Las protestas que recorren Madagascar expresan la acumulación de décadas de frustración: apagones interminables, hambre, desempleo, corrupción y una juventud sin futuro. Pero detrás de la chispa inmediata, se encuentra un descontento más profundo, dirigido contra un sistema que combina el legado colonial, la miseria del capitalismo dependiente y la traición de las viejas burocracias que se llamaron socialistas.
El pueblo malgache, cansado de sobrevivir, vuelve a las calles con una energía que recuerda los grandes levantamientos de su historia, pero también revela el agotamiento de un régimen que solo responde con represión y militarización. Sin embargo, esta oleada de lucha enfrenta el desafío de transformarse en un movimiento con dirección política clara y encaminada hacia un horizonte emancipador.
Una revuelta contra el apagón y el hambre
Desde el 25 de septiembre, miles de personas salen a las calles de la capital Antananarivo y otras ciudades, ante el hartazgo debido a los interminables cortes de electricidad y agua que paralizan la vida cotidiana. Las protestas comenzaron como una reacción ante la miseria cotidiana —las horas sin luz, los alimentos que se pudren, el desempleo— pero se transformaron rápidamente en una rebelión política que cuestiona todo el régimen.
El movimiento tiene un rostro joven: estudiantes, sectores trabajadores precarizados, desempleados… todos unidos por la consigna “queremos vivir, no sobrevivir”. El epicentro de las movilizaciones es el distrito de Ankatso, donde miles de jóvenes se enfrentan diariamente a las fuerzas de seguridad con su cuerpo y algunas piedras. Allí, como en la Rotaka (revuelta estudiantil de 1972 que se trajo abajo la Primera República), el grito de miles vuelve a sonar.
En las redes sociales se organizan concentraciones, se convocan huelgas y se difunden las imágenes de la represión. Los manifestantes usan una bandera negra inspirada en el manga One Piece, símbolo de resistencia juvenil. No se trata solo de cortes de luz, la juventud expresa su hartazgo con un sistema que solo les ofrece pobreza y desigualdad, mientras una minoría política y empresarial se enriquece.
Las cifras describen el fondo material del enojo. Tres cuartas partes de los 32 millones de habitantes viven bajo el umbral de la pobreza, según el Banco Mundial. En la capital, los apagones alcanzan hasta 120 horas semanales, mientras solo el 36% de la población tiene acceso a electricidad, cifra que cae al 15% en zonas rurales. Las palabras de una manifestante resumen el sentimiento popular: “El problema es el sistema. Nuestras vidas no han mejorado desde que nos independizamos de Francia”.
La respuesta estatal ha sido brutal. En las primeras jornadas, 22 personas murieron y más de un centenar resultaron heridas por la represión policial, según la ONU. Los gases lacrimógenos lanzados cerca de hospitales obligaron a evacuar bebés prematuros, y decenas de jóvenes fueron encarcelados. Sin embargo, cada día más sectores se suman, desde trabajadores urbanos hasta campesinos del sur empobrecido.
Las protestas expresan una crisis social acumulada durante décadas de desigualdad, privatización y abandono, donde la juventud malgache se levanta como la voz de un pueblo que ya no acepta la miseria impuesta por los viejos gobiernos.
Militarización, represión y crisis de legitimidad
Frente al levantamiento popular, el presidente Rajoelina recurrió al mismo método que las élites malgaches han aplicado siempre, la represión con los militares en las calles. Tras once días de protestas, disolvió su gabinete y destituyó al primer ministro Christian Ntsay, un gesto desesperado para contener el descontento social. Pero la maniobra simplemente buscó reacomodar el control político, sin éxito.
El 6 de octubre, Rajoelina nombró como nuevo jefe de gobierno al general Ruphin Fortunat Dimbisoa Zafisambo, militar de alto rango del ejército, en un claro intento por imponer el orden a través de la fuerza. Este nombramiento desató una ola de indignación. Más de 200 organizaciones advirtieron sobre la evidente deriva autoritaria en que entra el país, donde los cargos civiles están siendo entregados a los uniformados, los expertos en la represión.
Lejos de apaciguar las calles, la decisión encendió aún más la rabia popular. Los sectores movilizados rechazaron de inmediato la designación y lanzaron un ultimátum de 48 horas para su reversión, caso contrario están manteniendo el llamado a una huelga general.
