Las protestas en Nepal alcanzaron una magnitud inédita, aunque al momento de terminar esta nota pareciera que comenzó a replegarse. El levantamiento inicialmente era un desafío a la censura. Comenzó con la prohibición de 26 redes sociales —incluyendo Facebook, Instagram, WhatsApp y YouTube— que afectan directamente a los 17 millones de usuarios de estas plataformas en el país, una gran parte de ellos adolescentes y jóvenes, justamente los protagonistas de la rebelión.
Rápidamente la conciencia dió saltos, pasos agigantados, y décadas de precarización y desigualdad se condensaron en la rabia popular expresada en las calles contra la corrupción, el nepotismo y los problemas sociales. El epicentro de las manifestaciones es el Parlamento, que fue asaltado e incendiado. Las columnas de humo negro se elevaron mientras cientos de manifestantes pintaban consignas anticorrupción en las paredes.
La ola de incendios alcanzó también la residencia privada del primer ministro K. P. Sharma Oli en Balkot, envuelta en llamas, y la casa presidencial de Ram Chandra Poudel, así como las residencias de otros líderes de peso como Sher Bahadur Deuba, Pushpa Kamal Dahal y el ministro del Interior Ramesh Lekhak. La rabia se extendió a edificios como la Corte Suprema y la sede del Partido Comunista. Incluso una escuela privada propiedad de la canciller Arzu Deuba Rana fue incendiada, y el Hotel Hilton de Katmandú quedó en ruinas.
La respuesta gubernamental fue la represión y el establecimiento de un toque de queda. Más de 50 personas fueron asesinadas y al menos 1.500 resultaron heridas, según datos del Ministerio de Salud, después de que las fuerzas de seguridad dispararon munición real contra las multitudes que desafiaron el toque de queda. Los hospitales de Katmandú informan que la mayoría de las víctimas jóvenes recibieron impactos en la cabeza y el pecho, lo que confirma el uso deliberado de fuerza letal.
La furia popular se concentra contra la élite política-empresarial corrupta y por una crisis social profunda. La quema de residencias y edificios no es simple “vandalismo”, como lo pinta el gobierno, es la expresión legítima de la rabia acumulada de una juventud que se reconoce como insurgente y que rompe el cerco del miedo para desafiar a un sistema que, desde hace décadas, condena a la mayoría a la pobreza mientras protege a unos pocos.
De la censura a la furia
El origen inmediato fue la decisión del gobierno de bloquear las principales plataformas de redes sociales con el pretexto de frenar las “noticias falsas” y el “discurso de odio”. La censura se sintió como un ataque directo a la libertad de expresión y al derecho a comunicarse. El golpe fue más fuerte para millones de familias que dependen de la comunicación con sus parientes que trabajan en el extranjero.
Pero la prohibición solo encendió una mecha que llevaba años acumulando combustible. La población y, en particular, la juventud, convirtió la defensa del acceso libre a internet en una bandera contra un sistema corroído, contra un Estado controlado por intereses privados y clientelistas. Para ellos, las redes sociales no son solo un espacio de ocio, se combina con la posibilidad de denuncia y organización.
El malestar no surge de la nada. El desempleo juvenil afecta a una quinta parte, y cada año cientos de miles de jóvenes se ven forzados a emigrar. En Nepal, la mayoría sobrevive en la economía informal, con bajos salarios y sin seguridad social, mientras la inflación golpea con dureza la vida urbana.
Las protestas también apuntan al nepotismo como mecanismo de poder. El término “Nepo Babies” se volvió viral en redes y en las calles. Es un símbolo de la rabia contra un sistema que reproduce privilegios familiares, donde hijos y esposas de dirigentes controlan ministerios, contratos millonarios y empresas privadas. Por eso la quema de empresas y residencias ligadas a estos sectores es una forma directa de señalarles como responsables de la crisis.
Lo que empezó como una protesta contra la censura se transformó en un levantamiento contra la estructura social y política que mantiene al país en la miseria. La juventud no exige sólo recuperar el acceso a las redes, exige recuperar el país de manos de una clase gobernante corrupta, heredera de los privilegios de la monarquía y de la república fallida que la sustituyó.
