El gobierno de Javier Milei logró finalmente dictamen en comisiones para la nueva versión de la Ley Ómnibus, que si bien se reduce en casi 400 artículos respecto a la que fracasó en febrero, mantiene los puntos más importantes que incluye darle a Milei facultades extraordinarias, privatizaciones de decenas de empresas públicas y algunos elementos de reforma laboral.
El texto fue consensuado con la llamada «oposición dialoguista», el amplio espectro que abarca desde el Pro al peronismo federal, pasando por la UCR. A pesar de que el gobierno logra el dictamen, subsisten algunas diferencias que pueden llevar a poner el foco nuevamente en la votación en particular del proyecto, donde naufragó la última vez.
Aunque tanto el oficialismo como los «dialoguistas» se esfuerzan en querer lavarle la cara al nuevo proyecto, en los puntos neurálgicos sigue siendo el mismo paquete de reformas profundamente reaccionarias. Empezando por las facultades delegadas, que sigue siendo la columna vertebral del proyecto y con la cual Milei pretende dar un salto en calidad al ajuste.
Las facultades delegadas -aunque limitadas respecto a las pretensiones originales del gobierno- significan un liso y llano intento de gobernar por decreto, pasando por encima del Congreso. Un giro autoritario peligrosísimo en manos de un ajustador serial como Javier Milei.
Otro capítulo nefasto que subsiste de la ley original es el referido a las privatizaciones. En este ítem, la única novedad sería que se saca de la lista de empresas privatizables al Banco Nación, pero se mantienen las demás: Trenes Argentinos, AYSA, Correo, Aerolíneas, entre otras.
Es llamativo como todas estas empresas ya vivieron una época de privatización, y en todos los casos su gestión en manos privadas las llevó al desastre y al vaciamiento. El caso de los trenes es el más emblemático: la época de las privatizadas fue, por lejos, la más decadente y de peor calidad del servicio. Nada de eso le importa ni al gobierno ni a la vergonzosa clase política capitalista tercermundista de nuestro país.
El capítulo más polémico de la ley tiene que ver con la reforma laboral. La burocracia de la CGT había presentado su rechazo al texto original, que incluía la derogación de la ultraactividad (que mantiene la vigencia de un convenio colectivo hasta que no sea reemplazado por otro de mutuo acuerdo), la modificación de las cuotas sindicales y la figura del «bloqueo sindical» como causa justo de despido.
Pero una vez quitados estos ítems, la CGT dio luz verde y le anunció al gobierno que no se opondrá a los demás elementos que sí se reforman: permite la creación de fondos de cese laboral para terminar con las indemnizaciones, amplía los períodos de prueba de 3 a 6 meses (en las pequeñas empresas este período puede extenderse hasta 8 meses) y elimina las multas a los empleadores por tener trabajadores no registrados.
Se trata de un grave paso atrás en los derechos laborales, en caso de que el proyecto se apruebe, que tendría el visto bueno de la propia burocracia sindical traidora. Es verdad que no es el proyecto de reforma laboral con todas las letras que le gustaría al gobierno y a sectores de la oposición de derecha (la UCR intentó correr por derecha al gobierno en este tema durante la negociación), pero podría ser un paso previo para una contrarreforma más profunda.
Lo único que cambió entre la vieja y la nueva ley ómnibus es el tamaño de las pretensiones, pero nada del espíritu de la ley: se trata de un proyecto muy reaccionario y regresivo, que ataca derechos sociales y laborales conquistados, así como podría dar lugar al menos circunstancialmente a un régimen político más autoritario en manos de Milei. Que los espejitos de colores de la «negociación» no empañen el sentido de la ley, que sigue siendo el mismo: una porquería reaccionaria que busca atacar la organización y las conquistas de la clase trabajadora para hacer un país más afín a los negocios de los capitalistas.