En las calles, el gobierno utilizó vehículos blindados, gases lacrimógenos y balas de goma para dispersar a los manifestantes. Circularon las imágenes de policías golpeando a jóvenes hasta dejarlos inconscientes, hospitales invadidos por el gas y barrios enteros sitiados por las fuerzas armadas. En Toliara, al sur, multitudes levantaron barricadas mientras quemaban neumáticos.
Rajoelina justifica la violencia con el discurso clásico del orden burgués: “los muertos eran saqueadores y vándalos”, dijo ante la prensa. La realidad muestra otra cosa; el régimen enfrenta una crisis de legitimidad total, producto de unas elecciones cuestionadas, la corrupción endémica y un aparato estatal que no atiende las mínimas necesidades de la población.
La imposición de un toque de queda, la censura mediática y los arrestos buscan paralizar un movimiento que crece cada día. Pero lo que emerge de las calles no es una simple protesta reivindicativa, sino una revuelta política contra un sistema deslegitimado. La juventud y los sectores trabajadores perciben que el régimen actual no es más que una continuación de las viejas dictaduras militares y de los gobiernos subordinados al capital extranjero.
El domingo (13) marcó un nuevo punto de inflexión con la huida del presidente, junto a su familia, a bordo de un avión militar francés, tras un acuerdo con Macron. Su salida es el resultado directo de tres semanas de protestas y del quiebre del mando dentro del ejército, cuando una unidad de élite —la Capsat— se negó a continuar reprimiendo a las manifestaciones.
Sin embargo, la irrupción de los militares en las protestas abre un nuevo y peligroso escenario. Aunque parte del ejército se negó a reprimir, su decisión de “tomar el poder” y canalizar la revuelta por la vía militar, desvía el impulso popular hacia una nueva forma de dominación. Como veremos más adelante, la historia reciente de Madagascar está marcada por la irrupción del ejército como amortiguador del descontento y vía para mantener el orden capitalista.
Estas facciones afirman querer “proteger al pueblo” y “restaurar el orden”, pero su objetivo real es impedir que la movilización se convierta en una fuerza política independiente de los cuarteles. Lo que comenzó como una rebelión de jóvenes, trabajadores y campesinos, puede ser cooptada y transformada en una transición controlada por uniformados, en la que los mismos aparatos del Estado intentan reciclarse para mantener intactas las estructuras del poder burgués.
El ejército no libera, solo administra la crisis. El desafío que enfrenta ahora el pueblo malgache es evitar que su victoria en las calles termine confiscada por una nueva junta que, en nombre de la estabilidad, reinstale el viejo orden con nuevos rostros.
Miseria estructural
Las protestas brotan de una crisis estructural profunda, donde el hambre, el desempleo y la desigualdad se combinan con una corrupción sistémica y un modelo económico subordinado y dependiente al capital extranjero. En el país casi tres cuartas partes de la población vive bajo el umbral de la pobreza. La riqueza natural —vainilla, níquel, cobalto, oro— termina concentrada en manos de grandes empresas extranjeras y una élite local asociada a ellas, mientras la mayoría sobrevive sin servicios básicos.
El Producto Interno Bruto per cápita cayó de 812 dólares en 1960 a 461 dólares en 2025, una muestra brutal del empobrecimiento histórico del país. Madagascar, que alguna vez fue considerado uno de los territorios africanos con mayor potencial de desarrollo, hoy se ubica entre los más pobres del planeta. La agricultura de subsistencia domina la vida rural, y el 80% de la población depende de ella en condiciones precarias. Las sequías y ciclones —intensificados por el cambio climático— arrasan los cultivos y empujan a miles a la migración interna o al trabajo informal en la capital.
El sistema energético refleja la desigualdad nacional. Solo el 36% de la población tiene acceso a electricidad, cifra que baja al 15% en las zonas rurales. En la capital, los apagones no son situaciones excepcionales, sino la norma. Esto es solo un síntoma de un Estado que cedió los servicios públicos al caos burocrático y al lucro privado. La empresa estatal Jirama, endeudada y corroída por la corrupción, apenas sostiene una red colapsada.
En el sur, los poblados sobreviven gracias a pequeñas redes solares privadas que cobran tarifas cuatro veces más altas que las de la capital, creando una nueva forma de desigualdad energética donde los ricos iluminan sus casas con energía verde, mientras los pobres siguen cocinando con carbón y leña.
