(Versión al castellano de este ensayo sobre teoría militar de León Trotsky de Grupgerminal desde “Military Doctrine or Pseudo-Military Doctrinairism“, en Trotsky Internet Archive (consultado el 4 de abril de 2024); también para las notas. 22 de noviembre-5 de diciembre de 1921, Moscú. Artículo publicado en el número 19 de la revista Kommunistichesky Internatsional y en el número 2 de Voyennaya Nauka i Revolyutsiya de 1921; también como folleto por el Consejo Supremo de Publicaciones Militares, Moscú, 1921.)
Porque así como ciertas plantas no producen frutos más que a condición de no dejarlas sobrecargarse demasiado, es preciso no dejar crecer excesivamente las hojas y las flores teóricas de las artes prácticas, sino relacionarlas con la experiencia, que es su terreno natural.”.
Clausewitz, De la guerra[1].
1.- Nuestro método de orientación
Es indudable que en el Ejército Rojo se observa un acrecentamiento del pensamiento militar y un mayor interés por la teoría. Durante más de tres años combatimos y construimos bajo el fuego, luego nos desmovilizamos y distribuimos las tropas en cuarteles. Este proceso sigue inconcluso hasta el día de hoy, pero el ejército se ha acercado ya a un mayor grado de definición organizativa y a una cierta estabilidad. En su seno se siente una creciente y cada vez mayor necesidad de volver la vista atrás sobre el camino ya recorrido, para evaluar los resultados y sacar las conclusiones teóricas y prácticas más necesarias, a fin de estar mejor preparados para el mañana.
¿Y qué nos deparará el mañana? ¿Nuevas erupciones de guerra civil, alimentadas desde el exterior? ¿O un ataque abierto contra nosotros por parte de los estados burgueses?
¿Cuáles? ¿Cómo debemos prepararnos para resistir? Todas estas preguntas requieren una orientación en los planos de la política internacional, la política interior y la política militar. La situación cambia constantemente y, en consecuencia, también cambia la orientación, no en principio, sino en la práctica. Hasta ahora hemos afrontado con éxito las tareas militares que nos imponía la situación internacional e interna de la Rusia soviética. Nuestra orientación ha demostrado ser más correcta, más previsora y profunda que la de las potencias imperialistas más poderosas, que intentaron, una tras otra o juntas, derribarnos, pero se quemaron los dedos en el intento. Nuestra superioridad reside en la posesión de un método científico de orientación insustituible: el marxismo. Es un instrumento poderoso y al mismo tiempo muy sutil: usarlo no es fácil, hay que aprender a usarlo. El pasado de nuestro partido nos ha enseñado a través de una larga y dura experiencia cómo aplicar los métodos del marxismo a la más compleja combinación de factores y fuerzas durante esta época histórica de fuertes rupturas. Utilizamos el instrumento del marxismo también para definir la base de nuestro trabajo constructivo en la esfera militar,
No ocurre lo mismo con nuestros enemigos. Mientras que en la esfera de la técnica de producción la burguesía avanzada ha desterrado el estancamiento, la rutina y la superstición, y ha tratado de construir cada empresa sobre las bases precisas del método científico, en la esfera de la orientación social la burguesía, debido a su posición de clase, se ha mostrado impotente para elevarse a las alturas del método científico. Nuestros enemigos de clase son empiristas, es decir, operan de un caso a otro, guiados no por el análisis del desarrollo histórico, sino por la experiencia práctica, la rutina, el coup d’oeil[2] y el instinto.
Con toda seguridad, la casta imperialista británica, basándose en el empirismo, ha ofrecido un ejemplo de muy extensa usurpación codiciosa, triunfante clarividencia y firmeza de clase. No en vano se ha dicho de los imperialistas británicos que piensan en términos de siglos y continentes. Este hábito de sopesar y valorar prácticamente los factores y fuerzas más importantes lo ha adquirido la casta dominante británica gracias a la superioridad de su posición, en su atalaya insular, y en las condiciones de una acumulación comparativamente lenta y planificada del poder capitalista.
Los métodos parlamentarios de combinaciones personales, soborno, retórica y fraude, y los métodos coloniales de represión sangrienta, hipocresía y toda forma de vileza han entrado por igual en el rico arsenal de la camarilla gobernante del mayor de los imperios. La experiencia de la lucha de la reacción británica contra la Gran Revolución Francesa refinó los métodos del imperialismo británico, lo hizo más flexible, lo armó de diversas maneras y, en consecuencia, lo hizo más seguro contra las sorpresas históricas.
Sin embargo, la gran y poderosa destreza de clase de la burguesía británica, que gobierna el mundo, está demostrando ser inadecuada (y cada vez más a medida que pasa el tiempo) para la actual época de convulsiones volcánicas en el régimen burgués. Aunque viren y se desvíen con gran habilidad, los empiristas británicos de la época de decadencia (cuya expresión acabada es Lloyd George) se romperán la crisma ineludiblemente.
El imperialismo alemán surgió como antípoda del imperialismo británico. El febril desarrollo del capitalismo alemán proporcionó a las clases dominantes de Alemania la oportunidad de acumular mucho más en valores materiales y técnicos que en hábitos de orientación internacional y político-militar. El imperialismo alemán apareció en la arena mundial como un advenedizo, fue demasiado lejos, resbaló y se hizo añicos. Y, sin embargo, no hace mucho, en Brest-Litovsk, los representantes del imperialismo alemán nos consideraban visionarios que habían sido accidental y temporalmente empujados a la cima.
El arte de la orientación integral ha sido aprendido por nuestro partido, paso a paso, desde los primeros círculos clandestinos a través de todo el desarrollo posterior, con sus interminables discusiones teóricas, intentos y fracasos prácticos, avances y retrocesos, disputas y giros tácticos. Las buhardillas de los emigrados rusos en Londres, París y Ginebra resultaron ser, a fin de cuentas, observatorios de inmensa importancia histórica. La impaciencia revolucionaria se disciplinó mediante el análisis científico del proceso histórico. La voluntad de acción se combinó con el autocontrol. Nuestro partido aprendió a aplicar el método marxista actuando y pensando. Y este método le sirve hoy a nuestro partido…
Mientras que de los empiristas más previsores del imperialismo británico se puede decir que tienen un llavero con una considerable selección de llaves, buenas para muchas situaciones históricas típicas, nosotros tenemos en nuestras manos una llave universal que nos permite orientarnos correctamente en todas las situaciones. Y mientras que todo el surtido de llaves heredado por Lloyd George, Churchill y los demás no sirve evidentemente para abrir una salida a la época revolucionaria, nuestra llave marxista está predestinada sobre todo a servir a este fin. No tenemos miedo de hablar en voz alta sobre esto, nuestra mayor ventaja sobre nuestros adversarios, ya que está más allá de su poder adquirir nuestra llave marxista para sí mismos, o falsificarla.
Previmos la inevitabilidad de la guerra imperialista y el prólogo a la época de la revolución proletaria. Desde este punto de vista seguimos el curso de la guerra, los métodos utilizados en ella, el cambio en las agrupaciones de las fuerzas de clase, y sobre la base de estas observaciones tomó forma, mucho más directamente, la “doctrina” (para emplear un estilo elevado) del sistema soviético y del Ejército Rojo. De la predicción científica del curso ulterior del desarrollo obtuvimos la confianza inconquistable de que la historia trabajaba para nosotros. Esta confianza optimista ha sido y sigue siendo la base de toda nuestra actividad.
El marxismo no da recetas. Mucho menos en el ámbito de la construcción militar. Pero también aquí nos dio un método. Porque, si es cierto que la guerra es una continuación de la política sólo que por otros medios, entonces se deduce que un ejército es la continuación y culminación de toda la organización social y estatal, pero con la bayoneta por delante.
Abordamos las cuestiones militares partiendo no de una “doctrina militar”, como una suma de postulados dogmáticos, sino de un análisis marxista de los requisitos para la autodefensa de la clase obrera, que, una vez tomado el poder, tenía que armarse, desarmar a la burguesía, luchar para mantener el poder, dirigir a los campesinos contra los terratenientes, impedir que la democracia kulak armara a los campesinos contra el estado obrero, crear para sí un cuerpo fiable de comandantes, etcétera.
En la construcción del Ejército Rojo utilizamos destacamentos de la Guardia Roja, y los viejos reglamentos, y atamanes campesinos, y antiguos generales zaristas; y esto, por supuesto, podría describirse como la ausencia de una “doctrina unificada” en la esfera de la formación del ejército y de su personal de mando. Pero tal apreciación sería pedantemente banal. Ciertamente, no tomamos como punto de partida ninguna “doctrina” dogmática. En realidad, creamos el ejército a partir del material histórico que teníamos a mano, unificando todo este trabajo desde el punto de vista de un estado obrero que lucha por preservarse, afianzarse y extenderse. Los que no pueden prescindir de la palabra “doctrina”, metafísicamente contaminada, podrían decir que, al crear el Ejército Rojo, una fuerza armada sobre una nueva base de clase, construimos con ello una nueva doctrina militar, pues, a pesar de la diversidad de los medios prácticos y de los cambios de enfoque, en nuestra obra de construcción militar no podía haber, ni había, lugar ni para el empirismo desprovisto de ideas, ni para la arbitrariedad subjetiva: de principio a fin, toda la obra estaba cimentada por la unidad de un objetivo revolucionario de clase, por la unidad de la voluntad dirigida hacia ese objetivo y por la unidad del método marxista de orientación.
2.- ¿Con doctrina o sin doctrina?
Se ha intentado, y se ha repetido con frecuencia, dar prioridad a la “doctrina militar” proletaria sobre el trabajo real de crear el Ejército Rojo. Ya a finales de 1917 se contraponía el principio absoluto de la maniobra al principio “imperialista” de la guerra de posiciones. La forma organizativa del ejército debía subordinarse a la estrategia revolucionaria de maniobra: cuerpos, divisiones, incluso brigadas, fueron declaradas formaciones demasiado pesadas. Los heraldos de la “doctrina militar” proletaria proponían reducir toda la fuerza armada de la república a destacamentos o regimientos compuestos individuales. En esencia, se trataba de la ideología de la guerrilla, pero un poco maquillada. La extrema izquierda defendía abiertamente el guerrillerismo. Se proclamaba la guerra santa contra los antiguos reglamentos, porque eran la expresión de una doctrina militar caduca, y contra los nuevos, porque se parecían demasiado a los antiguos. Es cierto que incluso en aquella época los partidarios de la nueva doctrina no sólo no presentaron un proyecto de nuevo reglamento, sino que ni siquiera presentaron un solo artículo que sometiera nuestro reglamento a algún tipo de crítica seria de principios o práctica. Nuestra utilización de oficiales del antiguo ejército, especialmente en puestos de mando, fue proclamada incompatible con la introducción de una doctrina militar revolucionaria; y así sucesivamente.
De hecho, los ruidosos innovadores eran ellos mismos totalmente cautivos de la vieja doctrina militar. Simplemente intentaron poner un signo menos donde antes había un más. Todo su pensamiento independiente se reducía a eso. Sin embargo, el trabajo real de creación de la fuerza armada del estado obrero siguió un camino diferente. Intentamos, sobre todo al principio, aprovechar al máximo los hábitos, usos, conocimientos y medios conservados del pasado, y no nos preocupaba en absoluto en qué medida el nuevo ejército diferiría del antiguo, en el sentido formalmente organizativo y técnico, o, por el contrario, se le parecería. Construimos el ejército a partir del material humano y técnico que teníamos a mano, buscando siempre y en todas partes asegurar el dominio de la vanguardia proletaria en la organización del ejército, es decir, en su personal, en su administración, en su conciencia y en sus sentimientos. La institución de los comisarios no es un dogma del marxismo, ni una parte necesaria de una “doctrina militar” proletaria: en determinadas condiciones era un instrumento necesario de supervisión, dirección y educación política proletarias en el ejército, y por esta razón asumió una enorme importancia en la vida de las fuerzas armadas de la república soviética. Combinamos el antiguo personal de mando con el nuevo, y sólo así logramos el resultado necesario: el ejército demostró ser capaz de luchar al servicio de la clase obrera. En sus objetivos, en la composición de clase predominante de su cuerpo de comandantes y comisarios, en su espíritu y en toda su moral política, el Ejército Rojo difiere radicalmente de todos los demás ejércitos del mundo y se opone hostilmente a ellos. A medida que se va desarrollando, el Ejército Rojo se ha ido pareciendo cada vez más a ellos en los aspectos formalmente organizativos y técnicos. No bastan los meros esfuerzos por decir algo nuevo en este terreno.
