«En el pasado, era raro que alguien tuviera más de 70 años y hoy en día se dice que a los 70 años uno sigue siendo un niño», se oyó decir al traductor de Xi en ruso.
A continuación, sigue un pasaje inaudible de Putin. Y luego, su traductor a mandarín dice: «Con el desarrollo de la biotecnología, los órganos humanos pueden ser trasplantados continuamente y las personas pueden vivir cada vez más jóvenes, e incluso alcanzar la inmortalidad».
El traductor de Xi dijo entonces: «Las predicciones indican que, en este siglo, existirá la posibilidad de vivir hasta los 150 [años]».
– Conversación entre Xi Jinping y Vladimir Putin en los actos de conmemoración de los 80 años de la victoria china sobre Japón.
El micrófono abierto que registró la conversación entre Xi Jinping y Vladimir Putin sobre trasplantes de órganos y la posibilidad de alcanzar la inmortalidad, más allá de ser un episodio anecdótico, es un reflejo de un debate profundo sobre la extensión de la vida humana. Que los máximos dirigentes de dos potencias (una de las cuales está en disputa por la hegemonía mundial) discutan en voz baja sobre biotecnología, longevidad y hasta vida eterna, muestra cómo la prolongación de la existencia no es un tema solo de la ciencia ficción.
El interés de Putin y Xi por una vida de 150 años da cuenta de la importancia y la potencialidad que adquirió la biotecnología. En ese sentido, la discusión sobre la longevidad no puede abordarse únicamente como un problema técnico o individual. Se sitúa en el cruce de la filosofía, la ciencia y de la política, que bajo el capitalismo decide quién accede a esos avances y quién no.
El sentido de la vida frente al paso del tiempo
El debate sobre la extensión de la vida no puede reducirse únicamente al número de años que una persona logré acumular. Lo central no es la duración, sino la calidad y el contenido de la existencia. Desde diferentes vertientes de la filosofía se reflexionó sobre esto.
Sartre, por ejemplo, subrayó que cada persona está condenada a la libertad y que el sentido de la vida depende de sus elecciones. El aumento en los años de vida no garantiza autenticidad si la persona se deja arrastrar por la inercia social o la pasividad. Heidegger, cercano a esta línea, recordaba que la muerte es lo que le otorga peso y densidad a la existencia. Así, ambos pusieron el acento en la acción, en la necesidad de crear sentido en medio de la contingencia.
Hannah Arendt llevó la discusión al plano político. Para ella, la verdadera inmortalidad humana se expresaba en el recuerdo colectivo, en los actos y palabras que permanecen en la memoria de los pueblos: “La acción, con todas sus incertidumbres, es la única actividad que pone de manifiesto la unicidad de la persona y que, a través de su recuerdo, asegura cierta inmortalidad en el mundo” (La condición humana).
La prolongación de la vida biológica podría ampliar las posibilidades de acción, pero el verdadero legado reside en lo que cada persona deja a su comunidad. Una vida larga sin compromiso político y social resulta vacía, mientras que una vida breve, pero llena de actos significativos, puede convertirse en inmortal dentro de la historia.
Frente a estas visiones, resulta necesario cuestionar tanto la tradición idealista como la religiosa. Las doctrinas que prometen la eternidad en otro mundo desvían la atención del problema real: cómo organizar esta vida para que sea digna y plena. Platón, por ejemplo, expresaba que “si el alma existe en alguna parte después de la muerte, y necesita cuidado, nada más importante hay que ocuparse de ella” (Fedón).
Colocar la esperanza en un más allá significa renunciar a la posibilidad de transformar las condiciones materiales aquí y ahora. El discurso idealista tiende a justificar la resignación, mientras la realidad concreta exige pensar en cómo vivir mejor, no en cuántos años se acumulan en un calendario.
Para contrastar con esta posición, Marx describía la religión como consuelo ilusorio que distrae al ser humano de transformar el mundo real: “La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo” (Crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
Trascendencia colectiva
De esta forma, desde una óptica marxista, la discusión sobre la inmortalidad individual carece de sentido, porque el ser humano no posee un alma eterna ni una esencia espiritual independiente del cuerpo. La conciencia es producto de la materia organizada de manera compleja en el cerebro, y cuando el organismo muere, esa conciencia también desaparece.