La corrupción completa este cuadro de decadencia. Desde los años noventa, cada gobierno convierte los ministerios en botines políticos para sus adeptos, donde se reparten contratos, subsidios y concesiones mineras. Rajoelina sigue esta lógica. Las denuncias de desvío de fondos, sobornos y enriquecimiento ilícito se acumulan, mientras la inflación devora los salarios y la moneda nacional se desploma.
La juventud crece sin futuro, los hospitales carecen de medicamentos y los empleados públicos trabajan meses sin cobrar. En Madagascar se impuso un capitalismo dependiente, una economía extractiva y frágil, subordinada a los precios internacionales y al endeudamiento con el FMI. Las reformas neoliberales redujeron el gasto social y privatizaron los servicios públicos, dejando al Estado como un cascarón burocrático al servicio de la élite.
Una independencia incompleta y una dependencia perpetua
Para comprender la crisis actual, es necesario mirar atrás, al largo y brutal proceso de colonización francesa que moldeó la estructura social, económica y política. Francia impuso su dominio en 1896, tras derrotar al Reino Merina, y transformó la isla en una colonia de extracción. La administración colonial destruyó las instituciones locales, se apropió de las tierras fértiles y reorganizó la economía para exportar materias primas al mercado europeo.
La colonización no solo impuso la explotación económica, sino también una jerarquía cultural y racial. El francés se convirtió en la lengua del poder y la educación; el trabajo forzado, en la base de la producción. Las clases medias urbanas formadas bajo la tutela colonial heredaron los valores, los modales y la lógica de la metrópoli, convirtiéndose en una élite francófona que aún hoy controla el Estado. Esa élite es el hilo directo entre la administración colonial y los gobiernos posteriores.
El país proclamó su independencia en 1960, pero fue una independencia tutelada. Francia mantuvo el control de los principales sectores económicos y financieros, además de conservar bases militares y acuerdos comerciales ventajosos. La nueva república nació sin romper con las estructuras coloniales: su aparato estatal, su sistema educativo y su moneda continuaron bajo el diseño francés. Los presidentes posindependencia actuaron como simples administradores coloniales.
El país ingresó en la era poscolonial sin una reforma agraria, sin industrialización y sin autonomía económica. La riqueza siguió fluyendo hacia el exterior, mientras la mayoría campesina se hundía en la pobreza. Los gobiernos sucesivos dependieron de préstamos franceses y de los organismos internacionales, lo que consolidó un neocolonialismo económico disfrazado de cooperación. La estructura exportadora, la educación elitista y la subordinación diplomática a París se mantuvieron como pilares del nuevo orden.
Hoy, más de seis décadas después, esa herencia colonial continúa pesando sobre Madagascar. La pobreza generalizada, la fragilidad del aparato estatal y la dependencia de la ayuda internacional son frutos directos de aquella dominación. El país no logró romper el vínculo entre la herencia del colonialismo y las clases dominantes locales. Las protestas actuales no solo son una respuesta al gobierno de turno, sino también a ese legado histórico.
En las calles, cuando gritan que “el problema es el sistema”, están nombrando un proceso de siglos: la continuidad de un poder que nunca dejó de servir a los intereses del capital extranjero imperialista y a las minorías locales que lo administran. La independencia de 1960 fue una bandera sin contenido social; la verdadera independencia —la de los sectores trabajadores, campesinos y jóvenes— sigue pendiente.
Entre la dependencia y la ilusión revolucionaria
La llamada “etapa socialista” de Madagascar, iniciada en 1975 bajo el mando del almirante Didier Ratsiraka, marcó un intento frustrado de romper con el orden neocolonial heredado de Francia. Su llegada al poder no fue fruto de una revolución popular, sino de una transición militar, producto de los golpes y asesinatos que sacudieron al país desde 1972. Presentado como un “socialismo malgache”, su proyecto nació desde arriba, en manos de oficiales y burócratas del Estado, no desde la organización independiente de las masas trabajadoras. Además, nunca propició una ruptura con el capitalismo, limitándose a implementar nacionalizaciones que fortalecieron al Estado burgués.