El Ejército Rojo es la expresión militar de la dictadura proletaria. Los que necesiten una fórmula más solemne podrían decir que el Ejército Rojo es la encarnación militar de la “doctrina” de la dictadura del proletariado, en primer lugar, porque la dictadura del proletariado está garantizada en el propio Ejército Rojo y, en segundo lugar, porque la dictadura del proletariado sería imposible sin el Ejército Rojo.
El problema es, sin embargo, que el despertar del interés por la teoría militar engendró al principio un renacimiento de ciertos prejuicios doctrinarios del primer período, prejuicios a los que, ciertamente, se han dado algunas nuevas formulaciones, pero que en modo alguno han sido mejorados por ello. Ciertos innovadores perspicaces han descubierto de repente que vivimos, o más bien que no vivimos, sino que vegetamos sin doctrina militar, como el rey del cuento de Andersen que iba sin ropa y no lo sabía. “Es necesario, por fin, crear la doctrina del Ejército Rojo”, dicen algunos. Otros se unen a la cantinela con: vamos mal en todas las cuestiones prácticas de la construcción militar porque aún no hemos resuelto los problemas básicos de la doctrina militar. ¿Qué es el Ejército Rojo? ¿Cuáles son sus tareas históricas? ¿Llevará a cabo guerras revolucionarias defensivas u ofensivas?
Resulta que creamos el Ejército Rojo y, además, un Ejército Rojo victorioso, pero no le dimos una doctrina militar. Así que este ejército sigue viviendo en un estado de perplejidad. A la pregunta directa: ¿cuál debe ser esta doctrina del Ejército Rojo? obtenemos la respuesta: debe comprender la suma total de los principios de la estructura, educación y utilización de nuestras fuerzas armadas. Pero esta respuesta es puramente formal. El Ejército Rojo de hoy tiene sus principios de “estructura, educación y utilización”. Lo que necesitamos saber es de qué tipo de doctrina carecemos. Es decir, ¿cuál es el contenido de estos nuevos principios que deben entrar en el programa de construcción del ejército? Y es justo aquí donde comienza el embrollo más confuso. Un individuo hace el descubrimiento sensacional de que el Ejército Rojo es un ejército de clase, el ejército de la dictadura proletaria. Otro añade a esto que, en la medida en que el Ejército Rojo es un ejército revolucionario e internacional, debe ser un ejército ofensivo. Un tercero propone, con vistas a esta ofensividad, que prestemos especial atención a la caballería y a la aviación. Finalmente, un cuarto propone que no nos olvidemos del uso de los tachanki de Majnó. La vuelta al mundo en una tachanka es una doctrina para el Ejército Rojo. Hay que decir, sin embargo, que, en estos descubrimientos, algunos granos de pensamiento sensato (no nuevos, pero correctos) quedan sofocados bajo las cáscaras de la verborrea.
3.- ¿Qué es una doctrina militar?
No busquemos definiciones lógicas generales, porque éstas, por sí solas, difícilmente nos sacarán de dificultades[3]. Abordemos más bien la cuestión desde el punto de vista histórico. Según el antiguo punto de vista, los fundamentos de la ciencia militar son eternos y comunes a todas las épocas y pueblos. Pero en su refracción concreta estas verdades eternas asumen un carácter nacional. De ahí que tengamos una doctrina militar alemana, otra francesa, otra rusa, etcétera. Sin embargo, si revisamos el inventario de verdades eternas de la ciencia militar, no obtenemos mucho más que unos cuantos axiomas lógicos y postulados euclidianos. Hay que proteger los flancos, asegurar las vías de comunicación y de retirada, asestar el golpe en el punto menos defendido del enemigo, etc. Todas estas verdades, en esta formulación omnicomprensiva, van mucho más allá de los límites del arte de la guerra. El asno que roba la avena de un saco roto (el punto menos defendido del enemigo) y gira vigilante su grupa hacia el lado del que se puede esperar que venga el peligro, actúa así de acuerdo con los principios eternos de la ciencia militar. Sin embargo, es incuestionable que este burro que mastica avena nunca ha leído a Clausewitz.
La guerra, el tema de nuestra discusión, es un fenómeno social e histórico que surge, se desarrolla, cambia sus formas y finalmente debe desaparecer. Sólo por esta razón la guerra no puede tener leyes eternas. Pero el sujeto de la guerra es el hombre, que posee ciertos rasgos anatómicos y mentales fijos de los que se derivan ciertos usos y hábitos. El hombre actúa en un entorno geográfico concreto y comparativamente estable. Así, en todas las guerras, en todas las épocas y entre todos los pueblos, se han obtenido ciertos rasgos comunes, relativamente estables, pero en modo alguno absolutos. A partir de estos rasgos, se ha desarrollado históricamente un arte de la guerra. Sus métodos y usos experimentan cambios, junto con las condiciones sociales que lo rigen (tecnología, estructura de clases, formas de poder estatal).
La expresión “doctrina militar nacional” implicaba un complejo (combinación) comparativamente estable, pero no obstante temporal, de cálculos militares, métodos, procedimientos, hábitos, consignas, sentimientos, todo ello correspondiente a la estructura de la sociedad dada en su conjunto y, ante todo, al carácter de su clase dirigente.
Por ejemplo, ¿cuál es la doctrina militar británica? En su composición entra obviamente (o solía entrar) el reconocimiento de la necesidad de la hegemonía marítima, junto con una actitud negativa hacia un ejército terrestre permanente y hacia la conscripción para el servicio militar (o, más exactamente, el reconocimiento de la necesidad de que Gran Bretaña tuviera una armada más fuerte que las armadas combinadas de las dos potencias más fuertes siguientes, y, lo que era posible por esa situación, el mantenimiento de un pequeño ejército de voluntarios. En relación con esto estaba el apoyo a un orden en Europa que no permitiera a ninguna potencia terrestre obtener una preponderancia decisiva en el continente.
Sin duda, esta “doctrina” británica era la más estable de todas las doctrinas militares. Su estabilidad y su carácter definitivo venían determinados por el desarrollo prolongado, planificado e ininterrumpido del poderío británico, sin acontecimientos ni convulsiones que hubieran alterado radicalmente la relación de fuerzas en el mundo (o en Europa, que, antiguamente, venía a ser lo mismo). Ahora, sin embargo, esta situación se ha visto completamente alterada. Gran Bretaña asestó el mayor golpe a su propia “doctrina” cuando, durante la guerra, se vio obligada a construir su ejército sobre la base del servicio militar obligatorio. Se ha roto el “equilibrio de poder” en el continente europeo. Nadie confía en la estabilidad de la nueva relación de fuerzas. La potencia de Estados Unidos excluye la posibilidad de mantener automáticamente por más tiempo la posición dominante de la marina británica. Por el momento es demasiado pronto para predecir cuál será el resultado de la Conferencia de Washington. Pero es bastante evidente que, desde la guerra imperialista, la “doctrina militar” británica se ha vuelto inadecuada, está en bancarrota y carece de todo valor. Todavía no ha sido sustituida por una nueva. Y es muy dudoso que alguna vez haya una nueva, pues la época de convulsiones militares y revolucionarias y de reagrupamientos radicales de las fuerzas mundiales deja límites muy estrechos a la doctrina militar en el sentido en que la hemos definido anteriormente con respecto a Gran Bretaña: una “doctrina” militar presupone una situación relativamente estable, exterior e interior.
Si nos giramos hacia los países del continente europeo, incluso en la época pasada, encontramos que la doctrina militar asume allí un carácter mucho menos definitivo y estable. ¿Qué constituyó, incluso durante el intervalo de tiempo entre la guerra franco- prusiana de 1870-71 y la guerra imperialista de 1914, el contenido de la doctrina militar de Francia? El reconocimiento de que Alemania era el enemigo hereditario e irreconciliable, la idea de la revancha, la educación del ejército y de la joven generación en el espíritu de esta idea, el cultivo de una alianza con Rusia, el culto al poderío militar del zarismo y, finalmente, el mantenimiento, aunque no con mucha confianza, de la tradición militar bonapartista de la ofensiva audaz. No obstante, la prolongada era de paz armada, de 1871 a 1914, confirió una relativa estabilidad a la orientación político-militar de Francia. Pero los elementos puramente militares de la doctrina francesa fueron muy escasos. La guerra sometió la doctrina de la ofensiva a una prueba rigurosa. Después de las primeras semanas, el ejército francés se atrincheró en el suelo, y aunque los verdaderos generales franceses y los verdaderos periódicos franceses no dejaron de reiterar en el primer periodo de la guerra que la guerra de trincheras era un vil invento alemán que no armonizaba en absoluto con el espíritu heroico del combatiente francés, toda la guerra se desarrolló, sin embargo, como una lucha posicional de desgaste. En la actualidad, la doctrina de la ofensiva pura, aunque ha sido incluida en los nuevos reglamentos, está siendo, como veremos, duramente combatida en la propia Francia.
La doctrina militar de la Alemania posterior a Bismarck era incomparablemente más agresiva en esencia, en consonancia con la política del país, pero era mucho más prudente en sus formulaciones estratégicas. “Los principios de la estrategia no trascienden en modo alguno el sentido común”, era la instrucción dada a los altos mandos alemanes. Sin embargo, el rápido crecimiento de la riqueza capitalista y de la población elevó a los círculos dirigentes y, sobre todo, a la casta de oficiales nobles de Alemania a cotas cada vez más altas. Las clases dirigentes alemanas carecían de experiencia en operar a escala mundial: no tuvieron en cuenta las fuerzas y los recursos, y dieron a su diplomacia y estrategia un carácter ultraagresivo alejado del “sentido común”. El militarismo alemán fue víctima de su propio espíritu ofensivo desenfrenado.
¿Qué se deduce de esto? Que la expresión “doctrina nacional” implicaba en el pasado un complejo de ideas rectoras estables en las esferas diplomática y político-militar y de directrices estratégicas más o menos vinculadas a éstas. Además, la llamada doctrina militar (la fórmula de la orientación militar de la clase dominante de un país dado en las circunstancias internacionales) resultaba tanto más definitiva cuanto más definida, estable y planificada era la posición interna e internacional de ese país, en el curso de su desarrollo.
La guerra imperialista y la época de máxima inestabilidad resultante de ella, han quitado absolutamente el suelo a las doctrinas militares nacionales en todos los terrenos, y han puesto a la orden del día la necesidad de tener rápidamente en cuenta una situación cambiante, con sus nuevas agrupaciones y combinaciones y sus virajes “sin principios”, bajo el signo de las ansiedades y alarmas actuales. La Conferencia de Washington ofrece una imagen instructiva a este respecto. Es incontestable que hoy, después de la prueba a que han sido sometidas las viejas doctrinas militares en la guerra imperialista, ni un solo país ha conservado principios e ideas suficientemente estables para ser designados como doctrina militar nacional.
Es cierto que podríamos aventurarnos a suponer que las doctrinas militares nacionales volverán a tomar forma tan pronto como se establezca una nueva relación de fuerzas en el mundo, junto con la posición en ella de cada estado por separado. Esto presupone, sin embargo, que la época revolucionaria de convulsiones será liquidada y se verá sucedida por una nueva época de desarrollo orgánico. Pero tal suposición carece de fundamento.
