con 16 exigencias al gobierno.

Este pliego tenía por objetivo avanzar hacia una sociedad verdaderamente socialista e independiente, para lo cual era preciso democratizar el régimen político, rediseñar la planificación económica para revertir sus desequilibrios y garantizar la autodeterminación de Hungría con respecto a la URSS.

Los primeros seis puntos son ejes democráticos, entre los cuales sobresalían el retiro inmediato de las tropas rusas del país, la realización de votaciones con sufragio universal y multipartidarias para la elección de una nueva Asamblea Nacional y de la dirigencia de las autoridades del partido en todos sus niveles, así como la renuncia de todos los miembros actuales del gobierno y la conformación de un nuevo gabinete encabezado por Nagy.

El segundo bloque de puntos (del siete al diez) contiene las reivindicaciones de carácter económico, las cuales apuntaban a establecer una planificación sobre la base de criterios no burocráticos y en función de mejorar las condiciones de vida de la población. Por ejemplo, en el punto siete, se exige “la reorganización de todo nuestro sistema económico sobre la base de un plan, de manera que utilice nuestros recursos nacionales en beneficio de los intereses vitales de nuestro pueblo” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 110). Junto con esto, se exigía la revisión de las normas de trabajo en las industrias, la satisfacción de las reivindicaciones salariales, un nuevo sistema de distribución de alimentos, el trato igualitario para los campesinos individuales, la publicación de todos los acuerdos de comercio exterior y los perjuicios de guerra (con el objetivo de revisar las concesiones de recursos y pago de reparaciones a la URSS).

El resto de puntos varían en su carácter. Por ejemplo, el once plantea la revisión de los juicios económicos y políticos; el doce defiende la libertad de prensa y el establecimiento de una radio libre; el trece y catorce apuntan a la autodeterminación nacional húngara, al exigir el retiro inmediato de la estatua de Stalin por ser un símbolo de opresión y, en oposición, reivindicar las figuras y fechas históricas de la guerra de independencia de 1848[3].

Las peticiones fueron enviadas al partido y al gobierno, pero también se acordó impulsar una movilización para el día siguiente en solidaridad con la lucha de Polonia por su soberanía, exigir la exclusión de Rákosi (principal representante estalinista húngaro de línea dura) del Comité Central del partido y de la Asamblea Nacional, así como reintegrar a Nagy para que dirigiera el gobierno.

La marcha estaba pautada para las 15 horas del 23 de octubre, pero a las 13 horas el gobierno anunció que estaba prohibida, aunque poco después tuvo que retroceder por la enorme presión social en favor de la movilización, a grado tal que la Juventud Comunista llamó a participar. Este titubeo de la dirigencia estalinista evidenció la falta de seguridad en el rumbo a seguir ante la crisis política, lo cual produjo que las masas se envalentonaran.

La movilización fue multitudinaria y estuvo encabezada por la juventud, quienes portaban retratos de Lenin, banderas húngaras y solamente una bandera roja. Esto no debe interpretarse como un giro nacionalista reaccionario del movimiento, por el contrario, era un gesto sumamente progresivo en función de la lucha de liberación nacional (posiblemente por esto Lenin fuera un símbolo para la juventud, debido a su defensa histórica del derecho a la autodeterminación de las naciones). Las consignas y mantas de la movilización daban cuenta del perfil anti-estalinista de la lucha: “Los rusos afuera”; “Independencia y libertad”, “Vivan los polacos”; “No nos detengamos en el camino: liquidemos al stalinismo”; “Rákosi a juicio” (Broué, 2006).

La marcha se extendió poco más de dos horas y, cuando todo parecía que iba a terminar, ocurrió algo inesperado que, como es usual en las revoluciones, cambió el curso de los acontecimientos: la clase trabajadora que salía de las fábricas y oficinas se unió a los estudiantes en las calles. Para los trabajadores y trabajadoras el régimen estalinista no se aguantaba más, tanto por la opresión política pero también por las pésimas condiciones de vida que ofrecía el supuesto “Estado obrero”, tal como expuso un joven obrero a la prensa:   “El martes, trabajamos –cuenta un joven electricista de Újpest- pero hablamos durante el trabajo. Hablamos de los salarios, del resultado de la reunión de los escritores. Teníamos ejemplares de ellos y sabíamos lo que querían decir al decir que esto no podía durar más. Ya no podíamos vivir de nuestro trabajo. Después del trabajo, vimos a los estudiantes que manifestaban y nos hemos unido” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 110).

A partir de este momento la revolución comenzó a tomar forma, pues toda Budapest estaba en las calles protestando contra el régimen y, aunque no hay una dirección común del proceso, el sentimiento general era uno solo: sacar del gobierno a los dirigentes estalinistas y los jefes de la burocracia rusa para que Nagy asumiera de nuevo el poder.

La burocracia reaccionó con un comunicado radial del primer ministro Ernö Gëro, donde aceptó posibles errores del gobierno, convocó a una reunión del CC hasta finales de mes y, al mejor estilo del estalinismo, dedicó el resto de su mensaje para atacar a los manifestantes como canallas, chovinistas y mentirosos. Así, el gobierno dejó en claro que la “desestalinización” la iban a realizar la burocracia y quienes se opusieran eran contrarrevolucionarios (Broué, 2006).

Las declaraciones de Gëro representaron una provocación contra el movimiento y exacerbaron aún más los ánimos de los manifestantes. En ese momento Nagy hizo su primera aparición en la crisis, pero su énfasis fue apaciguar a las masas alegando que iba a interceder para que se llevara adelante la reunión del CC, es decir, nuevamente rehusó a ir a fondo contra el orden burocrático y apostó por una salida negociada.

Pero en ese instante un grupo de estudiantes estaban en la radio exigiendo la difusión de los dieciséis puntos de exigencia, cuando la AVH (“Autoridad de Protección del Estado”, policía política húngara) abrió fuego contra los manifestantes, con el saldo de tres personas asesinadas. A partir de este momento no hubo vuelta atrás y comenzó el intercambio de tiros entre ambos bandos.

Hasta ese momento el armamento de los manifestantes era muy rudimentario, pues consistía en algunas pequeñas carabinas de tiro extraídas de una federación deportiva del partido, pero cuando llegaron las tropas del ejército, los soldados se rehusaron a reprimir y sigilosamente distribuyeron sus armas entre la multitud. Posteriormente, la AVG asesinó a tres soldados que se acercaron a la radio desarmados para mediar en el conflicto, lo cual profundizó el traspaso de las Fuerzas Armadas al bando de la revolución y facilitó el armamento de la población: “El fusilamiento de la Radio es la señal de batalla general. Los trabajadores se arman: carabinas de la Mohosz, armas sacadas de las armerías sirven de capital inicial. Se vuelven a los cuarteles. Como en Barcelona en 1936, los soldados les abren las puertas de los arsenales y almacenes, o lanzan fusiles y ametralladoras por las ventanas. Otros conducen en la calle camiones cargados de armas y municiones y las distribuyen (…) Por todas partes en las calles de Budapest, se tira; se levantan barricadas” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 116).

En medio de los combates entre manifestantes y oficiales de la AVH por Budapest, los representantes estudiantiles se reúnen de emergencia y deciden constituir un Comité revolucionario permanente, el cual convirtió la facultad de letras en su cuartel general, desde el cual iban a centralizar las informaciones, coordinar la actividad de los grupos armados, difundir volantes, etc. De esta manera, en la noche del 23 de octubre, una movilización estudiantil se transformó en una revolución anti-burocrática y de liberación nacional.  