La presión de la movilización obligó al primer ministro a presentar su renuncia inmediata, acompañado de la dimisión del ministro del Interior y al menos otros cinco ministros que se distanciaron de la represión. Incluso 20 diputados del Rastriya Swatantra Party renunciaron en bloque declarando que el Parlamento “perdió su legitimidad” y pidiendo la formación de un gobierno civil interino, lo que refleja la crisis total de representación.
La caída del primer ministro, lejos de calmar los ánimos, profundizó la sensación de vacío de poder. La autoridad real pasó a manos del Ejército, desplegado en las calles para resguardar edificios oficiales y controlar las protestas. Aunque los militares permanecieron con cierta pasividad al inicio, en los días posteriores asumieron el papel de garantes del orden, marcando una peligrosa militarización de la política. La imposición del toque de queda indefinido en la capital y la suspensión de clases en todas las escuelas revelan la gravedad de la situación.
La Generación Z como sujeto social de la revuelta
El corazón de las protestas late en las calles tomadas por la Generación Z, jóvenes nacidos entre mediados de los noventa y la primera década de los 2000. Esta generación creció en un país que abolió la monarquía con la promesa de una república democrática, pero que en realidad consolidó un sistema marcado por la corrupción y el nepotismo. Frente a ese desencanto, la juventud de las clases populares emergió como sujeto social colectivo, decidido a desafiar tanto a los partidos tradicionales como al aparato represivo del Estado.
La juventud organizó la movilización a través de redes sociales, las mismas que el gobierno intentó censurar. El uso de etiquetas como #NepoBabies y #NepoKids convirtió a las protestas en un movimiento contra los privilegios hereditarios de la élite política y empresarial, denunciando la obscena riqueza y el lujo de los hijos de políticos, en contraste con el desempleo y la pobreza generalizada.
En medio de pancartas y grafitis anticorrupción, se multiplicaron imágenes y banderas inspiradas en el anime One Piece. El emblema de la banda pirata de Luffy, un cráneo con sombrero de paja, ondea entre multitudes que lo adoptaron como signo de rebeldía. La serie, que narra la lucha de un grupo de jóvenes contra imperios corruptos y poderes opresivos, resuena en una generación que se siente atrapada por el saqueo.
En su mayoría, son estudiantes universitarios o jóvenes precarizados, expulsados del mercado laboral y empujados a la migración. Este trasfondo explica la radicalidad de sus acciones, incendiar el Parlamento o lanzar a un río a un ministro es una declaración política contra un sistema que consideran ilegítimo. Esta generación, llamada de “cristal”, toma su lugar en la historia y emerge como un sujeto político.
La corrupción como forma de gobierno
Nepal se ubica en el puesto 110 de 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024, con solo 34 puntos de 100. Esto lo sitúa como uno de los países más corruptos de Asia, una realidad que es estructural. Desde la caída de la monarquía, lejos de democratizarse, el Estado quedó en manos de una élite partidaria que utiliza el aparato público para enriquecerse y reproducir su poder a través del clientelismo.
Un ejemplo paradigmático es el escándalo del aeropuerto internacional de Pokhara. La construcción, financiada con préstamos del Banco Exim de China, contemplaba una inversión millonaria para modernizar la infraestructura aérea del país. Sin embargo, una investigación parlamentaria reveló que al menos 71 millones de dólares fueron malversados a través de una red de políticos, funcionarios de aviación civil y empresas contratistas. A pesar de la magnitud del fraude, nadie fue procesado, confirmando la impunidad con la que opera la lumpen burguesía local.
Otro caso revelador fue el fraude con documentos falsos para emigrar a Estados Unidos, donde políticos de diversos partidos cobraban sobornos a jóvenes desempleados con la promesa de entregarles papeles como refugiados de Bután. Se trataba de un esquema que explotaba la desesperación de quienes buscaban escapar de la pobreza. La investigación destapó la participación de dirigentes oficialistas y opositores, pero solo miembros de la oposición fueron acusados, lo que mostró la manipulación judicial.