4.- Lugares comunes y verborrea
Podría parecer que la lucha contra la Rusia soviética debería ser un elemento bastante estable en la “doctrina militar” de todos los estados capitalistas de la época actual. Pero ni siquiera éste es el caso. La complejidad de la situación mundial, el monstruoso entrecruzamiento de intereses contradictorios y, principalmente, la inestable base social de los gobiernos burgueses, excluyen la posibilidad de llevar a cabo de forma coherente incluso una única “doctrina militar”, a saber, la lucha contra la Rusia soviética. O, para decirlo con más precisión, la lucha contra la Rusia soviética cambia de forma con tanta frecuencia y avanza a través de tales zigzags que sería mortalmente peligroso que adormeciéramos nuestra vigilancia con frases doctrinarias y “fórmulas” relativas a las relaciones internacionales. La única “doctrina” natural y correcta para nosotros es: ¡estar alerta y mantener los ojos abiertos! Es imposible dar una respuesta incondicional incluso cuando la pregunta se plantea en su forma más cruda, a saber: ¿nuestro principal campo de actividad militar en los próximos años estará en el este o en el oeste? La situación mundial es demasiado compleja. El curso general del desarrollo histórico está claro, pero los acontecimientos no siguen un orden fijado de antemano, ni maduran según un calendario establecido. En la práctica hay que reaccionar no al “curso del desarrollo”, sino a los hechos, a los acontecimientos. No es difícil adivinar variantes históricas que nos obligarían a comprometer nuestras fuerzas predominantemente en el este o, a la inversa, en el oeste, acudiendo en ayuda de las revoluciones, librando una guerra defensiva o, por el contrario, viéndonos obligados a tomar la ofensiva. Sólo el método marxista de orientación internacional, de cálculo de las fuerzas de clase en sus combinaciones y desplazamientos, puede permitirnos encontrar la solución adecuada en cada caso concreto. No es posible inventar una fórmula general que exprese la “esencia” de nuestras tareas militares en el próximo período.
Se puede, sin embargo, y así se hace no pocas veces, dar al concepto de doctrina militar un contenido más concreto y restringido, como significando aquellos principios fundamentales de los asuntos puramente militares que regulan todos los aspectos de la organización, la táctica y la estrategia militares. En este sentido puede decirse que el contenido de los reglamentos militares viene determinado directamente por la doctrina militar. Pero, ¿de qué principios se trata? Algunos doctrinarios describen la cuestión de la siguiente manera: es necesario establecer la esencia y la finalidad del ejército, la tarea que tiene ante sí, y a partir de esta definición se deriva su organización, estrategia y táctica, y se plasman estas conclusiones en sus reglamentos. En realidad, tal enfoque de la cuestión es escolástico y carente de vida.
Lo banales y vacíos de contenido que son los principios básicos del arte militar puede verse en la solemnemente citada afirmación de Foch de que la esencia de la guerra moderna es: “buscar los ejércitos enemigos para derrotarlos y destruirlos; adoptar, con este único fin, la dirección y la táctica que puedan conducir a él de la forma más rápida y segura”. [Foch, Los principios de la guerra, traducido por Hilaire Belloc (1918), página 42.] ¡Extraordinariamente profundo! ¡Cuán extraordinariamente amplía nuestros horizontes! Basta añadir que la esencia de los métodos modernos de nutrición consiste en localizar la abertura de la boca, introducir en ella el alimento y, después de haberlo masticado con el menor gasto de energía posible, tragarlo. ¿Por qué no intentar deducir de este principio, que no tiene nada que envidiar al propuesto por Foch, qué tipo de alimentos se necesitan, cómo cocinarlos, cuándo y quién debe ingerirlos y, sobre todo, cómo conseguirlos?
Las cuestiones militares son muy empíricas, muy prácticas. Es un ejercicio muy arriesgado intentar elevarlas a un sistema en el que los reglamentos del servicio de campaña, el establecimiento de un escuadrón y el corte de un uniforme se deriven de principios fundamentales. Esto lo entendió muy bien el viejo Clausewitz: “Puede que no sea imposible elaborar una teoría sistemática de la guerra, rica en ideas y de una gran altura, pero todas las que tenemos hasta el presente se encuentran muy lejos de ello. Dejando de un lado el espíritu no científico que las preside, no son más que un tejido de banalidades, lugares comunes y estupideces que pretenden ser coherentes y completas.”[4]
5.- ¿Tenemos o no una “doctrina militar”?
Entonces, ¿necesitamos o no una “doctrina militar”? Algunos me han acusado de “eludir” la respuesta a esta pregunta. Pero, al fin y al cabo, para dar una respuesta hay que saber de qué se está hablando, es decir, qué se entiende por doctrina militar. Hasta que la pregunta no se plantea de forma clara e inteligible, no se puede sino “eludir” responderla. Para acercarnos a la forma correcta de formular la pregunta, dividamos, siguiendo lo dicho anteriormente, la propia pregunta en sus componentes. Visto así, puede decirse que la “doctrina militar” consta de los siguientes elementos:
1.- La orientación fundamental (de clase) de nuestro país, expresada por su gobierno en materia de economía, cultura, etc., es decir, en política interior.
2.- La orientación internacional del estado obrero. Las líneas más importantes de nuestra política mundial y, en relación con ello, los posibles teatros de nuestras operaciones militares.
3.- La composición y estructura del Ejército Rojo, de acuerdo con la naturaleza del estado obrero y campesino [sic] y las tareas de sus fuerzas armadas.
[4.- La teoría estratégica y táctica del Ejército Rojo.][5]
La enseñanza sobre la organización del ejército (punto 3), junto con la enseñanza sobre la estrategia (punto 4), deben, evidentemente, constituir la doctrina militar en el sentido propio (o estricto) de la palabra.
El análisis podría llevarse aún más lejos. Así, es posible separar de los puntos enumerados los problemas relativos a la tecnología del Ejército Rojo, o a la forma en que se lleva a cabo en él la propaganda, etc.
¿Deben el gobierno, el partido dirigente y el departamento de guerra tener puntos de vista definidos sobre todas estas cuestiones? Por supuesto que sí. ¿Cómo podríamos construir el Ejército Rojo si no tuviéramos puntos de vista sobre cuál debe ser su composición social, sobre el reclutamiento de los oficiales y comisarios, sobre cómo deben formarse, entrenarse y educarse las unidades, etc.? Y, además, no se podría responder a estas preguntas sin examinar las tareas fundamentales, internas e internacionales, del estado obrero. En otras palabras, el departamento de guerra debe tener principios rectores sobre los que construir, educar y reorganizar el ejército.
¿Es necesario (y se puede) llamar doctrina militar a la suma total de estos principios?
A eso he respondido y sigo respondiendo: si alguien quiere llamar doctrina militar a la suma de los principios y métodos prácticos del Ejército Rojo, entonces, aunque no comparto esta debilidad por los galones descoloridos de la vieja oficialidad, no voy a pelearme por ello (esta es mi “evasión”). Pero si alguien se atreve a afirmar que no tenemos esos principios y métodos prácticos[6], que nuestro pensamiento colectivo no ha trabajado y no trabaja sobre ellos, mi respuesta es: no dicen la verdad, se confunden a sí mismos y a los demás con palabrería. En vez de gritar sobre doctrina militar, deberíais presentarnos esta doctrina, demostrarla, mostrarnos al menos una partícula de esta doctrina militar de la que carece el Ejército Rojo. Pero todo el problema es que tan pronto como nuestros “doctrinarios” militares pasan de las lamentaciones sobre lo útil que sería una doctrina a los intentos de proporcionárnosla, o bien repiten, no muy bien, lo que ya se ha dicho hace mucho tiempo, lo que ha entrado en nuestra conciencia, lo que se ha plasmado en resoluciones de congresos del partido y del sóviet, decretos, decisiones, reglamentos e instrucciones, mucho mejor y con mucha más precisión de lo que lo hacen nuestros aspirantes a innovadores, o bien se confunden, tropiezan y presentan invenciones absolutamente inadmisibles.
Ahora demostraremos esto, con respecto a cada uno de los elementos constitutivos de la llamada doctrina militar.
6.- ¿Qué tipo de ejército estamos preparando y para qué tareas?
“El antiguo ejército ha servido para la opresión de las clases trabajadoras por la burguesía. Una vez pasado el poder a manos de las clases trabajadoras y explotadas, surge la necesidad de crear un nuevo ejército que sirva de escudo del poder de los sóviets y, en un futuro, de base para la sustitución del ejército permanente por una milicia nacional y que sea el sostén de la futura revolución social en Europa.”[7]
Así reza el decreto sobre la formación del Ejército Rojo, emitido por el Consejo de Comisarios del Pueblo el 12 de enero [sic (15/28 de enero. EIS)] de 1918. Lamento mucho no poder citar aquí todo lo que se ha dicho sobre el Ejército Rojo en el programa de nuestro partido y en las resoluciones de nuestros congresos. Recomiendo vivamente al lector que los relea: esos escritos son útiles e instructivos. En ellos se dice muy claramente ‘qué tipo de ejército estamos preparando y para qué tareas’. ¿Qué se disponen a añadir a esto los doctrinarios militares recién llegados? En lugar de discutir sobre la reformulación de formulaciones precisas y claras, harían mejor en dedicarse a explicarlas a través del trabajo de propaganda entre los jóvenes del Ejército Rojo. Eso sería mucho más útil.
Pero puede decirse, y se dice, que las resoluciones y decretos no subrayan suficientemente el papel internacional del Ejército Rojo y, en particular, la necesidad de prepararse para guerras revolucionarias ofensivas. Solomin es especialmente enfático en este punto… “Estamos preparando el ejército de clase del proletariado [escribe en la página 22 de su artículo], un ejército obrero-campesino, no sólo para la defensa contra la contrarrevolución burguesa terrateniente, sino también para guerras revolucionarias (tanto defensivas como ofensivas) contra las potencias imperialistas, para guerras de tipo semiciviles […] en las que la estrategia ofensiva puede desempeñar un papel importante”. Tal es la revelación, casi el evangelio revolucionario, de Solomin. Pero, por desgracia, como suele ocurrir con los apóstoles, nuestro autor se equivoca cruelmente al pensar que ha descubierto algo nuevo. Sólo está formulando pobremente algo viejo. Precisamente porque la guerra es una continuación de la política, fusil en mano, nunca hubo ni pudo haber, en nuestro partido, disputa de principios sobre el lugar que las guerras revolucionarias pueden y deben ocupar en el desarrollo de la revolución mundial de la clase obrera. Esta cuestión la planteamos y zanjamos en la prensa marxista rusa hace ya bastante tiempo. Podría citar decenas de artículos importantes de la prensa del partido, especialmente en el período de la guerra imperialista, que tratan de la guerra revolucionaria por un estado obrero como algo que debe darse por sentado. Pero me remontaré aún más atrás y citaré algunas líneas que tuve ocasión de escribir en 1905- 1906.
“Ello da, desde el principio, a los acontecimientos en curso de desarrollo, un carácter internacional y abre una gran perspectiva: la tarea de emancipación política que dirige la clase obrera rusa la eleva a ella misma a una altura hasta hoy desconocida en la historia, coloca en sus manos fuerzas y medios colosales y le posibilita por primera vez para comenzar con la destrucción a escala internacional del capitalismo, para lo cual la historia ha creado todas las condiciones objetivas previas.
Si el proletariado ruso, habiendo conseguido temporalmente el poder, no traslada por propia iniciativa la revolución a Europa, entonces la reacción feudal burguesa europea le obligará a hacerlo.