 Entre la insurrección, la negociación y la represión (24-25 de octubre)

 El giro de los acontecimientos en la noche del 23 de octubre, obligó al CC húngaro a reunirse de emergencia en la madrugada para trazar un plan de acción. La situación era crítica, pues a excepción de los agentes de la AVH, el resto de los aparatos militares del Estado (el ejército y la policía nacional) se negaban a reprimir las manifestaciones. Ante el eminente colapso del régimen estalinista, la burocracia no tuvo reparo en solicitar la entrada de las tropas rusas para masacrar la revolución.

Junto con esto, el CC acordó una “reforma” de último minuto del organismo con la reincorporación de Nagy y varios de sus partidarios (entre éstos el filósofo marxista György Lukács). Fue una movida riesgosa pero astuta a la vez, pues garantizó que el poder continuara en manos del ala dura de la burocracia (Gerö quedó al frente del aparato partidario), además de instrumentalizar el prestigio popular de Nagy para legitimar sus acciones ante el movimiento de masas.

El operativo estalinista se puso en marcha de inmediato; Nagy pronunció un discurso radial en la madrugada del 24 de octubre donde anunció que era el nuevo jefe de gobierno e iba a trabajar por la democracia, al mismo tiempo que anunció la declaración de la ley marcial y la solicitud de ingreso de la tropas rusas (Lauria, 2019).

Pocas horas después, en el transcurso de la mañana, ingresaron a Budapest seis mil soldados y 700 tanques de la URSS, con el objetivo de combatir a la “contrarrevolución fascista”, pero se llevaron una sorpresa cuando se percataron que no eran una fuerza de apoyo, sino que representaban el único punto de apoyo con que contaba el gobierno húngaro: “…los carros blindados soviéticos llamados como refuerzo no encontraron ninguna fuerza legal a quien ayudar, ni siquiera puntos de apoyo, aparte de un Politburó asustado y algunos soldados de la Seguridad. Todo les era extraño y hostil: se movían en un medio desconocido y oscuro de una gran ciudad dominada por la fiebre revolucionaria. La separación entre el pueblo húngaro, por un lado, y por el otro el partido comunista y las fuerzas soviéticas (…) dio lugar a una guerra que duraría seis días” (Nagy, Democracias Populares, 159).

La entrada de las tropas rusas no intimidó a las masas, por el contrario, provocó el efecto contrario, pues la insurrección se fortaleció al extenderse a los barrios obreros. Así, en cuestión de un día, la revolución que inició con los estudiantes se ganó el apoyo de los soldados y la clase obrera.

El 25 de octubre se llevó a cabo una enorme concentración en frente del predio del parlamento para exigir la renuncia de Gerö, la liberación de los detenidos en las manifestaciones y un encuentro directo con Nagy, el cual permanecía recluido por un cordón militar desde que fue reincorporado al CC. Durante la protesta, miembros infiltrados de la AVH abrieron fuego contra los manifestantes, con un saldo de 300 personas asesinadas[4].

Posterior a la masacre, Nagy intervino por la radio llamando a la calma y la rendición de las masas insurrectas. Para los obreros, estudiantes e intelectuales, esto sólo tenía una explicación: Nagy no tenía el poder en realidad y  estaba secuestrado por los estalinistas de línea dura. Por este motivo desconocieron su llamado a no luchar y lanzaron la convocatoria a huelga general en un volante: “Los estudiantes y obreros revolucionarios (…) Llamamos a todos los húngaros a la huelga general. En tanto el gobierno no satisfaga nuestras reivindicaciones, en tanto que los asesinos no sean llamados a rendir cuentas, responderemos al gobierno con la huelga general. ¡Viva el nuevo gobierno bajo la dirección de Imre Nagy!” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 123).

De lo anterior se desprende que la figura de Nagy fue un factor de confusión para las masas insurrectas (algo persistente a lo largo de toda la revolución), lo cual explica que, en un mismo párrafo, los estudiantes y obreros revolucionarios convoquen a una huelga general contra el gobierno, pero líneas más adelante celebran al nuevo gobierno de Nagy.

¿Por qué Nagy tuvo ese comportamiento tan errático? ¿Por qué no se posicionó desde el inicio de los eventos al frente de las protestas? Durante los primeros días de la insurrección, cuando estuvo aislado por las fuerzas de seguridad de la AVH, circuló el rumor de que actuó bajo coacción del estalinismo; incluso se decía que pronunció el discurso en la madrugada del 23 de octubre con un revolver apuntándole la cabeza (Lauria, 2019). No podemos descartar que esto ocurriera, pero es insuficiente para explicar su comportamiento errático. A nuestro modo de ver, la intervención de Nagy se correspondió con su ser político: actuó como un cuadro reformista de la burocracia estalinista, como un opositor al ala mayoritaria del aparato del partido pero no un revolucionario antiburocrático.

Por eso su orientación siempre consistió en presionar para negociar en las alturas; se apoyaba en el malestar social disperso bajo la forma de “opinión pública”, pero nunca impulsó la movilización compacta y revolucionaria de las masas.  Esto limitó sus posibilidades de mediación a partir de octubre de 1956, dado que no pudo ser un agente neutralizador, porque la situación mutó de una crisis política a una huelga general insurrección (Nagy, 1968). A pesar de esto, su papel fue muy perjudicial para la revolución, pues le procuró varias semanas de respiro al estalinismo para reposicionarse y pasar al contra-ataque.

  • El surgimiento de los Consejos obreros (24-25 de octubre)

 Mientras en la capital la revolución tomó forma de insurrección armada e inicialmente estuvo acaudillada por el movimiento estudiantil, en el resto del territorio estalló por medio de huelgas generales a partir de la noche del 24 de octubre.

La entrada de las tropas rusas fue el factor que desencadenó la entrada masiva de la clase obrera a la revolución. De forma espontánea, en diferentes regiones la clase obrera paralizó las fábricas y formó Consejos obreros, a través de los cuales garantizó el suministro de alimentos, el orden civil y la continuidad de los servicios básicos, además de la resistencia contra las fuerzas del régimen.

Así, en medio del desmoronamiento del régimen estalinista, se puso en pie una forma alternativa de organización social desde abajo, la cual posicionó en el centro de la escena a los sectores explotados y oprimidos. De acuerdo a Fryer uno de las facetas más progresivas de los consejos consistió en “la emergencia a los cargos principales de hombres comunes, mujeres y jóvenes a quienes el dominio de la AVH mantenía oprimidos. La revolución los arrojó hacia adelante, despertó su orgullo cívico y genio latente para la organización, los puso a trabajar para construir la democracia entre las ruinas de la burocracia” (Fryer, La tragedia de Hungría, 68).

La constitución de los Consejos obreros no fue producto de una orientación centralizada, sino que surgieron como la forma organizativa que los trabajadores y trabajadoras encontraron para hacer la revolución. Pero fue un movimiento espontáneo mediado por la experiencia, porque la clase obrera húngara estuvo al frente de la efímera República Soviética durante la revolución de 1919[5], lo cual dotó a las masas de un referente de acción para la intervención en la insurrección.