La corrupción atraviesa todos los ámbitos del aparato estatal. El acceso a servicios de salud y educación depende en gran medida de sobornos; la asignación de contratos públicos privilegia a familiares de ministros; la policía se financia mediante extorsiones; y los recursos naturales se reparten entre empresas privadas con la venia del gobierno. El resultado es un Estado que funciona como una maquinaria de saqueo.
La percepción social de este fenómeno es concreta y visible diariamente en las redes sociales. Los “Nepo Babies”, hijos y parientes de políticos que exhiben su vida de lujos, se convirtieron en el blanco de la indignación popular. No sorprende entonces que durante las protestas se incendiara la escuela privada de la canciller, esposa del ex primer ministro Deuba, o la residencia del propio Oli. Los incendios tratan de ser un ajuste de cuentas contra quienes convirtieron el Estado en patrimonio familiar.
Empleo precario, migración masiva y dependencia de remesas
La tasa de desempleo general alcanzó el 12,6% en 2024, pero este dato oficial oculta la verdadera magnitud del problema porque deja fuera a una enorme cantidad de personas que trabajan en la informalidad especialmente en la agricultura de subsistencia. Entre las personas jóvenes, la situación es aún más grave, el desempleo juvenil supera el 20%, lo que convierte al país en una sociedad donde la mayoría de la juventud no encuentra oportunidades de trabajo digno.
La consecuencia inmediata de este escenario es la migración. Solo en 2024, más de 741.000 nepaleses abandonaron el país en busca de empleo en sectores como la construcción y la agricultura en Malasia, Catar, Arabia Saudita y otros países del Golfo. Se estima que 2,1 millones viven actualmente en el extranjero, lo que equivale a cerca del 7% de la población total. En regiones como Terai, pueblos enteros aparecen semi vacíos, con la mayoría de sus habitantes en el exterior trabajando como mano de obra barata.
Esta migración masiva convierte a las remesas en el pilar de la economía nacional. En 2024, las transferencias enviadas superaron los 11.000 millones de dólares, representando más del 26% del PIB. Las familias dependen de ese dinero para alimentarse, comprar medicinas o pagar educación. Sin esas remesas, la crisis social sería aún más devastadora. Nepal no logra generar empleos productivos en su propio territorio y exporta a su fuerza de trabajo como recurso económico.
La informalidad refuerza esta precariedad. La mayoría trabaja en actividades agrícolas de baja productividad o en pequeños negocios sin contratos ni seguridad social. La educación de baja calidad y la falta de diversificación económica condenan a los graduados universitarios al desempleo o a empleos por debajo de su calificación.
Esta dinámica no solo es un problema económico, sino también social. Las familias separadas por la migración sufren rupturas emocionales y comunitarias. La prohibición de las redes sociales afectó directamente la comunicación con sus familiares migrantes, cortando el vínculo que sostiene tanto la economía como la vida cotidiana. La protesta en las calles es, en parte, un grito contra este modelo que obliga a millones a irse para sobrevivir
Una economía frágil y dependiente
Nepal es un Estado enclavado en el corazón del Himalaya, entre dos gigantes regionales, China al norte e India al sur, con quienes comparte las fronteras más extensas y de quienes depende en gran medida para su comercio exterior. Se trata de un país sin salida al mar, lo que lo vuelve altamente dependiente de sus vecinos para la importación de bienes esenciales, desde combustibles hasta manufacturas.
La población supera los 30 millones de habitantes, de los cuales casi la mitad son menores de 40 años. Esta estructura demográfica debería representar una oportunidad para el desarrollo, pero en la práctica se convierte en un problema. El país no genera suficientes empleos, lo que alimenta la migración masiva.
A pesar de registrar un crecimiento del 4% en 2024, impulsado por el turismo, las exportaciones agrícolas y el aumento de la producción hidroeléctrica, el país continúa atrapado en un modelo primario, dependiente y profundamente desigual. El crecimiento no se traduce en mejoras sostenibles para la población, porque el gobierno se encarga de malversar la mayor parte.