Naturalmente, sería absurdo determinar ahora de antemano los caminos por los cuales la revolución rusa se extenderá sobre la vieja Europa capitalista: estos caminos podrían aparecer más tarde completamente inviables. Traemos aquí, más para ilustrar la idea que en el sentido de una profecía, a Polonia como vínculo entre el oriente revolucionario y el occidente revolucionario. El triunfo de la revolución en Rusia significa forzosamente también la victoria de la revolución en Polonia. Es fácil imaginarse que un régimen revolucionario sobre los diez gobiernos polacos anexionados por Rusia tenga que desembocar en una sublevación de Galitzia y de Posen. A esto los gobiernos de los Hohenzollern y de los Habsburgo responderían con una concentración de fuerzas militares en la frontera polaca para luego cruzarla y destrozar al enemigo en su centro, en Varsovia. Está completamente claro que la revolución rusa no puede abandonar su vanguardia occidental en manos de los mercenarios austríacoprusianos. La guerra contra los gobiernos de Guillermo II y de Francisco José representa, en estas condiciones, para el gobierno revolucionario de Rusia una necesidad. ¿Qué posiciones adoptarían el proletariado alemán y el austríaco? Es obvio que no pueden mirar indiferentemente cómo llevan a cabo sus ejércitos nacionales una cruzada contrarrevolucionaria. La guerra de una Alemania feudal burguesa contra una Rusia revolucionaria significa absolutamente la revolución proletaria en Alemania. A quién esta afirmación le parezca demasiado categórica le recomendamos que se imagine otro acontecimiento histórico en cuyo caso la probabilidad de una prueba de fuerzas abierta entre los obreros y los reaccionarios alemanes sería más grande.”[8]
Naturalmente, los acontecimientos no se han desarrollado en el orden histórico indicado aquí simplemente como ejemplo, para ilustrar una idea, en estas líneas escritas hace dieciséis años. Pero el curso básico del desarrollo ha confirmado y sigue confirmando el pronóstico de que la época de la revolución proletaria debe empujar a ésta inevitablemente al campo de batalla contra las fuerzas de la reacción mundial. Así, hace más de una década y media, ya comprendimos claramente, en esencia, “qué tipo de ejército y para qué tareas” teníamos que prepararnos.
7.- Política revolucionaria y metodismo
Así pues, para nosotros no hay ninguna cuestión de principios en lo tocante a la guerra ofensiva revolucionaria. Pero, respecto a esta “doctrina”, el estado proletario debe decir lo mismo que dijo el último congreso de la Internacional respecto a la ofensiva revolucionaria de las masas obreras en un estado burgués (la doctrina de la ofensiva): sólo un traidor puede renunciar a la ofensiva, pero sólo un simple puede reducir toda nuestra estrategia a la ofensiva.
Desgraciadamente, no son pocos los simplones de la ofensiva entre nuestros recién aparecidos doctrinarios, que, bajo la bandera de la doctrina militar, tratan de introducir en nuestra circulación militar las mismas tendencias unilaterales de “izquierda” que en el III Congreso [de la Internacional] Comunista alcanzaron su forma culminante como teoría de la ofensiva: en la medida en que (!) vivimos en una época revolucionaria, por tanto (!) el partido comunista debe llevar a cabo una política ofensiva. Traducir el “izquierdismo” al lenguaje de la doctrina militar significa multiplicar el error. Al mismo tiempo que conservan el fundamento de principios de librar una lucha de clases irreconciliable, las tendencias marxistas se distinguen por una flexibilidad y una movilidad extraordinarias o, para hablar en lenguaje militar, por su capacidad de maniobra. A esta firmeza de principios junto con la flexibilidad de método y forma se contrapone un metodismo rígido que transforma en un método absoluto cuestiones como nuestra participación o no participación en el trabajo parlamentario, o nuestra aceptación o rechazo de acuerdos con partidos y organizaciones no comunistas, un método absoluto supuestamente aplicable a todas y cada una de las circunstancias.
La propia palabra “metodismo” se utiliza con mayor frecuencia en los escritos sobre estrategia militar. Característico de los epígonos, de los jefes mediocres del ejército y de los rutinarios es el empeño en convertir en un sistema estable una determinada combinación de acciones que corresponde a unas condiciones concretas. Como los hombres no hacen la guerra todo el tiempo, sino con largos intervalos entre las guerras, es frecuente que los métodos y procedimientos de la guerra anterior dominen el pensamiento de los militares durante un período de paz. Por eso el metodismo se revela de manera más llamativa en el ámbito militar. Las tendencias erróneas del metodismo encuentran incuestionablemente su expresión en los esfuerzos por construir una doctrina de “guerra revolucionaria ofensiva”.
Esta doctrina contiene dos elementos: internacional-político y operativo- estratégico. Se trata, en primer lugar, de desarrollar en el lenguaje de la guerra una política internacional ofensiva destinada a acelerar el desencadenamiento revolucionario y, en segundo lugar, de conferir un carácter ofensivo a la propia estrategia del Ejército Rojo. Estas dos cuestiones deben separarse, aunque estén interrelacionadas en ciertos aspectos.
Que no renunciamos a las guerras revolucionarias lo atestiguan no sólo artículos y resoluciones, sino también importantes hechos históricos. Después de que la burguesía polaca nos impusiera, en la primavera de 1920, una guerra defensiva, intentamos desarrollar nuestra defensa en una ofensiva revolucionaria. Es cierto que nuestro intento no se vio coronado por el éxito. Pero precisamente de ello se desprende la conclusión suplementaria, no poco importante, de que la guerra revolucionaria, instrumento indiscutible de nuestra política en determinadas condiciones, puede, en condiciones diferentes, conducir a un resultado opuesto al que se pretendía.
En el período Brest-Litovsk nos vimos obligados por primera vez a aplicar a gran escala una política de repliegue político-estratégico. A muchos les pareció entonces que esto sería fatal para nosotros. Pero en pocos meses se demostró que el tiempo nos había dado buenos resultados. En febrero de 1918, el militarismo alemán, aunque ya debilitado, era todavía lo bastante fuerte como para aplastarnos con nuestras fuerzas militares, que entonces eran insignificantes. En noviembre el militarismo alemán se desmoronó. Nuestra retirada en el campo de la política internacional en Brest fue nuestra salvación.
Después de Brest nos vimos obligados a librar una guerra ininterrumpida contra los ejércitos de la Guardia Blanca y los destacamentos intervencionistas extranjeros. Esta guerra a pequeña escala fue a la vez defensiva y ofensiva, tanto política como militarmente. En general, sin embargo, nuestra política internacional, como estado en ese período, fue predominantemente una política de defensa y retirada (renuncia a la sovietización de los estados bálticos, nuestras frecuentes ofertas de entablar negociaciones de paz, junto con nuestra disposición a hacer concesiones muy grandes, la “nueva” política económica, el reconocimiento de las deudas, etc.). En particular, nos mostramos muy conciliadores con Polonia, ofreciéndole condiciones más favorables que las que le habían indicado los países de la Entente. Nuestros esfuerzos no se vieron coronados por el éxito. Pilsudski cayó sobre nosotros. La guerra asumió un carácter claramente defensivo por nuestra parte. Este hecho contribuyó enormemente a aglutinar a la opinión pública, no sólo entre los obreros y campesinos, sino también entre muchos elementos de la intelectualidad burguesa. El éxito de la defensa se convirtió naturalmente en una ofensiva victoriosa. Pero sobrestimamos el potencial revolucionario de la situación interna de Polonia en aquel período. Esta sobreestimación se expresó en el carácter excesivamente ofensivo de nuestras operaciones, que superaban nuestros recursos. Avanzamos demasiado poco equipados, y el resultado es bien conocido: fuimos rechazados.
Casi al mismo tiempo, la poderosa oleada revolucionaria en Italia se rompió, no tanto por la resistencia de la burguesía como por la pérfida pasividad de las principales organizaciones obreras. El fracaso de nuestra marcha de agosto sobre Varsovia y la derrota del movimiento de septiembre en Italia cambiaron la relación de fuerzas a favor de la burguesía en toda Europa. Desde entonces, se ha observado una mayor estabilidad en la posición política de la burguesía y una mayor seguridad en su comportamiento. El intento del Partido Comunista Alemán de acelerar la denuncia mediante una ofensiva general artificial no produjo ni pudo producir el resultado deseado. El movimiento revolucionario ha demostrado que su ritmo es más lento de lo esperado en 1918-1919. Sin embargo, el terreno social sigue sembrado de minas. La crisis del comercio y de la industria adquiere proporciones monstruosas. Es muy posible que en un futuro muy próximo se produzcan cambios bruscos en el desarrollo político en forma de explosiones revolucionarias. Pero, en general, el desarrollo ha asumido un carácter más prolongado. El III Congreso de la Internacional [Comunista] exhortó a los partidos comunistas a prepararse a fondo y con perseverancia. En muchos países, los comunistas se han visto obligados a llevar a cabo importantes repliegues estratégicos, renunciando al cumplimiento inmediato de las tareas combativas que se habían propuesto hacía poco tiempo. La iniciativa de la ofensiva ha pasado temporalmente a la burguesía. El trabajo de los partidos comunistas tiene ahora un carácter predominantemente defensivo y organizativo. Nuestra defensa revolucionaria sigue siendo, como siempre, elástica y resistente, es decir, capaz de transformarse, dado un cambio correspondiente de las condiciones, en una contraofensiva que a su vez puede culminar en una batalla decisiva.
El fracaso de la marcha sobre Varsovia, la victoria de la burguesía en Italia y el reflujo temporal en Alemania nos obligaron a ejecutar una retirada brusca, que comenzó con el Tratado de Riga y terminó con el reconocimiento condicional de las deudas zaristas.
Durante este mismo período, llevamos a cabo una retirada no menos importante en el campo de la construcción económica: la aceptación de concesiones, la abolición del monopolio de los cereales, el arrendamiento de muchas empresas industriales, etcétera. La razón fundamental de estos sucesivos retrocesos hay que buscarla en la continuidad del cerco capitalista, es decir, en la relativa estabilidad del régimen burgués.
¿Qué es lo que quieren, estos partidarios de la doctrina militar (en aras de la brevedad los llamaremos doctrinarios, denominación que se han ganado a pulso), cuando exigen que orientemos al Ejército Rojo hacia la guerra revolucionaria ofensiva? ¿Quieren un simple reconocimiento del principio? Si es así, están echando abajo una puerta ya abierta. ¿O consideran que han surgido condiciones en nuestra situación internacional o interna que ponen en el orden del día una guerra revolucionaria ofensiva? Pero, en ese caso, nuestros doctrinarios deberían dirigir sus golpes no al departamento de guerra, sino a nuestro partido y a la Internacional Comunista, pues fue nada menos que el Congreso Mundial el que, en el verano de este año, rechazó la estrategia revolucionaria de la ofensiva por inoportuna, exhortó a todos los partidos a emprender un cuidadoso trabajo preparatorio y aprobó la política defensiva y de maniobra de la Rusia soviética como política correspondiente a nuestras circunstancias.
¿O acaso algunos de nuestros doctrinarios consideran que mientras los “débiles” partidos comunistas de los estados burgueses tienen que llevar a cabo el trabajo preparatorio, el “todopoderoso” Ejército Rojo debe emprender la guerra revolucionaria ofensiva? ¿Existen, tal vez, algunos estrategas impacientes que realmente pretenden hacer recaer sobre los hombros del Ejército Rojo la carga del “conflicto final y decisivo” en el mundo, o al menos en Europa? Quienquiera que propague seriamente tal política haría mejor en colgarse una piedra de molino al cuello y luego actuar de acuerdo con las instrucciones subsiguientes dadas en el Evangelio[9].
8.- La educación “en el espíritu de” la ofensiva
Tratando de salir al paso de las contradicciones que entraña una doctrina de la ofensiva planteada en una época de repliegue defensivo, el camarada Solomin inviste a la “doctrina” de la guerra revolucionaria con… un significado educativo. En el momento actual, concede, estamos efectivamente interesados en la paz, y haremos todo lo posible por preservarla. Pero, a pesar de nuestra política defensiva, las guerras revolucionarias son inevitables. Debemos prepararnos para ellas y, en consecuencia, cultivar un “espíritu” ofensivo para las exigencias futuras. La ofensiva debe entenderse, pues, no en sentido carnal, sino en espíritu y en verdad[10]. En otras palabras, el camarada Solomin quiere tener listo para la movilización, junto con un suministro de galletas del ejército, también un suministro de entusiasmo por la ofensiva. Las cosas no mejoran a medida que avanzamos.