Durante las primeras semanas no hubo un organismo de coordinación entre los Consejos de las distintas ciudades (se conformaría uno a partir del 04 de noviembre); a pesar de esto, la iniciativa de las masas insurrectas tuvo muchos rasgos en común, denotando la acción política de la clase obrera como sujeto social de la revolución: “Todos presentan las mismas características: electos por los trabajadores al calor de la huelga general insurreccional, aseguran el mantenimiento del orden y la lucha contra los rusos y Avos [agentes de la AVH, VA] a través de milicias obreras y de estudiantes armados; disolvieron los organismos del PC, depuraron las administraciones que estaban sometidas a su autoridad. Son la expresión del poder de los obreros en armas” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 132).

En la ciudad de Miskolc, ubicada en la región industrial de Borsod (centro industrial metalúrgico, siderúrgico y minero), se conformó el primer consejo obrero. En el transcurso de la noche del 24 y la madrugada del 25 de octubre, los insurrectos se apropiaron de la radio y anunciaron que habían tomado el poder en la ciudad. El 25 de octubre los comités de cada fábrica eligieron representantes ante el Consejo obrero de la ciudad, donde aprueban un programa: “Pedimos que los puestos más importantes del partido y el Estado sean ocupados por comunistas devotos al principio del internacionalismo proletario, que sean ante todo húngaros y respeten nuestras tradiciones nacionales y nuestro pasado milenario. Pedimos la apertura de una investigación sobre la institución que asegura la protección del Estado (la AVH) (…) Pedimos que los culpables de la mala dirección y administración del plan sean inmediatamente reemplazados. Pedimos que se eleven los salarios reales. Queremos obtener la garantía de que el Parlamento no seguirá siendo una máquina de votar y que los parlamentarios no serán una máquina de aprobar” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 128-129).

 En Györ, una ciudad industrial especializada en la fabricación de vagones y locomotoras, la insurrección inició como huelga general, ante lo cual las tropas rusas se retiraron sin ofrecer resistencia. A partir de elecciones en fábricas se constituyó un “Comité nacional revolucionario”, el cual pasó a controlar el territorio asistido por un comité militar.

Un aspecto que sobresale en las reivindicaciones y denominaciones de los Consejos obreros es la jerarquía del tema nacional, lo cual es comprensible como parte del proceso de lucha contra la opresión rusa. De ahí que, aunque los Consejos fueran regionales, en ocasiones se denominaran como “nacionales” (o revolucionarios, según el caso), lo cual reflejaba el deseo de emancipación nacional dentro de las masas húngaras (Fryer, 2006).

Las principales consignas de los Consejos dan cuenta del doble carácter de la revolución (anti-burocrático y de liberación nacional) y su cuestionamiento por la izquierda al régimen estalinista: retirada inmediata de la presencia militar soviética; revisión democrática de los planes económicos; control obrero de las fábricas; aumento de los salarios; realización de elecciones libres; respeto al derecho a huelga; libertad de prensa y para la creación artística; entre otros (Broué, 2006). ¡Ninguna de estas consignas apuntaba a la reinstauración del capitalismo! Por el contrario, lo que exigían las masas era tener el poder real de decisión sobre los asuntos políticos, económicos, sociales y culturales del país.

Por otra parte, no hay que perder de vista los límites de los Consejos obreros. Su fortaleza radicaba en ser espacios de frente único que concentraban a toda la clase obrera y funcionaban bajo un modelo de democracia directa, algo sumamente progresivo y con una enorme potencialidad revolucionaria. Pero dada la ausencia de una dirección revolucionaria, los Consejos fueron terreno fértil para el surgimiento de concepciones anti-políticas y anti-partido. Al respecto, es muy ilustrativa la reseña sobre los Consejos obreros realizada por Ferenc Töke, quien fuera vicepresidente del Consejo Central Obrero del Gran–Budapest: “(…) se decidió, por ejemplo, que ninguna organización política podría desarrollarse en el interior de la fábrica, ni siquiera aquellas provenientes de los futuros partidos obreros (…) En lo que se refiere al nuevo régimen, de una manera general, nuestro proyecto de programa estipulaba que la representación política era un asunto concerniente a los partidos políticos y que los intereses económicos eran un asunto de la competencia de los sindicatos, mientras que la producción pertenecía a la clase obrera por entero representada como tal en los consejos” (Töke,  Los consejos obreros en la revolución húngara de 1956, 346-347).

 La deriva de este planteamiento fue la disociación entre lo político y lo económico, o lo que es los mismo, la renuncia de los Consejos obreros por tomar el poder directamente. Por eso su planteamiento de poder siempre estuvo circunscrito a la figura de Nagy, al cual presionaron para que asumiera el gobierno y se apoyara en la fuerzas de la revolución, pero nunca dieron el paso de plantear un gobierno que emanara directamente de los Consejos obreros, el cual podía prescindir fácilmente de Nagy.

 En  sus estudios sobre los soviets en la revolución rusa, Trotsky analizó que estos organismos no entrañaban “ninguna fuerza mística” ni estaban libres de los vicios propios de cualquier organismo de representación: “El soviet es la forma de representación revolucionaria más elástica, directa y clara. Pero esto se refiere exclusivamente a la forma, y la forma no puede dar de sí más de lo que sean capaces de infundirle las masas en cada momento determinado”  (León Trotsky, Historia de la revolución rusa, 205).

Por eso, a criterio de Trotsky, no se podía hacer un fetiche de los soviets como organismos para la revolución[6], pues la experiencia que siguió a la revolución rusa demostró que estos organismos sin partidos revolucionarios al frente resultaron incapaces de tomar el poder: “Después de Octubre, parecía que los acontecimientos se desarrollarían en Europa por sí solos y con tal rapidez que no nos dejarían siquiera el tiempo de asimilarnos teóricamente las lecciones de entonces. Pero ha quedado demostrado que, sin un partido capaz de dirigir la revolución proletaria, ésta se torna imposible. El proletariado no puede apoderarse del Poder por una insurrección espontánea. Aun en un país tan culto y tan desarrollado desde el punto de vista industrial como Alemania, la insurrección espontánea de los trabajadores en noviembre de 1918 no hizo sino transmitir el Poder a manos de la burguesía” (León Trotsky, Lecciones de Octubre, 15).

En el caso de Hungría sucedió algo similar, pues la revolución espontánea de los Consejos hizo retroceder al estalinismo y traspasó el poder al ala reformista encabezada por Nagy, pero no avanzó hasta la tomar del poder e instauración de un verdadero gobierno revolucionario, lo que a la postre representaría el principal límite de la insurrección. 

  • El retroceso soviético y el reposicionamiento de Nagy (25-28 de octubre)

La emergencia de la clase obrera al centro de la revolución hizo retroceder a los estalinistas de línea dura. Así, Nagy y los representantes del ala reformista de la burocracia ganaron más espacio de maniobra dentro del gobierno, lo cual acrecentó las expectativas de negociación y contuvo parcialmente el avance de los Consejos obreros.

El 25 de octubre Nagy sostuvo una reunión con el presidente del Consejo revolucionario de Budapest, el profesor universitario Ferenc Mérey, el cual presentó una serie de demandas al gobierno para cesar el fuego: salida inmediata de los rusos, juicio público a los responsables de las masacres, liberación de todos los presos políticos y disolución de la AVH. Algunas horas después, Suslov y Mikoyan (los representantes de Moscú enviados a Hungría) avalaron una serie de concesiones menores, como la amnistía para quienes bajaran las armas, la destitución de Gerö del comando del partido y el nombramiento en su remplazo de János Kádar, un integrante del ala reformista (Lauria, 2019).

