En los últimos años, Europa ha sido escenario de una ofensiva “contra el comunismo”, manifestada en la prohibición de símbolos, la persecución de partidos y la reescritura de la memoria histórica. Estas políticas, impulsadas sobre todo en países de Europa del Este, buscan equiparar el comunismo con el nazismo, borrando las diferencias esenciales entre ambos fenómenos y criminalizando a quienes se organizan para cuestionar el orden capitalista.
Asimismo, es un operativo de falsificación histórica que, intencionalmente, confunde la brutalidad contrarrevolucionaria de los regímenes estalinistas con el proyecto emancipador del comunismo.
¿Comunismo o estalinismo?
En los países de Europa del Este existe un resentimiento hacia el burocratismo soviético por la represión, la censura y la ocupación que llevó adelante el estalinismo en la posguerra, el cual se extendió hasta la caída de la URSS. Efectivamente, el Kremlin trató a los países del “Glacis” como Estados vasallos, a los cuales expolió y sometió a sus dictados (para profundizar sobre el tema, ver La forja de las revoluciones antiburocráticas).
Por otra parte, en el imaginario impuesto por la burguesía tras la restauración capitalista, se denomina como “comunismo” tanto al proyecto emancipador como a la involución estalinista. Es decir, se trata de una falsificación histórica, con la cual se establece una supuesta continuidad entre las ideas de Marx y Engels con la contrarrevolución burocrática estalinista.
Hay que clarificar que el comunismo es un proyecto de emancipación social que busca abolir la explotación del ser humano por el ser humano mediante la eliminación de las clases sociales y la propiedad privada de los medios de producción. Plantea la construcción de una sociedad basada en la igualdad y la cooperación. Su núcleo revolucionario descansa en la organización consciente de la clase trabajadora como sujeto histórico capaz de transformar la estructura económica y política del capitalismo.
El estalinismo, en cambio, representó una degeneración burocrática de ese proyecto emancipador. Surgió en la Unión Soviética tras la derrota del ala bolchevique revolucionaria y la consolidación del poder en manos de una casta burocrática. Lejos de promover la democracia obrera y el internacionalismo, el estalinismo impuso un modelo autoritario y contrarrevolucionario, donde la democracia obrera fue reemplazada por el control, el culto al líder y la represión de toda crítica. La burocracia estalinista usurpó el poder de los soviets, relanzó nuevas formas de explotación del trabajo instauró un régimen dictatorial.
Esta degeneración no es una consecuencia inevitable del comunismo, como sostienen las narrativas anticomunistas, sino el resultado de condiciones históricas concretas. En este caso, se pueden mencionar, entre otras causas, las consecuencias económicas, sociales y políticas que provocó la guerra civil, así como el aislamiento del naciente Estado soviético debido a la derrota de la revolución alemana y de otros procesos revolucionarios en Europa y Asia.
El estalinismo reemplazó la perspectiva de emancipación internacionalista por el “socialismo en un solo país”, una doctrina que justificó alianzas con potencias imperialistas y el aplastamiento de cualquier disidencia revolucionaria, desde los propios bolcheviques opositores hasta movimientos socialistas en otros países.
Asimismo, bajo esta ideología chauvinista, la burocracia soviética “justificó” el saqueo de los recursos de los países de Europa del Este en la posguerra y su sometimiento a los mandatos del Kremlin, pues la “defensa” de la URSS –es decir, el mantenimiento de la burocracia y sus privilegios- fue el único criterio que utilizó el estalinismo en sus relaciones internacionales.
Por este motivo, igualar comunismo y estalinismo, es simplemente una artimaña para desacreditar toda alternativa socialista. Esto, a su vez, reafirma la importancia de hacer un balance a fondo del estalinismo como parte de las tareas para relanzar la lucha por el socialismo revolucionario en el siglo XXI.
Criminalización del comunismo (de la mano del estalinismo)
Recientemente, República Checa aprobó una reforma de su Código Penal que equipara la propaganda comunista con la nazi. Esta ley, firmada por el presidente Petr Pavel, establece penas de hasta cinco años de prisión para quienes funden, promuevan o apoyen organizaciones calificadas por el Estado como “movimientos totalitarios” que busquen suprimir derechos humanos o incitar al odio racial, nacional o de clase.
El texto legal amplía la sección 403 del Código Penal, que ya castigaba la apología nazi, para incluir de manera explícita la ideología comunista como una amenaza al mismo nivel Es decir, se mete en el mismo canasto a quienes promueven el racismo o la xenofobia, con quienes abogan por acabar con la explotación de la clase trabajadora por parte de la burguesía y sus Estados.