Si antes vimos que nuestro crítico más severo carece de comprensión de la estrategia revolucionaria, ahora percibimos que también carece de comprensión de las leyes de la psicología revolucionaria.
Necesitamos la paz no por consideraciones doctrinales, sino porque el pueblo trabajador está harto de guerras y privaciones. Nuestros esfuerzos se dirigen a salvaguardar para los obreros y campesinos un período de paz lo más largo posible. Explicamos al propio ejército que la única razón por la que no podemos desmovilizarnos es que nos amenazan nuevos ataques. De estas condiciones Solomin saca la conclusión de que tenemos que “educar” al Ejército Rojo en una ideología de guerra revolucionaria ofensiva. ¡Qué visión tan idealista de la “educación”! “No somos lo bastante fuertes para ir a la guerra y no tenemos intención de ir a la guerra, pero debemos estar preparados [filosofa sombríamente el camarada Solomin] y, por tanto, debemos prepararnos para la ofensiva: tal es la fórmula contradictoria a la que llegamos”. La fórmula es, en efecto, contradictoria. Pero si Solomin piensa que se trata de una “buena” contradicción dialéctica, se equivoca: es confusión pura y simple.
Una de las tareas más importantes de nuestra política interior en los últimos tiempos ha sido acercarnos al campesino. La cuestión campesina nos enfrenta con particular agudeza en el ejército. ¿Cree seriamente Solomin que hoy, cuando el peligro inmediato de un retorno de los terratenientes ha sido eliminado, y la revolución en Europa sigue siendo sólo una posibilidad, podemos reunir a nuestro ejército de más de un millón de hombres, nueve décimas partes de los cuales son campesinos, bajo la bandera de la guerra ofensiva con el propósito de provocar el denouément [desenlace] de la revolución proletaria? Semejante propaganda nacería muerta.
Por supuesto, no pretendemos ocultar ni por un momento a los trabajadores, incluido el Ejército Rojo, que siempre estaremos, en principio, a favor de la guerra revolucionaria ofensiva en aquellas condiciones en que tal guerra pueda ayudar a liberar a los trabajadores de otros países. Pero suponer que, sobre la base de esta declaración de principios, se puede crear o “cultivar” una ideología eficaz para el Ejército Rojo en las condiciones existentes es no comprender ni al Ejército Rojo ni estas condiciones. En realidad, ningún hombre sensato del Ejército Rojo duda de que, si no somos atacados este invierno, o en la primavera, ciertamente nosotros mismos no perturbaremos la paz, sino que volcaremos todos nuestros esfuerzos en curar nuestras heridas, aprovechando el respiro. En nuestro exhausto país estamos aprendiendo el oficio de soldado, armando y construyendo un gran ejército para defendernos de los ataques. He aquí una “doctrina” clara, sencilla y acorde con la realidad.
Precisamente porque planteamos así la cuestión en la primavera de 1920, todos los hombres del Ejército Rojo estaban firmemente convencidos de que la Polonia burguesa nos había impuesto una guerra que no queríamos y de la que habíamos tratado de proteger al pueblo haciendo grandes concesiones. Fue precisamente esta convicción la que engendró la gran indignación y el odio que se sentía contra el enemigo. Precisamente a ello se debió que la guerra, que comenzó como una guerra de defensa, pudiera convertirse posteriormente en una guerra ofensiva.
La contradicción entre la propaganda defensiva y el carácter ofensivo (en última instancia) de una guerra es una contradicción “buena”, viable, dialéctica. Y no tenemos ningún motivo en absoluto para alterar el carácter y la dirección de nuestro trabajo educativo en el ejército para complacer a los cabezas hueca, aunque hablen en nombre de la doctrina militar.
Los que hablan de guerras revolucionarias suelen inspirarse en los recuerdos de las guerras de la Gran Revolución Francesa. En Francia también empezaron por la defensa: crearon un ejército para la defensa y luego pasaron a la ofensiva. Al son de la Marsellesa, los sansculottes armados marcharon con su escoba revolucionaria por toda Europa. Las analogías históricas son muy tentadoras. Pero hay que ser prudente al recurrir a ellas. De lo contrario, los rasgos formales de similitud pueden inducirnos a pasar por alto los rasgos materiales de diferencia. Francia era, a finales del siglo XVIII, el país más rico y civilizado del continente europeo. En el siglo XX, Rusia es el país más pobre y atrasado de Europa. Comparada con las tareas revolucionarias a las que nos enfrentamos hoy, la tarea revolucionaria del ejército francés tenía un carácter mucho más superficial. Entonces se trataba de derrocar “tiranos”, de abolir o mitigar la servidumbre feudal. Hoy se trata de destruir completamente la explotación y la opresión de clase. Pero el papel de las armas de Francia (es decir, de un país avanzado en relación con la Europa atrasada) resultó ser muy limitado y pasajero. Con la caída del bonapartismo, que había surgido de la guerra revolucionaria, Europa volvió a sus reyes y señores feudales.
En la gigantesca lucha de clases que se desarrolla hoy en día, el papel de la intervención armada desde el exterior no puede tener más que un significado concomitante, coadyuvante, auxiliar. La intervención armada puede acelerar el desenlace y facilitar la victoria. Pero para ello es necesario que la revolución esté madura no sólo en lo que se refiere a las relaciones sociales (eso ya es así) sino, también, en lo que se refiere a la conciencia política. La intervención armada es como el fórceps del obstetra: utilizado en el momento oportuno puede aliviar el parto, pero si se pone en juego prematuramente sólo puede provocar un aborto.
9.- El contenido estratégico y técnico de la “doctrina militar” (capacidad de maniobra)
Lo que se ha dicho hasta ahora se aplica no tanto al Ejército Rojo, a su estructura y métodos de operación, como a las tareas políticas fijadas para el Ejército Rojo por el estado obrero.
Abordemos ahora la doctrina militar en el sentido más estricto del término. Hemos oído decir al camarada Solomin que, mientras no proclamemos la doctrina de la guerra revolucionaria ofensiva, permaneceremos en la confusión y cometeremos errores garrafales en cuestiones de organización, de educación militar y de estrategia, entre otras. Sin embargo, semejante lugar común no nos lleva muy lejos. En vez de repetir que de una buena doctrina deben derivarse necesariamente buenas conclusiones prácticas, ¿por qué no intentan presentarnos estas conclusiones? ¡Ay! En cuanto nuestros doctrinarios intentan llegar a conclusiones, nos ofrecen o bien un débil refrito de noticias rancias o bien el tipo más pernicioso de “pensamiento independiente”.
Nuestros innovadores dedican su mayor energía a intentar fijar el anclaje de la doctrina militar en el ámbito de las cuestiones operativas. Según ellos, en lo que se refiere a la estrategia, el Ejército Rojo difiere en principio de todos los demás ejércitos, porque en nuestra época de inmovilidad posicional las características básicas de las operaciones del Ejército Rojo son la capacidad de maniobra y la agresividad.
Las operaciones de la guerra civil se distinguen, incuestionablemente, por un elemento excepcional de maniobra. Pero debemos plantear esta pregunta con toda precisión: ¿la capacidad de maniobra del Ejército Rojo es el resultado de sus cualidades internas, de su naturaleza de clase, de su espíritu revolucionario, de su celo combativo, o se debe a las condiciones objetivas, a la inmensidad de los teatros de guerra y al número comparativamente pequeño de las tropas implicadas? Esta cuestión no es de poca importancia si reconocemos que las guerras revolucionarias se librarán no sólo en el Don y el Volga, sino también en el Sena, el Escalda y el Támesis.
Pero volvamos, mientras tanto, a nuestros ríos nativos. ¿Se distinguía el Ejército Rojo únicamente por su capacidad de maniobra?
No, la estrategia de los blancos era enteramente una estrategia de maniobra. Sus tropas eran, en la mayoría de los casos, inferiores a las nuestras en número y en moral, pero superiores en destreza militar. De ahí que la necesidad de una estrategia de maniobra surgiera primero entre los blancos. En las fases iniciales aprendimos a maniobrar de ellos. En la etapa final de la guerra civil tuvimos invariablemente una situación de maniobra contrarrestada por contramaniobra. Por último, la mayor capacidad de maniobra fue característica de las operaciones de Ungern y Majnó, esas degeneradas excrecencias y bandidos de la guerra civil. ¿Qué conclusión se desprende de esto? La maniobra no es característica de un ejército revolucionario, sino de la guerra civil como tal.
En las guerras nacionales, las maniobras van acompañadas del miedo a la distancia. Al alejarse de su base, de su propio pueblo, de la zona donde se habla su propia lengua, un ejército, o un destacamento, se encuentra en un entorno completamente ajeno, donde no dispone ni de apoyo, ni de cobertura, ni de ayuda. En una guerra civil, cada bando encuentra simpatía y apoyo, en mayor o menor medida, en la retaguardia del adversario. Las guerras nacionales son libradas (en todo caso, solían librarse) por masas pesadas, con todos los recursos del estado nacional de ambos bandos en juego. La guerra civil significa que las fuerzas y los recursos del país convulsionado por la revolución están divididos en dos; que la guerra es librada, especialmente en la fase inicial, por una minoría emprendedora de cada bando y, en consecuencia, por masas más o menos escasas y, por tanto, móviles; y, por esta razón, depende mucho más de la improvisación y del azar.
La guerra civil se caracteriza por las maniobras de ambos bandos. No se puede, pues, considerar la capacidad de maniobra como una manifestación especial del carácter revolucionario del Ejército Rojo.
Salimos victoriosos de la guerra civil. No hay motivos para dudar de que la superioridad en la dirección estratégica estaba de nuestro lado. Sin embargo, en última instancia, la victoria estuvo garantizada por el entusiasmo y la abnegación de la vanguardia obrera y por el apoyo de las masas campesinas. Pero estas condiciones no fueron creadas por el Ejército Rojo, sino que fueron las condiciones históricas previas para su ascenso, desarrollo y éxito.
El camarada Varin señala, en la revista Voyennaya Nauka i Revolyutsiya[11], que la movilidad de nuestras tropas supera todos los precedentes históricos. Se trata de una afirmación muy interesante. Sería deseable que se verificara cuidadosamente. Incuestionablemente, la extraordinaria velocidad de movimiento, que exigía resistencia y abnegación, estaba condicionada por el espíritu revolucionario del ejército, por el ímpetu que le aportaban los comunistas. He aquí un ejercicio interesante para los estudiantes de nuestra academia militar: comparar las marchas del Ejército Rojo, desde el punto de vista de las distancias recorridas, con otros ejemplos de la historia, en particular con las marchas del ejército de la Gran Revolución Francesa. Por otra parte, habría que comparar estos mismos factores tal como se dieron entre los rojos y los blancos en nuestra guerra civil. Cuando nosotros avanzábamos, ellos retrocedían, y viceversa. ¿Mostramos realmente, por término medio, una mayor resistencia durante las marchas, y en qué medida fue este uno de los factores de nuestra victoria? Es indiscutible que la levadura comunista fue capaz de producir un esfuerzo sobrehumano de fuerza en casos individuales. Pero sería necesaria una investigación especial para determinar si el mismo resultado se mantuvo durante toda una campaña, en el curso de la cual los límites de la capacidad fisiológica del organismo no podían sino hacerse sentir. Por supuesto, una investigación de este tipo no promete poner patas arriba toda la estrategia. Pero sin duda enriquecería con algunos datos valiosos nuestros conocimientos de la naturaleza de la guerra civil y del ejército revolucionario.