Ratsiraka redactó el Boky Mena (Libro Rojo) y proclamó la República Democrática de Madagascar, con un discurso antiimperialista y de soberanía nacional. Nacionalizó sectores estratégicos, impulsó la planificación estatal y promovió el uso del idioma malgache en la educación, una medida que buscaba romper con la dominación cultural francesa. Pero el proceso nunca fue socialista en el sentido emancipador: se trató de un régimen burocrático, autoritario y vertical, alineado con la Unión Soviética estalinista y sus métodos contrarrevolucionarios.
En lugar de avanzar hacia el poder de la clase trabajadora, Ratsiraka consolidó una nueva clase dominante, una burocracia estatal y militar que controló la economía mediante empresas públicas ineficientes, corrupción y represión política. El partido único AREMA monopolizó la vida política, eliminó la oposición y subordinó los sindicatos al aparato estatal. El lenguaje revolucionario se vació de contenido, mientras el régimen adoptaba las formas del estalinismo con un culto al líder fanático, censura rampante y persecución de disidentes.
Las consecuencias fueron devastadoras. En nombre del socialismo, el gobierno nacionalizó empresas sin planificación y sin considerar las necesidades de la población. La producción cayó, la inflación creció y la pobreza se disparó, mientras los artículos básicos escaseaban y las colas se extendían frente a los mercados estatales.
Impulsó una política educativa conocida como malgachización, reemplazando el francés por el idioma nacional. Aunque buscaba dignificar la cultura local, terminó generando una educación deficiente y desigual, con escasez de materiales y maestros. Surgió así una “generación sacrificada”, jóvenes mal formados y sin oportunidades, condenados a la pobreza o al éxodo.
En 1977 estallaron protestas contra la escasez de alimentos, duramente reprimidas. Los sectores populares apuntaron a ese “socialismo” como otra forma de dominación. Una vez más en la historia, los regímenes burocráticos cometieron un “crimen de leso socialismo” al usar este nombre en procesos que son cualquier cosa menos socialistas. En este caso, se trató de una variante de Capitalismo de Estado con un discurso anti-imperialista, en el marco de un proceso progresivo de descolonización, pero que no llegó a ser anticapitalista.
En los años 80, con el colapso del bloque soviético y la presión del Fondo Monetario Internacional, Ratsiraka abandonó su retórica socialista y aplicó las mismas recetas neoliberales que antes denunciaba: recortes, privatizaciones y apertura al capital extranjero. El “socialismo malgache” terminó como una caricatura del estalinismo, un régimen militarista disfrazado de revolución. En 1991, una masiva movilización popular forzó su caída tras una represión que dejó más de 130 muertos frente al palacio presidencial.
La etapa mal llamada socialista dejó un doble legado. Una economía arruinada y una cultura política autoritaria, donde la burocracia militar sustituyó a la clase trabajadora como sujeto de poder. El fracaso del proyecto de Ratsiraka no fue el fracaso del socialismo, sino de su falsificación burocrática.
Bajo su régimen, el país no se liberó del dominio colonial ni del capital, sino que quedó atrapado entre la dependencia económica externa y la represión interna. Esa herencia aún pesa sobre la sociedad: una burocracia incrustada en el Estado, una casta política corrupta y una población desilusionada con la palabra “socialismo”, secuestrada por quienes usaron su nombre para perpetuar la explotación.
Golpe, transición y continuidad del régimen
La historia reciente está marcada por golpes de Estado, transiciones controladas y falsos procesos democráticos. El punto de quiebre más reciente fue el golpe de 2009, cuando el actual presidente, entonces un joven empresario y alcalde de la capital, derrocó al presidente Marc Ravalomanana con apoyo de sectores militares y empresariales.
Lo presentó como una “revolución popular”, pero en realidad fue una operación clásica de la burguesía urbana, respaldada por las Fuerzas Armadas y por intereses económicos locales ligados al capital extranjero. Aquel golpe interrumpió un breve periodo de apertura democrática y reinstaló el dominio del ejército en la política.
Rajoelina se autoproclamó presidente de una “Alta Autoridad de Transición”, con el beneplácito tácito de Francia y el silencio cómplice de los organismos internacionales. Durante cuatro años gobernó sin legitimidad electoral, reprimió cualquier protesta y extendió el poder del aparato militar. Bajo su mando, se consolidó una red de corrupción y clientelismo que mezcló negocios privados, concesiones mineras y contratos estatales.
