El gobierno de Donald Trump anunció que cuatro grupos antifascistas europeos fueron incorporados a la categoría de “organizaciones terroristas globales”. La medida afecta al colectivo alemán Antifa Ost, a la italiana Federación Anarquista Informal-Frente Revolucionario Internacional y a dos griegos: Justicia Proletaria Armada y Autodefensa de Clase Revolucionaria.
Según el comunicado del Departamento de Estado, estos grupos cometieron actos de violencia política en sus respectivos países, lo que justificó su inclusión a efectos de facilitar el congelamiento de activos, bloqueo de redes de apoyo y sanciones internacionales.
Esta nueva medida se suma a una anterior de septiembre, cuando se emitió una orden ejecutiva que declaraba al movimiento Antifa como “organización terrorista doméstica”. En esa ocasión, el gobierno argumentó que los activistas del grupo usaban tácticas coordinadas de violencia, que su ideología anarquista buscaba socavar la autoridad estatal y que existía una campaña organizada para obligar al cambio político por medio de coerción.
El ligamen entre ambas decisiones muestra un patrón; primero, se marcó el interior del país, después se extendió al marco internacional. Así, un movimiento descentralizado (aunque referente internacional de la lucha contra el fascismo) se convierte en blanco de sanciones globales, lo que abre la puerta a una ofensiva estatal contra sus simpatizantes, sus redes de solidaridad, sus vínculos internacionales y, más en general, contra otras organizaciones de izquierda socialistas y anticapitalistas por fuera de los Estados Unidos.
Esta serie de designaciones hay que entenderlas como parte de una ofensiva contra los movimientos que representan una amenaza o cuestionan el capitalismo, el racismo y los regímenes autoritarios. Trump no “combate el terrorismo”; actúa como un autoritario de extrema derecha que pretende restringir las manifestaciones políticas que le cuestionan, marcando un claro ataque a quienes se movilizan desde la izquierda o el antifascismo.
Al etiquetar a los grupos antifascistas como terroristas, se introduce una narrativa que asocia la protesta y la movilización popular con militantes “bárbaros” y “violentos”. Esa etiqueta sirve para justificar represiones más amplias, vigilancia gubernamental, congelamiento de fondos y criminalización de la protesta. En este sentido, mientras la ultraderecha y sus movilizaciones reciben apoyo político, la izquierda (una vez más en la historia) se ve empujada hacia la ilegalización y la clandestinidad.
La ofensiva contra Antifa muestra hasta dónde puede llegar la extrema derecha cuando percibe un movimiento capaz de desafiarla en las calles. Ningún decreto ni designación puede borrar la tradición histórica del antifascismo ni la necesidad de enfrentar a la extrema derecha que hoy encarnan dirigentes como Trump o Netanyahu. La criminalización solo busca sembrar miedo y dividir a quienes resisten, pero también confirma que los gobiernos autoritarios reconocen en la movilización popular una amenaza real a sus regímenes.
Frente a este escenario, el desafío no consiste en defender a Antifa como una etiqueta, sino en relanzar la lucha antifascista como tarea de la clase trabajadora, de la juventud y de todos los sectores oprimidos. La resistencia no se puede prohibir, porque surge de las condiciones mismas que genera el capitalismo en crisis, con su explotación, racismo, misoginia, homofobia y militarización.
Reforzar la organización, unir las luchas y avanzar hacia una perspectiva anticapitalista es la única manera de detener a quienes pretenden imponer un orden reaccionario a nivel global. El antifascismo no pertenece al pasado: es una tarea urgente del presente.