El empeño en fijar como leyes y erigir en dogmas los rasgos de la estrategia y la táctica del Ejército Rojo que lo caracterizaron en el período reciente podría hacer mucho daño e incluso resultar fatal. Es posible decir de antemano que las operaciones del Ejército Rojo en el continente asiático (si es que están destinadas a tener lugar allí) tendrían necesariamente un profundo carácter de maniobra. La caballería tendría que desempeñar el papel más importante, y en algunos casos incluso el único. Por otra parte, sin embargo, no cabe duda de que las operaciones militares en el teatro de operaciones occidental serían mucho más limitadas. Las operaciones llevadas a cabo en un territorio con una composición nacional diferente y más densamente poblado, con una mayor proporción entre el número de tropas y el territorio dado, harían sin duda que la guerra tuviera un carácter más posicional y, en cualquier caso, confinarían la libertad de maniobra dentro de unos límites incomparablemente más estrechos.
El reconocimiento de que estaba más allá de la capacidad del Ejército Rojo defender posiciones fortificadas (Tujachevsky) resume correctamente, en conjunto, las lecciones del período pasado, pero ciertamente no puede tomarse como una regla absoluta para el futuro. La defensa de posiciones fortificadas requiere tropas de fortaleza o, más correctamente, tropas de alto nivel, soldadas por la experiencia y seguras de sí mismas. En el período pasado, sólo empezamos a acumular esta experiencia. Cada regimiento individual, y el ejército en su conjunto, eran improvisaciones vivientes. Era posible asegurar el entusiasmo y el ímpetu, y lo conseguimos, pero no era posible crear artificialmente la rutina necesaria, la solidaridad automática, la confianza de las unidades vecinas en que habría apoyo mutuo entre ellas. Es imposible crear tradición por decreto. Hasta cierto punto existe ahora, y acumularemos más y más a medida que pase el tiempo. De este modo estableceremos las condiciones previas tanto para una mejor conducción de las operaciones de maniobra como, en caso necesario, también de las operaciones posicionales.
Debemos renunciar a los intentos de construir una estrategia revolucionaria absoluta a partir de los elementos de nuestra limitada experiencia de los tres años de guerra civil, durante los cuales unidades de una calidad particular lucharon en condiciones particulares. Clausewitz advirtió muy bien contra esto. “Puede haber algo más natural que la guerra de la Revolución francesa tuviera su propio modo de hacer las cosas? ¿Y qué teoría podría haber incluido ese método peculiar? El problema reside en que tal manera, originada en un caso especial, sobrevive con facilidad a sus días, debido a que continúa, mientras que las circunstancias cambian imperceptiblemente. Esto es lo que la teoría tiene que prevenir, mediante una crítica lúcida y racional. Cuando, en el año 1806, los generales prusianos […], se las arreglaron para arruinar al ejército de Hohenlohe de un modo que nunca fue arruinado ejército alguno en el campo de batalla, ello se debió no solamente a una manera que sobrevivió a sus días, sino a la más palmaria estupidez a que pueda haber conducido jamás la metodología.”[12] En 1806, los generales prusianos estaban bajo el dominio de este “metodismo”, y así sucesivamente. Pero, ¡ay! los generales prusianos no son los únicos con inclinación hacia el metodismo, es decir, hacia los estereotipos y los patrones convencionales.
10.- Ofensiva y defensiva a la luz de la guerra imperialista
Se proclama que el segundo rasgo específico de la estrategia revolucionaria es su empuje agresivo. El intento de construir una doctrina sobre esta base parece tanto más unilateral cuanto que durante la época que precedió a la guerra mundial la estrategia de la ofensiva se cultivó en los estados mayores y academias militares, nada revolucionarios, de casi todos los grandes países de Europa. Contrariamente a lo que escribe el camarada Frunze [artículo citado en Krasnaya Nov (Nota de Trotsky)] la ofensiva era (y formalmente sigue siendo hasta hoy) la doctrina oficial de la República Francesa. Jaurès luchó incansablemente contra los doctrinarios de la ofensiva pura, contraponiéndole el doctrinarismo pacifista de la defensa pura. A raíz de la última guerra se produjo una fuerte reacción contra la doctrina oficial tradicional del estado mayor francés. No estará de más citar aquí dos pruebas sorprendentes. La revista militar francesa Revue militaire française (1 de septiembre de 1921, página 336) cita la siguiente propuesta, tomada de los alemanes e incorporada por el estado mayor francés en 1913 al Reglamento para la conducción de operaciones por grandes unidades. Las lecciones del pasado [leemos] han dado sus frutos: el ejército francés, volviendo a sus tradiciones, no permite en adelante la conducción de operaciones de acuerdo con ninguna ley que no sea la de la ofensiva”. El diario prosigue: “esta ley, introducida poco después en los reglamentos que rigen nuestra táctica general y las tácticas propias de cada arma, dominó la enseñanza impartida tanto a nuestros mariscales de instrucción como a nuestros comandantes, a través de conferencias, ejercicios prácticos en mapas o sobre el terreno y, finalmente, a través del procedimiento llamado las grandes maniobras”.
“El resultado fue [continúa el diario] un verdadero encaprichamiento con la famosa ley de la ofensiva, y cualquiera que se aventurara a proponer una enmienda a favor de la defensiva habría tenido una acogida muy pobre. Era necesario, aunque no suficiente, si se quería ser un buen mariscal de campo, seguir conjugando el verbo atacar”.
El conservador Journal des Débats del 5 de octubre de 1921 critica duramente desde este punto de vista el reglamento de maniobras de infantería publicado este verano. Al principio de esta excelente obrita”, escribe el periódico, “se enuncia una serie de principios… que se presentan como la doctrina militar oficial para 1921. Estos principios son perfectos: pero ¿por qué los redactores se han conformado con la vieja costumbre, por qué han dado el honor de su primera página a una glorificación de la ofensiva? ¿Por qué nos proponen, en un párrafo destacado, este axioma: ‘El que ataca primero impresiona a su adversario demostrándole que su voluntad es superior’?”.
Después de analizar la experiencia de dos momentos destacados de lucha en el frente francés, el periódico dice:
“La ofensiva sólo puede impresionar a un adversario desprovisto de sus recursos, o cuya mediocridad es tal que nunca se tiene derecho a contar con ella. Un adversario consciente de su fuerza no se deja impresionar en absoluto por un ataque. No toma la ofensiva del enemigo como una manifestación de una voluntad superior a la suya. Si la defensiva ha sido deseada y preparada, como en agosto de 1914 [por los alemanes] o en julio de 1918 [por los franceses], entonces, por el contrario, es el defensor quien considera que tiene la superioridad de la voluntad, porque el otro está cayendo en una trampa”. El crítico militar prosigue: “… comete usted un extraño error psicológico al temer la pasividad (del francés) y su preferencia por la defensiva. El francés no quiere otra cosa que tomar la ofensiva, tanto si ataca primero como si ataca segundo, es decir, una ofensiva bien organizada. Pero no le cuentes más historias de las mil y una noches sobre el caballero que ataca primero con una voluntad superior”.
“La ofensiva no trae el éxito por sí misma. Tiene éxito cuando se han reunido para ella todos los recursos de todo tipo, y cuando éstos son superiores a los que posee el adversario, porque, después de todo, siempre es el que es más fuerte en el punto de combate el que vence al que es más débil”.
Por supuesto, se puede intentar rechazar esta conclusión basándose en que se extrae de la experiencia de la guerra posicional. Sin embargo, de hecho, se deduce de la guerra de maniobras de forma aún más directa y obvia, aunque en una forma diferente. La guerra de maniobra es una guerra de grandes espacios. En su empeño por destruir la fuerza viva enemiga, no da gran importancia al espacio. Su movilidad se expresa no sólo en las ofensivas, sino también en las retiradas, que no son más que cambios de posición.
11.- Empuje agresivo, iniciativa y energía
Durante el primer período de la revolución, las tropas rojas rehuyeron en general la ofensiva, prefiriendo confraternizar y discutir. En el período en que la idea revolucionaria inundaba espontáneamente el país, este método resultó muy eficaz. Los blancos, por el contrario, trataron entonces de forzar las ofensivas para preservar a sus tropas de la desintegración revolucionaria. Incluso después de que la discusión hubiera dejado de ser el recurso más importante de la estrategia revolucionaria, los blancos siguieron distinguiéndose por un empuje agresivo mayor del que nosotros demostramos. Sólo gradualmente las tropas rojas desarrollaron la energía y la confianza que hacen factibles las acciones decisivas. Las operaciones posteriores del Ejército Rojo se caracterizaron en grado extremo por la capacidad de maniobra. Las incursiones de caballería fueron la expresión más llamativa de esta capacidad de maniobra. Sin embargo, estas incursiones también nos las enseñó Mamontov. De los blancos aprendimos también a realizar avances rápidos, movimientos envolventes y penetraciones en la retaguardia enemiga. Recordémoslo. En el período inicial tratamos de defender la Rusia soviética mediante un cordón, agarrándonos unos a otros. Sólo más tarde, cuando aprendimos del enemigo, reunimos nuestras fuerzas en puños y dotamos a estos puños de movilidad, sólo más tarde montamos a los trabajadores a caballo y aprendimos a hacer incursiones de caballería a gran escala. Este pequeño esfuerzo de memoria ya es suficiente para que nos demos cuenta de lo infundada y unilateral, de lo teórica y prácticamente falsa que suena la “doctrina” según la cual una estrategia ofensiva y de maniobra es característica de un ejército revolucionario como tal. En determinadas circunstancias, esta estrategia corresponde mejor que ninguna a un ejército contrarrevolucionario que se ve obligado a compensar su falta de efectivos con la actividad de cuadros cualificados.
Es precisamente en una guerra de maniobras donde la distinción entre defensiva y ofensiva se borra hasta un grado extraordinario. La guerra de maniobra es una guerra de movimiento. El objetivo del movimiento es la destrucción de la fuerza viva enemiga a una distancia de 100 verstas más o menos. La maniobra promete la victoria si mantiene la iniciativa en nuestras manos. Los rasgos fundamentales de la estrategia de maniobra no son el empuje agresivo formal, sino la iniciativa y la energía.
La idea de que, en cada momento dado, el Ejército Rojo tomó resueltamente la ofensiva en el frente más importante, mientras se debilitaba temporalmente en los demás frentes, y que precisamente esto caracteriza de la manera más gráfica la estrategia del Ejército Rojo durante la guerra civil (véase el artículo del camarada Varin) es correcta en esencia, pero está expresada de manera unilateral y, por tanto, no aporta todas las conclusiones necesarias. Mientras tomábamos la ofensiva en un frente, considerado por nosotros en el momento dado como el más importante, por razones políticas o militares, nos debilitábamos en los otros frentes, considerando posible permanecer allí a la defensiva y retroceder. Pero, como ven, lo que esto demuestra es, precisamente, el hecho (¡qué extraño que esto se pase por alto!) de que en nuestros planes operativos generales la retirada entraba, codo con codo con el ataque, como un eslabón indispensable. Los frentes en los que permanecimos a la defensiva y nos retiramos eran sólo sectores de nuestro frente general en forma de anillo. En esos sectores combatieron unidades de ese mismo Ejército Rojo, sus combatientes y sus mandos, y si toda estrategia debe reducirse a la ofensiva, es evidente que las tropas de esos frentes en los que nos limitamos a operaciones defensivas, e incluso nos retiramos, debieron de sufrir depresión y desmoralización. El trabajo de educación de las tropas debe, evidentemente, incluir la idea de que retirarse no significa huir, que hay retiradas estratégicas debidas a un esfuerzo, ya sea para preservar intactos los efectivos, ya sea para acortar el frente, ya sea para atraer más profundamente al enemigo, con mayor seguridad para aplastarlo. Y si una retirada estratégica es legítima, entonces es un error reducir toda estrategia a la ofensiva. Esto es especialmente claro e incontestable, repitámoslo, en lo que se refiere, precisamente, a la estrategia de maniobra. Una maniobra es, obviamente, una compleja combinación de movimientos y golpes, transferencias de fuerzas, marchas y batallas, con el objetivo último de aplastar al enemigo. Pero si se excluye del concepto de maniobra la retirada estratégica, entonces, obviamente, la estrategia adquirirá un carácter extremadamente rectilíneo, es decir, dejará de ser una estrategia de maniobra.