La deuda externa es otro de los factores críticos. Nepal ha recurrido en nueve ocasiones al Fondo Monetario Internacional desde 1976 para evitar crisis de balanza de pagos, y mantiene actualmente un acuerdo de 372 millones de dólares bajo la Facilidad de Crédito Extendida. La deuda no solo genera presión fiscal, sino que se utiliza para financiar proyectos de infraestructura que terminan muchas veces enredados en corrupción y sobrecostos, como ocurrió con el aeropuerto de Pokhara.
El déficit fiscal disminuyó a su nivel más bajo en siete años, siguiendo la clásica receta fondomonetarista de políticas de austeridad que reducen la inversión en infraestructura, educación y salud. El resultado es el detrimento en los servicios públicos y, en general, en las condiciones de vida. Mientras tanto, la inflación golpea a las clases populares y convierte a Katmandú en una ciudad cada vez más cara e inaccesible para quienes migran desde el campo en busca de oportunidades.
En esta fragilidad política y económica también tiene su peso la intervención activa de las potencias regionales y globales. India ejerce una influencia histórica. Durante la monarquía, los reyes dependían de Nueva Delhi para sostener su poder, y en la etapa republicana los partidos gobernantes mantuvieron lazos estrechos con el gobierno indio.
Así, India es el principal socio comercial —absorbe más del 60% del comercio exterior— y controla las rutas de importación de combustibles, alimentos y medicinas. Esto le otorga a Nueva Delhi una capacidad de chantaje permanente, cada vez que un gobierno nepalí intenta acercarse demasiado a China, India responde con bloqueos fronterizos o restricciones comerciales, como ocurrió en 2015, cuando el país quedó desabastecido de combustible en plena reconstrucción post-terremoto.
China, por su parte, busca ampliar su presencia mediante proyectos de infraestructura ligados a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, la “ruta de la seda” moderna. La construcción del aeropuerto internacional de Pokhara, financiada con préstamos chinos, es un ejemplo de cómo Pekín se inserta en la economía nepalesa. El gigante asiatico se presenta como contrapeso de la India y ofrece créditos blandos y apoyo diplomático, buscando convertirlo en un eslabón de su expansión en Asia del Sur.
Estados Unidos, aunque con menor presencia histórica, incrementó su intervención en la última década. Washington financia proyectos de “cooperación” a través de la Corporación del Desafío del Milenio, un plan de inversión en infraestructura eléctrica y vial que en realidad busca consolidar la influencia estadounidense frente a China. Además, apoyó militarmente a Nepal durante la guerra civil bajo la doctrina de la “lucha contra el terrorismo” (en este caso, la lucha anticomunista), armando al ejército contra los maoístas. Hoy, su estrategia consiste en reforzar alianzas con sectores políticos y militares que garanticen la estabilidad necesaria para frenar la expansión china en el Himalaya.
La herencia monárquica y la gestación de la crisis
Para entender la actual revuelta es necesario mirar hacia atrás y revisar la historia del país. Durante más de dos siglos, fue una monarquía absoluta encabezada por la dinastía Shah, instaurada en el siglo XVIII tras la unificación de pequeños principados bajo el rey Prithvi Narayan Shah. Desde entonces, la monarquía gobernó como garante de un orden jerárquico, centralizado y basado en la autoridad divina del rey.
Durante el siglo XIX, el poder real se combinó con el dominio de clanes aristocráticos, en particular la dinastía Rana, que gobernó como regentes hereditarios desde 1846 hasta 1951. En ese período, Nepal se convirtió en un Estado aislado del exterior, donde el pueblo carecía de derechos políticos y el poder se transmitía por linaje y alianzas familiares. La dependencia con la India británica era evidente, Nepal servía como fuente de soldados gurkhas para el Imperio británico, mientras su economía permanecía estancada y su población sometida a las atrasadas estructuras socioeconómicas.
En 1951, tras la caída del régimen Rana y con el apoyo de India, se restauró la autoridad directa del monarca, que prometió democratizar el país. Sin embargo, ese proceso quedó truncado. En 1960, el rey Mahendra disolvió el parlamento e impuso el sistema conocido como Panchayat, una forma de monarquía “partidaria sin partidos” que prohibía la organización política independiente y reforzaba el control directo del rey sobre la administración. Este sistema se mantuvo durante tres décadas, imponiendo la represión de la oposición, la censura y la corrupción como parte integral del régimen.
