Análisis histórico y crítica marxista

El Estado-nación como forma histórica del capitalismo: conquista, límite y contradicción

El Estado-nación es una de las categorías más relevantes de la teoría política moderna. Su aparición marcó una ruptura con las formas previas de organización política. Solo una transformación revolucionaria que trascienda las fronteras nacionales y articule a la clase trabajadora a escala mundial, puede quebrar la lógica de competencia entre Estados y poner en marcha una organización social basada en la cooperación y no en la guerra.

El Estado-nación es una de las categorías más relevantes de la teoría política moderna. Su aparición marcó una ruptura con las formas previas de organización política, como las monarquías feudales y los imperios dinásticos, al instaurar un modelo basado en la soberanía territorial, la centralización del poder y la idea de una comunidad unificada bajo un mismo marco político-jurídico.

Desde el siglo XVII, y con mayor fuerza a partir de las revoluciones americana y francesa, se erigió como la forma dominante de organización política, legitimando la autoridad a partir de la relación entre el Estado —entendido como aparato institucional y de poder coercitivo— y la nación —concebida como comunidad cultural, histórica o política que otorga identidad y cohesión a sus miembros.

Fue el vehículo de la consolidación del capitalismo, de la expansión de la economía de mercado y de la construcción de los sistemas legales y administrativos actuales. Permitió unificar poblaciones heterogéneas bajo un idioma, un sistema educativo y un marco político comunes, permitiendo la creación de sujetos políticos identificados con una comunidad nacional.

A su vez, en el terreno extra nacional, sentó las bases del sistema de soberanía vigente que regula las relaciones interestatales y estructura el derecho internacional contemporáneo. En este sentido, la historia de la modernidad política y económica es inseparable del despliegue del Estado-nación como forma de organización social y política.

Los orígenes del Estado moderno

El Estado, tal como lo conocemos hoy, surge en Europa entre los siglos XVI y XVII como respuesta a la crisis del orden feudal y a la fragmentación política de la Edad Media. La aparición de nuevas dinámicas económicas, como la expansión comercial y el incipiente capitalismo mercantil, exigía una organización política más centralizada que pudiera garantizar la recaudación de impuestos, el control del territorio y la defensa frente a las amenazas externas.

En este contexto, se gestaron las bases de lo que luego sería la forma del Estado moderno, cuyas principales características son la soberanía, la concentración del poder y la delimitación territorial.

Uno de los pensadores que inauguró esta reflexión fue Nicolás Maquiavelo, que introdujo la noción de la “razón de Estado”, entendida como la necesidad de preservar el poder político, aún cuando ello implica recurrir a métodos inmorales o violentos: “Un príncipe prudente no puede ni debe mantener su palabra cuando tal observancia le es perjudicial y cuando han desaparecido las causas que lo obligaron a darla” (El Príncipe, capítulo XVIII).

Con esta ruptura respecto a la ética cristiana medieval, situó la política en un terreno “autónomo», desligándola de la teología y la moral, para enfocarla en el ejercicio práctico del poder. Estableció que el Estado debía sostenerse por su propia lógica y que quien gobernase debía actuar con pragmatismo, calculando la eficacia de sus decisiones en función de la estabilidad y permanencia del poder. En otras palabras, la política dejaba de ser una cuestión de virtud para convertirse en un problema de fuerza y de estrategia.

Posteriormente, Jean Bodin formuló el concepto de soberanía, definiéndolo como “el poder absoluto y perpetuo de una república” (Los Seis Libros de la República, Libro I, capítulo VIII). Así, la soberanía no podía fragmentarse ni compartirse, porque ello debilitaría la autoridad del Estado. Su formulación respondió a un contexto de guerras de religión y luchas dinásticas en Francia, y se convirtió en el fundamento jurídico-político de la centralización monárquica.

Expresó que el Estado ya no era solo un arte de gobierno, como en Maquiavelo, sino una entidad con “personalidad” propia, dotada de un poder superior a cualquier otro dentro de sus fronteras.

Thomas Hobbes radicalizó aún más esta visión, partiendo de la hipótesis del “estado de naturaleza», donde los individuos, en igualdad de condiciones, se enfrentan en una “guerra de todos contra todos”. Para salir de esa situación caótica, pactan transferir sus derechos a una autoridad soberana que garantice la paz y la seguridad. Ese poder absoluto, al que llama Leviatán, se fundamenta en el consentimiento de los gobernados y tiene el monopolio de la violencia legítima.