Pero la situación del régimen era más crítica de lo esperado, porque ningún batallón militar respondía al gobierno y, en la noche de 25 de octubre, los camiones militares recorrieron la ciudad distribuyendo volantes donde demandaban un “nuevo ejército provisional revolucionario”, un “nuevo gobierno nacional provisional revolucionario”, la anulación del Pacto de Varsovia, la salida inmediata de las tropas rusas, una democracia verdadera y el reconocimiento de Nagy y Kádár como nuevo gobierno revolucionario (Lauria, 2019).

Al día siguiente Nagy (nuevamente con el beneplácito de Moscú) anunció más concesiones, tales como el reconocimiento de los consejos de empresas, aceptación de los errores del pasado, el inicio de negociaciones para la salida de las tropas de la URSS y el establecimiento de un gobierno multipartidario. Pero estas medidas tuvieron un efecto contrario al deseado por la burocracia, pues fortalecieron la insurrección porque las masas comprendieron que la burocracia estalinista no tenía puntos de apoyo locales para contener la revolución.

El 27 de octubre Nagy comunicó la conformación de un nuevo gobierno sin miembros de la línea dura del partido e incorporando a líderes de los antiguos partidos de oposición. En este punto chocó con varios Consejos que criticaron que no se apoyaba en la movilización. Por este motivo, en la madrugada del 28 de octubre Nagy se reunió de emergencia con los representantes del Comité revolucionario de Budapest en aras de lograr un acuerdo con los sectores revolucionarios.

Nagy, con el visto bueno de los representantes de Moscú, aceptó todas las exigencias del Comité revolucionario[7], las cuales divulgó por la radio el 28 de octubre: disolución de la AVH, libertad para conformar nuevos partidos, liberación de presos políticos, formación de un nuevo ejército, preparar la salida de las tropas soviéticas y la conformación de un nuevo gobierno (Lauria, 2019; Broué, 2006). El nuevo gobierno sería “tripartito”, pues incluyó a dos representantes del ala reformista (Nagy, Kádár)[8], tres figuras del Partido Socialdemócrata y del Partido de Pequeños Campesinos, dos del Partido Petöfi (Nacional Campesino) y un representante de los comités revolucionarios, el coronel Pál Máleter (Fryer, 2006).

Fueron cuatro días de mucha intensidad histórica, donde los hechos se sucedieron de forma precipitada. Bastaron menos de cien horas de revolución para que el régimen estalinista entrara en una crisis absoluta. En este marco, la burocracia soviética hizo concesiones con el objetivo de ganar tiempo para reorganizar sus fuerzas y retomar la ofensiva[9]. Así, Nagy quedó al frente de la revolución, pero no la dirige ni anticipa, sino que cede reiteradamente a las presiones del movimiento de masas. Este representaría el final de la primera fase de la revolución húngara.

  • El poder dual y la crisis del gobierno de Nagy (28 de octubre-04 de noviembre)

Con los acuerdos del 28 de octubre y el repliegue de las tropas rusas, todo parecía indicar que la insurrección había triunfado y que, en adelante, los esfuerzos se concentrarían en refundar el país. Imre Nagy declaró ante una muchedumbre el 31 de octubre “Amigos míos, la revolución ha sido victoriosa (…) Hemos echado a la banda de Rákosi-Gerö. No toleraremos interferencias en nuestros asuntos internos” (Fryer, La tragedia de Hungría, 78).

La entrada de los Consejos obreros al gobierno exacerbó los ánimos y radicalizó aún más la revolución. Peter Fryer estaba en Budapest durante esos días y su retrato de la situación en la ciudad es elocuente: “Una ciudad en armas, un pueblo en armas que se había levantado y había roto las cadenas de la esclavitud con un esfuerzo gigantesco, que había agregado a la lista de ciudades combatientes –París, Petrogrado, Cantón, Madrid, Varsovia- otro nombre inmortal: ¡Budapest! Sus edificios podían estar deteriorados o destruidos, los cables del tranvía y el teléfono podían estar cortados, los pavimentos podían estar cubiertos de vidrios o manchados de sangre. Pero el espíritu de sus ciudadanos era indomable” (Fryer, La tragedia de Hungría, 79).

Esto generó la instauración de un doble poder, el cual se encontró repartido entre el gobierno de Nagy y el pueblo en armas. Una situación que reflejaba los alcances y límites de la revolución en curso: por un lado, los consejos obreros eran dueños del poder local en las fábricas, barrios, ciudades y provincias enteras; por el otro, un gobierno “tripartito” dominado por el ala reformista de la burocracia ostentaba la representación formal de la revolución.

Tras el repliegue de los estalinistas de línea dura se desató una depuración de los agentes de la burocracia en los sindicatos, los cuales pasaron a defender un programa de apoyo a la revolución: conformar una guardia nacional obrera en apoyo a la insurrección; defensa de los Consejos obreros en las fábricas como medio para instaurar una verdadera dirección obrera de los planes económicos; equiparación de los salarios para revertir los privilegios de los cuadros de la burocracia en los centros de trabajo (Broué, 2006).

La revolución también impactó en el ejército húngaro, el cual se sumó a la lucha con las masas obreras y democratizó su estructura interna, pues a partir del 30 de octubre constituyó un Comité revolucionario electo por comisiones de base de los soldados.

Otro aspecto revolucionario fue el resurgimiento de la vida política entre la población, particularmente con la reorganización de partidos que expresaban las diferentes clases y sectores de la sociedad húngara: “Surgían los partidos políticos con la agitación de la discusión y la organización. Ya he mencionado la reaparición del Partido Socialdemócrata, el renacimiento del Partido Comunista y el resurgimiento del Partido Nacional Campesino, como Partido Petöfi. Reapareció el Partido de los Pequeños Propietarios. Se formó un Partido Húngaro Cristiano. Y también una nueva Federación de Sindicatos (…) Se había roto el hielo de once años y la democracia, imposible de contener, había inundado la vida de las personas” (Fryer, La tragedia de Hungría, 81-82). Junto con esto, los partidos y sindicatos contaban con sus propios órganos de prensa, por lo que en cuestión de días se fundaron alrededor de veinticinco periódicos.

El pueblo insurreccionado no tardó en ajustar cuentas con los odiados “Avos”, los agentes de la policía política del régimen que constituían el único grupo de choque de la burocracia. Durante la revolución los presos liberados relataron las torturas a manos de la AVH y se descubrieron muchos de los centros de tortura[10], lo cual calentó aún más los ánimos de las masas: “Había cámaras de tortura como las que tenía la Gestapo. Con látigos, horcas e instrumentos para destrozar los miembros de la gente. Había pequeñas celdas de castigo. Había pilas de cartas del extranjero interceptadas para su censura. Había baterías de grabadores para tomar las conversaciones telefónicas. Había prostitutas detenidas como espías policiales y agentes provocadores” (Fryer, La tragedia de Hungría, 56). Por este motivo, no sorprende la violencia que las masas descargaron contra los Avos, los cuales fueron fusilados, colgados y linchados por toda la ciudad.