En 1990, las protestas populares del Jana Andolan (Movimiento del Pueblo) obligaron al rey Birendra a aceptar una monarquía constitucional y abrir el país a los partidos políticos. Sin embargo, esta apertura fue parcial y limitada, la monarquía mantuvo amplios poderes y la democracia parlamentaria quedó atrapada en la inestabilidad de coaliciones débiles.
El desencanto con este proceso alimentó la insurgencia maoísta, que en 1996 inició una guerra popular contra el Estado. Durante una década, los maoístas extendieron su influencia en el campo, enfrentando tanto al ejército como a las fuerzas policiales, en un conflicto que dejó más de 13.000 muertos y miles de desplazados.
La crisis se profundizó en 2001, con la masacre real de Narayanhiti, cuando el príncipe Dipendra asesinó al rey Birendra, a la reina y a otros miembros de la familia real antes de suicidarse. Este hecho debilitó gravemente la legitimidad de la monarquía. Su sucesor, el rey Gyanendra, intentó gobernar con mano dura, disolviendo el parlamento y concentrando nuevamente el poder en la figura real. Sin embargo, su estrategia solo avivó la oposición popular y fortaleció el movimiento maoísta, que controlaba amplias zonas rurales.
Finalmente, en 2006, una nueva oleada de movilizaciones conocida como el Segundo Movimiento del Pueblo (Jana Andolan II) reunió a maoístas, partidos tradicionales y amplias capas de la sociedad contra el poder real. Las protestas masivas obligaron al rey a renunciar a sus poderes ejecutivos, restaurar el parlamento y abrir el camino para el fin de la monarquía en 2008, cuando el país se declaró república federal democrática.
El triunfo del maoísmo
Las ideas comunistas ingresaron al país a mediados del siglo XX —influenciado por la revolución china y por el maoísmo indio— con el problema de que el aislamiento del país, la influencia cultural de sus vecinos y la hegemonía mundial del estalinismo como “oposición” al sistema capitalista, limitaron la emergencia de las ideas y los sectores más avanzados.
Tras la caída del régimen Rana en 1951, se formó el Partido Comunista de Nepal (PCN), que pronto se fragmentó en múltiples corrientes debido a disputas ideológicas y tácticas. En los años sesenta y setenta, varios sectores adoptaron explícitamente el maoísmo, defendiendo la estrategia de la “guerra popular prolongada”, que planteaba cercar las ciudades desde el campo y construir un nuevo poder desde abajo.
Durante el sistema Panchayat, cuando el rey prohibió los partidos políticos, los maoístas permanecieron en la clandestinidad. En ese período, se consolidaron como una corriente con fuerte presencia en las comunidades rurales marginadas, principalmente en el oeste y el centro del país. La influencia de Mao Zedong y de la Revolución Cultural china marcó el carácter ideológico de estos grupos, que centraron su denuncia principalmente hacia la monarquía y el «sistema social feudal» (mezclado en lo económico con el capitalismo), dejando de lado la posición estratégica de lucha contra el capitalismo.
En 1994, bajo el liderazgo de Pushpa Kamal Dahal “Prachanda” y Baburam Bhattarai, surgió el Partido Comunista de Nepal (Maoísta) como una escisión que decidió pasar de la lucha legal a la “guerra revolucionaria”. El partido elaboró un programa que combinaba la abolición de la monarquía, la construcción de una república popular y la transformación socioeconómica del país a través de la reforma agraria, la igualdad de género y el reconocimiento de las minorías étnicas y las castas oprimidas.
La insurgencia maoísta, iniciada en 1996, convirtió al partido en la principal fuerza de oposición al Estado. En su apogeo, controló entre el 60% y 70% del territorio rural, donde estableció estructuras de poder paralelo como “gobiernos populares” locales que administraban justicia, cobraban impuestos, organizaban milicias y promovían cooperativas agrícolas.
