En los últimos años, el mundo cambió abruptamente. Europa está mutando aceleradamente hacia una agenda cada vez más marcada por el rearme y la militarización. La invasión rusa a Ucrania, la creciente inestabilidad internacional y el retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos han acelerado este proceso, colocando a la Unión Europea ante una nueva fase de reorganización militar imperialista.
Una carrera armamentista en ascenso
El panorama actual del comercio mundial de armas refleja una intensificación peligrosa de las tensiones geopolíticas en medio de la disputa entre los imperialismos consolidados y los que se encuentran en ascenso. En el mundo, más allá de conflictos regionales y la lucha entre y contra el narcotráfico, Europa se reconfigura como un nuevo epicentro del rearme. Esta dinámica no solo responde a un contexto de guerra en el continente (la invasión rusa a Ucrania), sino a un viraje en la estrategia económica y militar del bloque.
El Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), le da seguimiento al gasto y las transferencias de armamento en el mundo. Según sus datos, mientras que el comercio global de armas disminuyó un 4,6% entre 2018 y 2022 respecto al quinquenio anterior, las importaciones europeas aumentaron un 47%, y entre los países europeos miembros de la OTAN, el incremento fue del 65%. Europa pasó de representar el 11% del comercio mundial de armas al 16%.
Este rearme no se limita a compras individuales, la Unión Europea está dando pasos hacia una economía de guerra del bloque. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, dijo que “la era del dividendo de la paz hace mucho que acabó. La arquitectura de seguridad con la que contábamos ya no puede darse por sentada. Europa está dispuesta a estar a la altura de las circunstancias. Debemos invertir en defensa, reforzar nuestras capacidades y adoptar una actitud activa en materia de seguridad”.
Estás declaraciones de la máxima representante de la UE marcan un antes y un después en la narrativa europea post Guerra Fría, que por décadas se escudó en un discurso “pacifista” (mientras participaba de guerras periféricas o tercerizaba su defensa en la OTAN). De acuerdo con SIPRI “la transferencia de armamento en los Estados europeos ha aumentado claramente” y “el rol de Estados Unidos como proveedor internacional de armas también se ha incrementado de manera rotunda”. Esta afirmación apunta a un problema severo para Europa: la alta dependencia del complejo militar-industrial estadounidense.
Y es que Europa ha externalizado gran parte de su producción militar desde hace décadas. En la actualidad, el 78% del armamento de todos los ejércitos europeos se compra fuera, principalmente desde Estados Unidos.
Ante esto, la Comisión Europea presentó el plan “ReArm Europe” que prevé una inversión de hasta 800.000 millones de euros. De manera simultánea, se puso en marcha un nuevo “Libro Blanco” (documento con propuestas de acción) sobre defensa, en el que se identifican siete áreas críticas de inversión: defensa aérea, artillería, drones, movilidad militar, inteligencia artificial, ciberseguridad y sistemas de comunicación estratégica. Así, planean revertir su dependencia al “reforzar la base industrial y tecnológica de la defensa europea, y también estimular la innovación, así como crear un mercado de equipos de defensa a escala de la UE”.
En Europa (más allá de Ucrania) hay cuatro Estados que están siendo especialmente relevantes en este proceso, tres por su poderío e influencia (además de su pasado imperial) y otro por el acelerado avance armamentista. Se trata de Francia, Alemania, Reino Unido y Polonia.
Francia ha tomado una posición destacada en el proceso de rearme, proponiendo no solo un aumento sustancial del gasto en defensa, sino una redefinición estratégica del papel militar de Europa. El presidente Emmanuel Macron ha planteado la posibilidad de extender el escudo nuclear francés a los países socios de la Unión Europea, un camino para posicionarse como potencia garante de la seguridad continental.
En un discurso reciente, advirtió sobre la creciente amenaza de Moscú y el giro en la política exterior de Estados Unidos, afirmando que quiere creer que Washington apoyará a Europa pero que deben prepararse “por si no lo hace”. Además, Francia insiste en un mayor grado de soberanía militar europea frente a la dependencia de la OTAN. Sin embargo, subsisten dudas sobre si la “force de frappe” francesa es suficiente para disuadir a potencias nucleares como Rusia.