En este período la burocracia soviética titubeó y valoró las opciones a seguir. Hasta ese momento la delegación rusa en Hungría había aceptado todas las concesiones realizadas por Nagy. Prueba de esto que es cumplieron con el repliegue de las tropas rusas, las cuales el 30 de octubre estaban concentradas en las afueras de Budapest.

A pesar de esto, Moscú no renunció a retomar la ofensiva y, por ello, una delegación de alto nivel conformada por Jrushev, Malenkov y Mólotov viajó por los países del Glacis el 31 de octubre con el fin de valorar la reacción de los partidos estalinistas ante una eventual ofensiva militar soviética, lo cual rindió frutos pues hasta el “reformista” Gomulka acordó que era necesario suprimir la “contrarrevolución húngara” (Lauria, 2019).

Ese mismo día se reagruparon las tropas soviéticas estacionadas en Hungría, además Suslov y Mikoyán dejaron el país de forma precipitada. Todo anunciaba la inminencia de un nuevo ataque ruso, ante lo cual Nagy protestó contra el embajador ruso y convocó a una reunión del Comité Central ese día y, a las 19 horas, en la radio se anunciaron los acuerdos alcanzados en la sesión: la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia y la búsqueda de ayuda de la ONU contra la URSS.  De igual manera, el CC acordó la disolución del partido estalinista (el cual ya era imposible de reformar) y la fundación del “Partido Socialista Húngaro de los Trabajadores” (Lauria, 2019).

Los acuerdos inicialmente contaron con el respaldo de las dos facciones reformistas lideradas por Nagy y Kádár. Pero, de forma inesperada, el último huyó a Moscú en horas de la noche y aceptó colaborar con los soviéticos mediante el apaciguamiento de las masas luego que de las tropas rusas masacraran la revolución. De esta forma, el gobierno reformista de Nagy y Kádár entró en crisis antes de que se reanudaran los combates.

¿Cómo se explica esto? Por definición las situaciones de doble poder (o poder dual) son altamente inestables, pues representan un cruce de caminos entre el viejo orden que se derrumbó y la tarea de crear un nuevo poder para consolidar la revolución. Por eso, aunque las relaciones de fuerza sean favorables hacia la revolución en determinado punto, la tensión entre lo viejo y lo nuevo puede resolverse de muchas formas, inclusive tomar un curso contrarrevolucionario.

Para el caso de la revolución húngara el gobierno de Nagy contaba con el apoyo de los Consejos obreros, pero su carácter reformista le impidió llevar a fondo las tareas planteadas, es decir, barrer con el régimen burocrático y establecer un poder soviético emanado directamente desde la clase obrera. Por el contrario, Nagy se posicionó como un gobierno de mediación entre la revolución y la burocracia soviética, el cual se desenvolvía entre frenar la revolución y negociar nuevos términos de relación con Moscú, posiblemente apostando a una salida similar a la de Gomulka en Polonia.

Pero la situación era muy diferente en Hungría, donde la revolución era una realidad y Nagy no la contuvo antes de que estallara, lo cual aumentaba exponencialmente la inestabilidad de su gobierno, el cual quedó atenazado entre la revolución de los Consejos obreros y la contrarrevolución de la burocracia soviética: “En cierta medida, el nuevo gobierno podía utilizar el apoyo de Moscú para consolidar su posición en el país y, por otro lado, el argumento de las fuerzas revolucionarias que empezaban a colocarse de su lado le permitía negociar con Moscú sobre una base relativamente sólida. Sin embargo, la demagogia revolucionaria por una parte, y la amenaza soviética por otra, constituían graves peligros, que no podían ser compensados por las ínfimas ventajas que el gobierno conseguiría eventualmente por su posición de intermediario. Para éste, un nuevo brote insurreccional habría sido tan desastroso como un nuevo zarpazo del gigante soviético (…) estar en medio de estas dos fuerzas era peligroso” (Nagy, Democracias populares, 165).

En este contexto es comprensible que el ala reformista de la burocracia húngara se desarticulara ante la eminencia del ataque soviético. Por un lado, Kádár se manejó con la lógica característica de un cuadro de la burocracia cuyo universo político se circunscribe a los límites del aparato estatal y, por lo mismo, le teme a la acción independiente de las masas obreras; para el reformismo burocrático “Una revolución victoriosa era una amenaza mucho mayor para la burocracia reformadora que Moscú” (Lauria, As revoltas por democracia socialista no ˊbloco soviéticoˋ e as transformações do stalinismo, 403).

Con respecto a Nagy, insistió en su papel de intermediario y colocó sus esfuerzos en alcanzar un acuerdo en la mesa de negociación. A sabiendas de esto, los soviéticos realizaron una maniobra: primero, mostraron cierta conformidad con las nuevas posturas del gobierno de Nagy y enviaron una delegación militar a Budapest para iniciar negociaciones; segundo, propusieron continuar las negociaciones en el cuartel soviético en la afueras de la ciudad, donde detuvieron a los representantes húngaros durante la madrugada del 03 de noviembre, entre los cuales destacaba el ministro de Defensa Máleter, el único representante de los comités revolucionarios en el gobierno y el cual jugó un papel clave en la primera parte de la insurrección.

  • Segunda invasión soviética y continuidad de la resistencia obrera (04-14 de noviembre)

 En la madrugada del 04 de noviembre, seis mil tanques y miles de tropas frescas protagonizaron la segunda invasión rusa contra Budapest. El momento del ataque fue muy bien calculado por Moscú, pues aprovecharon que la atención mundial estaba centrada en el conflicto militar en el Canal de Suez en Egipto[11] para masacrar con impunidad en Hungría.

Los soviéticos presentaron los asesinatos de los Avos como parte de una campaña de “terror blanco” de los fascistas húngaros, alegando que en Budapest asesinaban a los militantes comunistas[12]. Además, alegaron que la salida del gobierno de Nagy del Pacto de Varsovia daba cuenta del carácter reaccionario de éste. De esta forma, la maquinaria propagandística estalinista procuró que las bases comunistas apoyaran la invasión, replicando noticias falsas o tomando elementos parciales para presentar la insurrección como un ataque de la derecha.

En medio de la revolución hubo sectores contrarrevolucionarios que intentaron cooptar la lucha; incluso hubo reportes de emigrados húngaros que ingresaron al país armados por los Estados Unidos (Fryer, 2006). Pero la dinámica de la insurrección siempre estuvo pautada por la clase obrera y la perspectiva de luchar por un “socialismo democrático”, lo cual frenó todo posible desarrollo para las tendencias fascistas: “(…) ¿Se estaba incrementando la actividad de las fuerzas reaccionarias? Naturalmente que sí. ¿Había peligro de una contrarrevolución? No tendría sentido negarlo (…) Pero el peligro de una contrarrevolución no es lo mismo que el éxito de una contrarrevolución. Y entre los dos había una poderosa y significativa barrera, en la que yo por ejemplo, estaba dispuesto a depositar toda mi confianza: la voluntad del pueblo húngaro de no volver al capitalismo”  (Fryer, La tragedia de Hungría, 88).