Señala que “la única manera de erigir un poder común que pueda defenderlos de la invasión de extraños y de las injurias de unos a otros, y mediante el cual puedan ser gobernados de manera que asegure su propia defensa, es conferir todo su poder y fuerza a un solo hombre, o a una asamblea de hombres, que pueda reducir todas sus voluntades, por pluralidad de voces, a una sola voluntad” (Leviatán, Parte II, capítulo XVII).

Esta concepción dio un giro al pensamiento político, porque planteó al Estado como una construcción racional de los individuos y no como un orden natural o divino. En su teoría se hallan los cimientos de la concepción moderna del Estado como supuesta instancia necesaria para la convivencia social.

Este proceso intelectual se materializó con la firma del Tratado de Westfalia en 1648, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa. Los acuerdos establecieron los principios fundamentales de soberanía estatal, igualdad jurídica entre Estados y el principio de no injerencia en asuntos internos.

De este modo, se consolidó un orden basado en Estados soberanos con fronteras delimitadas y autoridad exclusiva sobre sus poblaciones. Aunque en la práctica este orden seguía dominado por monarquías absolutas y sistemas dinásticos, Westfalia representó un parteaguas por ser el reconocimiento de que las unidades políticas debían relacionarse como entidades autónomas en un marco de equilibrio de poder.

La emergencia de la nación como comunidad política

Si el Estado moderno fue producto de la centralización del poder político y de la soberanía territorial, la idea de nación emergió como complemento para otorgarle legitimidad y cohesión social a dicho poder. Las revoluciones burguesas del siglo XVIII, transformaron la relación entre individuos, comunidad y poder político. Ya no se trataba únicamente de un gobierno que ejercía soberanía sobre un territorio, sino de una comunidad que se reconocía a sí misma como fuente de legitimidad, lo que dio origen a la nación moderna.

El contractualismo desempeñó un papel central en esta transición. John Locke defendió la existencia de derechos naturales inalienables (vida, libertad y propiedad) y la idea de un contrato social que limitaba al poder político, subordinándolo a la protección de esos derechos.

Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social, profundizó esta noción al sostener que la soberanía residía en la voluntad general de la ciudadanía, quienes, al asociarse libremente, constituían un cuerpo político indivisible. Montesquieu, por su parte, introdujo la división de poderes como principio organizador del aparato. Con estos aportes el individuo dejaba de ser un súbdito para convertirse en ciudadano, partícipe y garante de la soberanía.

La Revolución Francesa cristalizó estas ideas y dio forma a la nación como una comunidad política basada en la soberanía popular. En su célebre panfleto ¿Qué es el Tercer Estado?, Emmanuel-Joseph Sieyès definió a la nación como el conjunto de quienes trabajan y producen, declarando que “la nación es todo” y que el poder no reside en el rey sino en el pueblo.

Más tarde, en el siglo XIX, Ernest Renan formularía una concepción de la nación como “plebiscito cotidiano”, es decir, una decisión permanente de los individuos de vivir juntos en un proyecto común. Esta concepción, denominada “nación cívica”, se funda en los supuestos de igualdad jurídica, ciudadanía activa y soberanía popular.

En contraposición, en el contexto del romanticismo alemán se desarrolló una visión cultural-romántica de la nación. Johann Gottfried Herder defendió que cada pueblo poseía un espíritu propio, expresado en su lengua, sus costumbres y su tradición. La nación no se definía por un contrato político, sino por la pertenencia a una comunidad cultural orgánica e histórica.

Johann Gottlieb Fichte profundizó esta idea (en medio de la ocupación napoleónica) llamando a la recuperación de la identidad nacional a través del idioma y la educación. En esta visión, la nación no es una construcción voluntaria de ciudadanos, sino una herencia transmitida por generaciones, que le confiere a los individuos un sentido de pertenencia inmutable.

De este modo, se configuraron dos grandes concepciones de nación. La primera, de carácter político-cívico, la concebía como una comunidad de ciudadanos unidos por derechos, deberes y participación en la soberanía; la segunda, de carácter cultural-étnico, entendía la nación como una comunidad histórica fundada en la lengua, la cultura y la tradición compartida. La primera fue predominante en Francia y la segunda, en Alemania, Europa Central y del Este, donde las luchas de independencia nacional se articularon más en torno a la identidad cultural que a la ciudadanía.

Estas dos tradiciones, aunque en tensión, se entrelazaron en la práctica histórica y sentaron las bases de los movimientos nacionalistas del siglo XIX. Mientras la nación política impulsaba la idea de igualdad y soberanía popular, la nación cultural aportaba elementos de cohesión simbólica e identitaria. La articulación de ambas perspectivas fue decisiva para la posterior consolidación del Estado-nación, entendido como la fusión entre una estructura estatal soberana y una comunidad nacional con identidad compartida.

La convergencia: nacimiento del Estado-nación

La fusión entre el Estado moderno y la nación como comunidad política se produjo de manera decisiva entre finales del siglo XVIII y el siglo XIX. Si en un inicio el Estado se había consolidado como una estructura de poder soberano y territorial, y la nación había emergido como principio de legitimidad política o cultural, la convergencia de ambas dimensiones cristalizó en la forma del Estado-nación, que a partir de entonces se convirtió en el principal marco político de la modernidad.

Las revoluciones estadounidense (1776) y francesa (1789) fueron momentos esenciales en este proceso. En la independencia de las colonias norteamericanas, la nación se entendió como el derecho de un pueblo a constituirse en Estado soberano, proclamando la autodeterminación frente al dominio colonial. De modo similar, la Revolución Francesa rompió con el absolutismo monárquico al proclamar que la soberanía residía en la nación, es decir, en el conjunto de ciudadanos iguales en derechos.

Ambos procesos sentaron el principio de autodeterminación nacional, según el cual cada pueblo tiene derecho a organizar su propio Estado y a ser sujeto pleno en la comunidad internacional.

Estas revoluciones significaron la consolidación del poder burgués, la ruptura con el feudalismo. El poder pasó a manos del “ciudadano”, aunque este concepto estaba permeado por su condición de clase.

En Estados Unidos, la independencia aseguró la autonomía de una élite propietaria, consolidando la esclavitud y la exclusión de amplios sectores sociales, mientras que en Francia la soberanía popular pronto fue restringida por los intereses de la burguesía, que temía el protagonismo de los sans-culottes y reprimió los intentos de radicalización social.

Así, ambas revoluciones inauguraron el Estado-nación moderno como forma de poder burgués, universalizando principios que en la práctica se aplicaban de manera selectiva, y estableciendo los límites de las promesas emancipatorias dentro del marco del capitalismo naciente.

Durante el siglo XIX, este principio se expandió en forma de movimientos nacionalistas. En Alemania, bajo el liderazgo prusiano, la unificación culminó en 1871 con la proclamación del Imperio Alemán, combinando elementos culturales con un Estado militar. En Italia, el Risorgimento integró reinos fragmentados en torno a un proyecto nacional bajo la monarquía de Saboya.

En América Latina, por su parte, las independencias a comienzos del siglo XIX adoptaron la forma de Estados republicanos que se proclamaron herederos del principio de soberanía nacional.

Tras las revoluciones, las independencias y las unificaciones, el modelo del Estado-nación se expandió como referente universal de legitimidad política. Su consolidación fue paralela al auge del capitalismo industrial, que requería Estados fuertes para organizar los mercados internos y garantizar infraestructura, pero también con la intensificación de la competencia interestatal que desembocaría en conflictos imperialistas.

Tras la Primera y la Segunda Guerra Mundial, el principio de Estado-nación fue reafirmado en el sistema internacional, especialmente con la creación de la Sociedad de Naciones primero y, posteriormente, de la Organización de las Naciones Unidas, que reconocieron a los Estados-nación como actores básicos del derecho y de la política global.

La crítica marxista al Estado-nación

El marxismo ofreció una interpretación radicalmente distinta del Estado en la historia y, en consecuencia, del Estado-nación. Lejos de considerarlo como una comunidad neutral al servicio del bien común, se definió como una estructura de poder inseparable de las relaciones de clase y, por tanto, como un instrumento histórico al servicio de la dominación burguesa. Desde esta perspectiva, el Estado-nación aparece como una forma específica de organización política del capitalismo.