El argumento de las autoridades se centra en la supuesta necesidad de “equilibrar” el tratamiento jurídico entre los símbolos de la URSS y los del Tercer Reich, asumiendo que ambas representaron una misma monstruosidad histórica. El Instituto para el Estudio de los Regímenes Totalitarios fue uno de los entes que más presionaron para lograr esta modificación, promoviendo la idea de que la hoz y el martillo deben considerarse tan criminales como la esvástica.
Esta prohibición lo único que refleja es una tendencia autoritaria que criminaliza la disidencia ideológica y, en particular, las ideas socialistas revolucionarias, para lo cual instrumentaliza la herencia de la contrarrevolución estalinista.
El castigo a la propaganda comunista busca blindar al sistema vigente frente a cualquier alternativa que cuestione los privilegios de los de arriba. Esta medida constituye un paso significativo hacia la restricción de libertades fundamentales y donde la memoria histórica se manipula para justificar la censura política.
Europa del Este y la ola de prohibiciones anticomunistas
Este no es un fenómeno aislado, sino que parte de una tendencia más amplia en Europa del Este, donde varios países han implementado leyes que prohíben la iconografía comunista y penalizan la propaganda vinculada a ella.
Estos marcos legales, impulsados por gobiernos conservadores y nacionalistas, se presentan como actos de “memoria histórica” destinados a condenar los crímenes cometidos por los regímenes burocráticos del siglo XX, a los cuales presentan como si fueran comunistas o revolucionarios. Sin embargo, su verdadero objetivo parece ser la eliminación de toda referencia a la lucha obrera y a la posibilidad de un proyecto revolucionario que desafíe al capitalismo.
En Polonia, el Código Penal sanciona con hasta dos años de prisión a quienes difundan ideas comunistas, hagan apología de sus líderes históricos o porten símbolos como la estrella roja o la hoz y el martillo en actos públicos. La ley no solo se centra en la simbología, sino que también permite el cierre de organizaciones y la persecución de iniciativas culturales que reivindican la memoria del movimiento obrero.
Las leyes de Lituania contra el comunismo prohíben cualquier uso de símbolos soviéticos, desde banderas hasta canciones históricas, e incluso sancionan la distribución de libros y materiales que puedan considerarse apologías del régimen soviético. Los tribunales lituanos aplican penas que incluyen multas cuantiosas y arrestos, bajo el argumento de proteger la memoria de las víctimas de la ocupación soviética. Letonia sigue un camino similar, con la ilegalización de la simbología comunista.
Estonia combina sanciones penales con medidas administrativas. En este país, la exhibición de símbolos comunistas en actos públicos o su uso en campañas políticas puede llevar a multas o incluso la inhabilitación para participar en elecciones. Además, existe una política de reescritura histórica que minimiza la contribución de sectores honestos y revolucionarios en la lucha antifascista y que equipara cualquier alusión de la URSS con un acto de “odio ideológico”.
El reaccionario gobierno de Hungría impulsó una reforma legal que prohíbe los símbolos de lo que se denomina “dictaduras totalitarias”, incluyendo no solo la esvástica nazi, sino también la estrella roja o el emblema soviético. Estas restricciones van acompañadas de la criminalización de cualquier discurso político que reivindique la lucha de clases o cuestione la propiedad privada.
Moldavia adoptó leyes similares, restringiendo la actividad de partidos que se autodefinan como comunistas. En el caso de Ucrania, las leyes de “descomunización” implementadas desde 2015 prohibieron no sólo los símbolos, sino también los partidos comunistas, eliminando de la vida política a cualquier organización que reivindique al marxismo o al socialismo. La prohibición se extiende a la educación y a la cultura, donde la iconografía soviética es eliminada de monumentos, nombres de calles y materiales escolares.
Finalmente, en Eslovaquia, aunque las medidas son menos drásticas, existe una política activa de censura contra los símbolos comunistas en espacios públicos, combinada con campañas oficiales que buscan “concientizar” sobre el supuesto carácter totalitario del comunismo.
Detrás de esta ola es evidente que existe la intención de deslegitimar cualquier oposición a los gobiernos nacionales, debilitando a los movimientos sindicales y populares que cuestionan las políticas neoliberales. Así, estas leyes se convierten en instrumentos para restringir la libertad de expresión y la organización política. Es un proceso análogo al de Estados Unidos en la Guerra Fría y el cuco del comunismo. En todos estos casos, insistimos, la experiencia contrarrevolucionaria del estalinismo es utilizada para asociar las ideas emancipatorias del comunismo con la dictadura burocrática.