Alemania ha protagonizado uno de los giros más radicales de su política post caída del Muro. Tras décadas de contención militar impuesta por su historia del siglo XX, Berlín se posiciona hoy como el país con mayor gasto militar de Europa Occidental. En 2024, su presupuesto en defensa alcanzó los 88.500 millones de dólares, con un aumento del 28% respecto al año anterior.
Además, el nuevo canciller conservador Friedrich Merz logró aprobar la reforma del “freno constitucional a la deuda” para permitir una inversión pública sin precedentes: hasta un billón de euros en defensa e infraestructura. Este rearme acelerado ha hecho tambalear incluso al tradicional rigor fiscal, confirmando que la «seguridad» y el desarrollo militar han pasado a ocupar el centro del nuevo paradigma estratégico alemán.
El Reino Unido, aunque fuera de la Unión Europea, sigue profundamente implicado en el rearme del continente como miembro de la OTAN. El primer ministro laborista Keir Starmer ha justificado públicamente el aumento del gasto en defensa apelando al miedo popular: “Rusia es una amenaza en nuestras aguas, nuestro espacio aéreo y nuestras calles”.
Además, habló de ataques cibernéticos, el uso de armas químicas en Salisbury y la inestabilidad en Europa como justificación para redirigir fondos públicos hacia el presupuesto militar. Paralelamente, está reconsiderando el sistema nuclear Trident, altamente dependiente de Estados Unidos, en un intento por actualizar su capacidad disuasiva.
Por su parte, Polonia ha asumido el papel de punta de lanza del rearme en el este del continente. El gobierno ha incrementado su gasto en defensa hasta alcanzar el 4,2% del PIB, el porcentaje más alto entre los países europeos, e incluso más que el exigido por la OTAN. Además, el primer ministro Donald Tusk anunció un programa de entrenamiento militar obligatorio para todos los hombres adultos, y propuso la creación de un Banco de Armas europeo similar al Banco Europeo de Inversiones.
Por su parte, el presidente Andrzej Duda planteó consagrar constitucionalmente el porcentaje de gasto militar mínimo y ha pedido que Estados Unidos estacione armas nucleares en su territorio, lo que, paradójicamente, refuerza la subordinación a Washington mientras promueve una narrativa de soberanía militar.
Rearme contemporáneo y los ecos del pasado
La aceleración del rearme europeo y el crecimiento del comercio mundial de armas no pueden analizarse en el vacío. Estos procesos deben ponerse en relación con las dinámicas históricas del capitalismo y, en particular, con la experiencia catastrófica del periodo de entreguerras en el siglo XX, que culminó en la Segunda Guerra Mundial.
Si bien no hay que ser catastrofistas (por el momento no se vislumbra en lo inmediato una Tercera Guerra Mundial) ni paranoicos, lo cierto es que no deja de haber ciertos paralelismos entre el escenario actual y el de esa época (sin ánimos de hacer analogías absurdas ni trasladar mecánicamente los acontecimientos): una crisis de hegemonía, un conflicto creciente entre potencias, una militarización en desarrollo y una retórica nacionalista cada vez más agresiva.
Una primera semejanza reside en la crisis de liderazgo en el sistema mundial de Estados. Como la Primera Guerra Mundial estalló con la crisis de la hegemonía británica, hoy se observa un declive de la hegemonía estadounidense y una fragmentación del orden mundial. Roberto Sáenz señala que “Estamos viviendo un periodo de crisis hegemónica y un desarrollo peligroso que agiganta la tendencia a la militarización”. Este vacío de poder genera un escenario inestable donde potencias regionales compiten por espacios de influencia.