 El desarrollo de los acontecimientos dejaron en claro las mentiras del aparato de propaganda soviético. En primer lugar, apenas comenzó la invasión Nagy huyó a refugiarse a la embajada yugoslava, lo cual dista mucho del comportamiento esperado de un gobierno fascista, el cual posiblemente se hubiera plantado a resistir en espera de ayuda imperialista. Por el contrario, lo que confirmó fue la cobardía del ala reformista de la burocracia, la cual fue incapaz de luchar a fondo contra el estalinismo apoyándose en las masas insurrectas.

En segundo lugar, la resistencia contra la invasión rusa fue protagonizada por la clase obrera, la cual no dudó en defender la autodeterminación nacional y las libertades democráticas que conquistaron con la insurrección de Octubre: “Si la intervención soviética era necesaria para sofocar la contrarrevolución, ¿cómo se explica que la más feroz resistencia de toda la última semana, hay tenido lugar en los distritos de la clase trabajadora de Újpest, al norte de Budapest, y Csepel, al sur, ambos bastiones de preguerra del Partido Comunista? ¿O cómo se explica la declaración de los obreros de la famosa ciudad de la industria del acero, Sztalinváros, de que iban a defender su ciudad socialista, la planta y las casas que habían construir con sus propias manos, contra la invasión soviética?” (Fryer, La tragedia de Hungría, 89).

Previendo esto, la burocracia estalinista utilizó tropas frescas traídas del Asia Central de Rusia, esperando que la barrera lingüística impidiera nuevos casos de confraternización. Aunado a esto, muchos soldados no sabían que peleaban en Hungría, pues fueron movilizados para defender el Canal de Suez, nacionalizado recientemente por los egipcios y en disputa con el imperialismo inglés y francés (Broué, 2006).  Pero los “Combatientes por la Libertad” húngaros desarrollaron una fuerte campaña informativa sobre las tropas rusas, co lo cual lograron que miles de soldados desertaran[13].

En este contexto reapareció Kádár el 7 de noviembre, y por la radio anunció que iba a conformar un nuevo gobierno revolucionario, al a vez que formalizó el “pedido de auxilio” militar a la URSS, una maniobra para revestir de legitimidad la invasión a nivel diplomático (Lauria, 2019).

Aunque días atrás huyó hacia la URSS, esto no disminuyó su prestigio ante las masas obreras y populares, porque le recordaban como una figura que en su momento fue perseguido y torturado por el régimen estalinista de Rákosi-Gero, además de que fue parte del gobierno de Nagy.

Por todo esto, Kádár era una figura importante para los soviéticos, pues confundía a las masas y era un relevo para reorganizar el régimen en lo venidero. No pasó mucho para que comenzara a desempeñar este papel, particularmente cuando los rusos constataron que la resistencia de los Consejos obreros no cesaba a pesar de la asimetría de armamento entre ambos bandos.

El 11 de noviembre anunció que su gobierno iba a negociar la partida de las tropas rusas y afirmó que no pretendía reinstaurar el antiguo régimen estalinista. Asimismo, garantizó que los partidos políticos de oposición podrían seguir activos en la vida pública del país, y reconoció a los Consejos obreros como organismos de fábrica, espacio donde sus decisiones deberían ser acatadas de inmediato por los directores, pero les prohibía nombrar o remover a nadie de la administración del Estado, una clara maniobra para restringir su acción al ámbito gremial (Broué, 2006).

El 14 de noviembre cesaron los ataques rusos, pero la resistencia no fue derrotada militarmente y por eso los Consejos sostuvieron la huelga general. Ese mismo día se constituyó el Consejo Central y, a pesar de las intenciones de Kádár por desconocer su autoridad, en los hechos era el único órgano de poder con el cual se vio forzado a negociar: “ (…) el Consejo Central es la única autoridad realmente reconocida en Budapest. En contacto permanente con los Comités Revolucionarios de los intelectuales y de los estudiantes, encarna la revolución obrera. Es a él al que se dirige Kádár, sin más poder que los blindados rusos impotentes frente a la huelga general, para negociar la vuelta al trabajo”  (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 160).

  • El curso errático de los Consejos y la ofensiva del estalinismo (15-23 de noviembre)

Con el cese al fuego y la instalación del gobierno títere de Kádár, la burocracia llevó el conflicto al terreno de la negociación política. Una maniobra hábil, porque la vía militar produjo una polarización extrema de la población húngara con las tropas rusas, del cual sólo se podría salir con al aplastamiento total de uno de los bandos.

Por el contrario, con la apertura de negociaciones la burocracia tuvo espacio para fragmentar a la oposición por medio de concesiones menores y usando a favor el cansancio de las masas, operativo que se facilitó por la ausencia de un partido revolucionario al frente de la insurrección: “(…) entre un gobierno que sabía hacia dónde llevaba a los trabajadores y preparaba cuidadosamente sus golpes y una dirección obrera inexperta, a la que le faltaban cuadros políticos revolucionarios formados, entre la burocracia y sus políticos hábiles para maniobrar y los consejos obreros a los que le faltaba el apoyo de un partido revolucionario análogo al Partido Bolchevique de 1917, hacía falta tiempo, y hubo muchas vacilaciones de la joven dirección” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 168).

A partir del 14 de noviembre el Consejo Central de los obreros de Budapest dio a conocer las condiciones para deponer la huelga general, las cuales eran las mismas de la revolución: reconocimiento del derecho a huelga, retorno al gobierno de Imre Nagy, salida de los rusos, elecciones libres con sufragio universal, etc. Kádár dio respuestas evasivas ante cada una de las exigencias, pero incentivó la expectativa de que era posible alcanzar una solución negociada al conflicto (Broué, 2006).

En este punto el gobierno logró su primera victoria, cuando los obreros de Csepel acordaron regresar al trabajo a partir del 15 de noviembre, con la única condición de que continuaran en curso las negociaciones. Esta decisión tuvo un fuerte impacto, dado que los obreros de Csepel fueron la vanguardia de la revolución desde el 23 de octubre, pero hubo sectores de base que fueron seducidos por las promesas de Kádár. Al final de cuentas sólo una cuarta parte de los obreros retornaron a las fábricas el día siguiente, pero esto no redujo el peso simbólico que generó su repliegue.

Lo anterior fue patente durante la sesión del 16 de noviembre del Consejo obrero de Budapest, donde los delegados acordaron deponer la huelga. Esto generó un rechazo entre las bases obreras, las cuales llegaron al extremo de remover a esos delegados por irrespetar el acuerdo previo de mantener la huelga. El 17 de noviembre la oposición hizo público un volante donde denunciaban las amenazas de Kádár de deportar a los delegados de los Consejos si no se retornaba a trabajar (Broué, 2006).

A estas alturas era evidente la fisura en el Consejo de Budapest en torno a la estrategia a seguir: por un lado, un sector quería mantener la huelga general hasta lograr las reivindicaciones principales de la insurrección; por otro, un ala conciliadora (con ligera mayoría) apostaba a una salida negociada con el gobierno de Kádár.

El 18 de noviembre una delegación de obreros pidió al Consejo Central que llamara a los Consejos de provincia a nombrar delegados para conformar un “Parlamento obrero” que, en adelante, sería el único órgano legítimo para negociar con el gobierno. Con este planteamiento  esperaban bloquear a los sectores conciliadores, debido a que en las provincias predominaban las alas más radicales de la revolución porque desde el inicio los Consejos obreros tomaron el poder: “En las provincias, al contrario, la insurrección salió directamente de la huelga general y los consejos obreros, después de haberla dirigido, asumieron directamente el poder. Barrieron la administración del Estado stalinista, comandaron las fuerzas armadas, y el gobierno de Nagy no tenía otra autoridad más que por su intermedio. Ejercieron verdaderamente el poder durante el período de ˊ́independencia̕. Después del ataque del 4 de noviembre, se convirtieron prácticamente en la única autoridad frente al Comando ruso, al haber estallado en pedazos el aparato de Estado” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 166).

