Dos semanas atrás, Donald Trump montó un verdadero circo diplomático en Alaska. Recibió con una alfombra roja a Vladimir Putin para un encuentro bilateral que tenía la guerra en Ucrania como único punto del temario y al gobierno ucraniano como el gran ausente de la cumbre.
La señal de Trump fue más bien clara. Al presidente ultraderechista no le importa en lo absoluto el derecho a la autodeterminación ni la integridad territorial ucraniana. Pareciera que uno de los puntos nodales en la «orientación» (aunque tal vez sea demasiado generoso darle este nombre a las idas y vueltas constantes) de Trump es evitar choques directos con Moscú y cualquier chance de participación yanqui en una eventual escalada bélica europea.
Sintomáticamente, Trump reacomodó su discurso tras la reunión con Putin. Nominalmente, Trump abandonó la idea de un «alto al fuego» inmediato y adujo que las conversaciones con Putin son directamente «negociaciones de paz». Esta formalidad no pasó desapercibida a Zelensky ni a las potencias europeas. Pasar directamente a «negociaciones de paz» significa que dichas «negociaciones» se realizarán con la avanzada rusa sobre el territorio ucraniano como telón de fondo y como factor de presión constante sobre la posición de Zelensky.
En los últimos meses, el avance territorial ruso sobre el Donbás fue lento pero sostenido. Es cierto que a esta altura ya es evidente el desgaste de la guerra sobre la posición rusa. A la sangría en el frente se suma un marcado enfriamiento de la economía rusa, que se dirige a una recesión cada vez más definida en el próximo período. Pero no hay que olvidar que la guerra no es una simple derivación de los factores económicas: la tendencia marcada del nuevo ciclo geopolítico es justamente la instrumentalización de la fuerza bélica como herramienta para modificar o reorganizar las tendencias «inerciales» de la economía.
La idea de «desgastar a Rusia» para socavar sus pretensiones imperiales sobre Ucrania (una idea propulsada por lo que resta del establishemnt «globalista» europeo desde el inicio de la invasión) no se está verificando. Así lo refleja también el giro trumpista alrededor de la cuestión ucraniana.
Tras la cumbre con Putin en Alaska, Trump volvió a presionar al gobierno ucraniano. «Si tras aquella reunión [en Alaska] Trump salió declarando que la paz depende de Zelenski —y no del país agresor—, en vísperas del encuentro de este lunes [en Washington incrementó aún más la presión sobre el ucraniano. En un mensaje en redes sociales, insistió en que la responsabilidad de un acuerdo recae en Kiev: el líder del país ocupado —escribió— ‘puede acabar la guerra con Rusia casi inmediatamente si quiere, o puede seguir peleando‘. Y agregó que Ucrania tendrá que resignarse a no recuperar la península de Crimea, ocupada por Moscú desde 2014, y a ver bloqueado definitivamente su camino de acceso a la OTAN» (El País, 19/8).
De Alaska a Washington: segundo capítulo de la diplomacia trumpista para repartirse Ucrania
Otro gran circo diplomático fue montado por Donald Trump la semana pasada, esta vez en Washington. El presidente yanqui se reunió con Zelensky y con 7 mandatarios europeos. Estuvieron presentes el primer ministro británico, Keir Starmer; el presidente de Francia, Emmanuel Macron; el canciller de Alemania, Friedrich Merz; la primera ministra de Italia, Georgia Meloni; la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen; y el secretario general de la OTAN, Mark Rutte.
El tono predominantemente farsesco de la Cumbre occidental fue escandaloso. Se suponía que los mandatarios europeos llegaban a Washington para «acompañar» a Zelensky, que había sido humillado por Trump en su última visita a EEUU. También se suponía que las potencias europeas pretendían ponerle un límite a la voluntad entreguista de Trump, más predispuesto a atender las demandas de Putin que las de la UE.
¿Qué quedó de las ínfulas europeístas luego de la Cumbre? Más bien poco.