Engels lo expresó cuando señaló que “el pensamiento y la conciencia son productos del cerebro humano y el hombre mismo es producto de la naturaleza” (Anti-Dühring), reafirmando así que no existe vida fuera de la base material. Ahora bien, la negación de una inmortalidad personal no significa que la vida carezca de trascendencia.
Para el marxismo, la verdadera permanencia se encuentra en el plano histórico y colectivo. Cada acción humana deja huellas en la sociedad, en la memoria y en la transformación de las condiciones de vida. Marx lo resumió al afirmar que “la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales” (Tesis sobre Feuerbach, tesis VI). La continuidad no se juega en un más allá ilusorio, sino en el impacto de los actos en el tejido social.
La trascendencia, entonces, se entiende como participación activa en la lucha y en la construcción de un mundo distinto. Quien se compromete con la emancipación humana se hace parte de un proceso histórico que sobrevive más allá de su propia existencia biológica. En esto reside la belleza de la militancia revolucionaria. Trotsky, reflexionando en su testamento político, escribió su famosa frase: “La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren e todo mal, opresión y violencia, y la disfruten plenamente” (Testamento).
En esas palabras se condensa la idea de lo que podríamos llamar de “inmortalidad colectiva”: cada generación prepara el camino para la siguiente y, en esa continuidad, se preserva la presencia de quienes lucharon antes. En esta perspectiva, el problema no reside en prolongar artificialmente los años de vida, sino en asegurar que esos años —sean setenta, cien o ciento cincuenta— estén dedicados a desarrollar plenamente las capacidades humanas en comunidad.
La posteridad no depende de la duración biológica, sino de la contribución a la historia común. Por eso, el marxismo rechaza tanto las promesas religiosas de eternidad como los intentos idealistas de desligar al individuo de sus condiciones materiales. La única inmortalidad real está en la obra colectiva que transforma la sociedad. Para las actuales generaciones, eso pasa por la lucha contra el capitalismo voraz del siglo XXI y abrir paso a la transición al socialismo, con la perspectiva de construir un mundo libre de explotación y opresión, además de garantizar la sustentabilidad ecológica del planeta (sobre esto, ver la obra El Marxismo y la transición socialista de Roberto Sáenz)
Ciencia y extensión de la vida
Dicho esto, el desarrollo científico de las últimas décadas abrió un terreno que, hasta hace poco, pertenecía a la fantasía: la posibilidad de extender de manera significativa la vida humana. Investigaciones en biología molecular, genética y biotecnología se desarrollan por el mundo y manifiestan que el envejecimiento no es un destino totalmente inmutable, sino un proceso que puede ralentizarse e incluso modificarse.
La primera gran línea de trabajo al respecto se centra en los telómeros y la telomerasa. Los telómeros actúan como tapas protectoras de los cromosomas y se acortan cada vez que la célula se divide; ese acortamiento limita la capacidad replicativa y contribuye al envejecimiento tisular.
Algunas investigaciones proponen que activar la telomerasa o modular vías relacionadas para preservar la integridad cromosómica mejoran los marcadores de envejecimiento y la función de los tejidos. Estos resultados sugieren que intervenir la longevidad celular mediante mecanismos teloméricos resulta viable en un ambiente de laboratorio, aunque la traducción clínica exige controlar riesgos como la propensión a cánceres por proliferación celular desregulada.
Otra área clave estudia la senescencia celular. Esto es que las células que dejan de dividirse secretan elementos inflamatorios que dañan microambientes y aceleran el deterioro. Los llamados senolíticos intentan eliminar esas “células zombie” y reducir su impacto. Estos tratamientos mejoraron la tolerancia a lesiones, la función orgánica y algunos marcadores de salud.
En el terreno farmacológico han surgido compuestos que modulan las vías metabólicas relacionadas con el envejecimiento. La rapamicina y sus análogos actúan sobre la vía mTOR, logrando extender la vida. La metformina, un antidiabético de larga trayectoria, se puso a examen en el ensayo TAME (Targeting Aging with Metformin), para testar si logra retrasar la aparición de enfermedades asociadas a la edad.
