La plaza contra el palacio

Indonesia: estallido social contra los privilegios y la represión del sistema

Desde hace varios días, Indonesia es atravesada por intensas movilizaciones contra la podredumbre del sistema político y el hartazgo de la sociedad ante las pésimas condiciones de vida, entre las que destacan cuatro millones de trabajadores precarizados por las empresas de aplicaciones. Así, el cuarto país más poblado del planeta, se suma a una ola de protestas (algunas rebeliones populares) con epicentro en Asia y con repercusiones en países de Europa del Este.

Las calles de Indonesia se transformaron en un escenario de furia popular desde el 25 de agosto, cuando miles de manifestantes salieron en Yakarta para denunciar los privilegios desmedidos de los legisladores. La chispa se encendió en la capital, pero rápidamente se expandió hacia Bandung, Surabaya, Medan, Makassar, Yogyakarta y hasta la lejana Papúa, en un arco de movilizaciones que une a estudiantes, sindicatos y trabajadores precarizados.

La revuelta, con el pasar de los días, se radicaliza en sus métodos. En Makassar, el parlamento regional ardió en llamas, mientras que en Yakarta se intentó tomar la sede de la policía. En muchas ciudades hay barricadas que paralizaron el tráfico. Tampoco se salvaron las residencias privadas de altos cargos, como la casa de la ministra de Finanzas que fue saqueada en Tangerang, y las viviendas de diputados como Ahmad Sahroni y Eko Hendro Purnomo.

Las instituciones públicas, como símbolos del poder, se convirtieron en objetivos de la indignación. Los edificios parlamentarios locales fueron atacados en Bandung y Yogyakarta, donde la multitud exigió una reforma de la policía y la confiscación de bienes a funcionarios acusados de enriquecerse a costa del pueblo.

El gobierno de Subianto: continuidad autoritaria

Antes de adentrarnos en los elementos episódicos actuales, vamos a realizar un análisis de la situación económica y política para contextualizar las protestas.

El actual presidente, Prabowo Subianto, representa la continuidad de las tradiciones más oscuras del régimen de Suharto (dictadura militar de 1967 a 1998). Ex general de las fuerzas especiales Kopassus, construyó su carrera en medio de la represión, con denuncias documentadas de violaciones a los derechos humanos en Timor Oriental y en la propia Indonesia.

El gobierno se caracteriza por reforzar la injerencia del ejército en los asuntos civiles, reproduciendo el viejo “doble rol” de los uniformados que caracterizó al régimen del dictador Suharto. La designación de generales en puestos clave —como la dirección de la agencia estatal de logística alimentaria— confirma que el proyecto de Subianto es basarse en el control militarizado.

Su política económica, por otro lado, mantiene la línea de su antecesor Joko Widodo (presidente de 2014 a 2024), pero con un énfasis aún más abierto en favor del capital transnacional. En nombre de atraer inversión y generar empleo, profundizó las reformas laborales para reducir derechos, “abaratar” los despidos y legalizar la contratación precaria por horas.

Bajo su gestión, las concesiones al agronegocio y a las industrias extractivas se expandieron, arrasando con selvas y bosques para la producción de aceite de palma, con devastadoras consecuencias ambientales y sociales.

Su retórica combina autoritarismo, nacionalismo y neoliberalismo, con un fuerte componente represivo. Frente a las protestas, no duda en apelar al lenguaje de la “traición” y el “terrorismo” para justificar el despliegue coordinado de la policía y el ejército en las calles. Su gobierno expresa la alianza entre una élite política corrupta, el poder militar y los intereses del capital internacional, sosteniendo un modelo de acumulación basado en la superexplotación de la clase trabajadora y el despojo de los recursos naturales.

La “ley ómnibus”

La llamada Ley Ómnibus es el principal marco jurídico que golpea a los sectores trabajadores en la actualidad. Consiste en una norma que modificó y condensó decenas de leyes existentes con el argumento de acelerar inversiones y reactivar la economía tras la pandemia. El proyecto buscó transformar de raíz los marcos laborales, ambientales, de planificación y de incentivos a la inversión, concentrando cambios amplios en un solo paquete legal.