El principal debate público sobre lo ocurrido en Washington no fue la posibilidad concreta de partir Ucrania a la mitad, ni las condiciones para un alto al fuego, ni la autodeterminación del país eslavo. La principal discusión en las conferencias de prensa fue si Zelensky usa o no smoking. El presidente ucraniano y los mandatarios europeos, que llegaban con pretensiones de supuesta autonomía geopolítica, se convirtieron poco más que en reidores de los chistes trumpistas.
¿Qué pasó con la exigencia de un alto al fuego? El canciller alemán Merz se limitó a mencionarlo. «Para ser honesto, a todos nos gustaría ver un alto el fuego. No puedo imaginar que el próximo encuentro pueda tener lugar sin un alto el fuego. Así que trabajemos en ello y tratemos de presionar a Rusia, porque la credibilidad de estos esfuerzos que estamos realizando hoy dependen al menos de un alto el fuego desde el próximo encuentro, que debería ser trilateral». Hasta el momento no hay mayores noticias de la «presión» sobre Rusia que pidió Merz.
De hecho, el centro de la discusión EEUU – UE giró hacia un nuevo tópico: las llamadas garantías de seguridad. Ucrania (y la UE) piden a Trump que se brinden garantías de seguridad similares a las que pesan sobre los miembros de la OTAN. En concreto, la idea sería que si Ucrania sufre futuros ataques bélicos (posteriores a una eventual firma de paz con Putin), EEUU y el resto de la OTAN deberían responder como si se tratara de una agresión contra el propio Estado.
Para darle concreción a la idea, fueron algunos de los mandos militares europeos quienes señalaron desde el inicio que esto implicaría el posicionamiento de miles de tropas «occidentales» en suelo ucraniano. Es una idea que parece cuajar bastante en la mente de las bastardeadas potencias europeas. Pero no tanto en la de Trump, quien al día de hoy rechaza de plano que la «seguridad» de Ucrania se convierta en una responsabilidad yanqui o de la OTAN en su conjunto. Quedó bastante claro cuando Trump eliminó el financiamiento bélico constante a Ucrania e impuso la compra del armamento a través de la UE.
Mucho menos cuadra esta idea en los planes de Putin y la oligarquía rusa. «En una serie de declaraciones duras, Sergei Lavrov [ministro de Exterior ruso] dijo que las propuestas europeas de emplear tropas en Ucrania luego de un acuerdo [de paz] configuraría una ‘intervención extranjera’, que consideró absolutamente inaceptable para Rusia» (The Guardian, 21/8). Y acto seguido Lavrov enfrió la idea de una cumbre entre Putin y Zelensky. Según el ministro, una «reunión bilateral al más alto nivel [entre presidentes] solo sería posible si ‘todos los asuntos que requieren discusión fueran enteramente preparados», es decir, resueltos de antemano.
Sintetizando: las cumbres de Alaska y Washington dejaron muchas especulaciones y pocas certezas. Las declaraciones cruzadas entre Trump, Moscú, Zelensky y la UE muestran pocos avances concretos hacia un alto al fuego y, mucho menos, una solución a la cuestión ucraniana. No solo porque las partes no están ni lejanamente de acuerdo en el rumbo a seguir sino porque ninguna de las posibilidades que aparecen a la vista pueden considerarse soluciones como tales.
La partición de Ucrania que plantea Putin configuraría el desguace del territorio de dicha nación, una violación histórica del derecho a la autodeterminación del pueblo ucraniano. Y las «garantías de seguridad» que piden Zelensky y la UE no garantizarían «seguridad» sino un aumento de la tensión militar y geopolítica a mediano plazo. Aún dándole un trozo de Ucrania a Putin, plantar miles de tropas europeas en la (eventual nueva) frontera ucraniana sería «paz» para hoy y guerra para mañana.
A la espera de la eventual «trilateral» entre Putin, Zelensky y Trump (para nada confirmada al día de hoy) las cumbres de Alaska y Washington dejan una postal en tiempo real del caos geopolítico capitalista en este momento de corte histórico: un escenario mundial plagado de conflictos, barbarie y destrucción en el que las potencias (viejas, nuevas y en construcción) se preparan para repartirse el planeta como si se tratara de fichas sobre un tablero, con los pueblos como rehenes.