El maoísmo se convirtió en la principal fuerza política y militar durante la guerra civil. Sin embargo, como en muchas otras experiencias a nivel mundial, cayeron en la trampa de la concertación y, tras los Acuerdos de Paz de 2006, el Partido Comunista abandonó la lucha armada y se integró en la política institucional. En 2008, fue la primera fuerza en la Asamblea Constituyente y encabezó el gobierno que proclamó la abolición de la monarquía. Parecía que el maoísmo estaba a punto de transformar el país desde el poder estatal.
No obstante, el tránsito de la guerrilla a la institucionalidad generó profundas contradicciones, esto sin mencionar los límites propios de esta corriente política basada en una experiencia “popular” y no de clase y dejando relegada la lucha anticapitalista. Los ex maoístas se fusionaron con partidos tradicionales y reprodujeron las prácticas de corrupción, clientelismo y reparto de ministerios que antes denunciaban.
La falta de avances en la redistribución de tierras, la industrialización y la injusticia social llevó a una pérdida acelerada de legitimidad. Con el tiempo, el maoísmo pasó a convertirse en parte de la élite gobernante, desatando la decepción entre sus antiguos simpatizantes. Hoy, la Generación Z movilizada en las calles ya no se identifica con el maoísmo como proyecto revolucionario. Para muchos jóvenes, los maoístas simbolizan la traición de las esperanzas de cambio, porque abandonaron la lucha contra el gobierno y se integraron en él.
La inestabilidad de la república
En las primeras elecciones bajo la república, el Partido Comunista de Nepal se convirtió en la fuerza mayoritaria y su líder, “Prachanda”, asumió como primer ministro. Para millones de personas del campesinado, la clase obrera y la juventud, este momento representó la esperanza de un giro radical hacia un modelo más justo, con redistribución de tierras, igualdad social y un Estado soberano frente a India y China.
Sin embargo, muy pronto esas expectativas se frustraron. El gobierno maoísta terminó cediendo ante las Fuerzas Armadas y la vieja capa política. Las promesas de reforma agraria y redistribución quedaron archivadas, la estructura de castas y privilegios se mantuvo, y la corrupción no disminuyó, sino que se profundizó.
Los ministerios se convirtieron en botines de reparto entre facciones y las alianzas con partidos tradicionales —como el Congreso Nepalí y sectores “comunistas” moderados— llevaron a los ex guerrilleros a reproducir la misma lógica de privilegios que antes denunciaban.
La inestabilidad política se volvió permanente. Desde 2008 hasta hoy, Nepal conoció más de diez gobiernos distintos, casi todos producto de coaliciones frágiles que se derrumbaban en pocos meses. Las luchas internas entre facciones maoístas, comunistas y socialdemócratas paralizaron la Asamblea Constituyente, que tardó siete años en aprobar una nueva Constitución (2015). En lugar de construir un nuevo orden democrático y popular, la república se consolidó como un espacio de disputas entre élites que buscaban asegurarse cargos y privilegios.
El maoísmo en el poder no solo se burocratizó, sino que se fusionó con los mismos intereses oligárquicos que combatió en la guerra. Muchos de sus líderes acumularon riquezas, controlaron empresas públicas y colocaron a sus familiares en cargos de gobierno, integrándose plenamente al método político que antes señalaban como corrupto. De ser el referente de una guerra campesina contra la monarquía, los maoístas terminaron como una pieza más de la maquinaria estatal que protege a los privilegiados.
Este proceso alimentó la desconfianza social hacia los partidos. En general, se percibe que el cambio de la monarquía a la república fue más formal que real, se sustituyó al rey por una élite multipartidaria que gobierna con los mismos métodos. El desencanto se agravó con la incapacidad del gobierno para responder al terremoto de 2015, que dejó casi 9.000 muertos y más de un millón de desplazados, y que mostró el desvío masivo de fondos de ayuda humanitaria hacia cuentas privadas de políticos y empresarios.