En 2013 el país celebró elecciones que formalmente resolvieron el impasse institucional, aunque la polarización siguió intacta. Rajoelina no se postuló entonces, pero mantuvo control sobre parte del Estado y de los medios. Volvió al poder mediante elecciones en 2018, en un contexto de desconfianza general, acusaciones de fraude y abstención masiva. Su retorno no significó un cambio de rumbo, sino la continuidad de la lógica del poder personalista y neoliberal que domina Madagascar.
En 2023, se reeligió nuevamente, tras un proceso boicoteado por la oposición. Los comicios se realizaron en medio de denuncias de manipulación del padrón, uso político de las fuerzas de seguridad y cooptación de la comisión electoral. Para amplios sectores sociales, el resultado carece de legitimidad. Lo que hoy estalla en las calles es el resultado de esa descomposición; un régimen que se sostiene mediante la represión y la subordinación a los intereses del capital internacional.
La crisis energética y social puso al descubierto el desgaste total del sistema. El gobierno que prometía “modernización” sólo entregó apagones, desempleo y miseria. La generación Z, encabeza las protestas y representa una nueva conciencia, la de una juventud que creció bajo la precariedad de la avanzada neoliberal y las mentiras de las transiciones democráticas.
Rajoelina intenta mostrarse como líder moderno (tiene cierto aire bukelista), pero su gobierno es heredero directo de los golpes militares y de los experimentos neoliberales que vaciaron al país.
El golpe de 2009 fue el modo mediante el cual la clase dominante malgache resolvió sus contradicciones internas, sustituyendo a un burgués por otro, con el ejército como garante. Desde entonces, los gobiernos no han sido más que distintos rostros de un mismo poder oligárquico, sostenido por el capital extranjero y la burocracia corrupta. La represión actual, la militarización del gabinete y la concentración del poder en manos de Rajoelina son la continuidad lógica de un régimen nacido del golpe.
Por una Constituyente para refundar el país sobre nuevas bases sociales
Las protestas de Madagascar representan uno de los procesos más combativos de la ola de rebeliones que atraviesa África, Asia y otras regiones del mundo. Su fuerza no se explica solo por el hartazgo ante los apagones o la miseria, sino por la irrupción de una nueva generación que se enfrenta al sistema miserable que se le ha impuesto.
Al igual que las luchas en Kenia, Sudán, Marruecos o Nepal, la rebelión malgache expresa una contratendencia ante una coyuntura marcada por el ascenso de la extrema derecha sus discursos ultrarreaccionarios: una juventud que no soporta más el hambre, la precarización, la corrupción ni el autoritarismo y que actúa contra ello. Se trata de un movimiento progresivo, que rompe con la apatía política y devuelve a las calles la idea de que se puede tomar el futuro en sus manos.
Sin embargo, esa energía popular enfrenta el desafío de no quedar desviada o sometida por la vía militar ni cooptada por nuevas élites. La huida de Rajoelina y el intento de un sector del ejército de “canalizar” las protestas por medios institucionales buscan contener el proceso, neutralizar su radicalidad y preservar el viejo orden bajo nuevas caras.
Ningún apoyo a los militares. Su irrupción no representa una salida democrática, sino una maniobra para impedir que los sectores populares tomen el poder. La tarea urgente no es confiar en los cuarteles, sino construir una Asamblea Constituyente libre y soberana, nacida desde la movilización de trabajadores, campesinos y jóvenes.
Esa Constituyente debe refundar el país sobre nuevas bases sociales y anticapitalistas, garantizando una verdadera independencia del imperialismo y rompiendo con el dominio de las potencias extranjeras que siguen saqueando los recursos naturales. Solo un proceso así puede acabar con la explotación del capitalismo malgache y abrir el camino hacia formas más democráticas de organización económica y política.
El desafío histórico está planteado: transformar la rebeldía espontánea en poder consciente. La juventud que encendió la chispa debe avanzar hacia la construcción de una organización revolucionaria que oriente la lucha y reivindique el socialismo en su sentido real: la emancipación del trabajo frente al capital, de la clase trabajadora frente al Estado burgués y de Madagascar frente al imperialismo. Las calles ya demostraron su fuerza; ahora el reto es darle dirección, para que esta rebelión no termine en manos de generales ni burócratas, sino en las del pueblo que la hizo posible.