La primera reunión del “Parlamento obrero” se llevó a cabo el 21 de noviembre, no sin antes sortear la obstrucción de la Policía y el ejército que ocuparon el Palacio de Deportes donde se iba a realizar. Tras cambiar de sede, convocaron a una huelga de 48 horas exigiendo al gobierno que reconociera al Consejo Nacional (el parlamento obrero) democráticamente electo como la única instancia de representación obrera de la revolución; también se incluyeron las peticiones acordadas el 14 de noviembre.

Aunque la conformación del parlamento obrero tuvo por objetivo centralizar la acción de todos los Consejos obreros del país, desde el inicio renunció a tomar el poder para instaurar un gobierno obrero y popular. Por el contrario, el Consejo Nacional se posicionó como un organismo de presión sobre el gobierno de Kádár para exigir el retorno de Nagy al poder.

Así, nuevamente, se hicieron evidentes los límites de la acción espontánea consejalista, bajo la cual la clase obrera húngara no pudo elevarse a clase dominante y, por eso mismo, se limitó a exigir que otros gobernaran en su nombre. En tiempos ordinarios esto es problemático, pero en medio de una revolución es catastrófico, algo que la burocracia soviética sabía a perfección.

El gobierno de Kádár pasó a la ofensiva contra los Consejos obreros. El 22 de noviembre atacó a los comités revolucionarios en los ministerios, alegando que eran un obstáculo para el desenvolvimiento de la burocracia en las instituciones del Estado, tal como informó Radio Budapest: “Los comités revolucionarios de los ministerios quieren tomar decisiones que superan su competencia y que no favorecen ni el regreso al trabajo ni restablecer el orden (…) El gobierno ha dado la orden a los directores de los ministerios de limitar la actividad de estos comités y de no aceptar sus sugerencias más que si esto son verdaderamente constructivas” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 169).

Junto con este golpe, los sectores conciliadores en Csepel nuevamente sabotearon la huelga de 48 horas. Su posición era confusa, porque al mismo tiempo que denunciaban los ataques del gobierno contra las organizaciones obreras, considera que la huelga es perjudicial para superar la precaria situación económica del país. En este marco, el Consejo Central de Budapest rompió con el llamado a huelga y firmó un acuerdo con Kádár el 23 de noviembre.

Paralelo a esto, el gobierno firmó un acuerdo con los yugoeslavos donde garantizó que Nagy y sus correligionarios podrían retornar seguros a sus hogares en caso de abandonar la embajada. Esto no sucedió, pues al dejar el edificio, Nagy fue secuestrado por los rusos y llevado a Rumanía[14]. Al respecto, Kádár declaró que fue un viaje voluntario y  que Nagy se había “convertido en un títere de la contrarrevolución y de los horthystas” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 171).

 

  • La derrota de la revolución (23 de noviembre-

 

La ofensiva del gobierno cerró espacios para los conciliadores dentro de los Consejos obreros, los cuales se diluyeron en cuanto resultó claro que no había margen para una salida negociada al conflicto. En su lugar la dirección del Consejo Central la asumió una camada de obreros muy jóvenes, encabezados por Sándor Rácz, un cerrajero de 23 años que pasó a ser su presidente.

Esto expresaba la energía de la juventud trabajadora húngara, pero también la inexperiencia de la insurrección, lo cual se agravó por la ausencia de un partido revolucionario. Al respecto son llamativas las declaraciones de Sándor Bali, el nuevo vicepresidente del Consejo Central, quien en una negociación con el gobierno el 25 de noviembre declaró: “Es la clase obrera húngara, dice, la que ha formado los consejos obreros, los que, por el momento, son las organizaciones económicas y políticas que tiene la clase obrera (…) Sabemos bien que los consejos obreros no pueden ser organizaciones políticas. Que se entienda que nos damos cuenta de la necesidad de tener un partido político y un sindicato. Pero, dado que por el momento, no tenemos la posibilidad práctica de establecer estas organizaciones, estamos obligados a concentrar nuestras fuerzas en un solo punto, mientras esperamos la sucesión de los acontecimientos” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 174).

Esta cita revela la reticencia de los Consejos obreros por constituir un nuevo poder, un límite que la fuerza espontánea de la revolución nunca pudo superar. Así, los Consejos terminaron arrastrados por la inercia de los acontecimientos, algo terrible en medio de una revolución cuando es fundamental la iniciativa revolucionaria para cambiar el curso de la historia. Esto no varió a lo largo de los meses y poco importó que fueran los conciliadores o los sectores más combativos quienes estuvieran al frente del Consejo Central. La ausencia de una dirección revolucionaria consolidada se transformó en el factor determinante para la derrota de la revolución, de lo cual la burocracia estalinista tuvo plena consciencia.

Ante los ataques de Kádár, los Consejos comprendieron la importancia de contar con su propia fuerza armada para hacer valer su autoridad. Por eso a partir del 26 de noviembre, agregaron a las reivindicaciones planteadas al gobierno la solicitud de tener una milicia propia. Además, con el objetivo de romper el cerco mediático impuesto por los medios de comunicación estalinistas, también exigen contar con sus propios periódicos.

La respuesta de Kádár fue contundente: acusó de contrarrevolucionarios a los elementos de los Consejos obreros que solicitaban armas y decomisó en la imprenta el periódico Munkasujsag (Gaceta obrera), el cual estaba a cargo del Consejo Central. En los días venideros los obreros editaron volantes, pero los soldados rusos se encargan de decomisar los mimeógrafos (Broué, 2006).

A partir del 04 de diciembre Kádár desató una nueva ofensiva contra los comités revolucionarios. Primero avanzó con su disolución en todas las instituciones estatales, alegando que se extralimitaban en sus funciones y entorpecían el funcionamiento del aparato estatal, tal como reseñó un comunicado gubernamental: “La experiencia muestra que los comités no desplegaban ninguna actividad de interés público, sino al contrario, cuando existían, su acción consistía en traba el trabajo de las autoridades del Estado y la realización de las tareas de interés público” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 174). Junto con esto, el gobierno lanzó la policía contra los dirigentes de los Consejos, arrestando a centeneras de delegados en la noche del 06 de diciembre.

Tras varios días de gestión infructífera ante Kádár, el Consejo Central acordó retomar la lucha. Por eso fue convocada una huelga general de 48 horas para el 11 y 12 de diciembre, con el objetivo de frenar la campaña represiva orquestada por el gobierno y los rusos.

Esta nueva jornada provocó un resurgimiento de la organización democrática de la clase obrera, lo cual fue patente el 10 de diciembre cuando se realizaron asambleas en todas las fábricas del país para preparar las acciones de la huelga. En respuesta a esto, el gobierno  incrementó la escalada represiva, ordenado arrestos selectivos y redadas contra locales obreros; incluso decretó la ley marcial a las 18 horas de ese mismo día, antes de que iniciara la huelga.