En este marco, la Unión Europea y las principales potencias que lo integran intentan posicionarse en el mundo. De suma preocupación es el caso alemán. El año anterior el gobierno de Scholz recortó el gasto público en un 7% pero aumentó el de Defensa hasta llegar al 2% del PIB. Ahora, el nuevo gobierno de Merz indicó que ese porcentaje será el piso y no el techo de ese rubro (la media de gasto durante la Guerra Fría fue de 3%). Así, hoy se justifica el rearme en nombre de la “defensa democrática” y no del nacionalismo.
Una segunda similitud es la creciente rivalidad inter imperialista. En el periodo previo a las guerras mundiales, la lucha por colonias, mercados y esferas de influencia fue el motor real del conflicto entre las potencias capitalistas. Hoy, esta lógica se actualiza con las disputas por recursos estratégicos, cadenas de suministro y zonas de influencia territorial, tecnológica y comercial (lo que puede devenir en nuevas formas de dominación colonial o semicolonial).
La guerra arancelaria impulsada por Donald Trump (“Liberation Day”) ha desatado una dinámica parecida: “La competencia económica se politiza y, eventualmente, se militariza, porque en la lógica de las relaciones entre Estados están, lógicamente, las relaciones de fuerzas, y el caso extremo para medirlas es el enfrentamiento militar”.
Este pasaje de la competencia “incruenta” del mercado a la “cruenta” del campo de batalla no es nuevo, y fue descrito por Marx y Luxemburgo como parte esencial del desarrollo desigual del capitalismo.
En tercer lugar se encuentra el impulso de la ideología de guerra. En ambas épocas, los gobiernos han promovido un discurso de “unidad nacional”, “amenaza externa” y “preparación” como justificación para la militarización. A principios del siglo XX, las masas populares fueron movilizadas bajo consignas patrióticas para librar guerras imperialistas. Hoy, ese proceso se reproduce bajo nuevas formas, sin embargo, ayer y hoy la guerra se presenta como una necesidad objetiva, ineludible y racionalizada desde arriba como única opción ante un mundo inestable.
No obstante, también hay que señalar las diferencias. En primer lugar, el actual proceso de rearme se da en un contexto de capitalismo globalizado, con fuertes interdependencias tecnológicas y financieras entre las grandes potencias. Mucho más fuertes que un siglo atrás.
A diferencia de los años 30, cuando el proteccionismo económico marcó la pauta de la política económica, hoy la norma son los mecanismos de coordinación como la Unión Europea, la OTAN o el FMI, aunque están cada vez más debilitados: “Trump está tomando medidas de afirmación del Estado nacional imperialista estadounidense que tienden a romper o ‘desordenar’ la armonía de la cadena de abastecimiento globalizada”. Este “desorden” no es menor, si se profundiza, podría romper la unicidad del mercado mundial y abrir paso a conflictos más abiertos y directos.
En segundo término, la relación entre la crisis y el militarismo se presenta hoy de manera más “encubierta”. En el siglo pasado la solución a la crisis fue directamente el fascismo y la guerra, hoy el capitalismo ha aprendido a disimular sus impulsos militaristas bajo marcos discursivos democráticos y tecnocráticos. Sin embargo, el crecimiento de la extrema derecha en general y de Trump en particular va marcando la pauta de una retórica más brutal y agresiva. El rearme europeo, por su parte, se viste de modernización, digitalización y resiliencia estratégica. Sin embargo, su lógica sigue siendo la misma.
Por último (y tal vez el más relevante), en el periodo de entreguerras la revolución, el peligro de la Unión Soviética y los movimientos obreros representaban una amenaza real para el sistema capitalista. Hoy, tras décadas de ofensiva neoliberal, la resistencia popular se encuentra debilitada, fragmentada, y en muchos casos desorientada. No decimos que no se pueda revertir, esa es la apuesta estratégica de la izquierda, pero por el momento aún es ese el panorama.
Trump y la descomposición del orden existente
La oleada de rearme en Europa tampoco puede entenderse sin vincularla con el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos y su viraje hacia una política exterior agresivamente proteccionista y nacional-imperialista. Su regreso a la presidencia ha trastocado profundamente las coordenadas geopolíticas del sistema mundial y colocando en entredicho el orden establecido tras la Segunda Guerra Mundial. En ese marco, Europa comienza a diseñar un proyecto propio de militarización, no como ruptura con Estados Unidos, sino como respuesta a su retiro estratégico y su imprevisibilidad.