Así, la república nacida de la guerra popular se convirtió en una república fallida, incapaz de resolver las demandas de justicia social, igualdad y soberanía. La experiencia maoísta, que prometió transformar Nepal terminó siendo el gatopardo. Pero más estratégicamente, esta traición instaló en la juventud la decepción hacia “la izquierda” y el antipartidismo que, como veremos más abajo, es uno de los principales límites de la rebelión.
Nepal en el ciclo de rebeliones asiáticas
La revuelta de Nepal forma parte de un ciclo de protestas que recorre Europa del Este, Asia del Sur y el Sudeste Asiático en los últimos años. En este caso nos centraremos en el contexto asiatico. Desde Colombo hasta Daca y Yakarta, millones de personas se han movilizado contra los gobiernos corruptos, las crisis económicas y los regímenes incapaces de ofrecer un futuro digno. El caso nepalés se inscribe en esta ola regional, con rasgos propios, pero también con elementos comunes que reflejan la profundidad de la crisis del capitalismo periférico en Asia.
En Sri Lanka, en 2022, una masiva insurrección popular obligó al presidente Gotabaya Rajapaksa a huir del país después de que manifestantes asaltaron el palacio presidencial. La causa inmediata fue la crisis económica más grave en décadas, marcada por la falta de divisas, la inflación descontrolada y el desabastecimiento de alimentos y combustibles. La familia Rajapaksa simbolizaba la opulencia capitalista y la corrupción, y su caída mostró cómo un pueblo, atravesado por la precariedad y el hambre, pudo derrocar a una de las dinastías políticas más poderosas de la región.
En Bangladesh, miles de jóvenes universitarios y trabajadores textiles desafiaron al régimen de Sheikh Hasina denunciando la represión política y las condiciones laborales esclavizantes que sostienen el modelo exportador de ropa barata. El movimiento estudiantil, en particular, conectó con demandas más amplias contra el autoritarismo y la desigualdad, protagonizando enfrentamientos con la policía y generando un cuestionamiento profundo al régimen autoritario disfrazado de democracia parlamentaria.
En Indonesia, el gobierno de Prabowo Subianto enfrenta huelgas masivas de trabajadores de aplicaciones, estudiantes y otros sectores que protestan contra los privilegios del gobierno y la injerencia militar. La aprobación de la llamada “ley ómnibus”, que flexibiliza derechos laborales y ambientales para atraer inversión extranjera, provocó una oleada de manifestaciones encabezadas por sindicatos y organizaciones juveniles. En un país con más de 270 millones de habitantes, el contraste entre crecimiento económico y precariedad social encendió la indignación de amplios sectores populares.
El levantamiento en Nepal comparte con estos casos varios elementos. El rechazo a la desigualdad, las malas condiciones de vida y gobiernos que no guardan ningún reparo en pasarle por encima a las mayorías en beneficio propio. La rabia contra la precariedad laboral, la falta de futuro para la juventud y el impacto de las crisis económicas que golpean directamente la vida cotidiana. Pero también aporta particularidades, la censura de las redes sociales como detonante, la presencia mayoritaria de la Generación Z digitalizada y la reaparición del ejército como árbitro político en una república ya deslegitimada.
En conjunto, estas rebeliones muestran que Asia vive un ciclo de luchas populares contra el neoliberalismo y el autoritarismo. Cada país tiene sus especificidades, pero en todos aparece una juventud dispuesta a desafiar a regímenes corruptos y a tomar las calles incluso a costa de enfrentar la represión militar. Lo que ocurre en Nepal se conecta así con una dinámica regional: pueblos enteros que ya no aceptan el peso de la deuda, la corrupción y la desigualdad, y que expresan, con distintas formas, un mismo grito de ruptura contra el orden establecido.
Escenarios futuros tras la crisis actual
La desintegración del gobierno bajo la presión de las movilizaciones abrió un escenario de gran incertidumbre, donde se combinan las demandas juveniles, la presión del ejército y las negociaciones con figuras de la sociedad civil. En el centro del debate aparece Sushila Karki, expresidenta del Tribunal Supremo, como opción para encabezar un gobierno interino. A sus 73 años, Karki fue escogida en una votación en línea, aunque las divisiones dentro del movimiento juvenil no terminan de aceptarla.