12-. El anhelo de un esquema estable
“¿Qué tipo de ejército estamos construyendo y para qué?”, se pregunta el camarada Solomin. En otras palabras: ¿qué enemigos nos amenazan y con qué métodos estratégicos (defensivos u ofensivos) les haremos frente de la forma más rápida y económica?” (Voyennaya Nauka i
Revolyutszya, número 1, p.19).
Esta formulación de la pregunta atestigua de la manera más vívida que el pensamiento del propio Solomin, el heraldo de una nueva doctrina militar, está totalmente cautivo de los métodos y prejuicios del doctrinarismo de antaño. El estado mayor austrohúngaro (al igual que otros) elaboró en el transcurso de decenios una serie de variantes de planes de contingencia para la guerra: variante “I” (contra Italia), variante “R” (contra Rusia), con las combinaciones apropiadas de estas variantes. En estos planes, la fuerza numérica de las fuerzas italianas y rusas, su armamento, las condiciones que regían su movilización, las concentraciones y despliegues estratégicos, constituían magnitudes que, si no constantes, eran al menos estables. De este modo, la “doctrina militar” austrohúngara, basándose en supuestos políticos concretos, se mantenía firme en su conocimiento de qué enemigos amenazaban al imperio de los Habsburgo, y de un año para otro reflexionaba sobre cómo hacer frente a estos enemigos “de la forma más económica”. El pensamiento de los miembros del estado mayor en todos los países discurría por los cauces fijos de las “variantes”. La invención de un blindaje mejorado por parte de un futuro enemigo se contrarrestaba reforzando la propia artillería, y viceversa. Los rutinarios educados en esta tradición se sentirían inevitablemente fuera de lugar en las condiciones en las que llevamos a cabo nuestra construcción militar. ¿Qué enemigos nos amenazan?”, es decir, ¿dónde están las variantes de nuestro estado mayor para futuras guerras? ¿Y con qué métodos estratégicos (defensivos u ofensivos) pretendemos realizar estas variantes, esbozadas de antemano? Al leer el artículo de Solomin me acordé involuntariamente de la cómica figura de ese dogmático de la doctrina militar, el general Borisov, del estado mayor. Cualquiera que fuera el problema que se discutiera, Borisov levantaba invariablemente los dos dedos para tener la oportunidad de decir: “Esta cuestión sólo puede decidirse en conjunción con otras cuestiones de doctrina militar, y por esta razón es necesario, en primer lugar, instituir el cargo de jefe del estado mayor”. Del vientre de este jefe de estado mayor brotaría el árbol de la doctrina militar y produciría todos los frutos necesarios, tal como sucedió en la antigüedad con la hija del rey oriental. Solomin, como Borisov, suspira esencialmente por este paraíso perdido de premisas estables para la “doctrina militar”, cuando se sabía con diez o veinte años de antelación quiénes serían los enemigos, y desde dónde y cómo amenazaban. Solomin, como Borisov, necesita un jefe de estado mayor universal que recoja las piezas rotas de la vajilla, las coloque en la estantería y les pegue etiquetas: variante “I”, variante “R”, etcétera. ¿Quizás Solomin pueda nombrarnos al mismo tiempo el cerebro universal que tiene en mente? Por lo que a nosotros respecta, no conocemos (¡ay!) tal cerebro, e incluso somos de la opinión de que no puede existir tal cerebro, porque las tareas que se le plantean son irrealizables. Hablando a cada paso de guerras revolucionarias y de estrategia revolucionaria, Solomin ha pasado por alto precisamente esto: el carácter revolucionario de la época actual, que ha provocado la ruptura total de la estabilidad tanto en las relaciones internacionales como en las internas. Alemania ya no existe como potencia militar. Sin embargo, el militarismo francés se ve obligado a seguir con ojos febriles los acontecimientos y cambios más insignificantes en la vida interna de Alemania y en sus fronteras. ¿Qué pasa si Alemania levanta de repente un ejército de varios millones de hombres? ¿Qué Alemania? ¿Quizás la Alemania de Ludendorff? Pero, ¿quizás esta Alemania no haga más que dar el impulso que resulte fatal para el actual semiequilibrio podrido y despeje el camino a la Alemania de Liebknecht y Luxemburg? ¿Cuántas “variantes” debe tener el estado mayor? ¿Cuántos planes de guerra hay que tener para hacer frente “económicamente” a todos los peligros?
Tengo en mis archivos bastantes informes, gruesos, finos y medianos, cuyos doctos autores nos explicaron con educada paciencia pedagógica que una potencia que se precie debe instituir relaciones definidas y regulares, dilucidar de antemano quiénes son sus posibles enemigos y adquirir aliados adecuados o, al menos, neutralizar a todos aquellos que puedan ser neutralizados. Porque, como explican los autores de estos informes, no es posible prepararse para futuras guerras “en la oscuridad”: no es posible determinar ni la fuerza del ejército, ni sus establecimientos, ni su disposición. No recuerdo haber visto la firma de Solomin bajo estos informes, pero sus ideas estaban allí. Todos los autores, por desgracia, eran de la escuela de Borisov.
La orientación internacional, incluida la orientación militar internacional, es más difícil hoy en día que en la época de la Triple Alianza y la Triple Entente. Pero no hay nada que hacer al respecto: la época de las mayores convulsiones de la historia, tanto militares como revolucionarias, ha trastocado ciertas variantes y estereotipos. No puede haber una orientación estable, tradicional, conservadora. La orientación debe ser vigilante, móvil y urgente; o, si se quiere, de carácter maniobrero. Urgente no significa agresiva, pero sí estrictamente acorde con la combinación actual de las relaciones internacionales, y concentrando el máximo de fuerzas en la tarea de hoy.
En las actuales condiciones internacionales, la orientación exige una destreza mental mucho mayor que la necesaria para elaborar los elementos conservadores de la doctrina militar en la época que nos ha tocado vivir. Pero, al mismo tiempo, este trabajo se lleva a cabo a una escala mucho más amplia y con el empleo de métodos mucho más científicos. El trabajo básico de evaluación de la situación internacional y de las tareas para la revolución proletaria y la república soviética que de ella se derivan lo realiza el partido, su pensamiento colectivo, y las formas directivas de este trabajo las proporcionan los congresos del partido y su comité central. No pensamos sólo en el Partido Comunista Ruso [b], sino también en nuestro partido internacional. ¡Qué pedantes parecen las exigencias de Solomin de que elaboremos un catálogo de nuestros enemigos y decidamos si vamos a atacar y a quién vamos a atacar, cuando lo comparamos con este trabajo de evaluar todas las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución, tal como existen ahora y tal como se están desarrollando, que fue realizado por el último congreso de la Internacional Comunista! ¿Qué otra “doctrina” se necesita?
El camarada Tujachevsky presentó a la Internacional Comunista la propuesta de crear un estado mayor internacional e instituirlo[13]. Esta propuesta era, por supuesto, incorrecta: no correspondía a la situación ni a las tareas formuladas por el propio congreso. Si la Internacional Comunista sólo podía crearse de hecho después de que se hubieran formado organizaciones comunistas fuertes en los países más importantes, esto se aplica aún más a un estado mayor internacional, que sólo podría surgir sobre la base de los estados mayores nacionales de varios estados proletarios. Mientras falte esta base, un estado mayor internacional se convertiría inevitablemente en una caricatura. Tujachevsky creyó necesario profundizar su error publicando su carta al final de su interesante librito La guerra de clases. Este error es del mismo orden que la impetuosa arremetida teórica del camarada Tujachevsky contra la milicia, a la que considera en contradicción con la III Internacional. Señalemos, de paso, que las ofensivas lanzadas sin garantías adecuadas constituyen, en general, el lado débil del camarada Tujachevsky, que es uno de los más dotados de nuestros jóvenes militares.
Pero incluso sin un estado mayor internacional, que no corresponde a la situación y es, por tanto, impracticable, el propio congreso internacional, como representante de los partidos obreros revolucionarios, cumplió, y a través de su comité ejecutivo sigue cumpliendo, la labor ideológica fundamental del “estado mayor” de la revolución internacional: llevar la cuenta de amigos y enemigos, neutralizar a los vacilantes con vistas a atraerlos más tarde al lado de la revolución, evaluar la situación cambiante, determinar las tareas urgentes y concentrar los esfuerzos a escala mundial en estas tareas. Las conclusiones que se derivan de esta orientación son muy complejas. No pueden encajarse en unas pocas variantes del estado mayor. Pero tal es la naturaleza de nuestra época. La ventaja de nuestra orientación es que corresponde a la naturaleza de la época y de sus relaciones. De acuerdo con esta orientación dirigimos también nuestra política militar. Actualmente es activamente contemporizadora, defensiva y preparatoria. Nos preocupa sobre todo asegurar a nuestra ideología militar, a nuestros métodos y a nuestro aparato, una flexibilidad tan resistente que nos permita, en cada giro de los acontecimientos, concentrar nuestras fuerzas principales en la dirección principal.
13.- El espíritu de la defensa y el espíritu de la ofensiva
Pero, después de todo, dice Solomin (página 22), “es imposible educar, al mismo tiempo, en el espíritu de la ofensiva y en el espíritu de la defensa”. Esto es puro doctrinarismo. ¿Dónde y quién lo ha demostrado? Por nadie y en ninguna parte, porque es falso hasta la médula. Todo el arte de nuestro trabajo constructivo en la Rusia soviética en la esfera militar (y no sólo en esa esfera) consiste en combinar las tendencias revolucionarias-ofensivas internacionales de la vanguardia proletaria con las tendencias revolucionarias-defensivas de las masas campesinas, e incluso de amplios círculos de la propia clase obrera. Esta combinación corresponde a la situación internacional en su conjunto. Explicando su significado a los elementos avanzados del ejército les enseñamos así a combinar correctamente la defensa y el ataque, no sólo en el sentido estratégico sino también en el revolucionario-histórico. ¿Piensa quizás Solomin que esto apaga “el espíritu”? Tanto él como sus correligionarios lo insinúan. Pero ¡eso es el más puro izquierdismo! La clarificación de la esencia de la situación internacional y nacional, y una adaptación activa y “maniobrera” a esta situación, no pueden apagar el espíritu, sino sólo templarlo.
¿O acaso es imposible, en el sentido puramente militar, preparar al ejército tanto para la defensa como para la ofensiva? Pero eso también es un disparate. En su libro Tujachevsky insiste en la idea de que en la guerra civil es imposible, o casi imposible, que la defensa asuma la estabilidad posicional. De ahí Tujachevsky saca la conclusión correcta de que, en estas condiciones, la defensa debe, al igual que la ofensiva, ser necesariamente activa y maniobrera. Si somos demasiado débiles para atacar, tratamos de arrancarnos de las garras del enemigo, para más tarde reunir nuestras fuerzas en un puño, en su línea de avance posterior, y golpear en su punto más vulnerable. Errónea hasta el absurdo es la afirmación de Solomin de que un ejército tiene que estar entrenado exclusivamente para una forma específica de guerra, ya sea defensiva u ofensiva. En realidad, un ejército se entrena y educa para el combate y la victoria. Las operaciones defensivas y ofensivas entran como factores variables en el combate, especialmente si éste implica maniobras. Es victorioso quien se defiende bien cuando es necesario atacar. Esta es la única educación sólida que debemos dar a nuestro ejército, y especialmente a sus comandantes. Un fusil con bayoneta sirve tanto para la defensa como para el ataque. Lo mismo se aplica a las manos del combatiente. El propio combatiente y la unidad a la que pertenece deben estar preparados para el combate, para la autodefensa, para resistir al enemigo y para derrotarlo. Ataca mejor aquel regimiento que es capaz de defenderse. Sólo puede lograr una buena defensa un regimiento que tenga el deseo y la capacidad de atacar. Los reglamentos deben enseñar a luchar, y no sólo entrenar para operaciones ofensivas.