Otra punta de investigación es la reprogramación celular parcial. Los experimentos lograron revertir la identidad epigenética de células adultas hacia estados más juveniles (similares a los de las células madre embrionarias) mediante factores de transcripción (OSKM), y trabajos de “reprogramación parcial” evitaron la pérdida de identidad celular completa y consiguieron rejuvenecer tejidos.
La medicina regenerativa, la bioimpresión y la biotecnología de órganos ofrecen rutas complementarias con células madre y organoides que reparan tejidos, matrices bioimpresas que sirven como andamiaje para reconstruir órganos, y mejoras en trasplantes experimentales que expanden la posibilidad de reemplazar órganos deteriorados por el envejecimiento.
La inteligencia artificial y el análisis masivo de datos están acelerando el descubrimiento de moléculas, optimizando ensayos clínicos y permitiendo identificar patrones de envejecimiento en poblaciones grandes. Al mismo tiempo, la convergencia de genética, epigenética, proteómica y datos clínicos posibilita la construcción de “relojes epigenéticos” que miden la edad biológica y sirven de indicador en estudios de intervención.
Sin embargo, la prolongación de la vida no se reduce a estas técnicas futuristas. Ya se experimenta con intervenciones más accesibles que impactan de manera directa en la esperanza de vida promedio, estamos hablando de las vacunas, los antibióticos, la cirugía avanzada y el establecimiento de sistemas de salud pública que extendieron considerablemente la longevidad en el último siglo. En ese sentido, la humanidad ya experimentó una alteración en su relación con la mortalidad.
Ciencia privatizada y longevidad para pocos
El despliegue de las tecnologías para extender la vida se debe situar dentro del marco capitalista que organiza la investigación y el desarrollo como un negocio y no como un bien común. Aunque los descubrimientos científicos suelen gestarse en universidades o centros de investigación públicos, la aplicación práctica se canaliza a través de corporaciones privadas que buscan rentabilidad.
El caso de la biotecnología antienvejecimiento sigue este patrón con compañías respaldadas por grandes fortunas que concentran las patentes, financian laboratorios cerrados y convierten la promesa de vivir más años en un producto de lujo reservado para quienes pueden pagar.
Este fenómeno no es único de esta área. Los avances científicos en general muestran la misma dinámica de apropiación por la clase capitalista. La inteligencia artificial, por ejemplo, nació de proyectos colectivos de investigación, pero hoy las principales aplicaciones y beneficios económicos están controlados por conglomerados tecnológicos que monopolizan los algoritmos y los datos, esto sin mencionar que su aplicación se utiliza para producir mayores niveles de explotación en la clase trabajadora (o de destrucción y exterminio, como sucede en Gaza).
Del mismo modo, la investigación sobre la longevidad se concentra en Silicon Valley y en fondos de inversión que ven en el envejecimiento un mercado multimillonario. Algunos de los hombres más ricos del planeta concentran los proyectos más ambiciosos. Jeff Bezos invirtió en Altos Labs, una empresa dedicada a la reprogramación celular parcial con la promesa de revertir el envejecimiento.
Google, a través de su filial Calico, destina miles de millones de dólares a investigar la biología del envejecimiento, con un modelo cerrado que prioriza la acumulación de patentes. Estos laboratorios, que funcionan con capitales gigantescos, instituyen que el acceso a una vida extendida se concibe desde el inicio como un privilegio de clase.
La consecuencia es clara, en lugar de democratizar el acceso a una vida más larga y saludable, se crean nuevas fronteras sociales donde la riqueza determina quién puede disfrutar de los descubrimientos más avanzados. El contraste es evidente, mientras las grandes fortunas sueñan con vivir 120 o 150 años, millones de personas en el mundo no tienen garantizado acceso a antibióticos, agua potable o vacunas básicas. Peor aún, una parte significativa de la población vive en el “día a día”, esto es, trabajando hoy para comer mañana.