En el trascurso del 11 de diciembre fueron arrestado Sándor Rácz y Sándor Bali, presidente y vicepresidente del Consejo Central respectivamente, bajo los cargos de liderar una intentona contrarrevolucionaria y tener relaciones estrechas con Radio Europa libre (financiada por el gobierno de los Estados Unidos). Ese mismo día, el gobierno disolvió el Comité Revolucionario de los Intelectuales (Broué, 2006).

A pesar de la escalada represiva la huelga fue acatada por la gran mayoría de la clase obrera y se mantuvo durante dos días; en las regiones de Belojannis y Csepel continuó el 13 y 14 de diciembre en protesta contra el arresto de Rácz y Bali. Fue una demostración de la fuerza de voluntad y resistencia del proletariado húngaro que, a pesar de meses revolución y la sangrienta represión de las tropas rusas, aún tenía fuerzas para luchar.

Pero desde el punto de vista estratégico la huelga (y por extensión la revolución) ya estaba condenada a la derrota, pues su orientación consistió en presionar al gobierno para que cediera ante sus reivindicaciones, nunca se planteó derrotarlo y constituir uno nuevo: “El largo estancamiento de las masas resultó en una huelga que, en el ánimo de los dirigentes, era menos una nueva ofensiva que una defensiva desesperada, una demostración de su voluntad, pero en donde, por adelantado, ellos aceptaban su derrota, si el gobierno se negaba a ceder. En estas condiciones, la derrota inmediata era inevitable: el gobierno de Kádár no podía ceder, sino solamente golpear aún más duramente. Eso es lo que hizo”  (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 179).

En las semanas posteriores continuaron las tensiones, pero la revolución ya había sido derrotada. Incluso el 10 de enero de 1957 hubo manifestaciones en Csepel, donde un obrero metalúrgico fue asesinado a tiros por la policía. A esta altura Kádár dejó de lado las palabras conciliadoras de meses atrás y llamó a luchar “contra los elementos hostiles que se disfrazan de marxistas y lanzan consignas sobre la democratización y la desestalinización” (Broué,  La tragedia de los Consejos obreros, 182).

El gobierno también realizó algunas concesiones menores para descomprimir el malestar contra el régimen: avanzó con la descolectivización de la tierra, negoció con el Partido de Pequeños Propietarios e hizo acuerdos con sectores de la burguesía internacional en procura de préstamos.

Así concluyó la revolución húngara de 1956, el máximo desafío a la dominación estalinista en Europa del Este hasta ese momento. El costo humano que pagó el pueblo húngaro por esta osadía fue muy elevado: 2500 revolucionarios ejecutados tras realizarse juicios sumarios relámpago; tres mil muertos en combate y más de 200 mil personas exiliadas (Lauria, 2019).

 

[1] Recordemos que este fue el nombre que asumió el Partido Comunista entre 1948 y 1956, luego de la fusión con el Partido Socialdemócrata en 1947.

[2] De acuerdo a François Fejtö, especialista en las democracias populares, daba la impresión de que “la insurrección húngara comenzó en Polonia” (Nagy, Democracias populares, 156).

[3] Como parte de la “primavera de los pueblos” de 1848, Hungría desarrolló su guerra de independencia del imperio Austríaco. De ese proceso sobresalen varias figuras que fueron retomadas en la revolución de 1956, como el poeta Sandor Petöfi o el líder político Kossuth, líder político de la lucha por la independencia.

[4] De acuerdo al relato de Fryer, el objetivo de la masacre fue evitar la confraternización entre los manifestantes y los soldados rusos, pues los últimos mostraron simpatía con las protestas. Broué relata que durante la revolución hubo casos desertores rusos que en la zona noroeste ayudaron a liberar un tren con deportados húngaros. Por este motivo, muchos soldados rusos fueron desarmados y llevados a campos de concentración en la URSS (Fryer, 2006; Broué, 2006).

[5] En el período 1848-1956 (112 años), Hungría experimentó tres revoluciones: la democrático-burguesa de 1848 con la guerra de independencia; la revolución obrera socialista de 1919 y la revolución obrera antiburocrática y de liberación nacional en 1956. Por eso en la revolución de 1956 hubo muchas referencias a las tradiciones de lucha y símbolos de las revoluciones previas.

[6]Lenin emprendió una campaña contra la “fetichización sovietista” luego de las jornadas de julio, cuando los soviets (dirigidos por los mencheviques y socialistas revolucionarios) tenían una política reaccionaria alentando a los soldados a proseguir en la guerra mundial y perseguir a los bolcheviques. Por un tiempo evaluó impulsar los comités de fábrica como organismos de lucha por el poder (Trotsky, 1975).

 

[7] Nagy no dirige la revolución, por el contrario, es ceder constantemente a las presiones del movimiento insurreccional, pero nunca lo anticipa.

[8] En ese momento eran representantes del Partido de los Trabajadores Húngaros (estalinista), el cual fue disuelto un par de días después para fundar el Partido de los Trabajadores Húngaros.

[9] En el plano militar, los rusos ocupaban movilizar tropas frescas, porque muchos soldados simpatizaron con la revolución, lo cual provocó deserciones y desmoralización. Por este motivo los rusos otorgaron la tregua del 28 de octubre, con el objetivo de movilizar nuestras tropas para aplastar la insurrección húngara (Broué, 2006).

[10] Uno era un sótano de dos pisos debajo de los cuarteles generales del Partido Comunista, construido con paredes de hormigón armado de seis pies de espesor con el objetivo explícito de torturar sin piedad.

[11] La guerra por el Canal de Suez se libró entre el 29 de octubre y 07 de noviembre de 1956, debido a la nacionalización de dicho canal por parte del gobierno nacionalista burgués de Nasser en Egipto, hasta ese momento propiedad de intereses ingleses y franceses. Por este motivo, Francia, Inglaterra e Israel desataron los ataques militares contra el gobierno egipcio.

[12] En medio de los primeros días de la revolución,  algunos militantes comunistas (entre 20 ó 50) fueron asesinados debido a que las masas los confundieron con miembros de la AVH. Pero como relata Fryer en su libro, fueron casos muy fortuitos producto de la equivocación que no tienen comparación con las campañas de terror blanco en la Comuna de París  donde se fusilaron entre 20 y 30 mil obreros, o el caso de Chiang Kai Shek que masacró 5 mil obreros de Shangai en 1927 (Fryer, 2006).

[13] De acuerdo a Broué, muchos fueron deportados a campos de concentración, mientras que otros huyeron hacia las montañas y en el noroeste liberaron un tren con prisioneros húngaros (Broué, 2006). Una alerta para la burocracia soviética, pues la revolución húngara podía extenderse hacia Rusia.

[14] Fue procesado en un juicio secreto y ejecutado en 1958.

[15] Estos datos los tomamos de la obra de Lazlo Nagy que empleamos en la investigación. Utilizando un convertidor de moneda y tomando como año base 1956 (con una inflación promedio en los EUA de 3,6% anual), los 20 mil millones equivalían en 2019 a cerca de 192 mil millones de dólares (dato exacto: $191,771,638,528.5). Aunque nuestra equivalencia posiblemente presente un margen de error, es útil para darse una idea de la magnitud del saqueo que realizó la URSS sobre las democracias populares.

Sumate a la discusión dejando un comentario:

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí