Marcha por la memoria y la justicia

A 30 años de la masacre de Srebrenica

El genocidio de Srebrenica no puede entenderse únicamente como un crimen cometido por un grupo de militares fanáticos. Fue la expresión brutal de un orden mundial en el que el nacionalismo reaccionario, la descomposición de un Estado burocrático y el cinismo imperialista convergieron para ejecutar y permitir una matanza. No es solo una herida del pasado, es un espejo del presente (como demuestra el genocidio en curso en Gaza). Y un llamado urgente a organizarse para que nunca más la barbarie de este sistema sea la salida.

Treinta años después, la herida sigue abierta, y la memoria de las víctimas es mancillada cotidianamente por discursos negacionistas y revisionistas, impulsados por líderes como Aleksandar Vučić o Milorad Dodik, que aún hoy glorifican a criminales de guerra como Mladić, cuyos rostros aparecen en murales y pancartas como símbolos de orgullo nacional.

Este genocidio, más allá del horror humano, debe entenderse como una advertencia sobre los efectos de la combinación entre nacionalismo étnico, el legado de la descomposición burocrática estalinista y la prevalencia de los intereses geopolíticos de una comunidad internacional subordinada al orden imperialista. El crimen de Srebrenica no solo fue posible, fue permitido.

El camino hacia la barbarie

El genocidio de Srebrenica fue el clímax de una cadena de acontecimientos políticos y militares desencadenados por la descomposición de Yugoslavia, un Estado nacido de la lucha antifascista, pero gobernado durante décadas por una burocracia estalinista (en su versión “criolla” y con diferencias con el Kremlin) ajena a cualquier forma de poder obrero democrático.

Bajo el liderazgo de Tito, Yugoslavia funcionó como un régimen de partido único, donde la clase trabajadora no ejercía ningún control real sobre el aparato estatal. La aparente estabilidad se desmoronó tras su muerte en 1980, en medio de una profunda crisis económica, una deuda externa asfixiante y el resurgimiento de nacionalismos reaccionarios.

Con el colapso de la URSS y el viraje global hacia el neoliberalismo, la región de los Balcanes quedó expuesta a los intereses de las potencias imperialistas y a la ofensiva restauracionista del capital.

La antigua República Federativa Socialista de Yugoslavia se fragmentó violentamente en los años noventa, dando lugar a una serie de guerras civiles en las que las burguesías locales —serbia, croata y bosnia— se disputaron territorios mediante campañas de limpieza étnica brutales, amparadas en discursos chauvinistas y sectarios. En este contexto, Bosnia y Herzegovina fue escenario de una guerra feroz entre 1992 y 1995.

En el este bosnio, los enclaves de mayoría bosniaca (musulmana) como Srebrenica, Žepa y Goražde, quedaron cercados por las fuerzas serbobosnias bajo el mando del general Ratko Mladić, que buscaban construir un territorio “étnicamente puro”. Estas poblaciones fueron convertidas en guetos hambrientos y aislados, sometidos a bombardeos constantes, sin acceso a medicinas ni ayuda humanitaria. La población de Srebrenica, que antes de la guerra no superaba las 10.000 personas, creció hasta más de 40.000 al convertirse en refugio de desplazados.

En 1993, ante la presión popular y mediática, las Naciones Unidas se vieron forzadas a declarar a Srebrenica como “zona de seguridad” protegida por cascos azules. Pero esta protección fue un gesto vacío, sin los medios ni la voluntad política para resistir una ofensiva militar. En los hechos, las potencias occidentales y la ONU aceptaron tácitamente las condiciones impuestas por los líderes serbobosnios para “pacificar” la región, lo que implicaba desarmar a las fuerzas bosnias locales y dejar a la población indefensa.

Ejecución planificada de una limpieza étnica

Entre el 11 y el 17 de julio de 1995, se cometió en Srebrenica la peor masacre en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Más de 8.000 personas (principalmente hombres bosnios musulmanes) fueron ejecutados de forma sistemática por las fuerzas serbobosnias, en una operación militar fría, planificada y meticulosamente ejecutada. A la par, mujeres, niños y ancianos fueron deportados por la fuerza, separando familias en medio de escenas de terror. Todo esto ocurrió bajo la pasividad cómplice de los cascos azules holandeses destacados en el lugar.

En los días previos, Mladić y su comando emitieron la Directiva 7, que ordenaba “crear condiciones de total inseguridad e imposibilidad de supervivencia” para la población bosniaca, y culminaba con el objetivo de “liberar completamente el valle del Drina”. Cuando las tropas serbias ingresaron a Srebrenica el 11 de julio, lo hicieron sin encontrar resistencia significativa, la población estaba desarmada, debilitada por el sitio y confiada en una protección internacional que nunca llegó.

Los asesinatos comenzaron de inmediato. Hombres y niños fueron subidos a camiones o llevados en buses hacia los bosques y escuelas abandonadas, convertidas en centros de ejecución. Durante varios días, escuadrones de la muerte ejecutaron sin descanso a miles de prisioneros. Testigos sobrevivientes relatan que los soldados estaban tan agotados de disparar que pedían sentarse entre grupos de víctimas. Los cuerpos fueron enterrados en fosas comunes, y luego removidos con maquinaria pesada para dispersar los restos y dificultar su identificación posterior.

Evidencia salida a la luz posteriormente, demuestra que, desde al menos 1993, los Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y otros miembros del Consejo de Seguridad de la ONU estaban al tanto de la posibilidad de una masacre. Y, sin embargo, no hicieron nada al respecto. La promesa hecha en 1993 por el general francés Philippe Morillon —“Nunca los abandonaremos”— resultó ser una farsa trágica.

Documentos desclasificados muestran que, figuras como Anthony Lake (asesor de seguridad de Bill Clinton), Malcolm Rifkind (ministro de defensa británico) y el propio enviado especial de la ONU, Yasushi Akashi, participaron de reuniones donde se discutía ceder Srebrenica y otros enclaves a las fuerzas serbias como parte de un acuerdo territorial. En esas negociaciones, la vida de miles de civiles bosnios fue tratada como una variable negociable. Los enclaves eran definidos como “indefendibles” u “obstáculos al mapa de paz”.

Memoria viva y presente en disputa

El 8 de julio, más de 6 mil personas iniciaron una marcha para conmemorar los treinta años del genocidio de Srebrenica. La llamada «Marcha por la Paz», que recorre los bosques del este de Bosnia en sentido inverso al que siguieron las victimas que intentaron escapar de la muerte en 1995, volvió a convertirse en un grito colectivo de memoria, dignidad y justicia.

Participan sobrevivientes, familiares de las víctimas, jóvenes nacidos después de la guerra, activistas y personas solidarias de distintos países. Caminan, cada año, no solo por respeto a los muertos, sino también para denunciar que el crimen sigue impune en muchos niveles y que la negación del genocidio persiste en el presente.

Srebrenica se ha convertido en un símbolo de dolor, pero también de lucha contra la impunidad y el revisionismo. Hasta la fecha, se han identificado y enterrado los restos de más de 6.700 personas en el cementerio conmemorativo de Potocari. Cada año, el 11 de julio, se entierran nuevos cuerpos encontrados, a medida que los análisis de ADN permiten identificar los restos dispersos. Según el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, el número total de víctimas supera las 8.300.

Las familias aún esperan justicia total, sin embargo, el negacionismo se ha institucionalizado. El presidente de la República Srpska, Milorad Dodik, niega abiertamente que se haya tratado de un genocidio, y Serbia, bajo el régimen de Aleksandar Vučić —quien en 1995 justificaba públicamente el asesinato de musulmanes bosnios—, sigue negándose a reconocer el crimen en esos términos.

En Bosnia y Herzegovina, el sistema político impuesto por los Acuerdos de Dayton, que dividió el país en dos entidades semi-independientes —la Federación de Bosnia y Herzegovina y la República Srpska— ha producido una democracia burguesa fallida, anclada en un entramado institucional étnico, corrupto y estancado. Lejos de garantizar la paz, el diseño post bélico reforzó las divisiones nacionalistas. Todo esto con el aval de la comunidad internacional, que sigue tutelando al país a través de la figura del «Alto Representante», un delegado extranjero con poderes casi absolutos.

El genocidio de Srebrenica no puede entenderse únicamente como un crimen cometido por un grupo de militares fanáticos. Fue la expresión brutal de un orden mundial en el que el nacionalismo reaccionario, la descomposición de un Estado burocrático y el cinismo imperialista convergieron para ejecutar y permitir una matanza. Srebrenica revela, en toda su crudeza, cómo el capitalismo y sus instituciones —la ONU, las potencias occidentales, los acuerdos de “paz” gestionados desde arriba— pueden funcionar no como garantes de la vida, sino como cómplices del exterminio.

Desde la izquierda revolucionaria, además de exigir justicia y denunciar el accionar imperialista y nacionalista, es nuestra tarea apuntar también la responsabilidad del régimen burocrático yugoslavo, que, lejos de servir a la clase trabajadora, sofocó durante décadas toda forma de democracia desde abajo.

En ese vacío, lo que emergió fue una oleada de nacionalismos reaccionarios, impulsados por las mismas élites que antes servían a la burocracia y luego se reciclaron como gestores del saqueo capitalista.

Esta memoria también interpela a las nuevas generaciones que luchan en la región, como la juventud serbia que hoy se moviliza contra el autoritarismo de Vučić. La historia del genocidio no debe ser instrumentalizada por Occidente para justificar nuevas injerencias ni para imponer una falsa reconciliación basada en el olvido. Al contrario, debe ser asumida como una advertencia, mientras se mantenga un sistema que permite que los pueblos sean sacrificados en nombre de la “paz” imperial o del orden neoliberal, nuevos Srebrenica seguirán siendo posibles. No es solo una herida del pasado, es un espejo del presente (como demuestra el genocidio en curso en Gaza). Y un llamado urgente a organizarse para que nunca más la barbarie de este sistema sea la salida.

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