En el eje laboral, la ley alteró la arquitectura de protección de los sectores trabajadores; redefinió los criterios para el salario mínimo, facilitó la contratación temporal y por horas, amplió los límites de las horas extras y redujo el monto y las condiciones de indemnización por despido.

Además, desactivó o debilitó las sanciones a los empleadores por incumplimientos salariales y recortó descansos y licencias obligatorias que antes protegían a trabajadoras y trabajadores. Esas modificaciones individualizaron las relaciones laborales que antes tenían un marco colectivo un poco más protegido y con mayor estabilidad.

En el área ambiental, relajó requisitos de evaluación y control para proyectos productivos, de modo que muchas inversiones solo requieren informes de impacto si las autoridades las califican de “alto riesgo”. Ese umbral amplió el espacio para la expansión de plantaciones y explotaciones extractivas con menos supervisión, abriendo la puerta a una intensificación de la deforestación y la degradación ecológica para favorecer los agronegocios y la minería.

En el ámbito de la atracción de capital, la ley introdujo instrumentos para facilitar las inversiones —incluida la creación de vehículos de gestión de inversión— y reconfiguró los permisos y trámites para hacerlos más “amigables” al capital nacional e internacional. Esa priorización favoreció la extracción de renta y la lógica de crecimiento que prima la competitividad para los inversores por sobre las garantías laborales y ambientales.

Para la clase trabajadora, la ley operó como un acelerador de la precarización. La flexibilización de contratos, la erosión de indemnizaciones y la posibilidad de pagar por hora reforzaron la lógica de externalizar costos sobre la fuerza de trabajo.

En sectores urbanos informales —conductores y repartidores de plataformas, trabajadores temporales— la norma profundizó condiciones que ya eran de subsistencia: menores ingresos reales, jornadas más largas y ausencia de seguros o protecciones sociales efectivas. Eso explica por qué demandas de reconocimiento laboral, tarifas justas y seguridad social volvieron a tomar fuerza en las calles.

En los territorios rurales, la relajación ambiental y las facilidades para permisos impulsaron la expansión de monocultivos y megaproyectos extractivos. Comunidades indígenas y campesinas vieron amenazadas tierras y bosques, con impactos sobre medios de vida locales y sobre la biodiversidad.

Aunque la Ley Ómnibus nació bajo el gobierno de Widodo, su espíritu —flexibilizar derechos, abrir el país al capital y debilitar controles— siguió operando posteriormente y alimentó el caldo de cultivo para el descontento que hoy explota contra los privilegios parlamentarios, la militarización y la represión.

Pobreza, desigualdad y dependencia

Aunque el país figura oficialmente como una economía de ingresos medios-altos, el Banco Mundial estima que más del 60% de la población —unos 171 millones de personas— vive por debajo del umbral de pobreza de ese estrato, es decir, con menos de 7 dólares al día. Esta cifra lo ubica entre los países con mayores niveles de pobreza de la región, incluso en comparación con naciones con ingresos per cápita inferiores, como Vietnam, que muestran tasas de pobreza más bajas.

La desigualdad alcanza niveles obscenos. Los cuatro hombres más ricos del país concentran más riqueza que los 100 millones más pobres juntos. Esta brecha marca todos los aspectos de la vida social, desde el acceso desigual a la educación y la salud, hasta la concentración de la tierra en manos de corporaciones.

El desempleo abierto no siempre refleja la magnitud de la crisis en esa área, porque la mayoría sobrevive en la informalidad. El mercado laboral indonesio depende en gran medida del trabajo precario: vendedores callejeros, jornaleros y millones de trabajadores de plataformas digitales sostienen el día a día sin seguridad social ni contratos estables.

La sindicalización sigue siendo baja, las leyes laborales han sido sistemáticamente recortadas desde la dictadura de Suharto y la reciente “Ley Ómnibus” profundizó esta tendencia al facilitar los despidos y reducir las indemnizaciones.