El retorno de Trump al poder representa una ruptura con la lógica del multilateralismo imperialista tradicional. Su política “America First” desmantela consensos de décadas. Esta desarticulación del mercado mundial unificado es leída desde Europa como un aviso, ya no se puede depender indefinidamente del “paraguas” militar estadounidense.
Esa incertidumbre se traduce en decisiones concretas. La Unión Europea se reorganiza como bloque armado, con la creación de fondos comunes de defensa, flexibilización del déficit fiscal y promoción de una industria militar propia. El nuevo “Libro Blanco” europeo va más allá del discurso: plantea directamente la necesidad de autonomía militar estratégica.
En esta coyuntura, varios líderes europeos han expresado abiertamente su desconfianza hacia el nuevo gobierno estadounidense. El canciller alemán Merz es tajante al señalar que al gobierno de Trump no le importa lo que pase en Europa: “Mi prioridad absoluta será reforzar Europa tan rápido como sea posible para conseguir independencia [en Defensa] de los Estados Unidos”. Esta declaración, impensable una década atrás, simboliza el desgarre de la relación transatlántica.
El efecto Trump también se manifiesta en las propuestas más radicales de militarización que pretenden responder a una pregunta: ¿qué pasa si Estados Unidos abandona Europa? La posibilidad de un “vacío imperialista” se está enfilando hacia posturas reaccionarias, incluso al costo de romper con consensos previos tan primordiales como las convenciones internacionales contra armas prohibidas (como ha hecho Polonia al anunciar su retiro de acuerdos sobre bombas de racimo y minas antipersona).
Este nuevo contexto de competencia entre Estados lleva al mundo a una dinámica más parecida a la lógica del siglo XIX que a la del liberalismo globalizado del siglo XX: “ahora la política pasa a dominar sobre la economía, así como bajo el neoliberalismo y el liberalismo clásico la economía dominaba sobre la política: de la economía sobre los Estados a los Estados sobre la economía”. Es decir, el paso de una fase dominada por el capital transnacional a una fase dominada por los Estados y sus aparatos militares.
Las consecuencias económicas de esta ruptura también son notables. La guerra comercial impulsada por Trump ha comenzado a desatar una ola de estanflación, con inflación en aumento y estancamiento del PIB: “desató la guerra comercial internacional más importante en un siglo con su ‘Liberation Day’, que está haciendo derrumbar los mercados en todo el mundo”. La respuesta europea ha sido reforzar su base productiva militar, relocalizar industrias, y comenzar a transitar, explícitamente, hacia una “economía de guerra”.
Pero más allá de lo económico y lo militar, lo que expresa este proceso es una reconfiguración política e ideológica del capitalismo imperialista. El “trumpismo” no es una anomalía pasajera, sino la forma concreta que adopta la dominación capitalista en una etapa de crisis: bonapartismo, autoritarismo, guerra, polarización social, y destrucción de derechos.
En suma, el rearme europeo no es un proceso aislado ni espontáneo. Es la respuesta reactiva del capitalismo europeo a la descomposición del liderazgo estadounidense bajo Trump, y al mismo tiempo, un intento de reactivar la acumulación en un escenario global de fragmentación, crisis y guerra. No hay rearme “defensivo”, no hay “neutralidad” en el aumento del gasto militar: lo que hay es una nueva fase del imperialismo en lucha por el control del planeta.
El imperialismo armamentista
El rearme europeo y la militarización no son novedades dentro del sistema capitalista, son su expresión más coherente y lógica en tiempos de crisis. Es imposible analizar la situación actual sin señalar su raíz material: la necesidad del capital de expandirse, concentrarse y sostener sus tasas de ganancia a costa de la vida y los cuerpos de la clase trabajadora.