Marx y Engels definieron al Estado como “el comité que administra los negocios comunes de toda la burguesía” (Manifiesto del Partido Comunista, cap. I). Esta formulación condensaba la idea de que, aunque el Estado se presenta como garante del interés general, en realidad constituye una herramienta para garantizar las condiciones de explotación y reproducción del capital.

En textos posteriores, Marx profundizó esta visión señalando que la Comuna de París había demostrado la necesidad de destruir la maquinaria estatal burguesa y sustituirla por una forma política distinta, de carácter proletario: “La clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal tal y como está, y ponerla en marcha para sus propios fines” (La guerra civil en Francia).

Engels, por su parte, subrayó el carácter histórico del Estado como producto de la división en clases sociales, destinado a desaparecer en una sociedad comunista. “El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera a la sociedad; tampoco es ‘la realidad de la idea moral’, ‘la imagen y la realidad de la razón’, como afirma Hegel. Es más bien un producto de la sociedad en un determinado grado de desarrollo; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una contradicción insoluble consigo misma” (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, cap. IX).

Desde este ángulo, el Estado-nación no es un fin en sí mismo, sino una forma histórica y transitoria del dominio de clase.

En el contexto de la Primera Guerra Mundial y la expansión del imperialismo, Lenin desarrolló un enfoque específico sobre la relación entre autodeterminación nacional, imperialismo y Estado-nación. Defendió el principio de autodeterminación como una táctica revolucionaria en la lucha contra el imperialismo, permitiéndole a los pueblos oprimidos constituir Estados independientes para debilitar a los grandes imperios: “El derecho de autodeterminación significa que una nación tiene el derecho de separarse del Estado al que pertenece, y constituir un Estado independiente” (El derecho de las naciones a la autodeterminación, cap. I).

No obstante, Lenin no lo idealiza, lo expone como una forma particular en el capitalismo, pero incapaz de superar sus contradicciones estructurales. Planteó que la expansión monopolista del capital generaba una jerarquía rígida entre Estados imperialistas y naciones oprimidas, lo que reforzaba tanto la dependencia como la violencia en el plano internacional.

Al respecto señaló que “El imperialismo es el capitalismo en la etapa de desarrollo en la cual ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha adquirido marcada importancia la exportación de capital, ha empezado el reparto del mundo entre los trusts internacionales y ha terminado el reparto de toda la Tierra entre los países capitalistas más importantes” (El imperialismo, fase superior del capitalismo, cap. VII).

En este sentido, Lenin consideraba que la liberación nacional sólo podía realizarse plenamente en el marco de la revolución socialista internacional, que trascendiera los límites del Estado-nación.

Trotsky, por su parte, abordó el problema del nacionalismo en la época imperialista. En sus escritos sobre la cuestión nacional, insistió en que una contradicción fundamental del capitalismo radica en el antagonismo entre el carácter mundial de las fuerzas productivas y las fronteras estrechas del Estado-nación: “El desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad choca con las fronteras del Estado nacional. De aquí las guerras imperialistas, de aquí la imposibilidad de un desarrollo ulterior de la humanidad sobre bases capitalistas” (El Programa de Transición, sección I).

Explicó esta tensión como una de las causas de guerras y crisis internacionales. En el Programa de Transición, advirtió que las formas nacionalistas de protección económica y política no resolvían las crisis, sino que las agudizaban, conduciendo a choques bélicos y al ascenso del fascismo.

De esta forma, reconocía el derecho de los pueblos a la autodeterminación, pero insistía en que el nacionalismo, en la era imperialista, sólo podía adquirir un carácter progresivo si se subordina a la lucha internacional del proletariado. En otras palabras, veía al Estado-nación como un límite histórico del capitalismo y como una forma que, en lugar de liberar, encadena a los pueblos dentro de los marcos estrechos de la dominación burguesa.

En conjunto, coincidieron en que el Estado-nación es inseparable de la lógica del capital: surgió como conquista histórica de la burguesía, fue progresivo frente al feudalismo, pero en la época del imperialismo se convierte en un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas y en un mecanismo de opresión nacional.

De allí se deriva la conclusión estratégica del marxismo, que postula que la emancipación de la clase trabajadora y de los pueblos oprimidos no puede alcanzarse dentro de los marcos del Estado-nación burgués, sino únicamente a través de su superación en el horizonte de una revolución socialista internacional.