Ser revolucionario es un estado espiritual, y no una respuesta prefabricada a todas las preguntas. Puede dar entusiasmo, puede asegurar empuje. El entusiasmo y el ímpetu son las condiciones más valiosas para el éxito, pero no son las únicas. Hay que tener orientación y formación. Y ¡fuera las anteojeras doctrinarias!
14.- Las tareas más inmediatas
Pero, en el complejo entramado de las relaciones internacionales, ¿no existen ciertos factores más claros y definidos con arreglo a los cuales deberíamos alinearnos en nuestra actividad militar en el curso de los próximos meses?
Existen tales factores, y hablan por sí mismos en voz demasiado alta para ser considerados secretos. En occidente están Polonia y Rumanía, con Francia detrás. En Extremo Oriente está Japón. Alrededor de Caucasia está Gran Bretaña. Aquí me detendré sólo en la cuestión de Polonia, por ser la más llamativa e instructiva.
El primer ministro de Francia, Briand, declaró en Washington que nos estamos preparando para atacar a Polonia esta primavera. No sólo todos los comandantes y hombres del Ejército Rojo, sino también todos los obreros y campesinos de nuestro país saben que esto es una completa tontería. Briand también lo sabe, por supuesto. Hasta ahora hemos pagado un precio tan alto a los bandidos grandes y pequeños, para conseguir que nos dejen en paz, que es posible hablar de un “plan” por nuestra parte para atacar Polonia sólo para tener una tapadera para algún compló diabólico contra nosotros. ¿Cuál es nuestra verdadera orientación con respecto a Polonia?
Estamos demostrando a las masas polacas, firme y persistentemente, no con palabras sino con hechos (y, principalmente, mediante el cumplimiento más estricto del Tratado de Riga), que queremos la paz y que, por lo tanto, estamos ayudando a preservarla.
Si, a pesar de todo, la camarilla militar polaca, incitada por la camarilla bursátil francesa, cayera sobre nosotros en primavera, la guerra será, por nuestra parte, genuinamente defensiva, tanto en su esencia como en la forma en que el pueblo la verá. Precisamente esta conciencia clara y nítida de nuestra inocencia en una guerra que se nos impone servirá para unir más estrechamente a todos los elementos del ejército: el proletario comunista avanzado, el especialista que, aunque no sea del partido, está consagrado al Ejército Rojo, y el soldado campesino atrasado, y preparará así mejor a nuestro ejército para mostrar iniciativa y lanzar una ofensiva abnegada en esta guerra defensiva. Quien piense que esta política es indefinida y condicional, quien no tenga claro “qué tipo de ejército estamos preparando y para qué tareas”, quien piense que “es imposible educar al mismo tiempo en el espíritu de la defensa y en el espíritu de la ofensiva”, no entiende nada, ¡y haría mejor en callarse y no estorbar a los demás!
Pero si se observa una combinación tan compleja de factores en la situación mundial, ¿cómo podemos, sin embargo, orientarnos en la práctica en el ámbito de la construcción del ejército? ¿Cuál debe ser la fuerza numérica del ejército? ¿De qué formaciones debe constar? ¿Cómo deben distribuirse?
No se puede dar una respuesta absoluta a ninguna de estas preguntas. Sólo se puede hablar de aproximaciones empíricas y de rectificaciones oportunas de las mismas, en función de los cambios de la situación. Sólo los doctrinarios impotentes suponen que se puede llegar a respuestas a cuestiones de movilización, formación, adiestramiento, educación, estrategia y táctica por deducción, de manera formal y lógica al mismo tiempo, a partir de las premisas de una sacrosanta “doctrina militar”. Lo que nos falta no son fórmulas militares mágicas que lo salven todo, sino un trabajo más cuidadoso, atento, preciso, vigilante y concienzudo basado en esas bases que ya hemos establecido firmemente. Nuestros reglamentos, nuestros programas, nuestros establecimientos son imperfectos. Eso es incuestionable. Hay muchas omisiones, imprecisiones, cosas desfasadas o incompletas. Hay que corregirlas, mejorarlas, precisarlas. Pero, ¿cómo y desde qué punto de vista hacerlo?
Se nos dice que debemos tomar la doctrina de la guerra ofensiva como base para el trabajo de revisión y rectificación. “Esta fórmula [escribe Solomin] significa un giro decisivo [en la construcción del Ejército Rojo]; es necesario reconsiderar todos los puntos de vista que nos hemos formado, llevar a cabo una reevaluación completa de los valores desde el punto de vista de pasar de una estrategia puramente defensiva a una estrategia ofensiva. La educación de los comandantes, la preparación del combatiente individual… el armamento; en todo esto (!) se debe proceder en adelante bajo el signo de la ofensiva” (página 22).
Sólo con un plan unificado de este tipo [prosigue] la reorganización del Ejército Rojo, que ha comenzado, saldrá de un estado informe, de desorden, desarmonía, vacilación y ausencia de un objetivo claramente conocido”. Las expresiones de Solomin son, como vemos, estrictamente ofensivas, pero sus afirmaciones son absurdas. La falta de forma, la vacilación y el desorden sólo existen en su propia cabeza. Hay, objetivamente, dificultades y errores prácticos en nuestro trabajo constructivo. Pero no hay desorden, ni vacilación, ni desarmonía. Y el ejército no permitirá que los salomistas impongan sus divagaciones organizativas y estratégicas e introduzcan así la vacilación y el desorden.
Nuestros reglamentos y programas deben ser revisados no desde el punto de vista de la fórmula doctrinaria de la ofensiva pura, sino desde el de la experiencia que hemos tenido en los últimos cuatro años. Debemos leer, discutir y corregir los reglamentos en las conferencias de comandantes. Mientras esté todavía vivo el recuerdo de las operaciones de combate, grandes y pequeñas, es necesario comparar esa experiencia con las fórmulas ofrecidas en el reglamento, y cada comandante debe preguntarse conscientemente si estas formulaciones responden a la práctica o no, y, si difieren, debe decidir dónde radica la diferencia. Recoger toda esta experiencia sistematizada, resumirla, evaluarla en el centro según el criterio de la experiencia superior en estrategia, táctica, organización y política, librar los reglamentos y programas de todo material anticuado y superfluo, acercarlos al ejército y hacerle sentir hasta qué punto le son necesarios y hasta qué punto deben sustituir a la improvisación: ¡ésta es una tarea grande y vital!
Poseemos una orientación de escala internacional y de gran alcance histórico. En una de sus partes ya ha pasado la prueba de la experiencia; otra está siendo probada ahora, y está superando la prueba. La vanguardia comunista tiene suficientemente asegurada la iniciativa revolucionaria y el espíritu de empuje. No necesitamos innovaciones palabreras y ruidosas en forma de nuevas doctrinas militares, ni la proclamación ampulosa de estas doctrinas; lo que necesitamos es la sistematización de la experiencia, la mejora de la organización, la atención a los detalles.
Los defectos de nuestra organización, nuestro atraso y pobreza, sobre todo en el terreno técnico, no deben ser erigidos por nosotros en credo; deben ser eliminados por todos los medios a nuestro alcance, en un esfuerzo por acercarnos, en este aspecto, a los ejércitos imperialistas, que merecen todos ser destruidos, pero que en algunos aspectos son superiores a los nuestros: aviación bien desarrollada, abundantes medios de comunicación, mandos bien formados y cuidadosamente seleccionados, precisión en el cálculo de los recursos, relaciones mutuas correctas. Esto es, por supuesto, sólo el tegumento organizativo y técnico. Moral y políticamente, los ejércitos burgueses se están desintegrando, o se encaminan hacia la desintegración. El carácter revolucionario de nuestro ejército, la homogeneidad de clase de nuestros comandantes y de la masa de los combatientes, la dirección comunista, aquí reside nuestra fuerza más poderosa e inconquistable. Nadie puede arrebatárnosla. Toda nuestra atención debe dirigirse ahora, no a una reconstrucción fantasiosa, sino a la mejora y a una mayor precisión. Abastecer adecuadamente a las unidades con alimentos; no dejar que los alimentos se echen a perder; cocinar una buena sopa de col; enseñar a exterminar los piojos y a mantener limpio el cuerpo; dirigir adecuadamente los ejercicios de entrenamiento, y hacerlo bastante menos bajo techo y bastante más a cielo abierto; preparar las discusiones políticas con sensatez y concreción; proporcionar a cada hombre del Ejército Rojo un libro de servicio y velar por que las anotaciones sean correctas; enseñar a limpiar los fusiles y a engrasar las botas; enseñar a disparar; ayudar a los comandantes a asimilar a fondo las exigencias de los reglamentos en materia de comunicaciones, reconocimiento, informes y seguridad, aprender y enseñar a adaptarse a las condiciones locales, aprender a liar las fajas de los pies adecuadamente para evitar que se queden en carne viva; y, una vez más, engrasar las botas; tal es nuestro programa para el invierno y la primavera que tenemos por delante.
Si alguien que no tiene nada qué hacer llama a esto doctrina militar, no será castigado por ello.
[1] K. von Clausewitz, De la guerra, Editorial Labor, Barcelona, 1992, página 27.
[2] “Si queremos estar a salvo de este continuo conflicto con lo inesperado, son indispensables dos cualidades: en primer lugar, una inteligencia que, aun en medio de la oscuridad más intensa, no deje de tener algunos vestigios de luz interior que conduzcan a la verdad y, en segundo lugar, el valor para seguir a esa tenue luz. A la primera se la conoce figuradamente por la expresión francesa coup d’oeil; la segunda es la determinación.” (K. von Clausewitz, op. cit., página 70). EIS.
[3] El camarada Frunze escribe: “Se puede ofrecer la siguiente definición de “doctrina militar unificada”. Es el conjunto unificado de enseñanzas adoptadas por el ejército de un estado dado, que fijan la forma de construcción de las fuerzas armadas del país y los métodos de adiestramiento y dirección de las fuerzas, sobre la base de las opiniones que prevalecen en el estado dado acerca del carácter de las tareas militares a las que se enfrenta este estado y los métodos de realización de estas tareas que se derivan de la esencia de clase de este estado y de la condición de sus fuerzas productivas”. (Krasnaya Nov, número 2, página 94, artículo de M. Frunze, “La doctrina militar unificada y el Ejército Rojo”).
[4] K. von Clausewitz, op. cit., página 28.
[5] Este punto se ‘ha caído’ en la transcripción inglesa; traducimos el punto desde “Doctrine militaire ou doctrinarisme pseudo-militaire”, en Léon Trotsky texte par texte. EIS.
[6] El camarada Solomin nos acusa (véase la revista científico-militar Voyennaya Nauka i Revoluyutsia) de no haber respondido hasta ahora a la pregunta: “¿Qué tipo de ejército estamos preparando y para qué tareas?” [Nota de Trotsky].
[7] “Decreto sobre la formación del Ejército Rojo”, en nuestra serie La Constitución de la Revolución Rusa y sus complementos jurídicos, 1917-1921 (decretos revolucionarios et alii), página 1 del formato pdf. EIS.
[8] León Trotsky, Resultados y perspectivas. Las fuerzas motrices de la revolución, en nuestra serie Obras Escogidas de León Trotsky en español (OELT-EIS) (Libros, folletos, panfletos, recopilaciones y otros materiales), páginas 51-52 del formato pdf. EIS.
[9] “Al que ofenda a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y que se ahogara en el fondo del mar” (Mateo, 18:6).
[10] “Dios es espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le adoren.” (Juan, 4:24)
[11] Artículo del camarada Varin, Sobre las lecciones de la guerra civil, en la revista Voyennaya Nauka i Revolyutsiya, 1921.
[12] K. vonn Clausewitz, op. cit., página 141.
[13] La carta del camarada Tujachevsky fue publicada en su libro Voina Klassov (La guerra de clases). Una traducción al inglés de la carta de Tujachevsky se incluye en The Soviet High Command de John Erickson, páginas 784-785.