Las guerras y preparativos para la guerra sirven para revitalizar industrias, garantizar contratos multimillonarios con fondos públicos, y abrir mercados y zonas de influencia por medios violentos. Las empresas del ramo esperan enriquecerse a manos llenas.
De acuerdo con datos de SIPRI el año pasado se generaron más de 600.000 millones de dólares con la venta de armas y servicios militares. Aunque se reportó una leve baja de ingresos respecto a 2021 (3,5%), el negocio sigue siendo colosal. Así, Europa, al embarcarse en una carrera armamentista, pretende no solo el fortalecimiento de su posición geopolítica, sino la expansión de las grandes corporaciones bélicas como Rheinmetall, Thales, Leonardo, BAE Systems y otras.
Esta lógica se inscribe en una contradicción central del capitalismo: su tendencia a la crisis. En épocas de recesión o estancamiento, la inversión militar aparece como una salida para estimular la producción. Lo que pasa es que los apologetas del establishment habían anunciado que esa época era cosa del pasado, pero la realidad lo está desmintiendo.
El militarismo se convierte así en un instrumento de acumulación primitiva, donde los Estados saquean recursos, expropian territorios, destruyen infraestructura rival y redirigen los excedentes hacia sus propias élites. Como advertía Luxemburgo: “el militarismo en todas sus formas –sea guerra o paz armada– es un hijo legítimo, un resultado lógico del capitalismo”. Esta afirmación no ha perdido vigencia: el rearme responde a una necesidad del sistema capitalista para reorganizar el poder y la riqueza mediante la violencia organizada.
El caso europeo actual es paradigmático. Bajo la narrativa de la “seguridad colectiva” y la “soberanía estratégica”, se están destinando cientos de miles de millones de euros a industrias armamentistas mientras se recortan o congelan servicios públicos, derechos sociales y políticas redistributivas.
Mientras unos dicen que el aumento en Defensa no afecta la inversión social, lo cierto es que el primer ministro britanico ya fue lo suficientemente claro: “La clase trabajadora ya ha notado el coste de las acciones de Rusia en el aumento de los precios y las facturas”. Estas medidas no son neutrales, revelan la prioridad ideológica y de clase.
La militarización, además, cumple una función ideológica clave, reorganiza el consenso social bajo la lógica del miedo, la obediencia y la movilización nacionalista. Los sectores más reaccionarios lo utilizan para encubrir la falta de perspectivas, la precarización, la pobreza, etc. Es un mecanismo para apaciguar a una clase trabajadora que reacciona a que el “sueño americano” o el “Estado social europeo” no sea más que un recuerdo.
En cada crisis del sistema, resurgen los discursos de orden, fuerza, identidad y enemigo interno, que buscan reprimir la lucha de clases y desplazar las contradicciones hacia minorías vulnerables: migrantes, mujeres, militantes de izquierda, pueblos racializados.
El militarismo, por tanto, debe ser entendido como una forma extrema de gestión de la crisis capitalista, que combina violencia física, disciplinamiento ideológico y redistribución regresiva del excedente. Y su contracara es la guerra imperialista: guerras por petróleo, por tierras raras, por rutas marítimas, por mercados estratégicos, por hegemonía geopolítica. Guerras que, como afirmaba Lenin, no tienen nada de progresivo, porque se libran entre potencias imperialistas por el reparto del mundo y solo pueden ser transformadas en una salida revolucionaria si las masas se rebelan contra sus propias burguesías.
Hoy, el rearme europeo no es un paso hacia la paz, como se pretende presentar desde Bruselas. Es un paso hacia un imperialismo europeo más agresivo y más autonómo, aunque sea solo militarmente.
La única lucha de los explotados y oprimidos debe ser la lucha de clases. Desde esta perspectiva, el antimilitarismo no puede reducirse a un pacifismo ingenuo. La izquierda revolucionaria debe retomar la consigna de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”. Y barbarie es exactamente lo que significa destinar miles de millones a misiles, tanques, drones y escudos nucleares, mientras el mundo está plagado de desigualdad, pobreza y la amenaza existencial del cambio climático.