Autoritarismo, nazismo y estalinismo: una falsa equivalencia
El concepto de autoritarismo se utiliza a menudo para englobar regímenes con estructuras de poder concentradas y con mecanismos represivos hacia la disidencia. Sin embargo, esta categoría, en su uso más superficial, se convirtió en un instrumento para equiparar fenómenos históricos de naturaleza distinta.
El nazismo y el estalinismo son presentados por la narrativa liberal burguesa como expresiones de un mismo “totalitarismo”, pero esta comparación borra las diferencias históricas, sociales y políticas que los separan.
El nazismo fue una contrarrevolución diseñada para aplastar al movimiento obrero, al socialismo y a cualquier expresión de emancipación social. Su base económica y política residió en la defensa de la propiedad privada capitalista y en el fortalecimiento de las élites industriales y financieras, que se beneficiaron de la represión de sindicatos, el uso de trabajo forzado y el saqueo imperialista. La violencia nazi tuvo un carácter abiertamente exterminador, con un racismo estructural que condujo al genocidio sistemático de millones de personas, especialmente judíos, eslavos y otros pueblos considerados “inferiores”.
El estalinismo, aunque también fue un fenómeno autoritario y contrarrevolucionario, no respondía a los intereses del capital privado, sino a los de una burocracia surgida de una revolución que expropió al capitalismo. Su represión se dirigió principalmente contra la clase obrera y contra toda expresión política independiente.
Además, desarrolló formas de opresión nacional, con casos de persecución a nacionalidades a lo interno de la URSS, así como en los territorios que ocupó. Por ejemplo, es conocido el terrible caso del “Holodomor” en Ucrania, donde millones de personas murieron por el hambruna que desató el estalinismo a inicios de los años treinta.
Al respecto, Roberto Sáenz, señala que “homologar ambos fenómenos bajo el sello común de ´totalitarismo` oscurece estas diferencias cualitativas y constituye un operativo político espurio que intenta igualar los avatares de la revolución socialista, sean cuales fueren, con la más brutal contrarrevolución burguesa que haya vivido la humanidad”.
En este sentido, aunque ambos regímenes compartieron formas autoritarias de poder, su naturaleza social y sus objetivos eran distintos. El nazismo surgió como una expresión política en medio de un sistema capitalista en crisis, mientras que el estalinismo representó la degeneración burocrática de un Estado que nació de una revolución obrera. Equipararlos como si fueran idénticos no sólo es históricamente inexacto, sino que también sirve para atacar cualquier perspectiva socialista confundirla con el estalinismo y, por reflejo, equipararla como una forma de “totalitarismo” similar al nazismo.
Una herramienta autoritaria
Estas medidas se presentan como una defensa de la democracia, pero aclaremos que se trata de la democracia burguesa, es decir, la de los capitalistas que no tienen ningún reparo en no ser tan democráticos con los sectores que critican al sistema.
La equiparación del comunismo con el nazismo es una manipulación destinada a desacreditar cualquier alternativa que busque transformar la estructura social y económica que perpetúa la explotación y la desigualdad.
Estas prohibiciones deben entenderse como parte de una deriva autoritaria más amplia. En un contexto de crisis económica, aumento de la precariedad y descontento social, las élites políticas y económicas temen que las ideas revolucionarias (o de lucha en general) recuperen fuerza.
Por eso recurren a la criminalización del comunismo, no solo para silenciar a los partidos que lo reivindican, sino para lanzar un mensaje intimidatorio contra todo movimiento social que desafíe el statu quo. Esta ofensiva no protege a la sociedad de ninguna amenaza, sino que prepara el terreno para reprimir la protesta, desarticular a los sindicatos y debilitar a las organizaciones populares.
Oponerse a estas medidas no significa justificar los crímenes de las burocracias estalinistas, sino reivindicar la posibilidad de una lucha revolucionaria por la emancipación social que se aleje del desastre soviético burocrático. Hay que denunciar que esta criminalización es una forma de represión y censura que busca clausurar el debate político y proteger los privilegios de las minorías que dominan la economía y los Estados.
Frente a este panorama, la tarea urgente es reconstruir una alternativa revolucionaria que se enfrente al capitalismo y al autoritarismo, y que reivindique los valores genuinos de la revolución socialista con miras a una sociedad comunista. Además, es fundamental hacer un balance a fondo de la contrarrevolución estalinista, como parte de las tareas para relanzar la lucha por el socialismo revolucionario en el siglo XXI.