El capitalismo no invierte en erradicar esas carencias, pero no tiene el menor empacho en destinar miles de millones en intentar prolongar la vida de quienes ya poseen condiciones de privilegio. Bajo esta lógica, la promesa de alargar la existencia no aparece como un logro de la humanidad (aunque lo sea), sino como una herramienta de diferenciación social donde los ricos no sólo podrán vivir mejor, sino también mucho más tiempo.
En este sentido, la prolongación de la vida en el capitalismo reproduce la misma lógica que gobierna la producción de medicamentos, la tecnología digital o la energía: avances científicos extraordinarios puestos al servicio de una minoría, y no de las necesidades de las grandes mayorías. De este modo, la inmortalidad soñada no aparece como un horizonte humano compartido, sino como un privilegio que refuerza la división de clase.
Más años, menos ocio
Como apuntamos arriba, el aumento de la esperanza de vida es uno de los logros más visibles del último siglo. Las mejoras en nutrición, vacunación, saneamiento y acceso a medicamentos permitieron que millones de personas alcanzasen edades que antes eran excepcionales.
Sin embargo, bajo el capitalismo este progreso se fragmentó, no se tradujo en bienestar general, sino en un incremento de las desigualdades. La longevidad real no avanza al mismo ritmo en todas las clases sociales. Quien nace en un barrio obrero tiene una calidad y expectativa de vida mucho menor que quien nace en una familia burguesa, a pesar de vivir en la misma ciudad.
Además, vivir más años en el capitalismo no necesariamente significa disfrutar de mayor realización personal. Para las amplias mayorías, esos años extra se convierten en más tiempo de trabajo y explotación. La prolongación de la vida laboral, el retraso en la edad de jubilación y la presión de los sistemas de pensiones cada vez más recortados empujan a los sectores trabajadores a seguir produciendo incluso cuando sus cuerpos ya acumulan el desgaste de décadas de esfuerzo.
Lo que en teoría debería ser un triunfo de la civilización —disfrutar de una vejez plena— se transforma en un período de precariedad, de trabajos informales o de dependencia económica. Este panorama revela la contradicción central en este tema; mientras la ciencia abre la posibilidad de vivir más, la organización capitalista de la sociedad convierte esa posibilidad en una carga.
Las personas prolongan su existencia, pero en contextos donde la alienación se multiplica. La extensión de la vida no se acompaña de un derecho garantizado al ocio, al descanso o a la cultura, sino de la obligación de seguir generando valor para el capital. La vejez, en lugar de ser un espacio de libertad, se convierte en un terreno de nuevas formas de explotación.
De este modo, el aumento de la esperanza de vida, que podría ser una conquista colectiva, termina siendo administrado por la lógica de la rentabilidad. Las y los trabajadores viven más, pero en condiciones de mayor alienación, sin acceso pleno a salud de calidad, a jubilaciones dignas ni a una vida cultural enriquecida. El capitalismo ofrece más años de vida, pero menos calidad de vida en esos años.
Más vida solo con lucha colectiva
La posibilidad de extender la vida humana hasta límites que ayer parecían ciencia ficción abre un debate que no puede reducirse a la técnica. Bajo el capitalismo, esos avances se convierten en privilegios de una minoría. Mientras los multimillonarios invierten en laboratorios que prometen rejuvenecer, millones de personas carecen de acceso a medicinas básicas o se ven obligadas a trabajar hasta la muerte para sobrevivir en el “día a día”.
El capitalismo es capaz de prolongar la existencia, pero no de garantizar que esa existencia sea plena. Más años de vida, en este sistema, significan más explotación para las y los trabajadores y una veta de negocios para los capitalistas. Por eso, la lucha por democratizar los avances científicos es inseparable de la lucha contra el capitalismo.
Solo una transformación radical de la sociedad puede convertir la longevidad en un derecho deseado y universal y no en un mercado exclusivo y excluyente. La verdadera inmortalidad colectiva no se alcanza con promesas individuales de vivir 150 años, sino con la lucha de las mayorías por construir un mundo libre de explotación, donde cada año ganado se traduzca en más libertad, más salud y más humanidad.
Bibliografía
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