Su principal carta es su supuesta “neutralidad” al ser ajena a los partidos que han gobernado. Su trayectoria como magistrada independiente, que defendió la autonomía judicial y enfrentó intentos de destitución en 2017, la coloca como figura con cierta legitimidad frente al desprestigio de la élite política. Sin embargo, es ajena a la generación que está en las calles y buena parte de su vida estuvo inserta en el aparato estatal, es un hecho que no puedo llegar a su cargo espontáneamente.
El proceso está en pleno desarrollo, pero apuntamos algunas de las posibles vías a suceder. El primer escenario es la formación de un gobierno interino encabezado por Karki, quien es respaldada por cierto sector de los manifestantes, así como por el ejército. Este camino implicaría la disolución del Parlamento y la preparación de elecciones anticipadas. Sin embargo, la capacidad real de Karki para encabezar una transición dependerá de su margen frente a las Fuerzas Armadas.
Un segundo panorama es la militarización abierta del poder. El ejército, que ya controla el orden en las calles bajo toque de queda, podría decidir prolongar indefinidamente su papel de árbitro político, bloqueando la posibilidad de un gobierno civil. Este desenlace reforzaría el carácter represivo del Estado y posiblemente empujaría a la juventud movilizada hacia el repliegue o a una resistencia más prolongada.
Un tercer escenario es la recomposición de los partidos tradicionales, que intentan aprovechar la crisis para reinstalarse en el centro de la vida política. Líderes como Sher Bahadur Deuba o Pushpa Kamal Dahal ya maniobran para influir en la transición, buscando neutralizar la figura de Karki y retomar el control institucional. Sin embargo, este camino enfrenta un rechazo social profundo y pareciera que cualquier intento de restaurar la vieja élite sin cambios reales podría reactivar de inmediato la movilización.
Por último, una cuarta opción es la radicalización del movimiento juvenil, que hasta ahora se expresó como protesta espontánea pero que podría transformarse en un actor político propio. La elección de Karki como figura de transición revela que la juventud no busca incorporarse a los partidos existentes, sino sostener la independencia de su lucha. Si logran articular sus demandas en una estructura política organizada, se podría estar frente a una nueva fuerza capaz de disputar el rumbo del país más allá de la coyuntura.
En cualquiera de estos escenarios, la crisis actual representa la más profunda desde el fin de la monarquía. Nepal se enfrenta a la disyuntiva de repetir su historia de inestabilidad o de abrir paso a una transformación impulsada por la juventud. El desenlace final dependerá de si el movimiento logra organizarse de forma independiente frente a los militares y los partidos existentes, o si el país vuelve a caer en las manos de las viejas estructuras que ya demostraron ser incapaces de ofrecer un futuro.
La fuerza de la revuelta se sostiene en la rabia juvenil y en la espontaneidad con que las multitudes desafiaron al gobierno. Pero esa misma espontaneidad marca un límite claro: la desorganización del movimiento. La ausencia de estructuras estables de coordinación hace que las protestas dependan de explosiones de ira y de convocatorias inmediatas en redes sociales, lo que dificulta mantener la continuidad y la coherencia estratégica. La energía de las calles, aunque poderosa, puede disiparse si no se transforma en una fuerza organizada capaz de disputar el poder político de manera sostenida.
Otro límite decisivo es la renuencia de la juventud a organizarse en partidos, marcada por la experiencia frustrante con el maoísmo. Para quienes crecieron escuchando promesas revolucionarias que terminaron en corrupción y burocratización, los partidos son sinónimo de traición y oportunismo.
Este rechazo impide canalizar el descontento en una alternativa política con programa y liderazgo colectivo, dejando espacio para que los políticos institucionales o el ejército recuperen la iniciativa. El desafío de la Generación Z es, entonces, superar la contradicción entre su rechazo justificado a los viejos partidos y la necesidad de construir formas propias de organización política que eviten la cooptación y garanticen que la fuerza de la rebelión no se diluya en el tiempo, con la perspectiva de luchar por la refundación del país sobre bases anticapitalistas.