El Estado-nación en el capitalismo contemporáneo

El Estado-nación fue a la vez una conquista progresiva de la revolución burguesa y un límite en la época actual del capitalismo globalizado. Por un lado, el capital tiende a desbordar las fronteras nacionales en busca de mercados globales y cadenas de valor transnacionales. Por otro lado, en momentos de crisis, surgen con fuerza los proyectos nacionalistas que buscan proteger las economías internas mediante políticas de cierre, proteccionismo o reivindicaciones soberanistas.

Esta oscilación refleja la contradicción entre el carácter mundial de las fuerzas productivas (y de la clase obrera) y el marco restringido del Estado-nación. Contradicción que no puede resolverse dentro del capitalismo, sino que se agudiza en cada crisis.

A pesar de ciertos discursos sobre el “fin de los Estados nacionales” en la era de la globalización, lo cierto es que persiste una jerarquía de Estados que estructura el sistema internacional en términos de dominación y dependencia. En la cúspide se encuentran los Estados imperialistas, que concentran el poder militar, financiero y tecnológico; a su alrededor orbitan potencias subimperialistas o regionales, con capacidad de influencia limitada; y en la base se ubican los Estados semicoloniales, sometidos a dinámicas de dependencia económica y política.

Recientemente, se actualizó la dinámica imperialista territorializada y la primacía de la política sobre la economía. La disputa entre Estados Unidos y China, por ejemplo, no se reduce a un enfrentamiento comercial, sino que refleja una estrategia política de contención y de defensa de la hegemonía.

La imposición de sanciones, aranceles y restricciones tecnológicas —como el veto al acceso de empresas chinas a semiconductores de última generación— responde a objetivos de poder estatal antes que a la lógica del libre comercio. Aquí, la economía se subordina a la política de defensa de los intereses estatales.

En este sentido, la dinámica actual refleja una repolitización de la economía, donde el Estado recupera centralidad no como supuesto árbitro neutral, sino como el instrumento principal de competencia interestatal. Este viraje no significa la desaparición de las leyes del capital —que siguen siendo el motor de la acumulación—, sino que evidencia cómo, en situaciones de crisis y disputas hegemónicas, los Estados ejercen el mando político sobre la economía, aun a costa de sacrificar temporal y limitadamente la lógica del libre mercado.

Esto no es una anomalía sino una expresión de la contradicción entre el carácter mundial de las fuerzas productivas y la fragmentación política en Estados-nación. Cuando el capitalismo entra en crisis, se intensifica la tendencia a que el Estado actúe como garante del capital nacional frente a la competencia internacional. De ahí que la política, entendida como la acción del Estado, adquiere primacía en un momento en que el capitalismo se desenvuelve en condiciones cada vez más conflictivas.

El capitalismo no es internacionalista

El análisis histórico y teórico confirma que el Estado-nación es una forma política consustancial al desarrollo del capitalismo, surgida como conquista de la revolución burguesa, pero convertida en la época imperialista en un límite. Su origen estuvo ligado a la necesidad de unificación en aras de propiciar y legitimar el poder de la burguesía emergente. Pero, al mismo tiempo, fijó fronteras nacionales que entran en contradicción con el carácter mundial de las fuerzas productivas.

De allí que el Estado-nación no puede ser superado en el marco del capitalismo. Aunque la globalización parezca diluir las fronteras y las instituciones supranacionales intenten regular el mercado mundial, son los Estados nacionales los que, en última instancia, garantizan la reproducción del capital, dirimen las disputas geopolíticas y encarnan la dominación de clase.

La aparente “internacionalización” capitalista nunca es verdaderamente internacionalista, sino que reproduce una jerarquía de Estados que perpetúa la desigualdad y la opresión. En este sentido, el único horizonte capaz de superar al Estado-nación como límite histórico es el de un proyecto socialista e internacionalista.

Solo una transformación revolucionaria que trascienda las fronteras nacionales y articule a la clase trabajadora a escala mundial, puede quebrar la lógica de competencia entre Estados y poner en marcha una organización social basada en la cooperación y no en la guerra. Mientras el capitalismo subsista, el Estado-nación seguirá siendo el marco de la dominación burguesa y el escenario de la barbarie imperialista; únicamente el comunismo puede realizar en los hechos lo que el capitalismo sólo proclamó en abstracto: la unidad de la humanidad.

Bibliografía

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