Otro elemento clave es la estructura productiva. Pese a la industrialización parcial de las últimas décadas, Indonesia sigue dependiendo de la exportación de materias primas, en particular del aceite de palma. Este sector extractivo, que avanza a costa de la deforestación de selvas y la degradación ambiental, se basa en condiciones laborales análogas a la semi-esclavitud: largas jornadas, salarios ínfimos y ausencia de derechos básicos.

El modelo primario-exportador asegura divisas para los capitalistas y ganancias para las multinacionales, pero condena a las y los trabajadores rurales y urbanos a una precariedad crónica. En conjunto, se dibuja un panorama en el que la indignación social era inevitable. Indonesia se presenta en el escenario global como un país emergente y competitivo, pero esa fachada oculta una realidad marcada por la exclusión de las mayorías.

Las protestas actuales son parte de las luchas de la clase trabajadora informal, que durante años ha reclamado condiciones dignas frente a un modelo que reparte beneficios para unos pocos y miseria para la mayoría. La precarización es la norma que sostiene la acumulación de la élite económica y política en Indonesia.

Los ‘ojek’ al frente

El auge de las plataformas digitales como GoJek o Grab prometió oportunidades, pero terminó consolidando un modelo de explotación donde las personas trabajadoras cargan con jornadas de más de doce horas para ganar apenas unos dólares. Más de cuatro millones de trabajadores y trabajadoras sufren las tarifas a la baja, las comisiones abusivas y la ausencia total de protección social. Esto hace que vivan en la cuerda floja, sin seguro médico ni garantía de ingresos mínimos.

Las huelgas de conductores organizadas en los últimos años por sindicatos emergentes como Garda o el SPAI ya habían colocado el problema en la palestra. Con chalecos verdes y pancartas improvisadas, las y los trabajadores de plataforma exigen desde hace años seguridad social, reconocimiento como empleados y un marco legal que frene los abusos de las corporaciones.

En agosto de 2024, miles de conductores de mototaxi y repartidores por aplicación marcharon en Yakarta. Concentraron el pulso de la jornada frente al Palacio de Merdeka y luego se volcaron hacia las oficinas de Gojek en Petojo y de Grab en Cilandak.

No fue una mera protesta sectorial. Exigieron reconocimiento legal, tarifas justas y el fin de los abusos de las plataformas, mientras señalaban al Estado por blindar un negocio que exprime a quienes sostienen la circulación cotidiana en las ciudades. La movilización buscó interpelar al gobierno y a las empresas a la vez.

Las consignas cuestionaban a fondo el diseño del negocio. Se objetó el esquema tarifario fijado por el Ministerio de Comunicaciones y se denunció el programa de “tarifa baja” en envíos y comida, una herramienta que empuja una carrera hacia el piso y que las empresas trasladan a la billetera de los conductores con promociones pagadas por ellos mismos.

Reclamaron que el gobierno unifique las tarifas entre aplicaciones y que emita un decreto para legalizar de una vez el mototaxi en línea como servicio reconocido, con derechos claros. La demanda central fue sencilla y contundente: sin estatus laboral y sin reglas que pongan límites a la extracción de las plataformas, cada actualización del algoritmo se convierte en un recorte salarial.

El Ministerio de Trabajo respondió con promesas a medias. Anunció que prepararía una regulación específica para quienes figuran como “socios” bajo contratos de asociación, con la posibilidad de incluir el pago del aguinaldo festivo. Sin embargo, reconoció que esa norma no saldría durante el año y lo redujo a una recomendación voluntaria, dejada al criterio de cada empresa.

Las compañías intentaron desactivar la presión con un tono conciliador. Gojek se declaró “abierta” a escuchar a sus conductores y pidió que expresaran reclamos por las vías “formales”, a la vez que advirtió que actuaría con firmeza contra quienes, según su criterio, afectaran a clientes o “socios”.

Esta ola se apoyó en una trama organizativa que creció al calor de la precariedad. Indonesia concentra al menos cuatro millones de trabajadores de plataformas que conducen autos y motos, reparten comida y paquetería y tejen la logística urbana para gigantes como Grab y Gojek.

Sin embargo, el gobierno, aliado a estos gigantes empresariales, prefiere ignorar sus demandas. El resultado es un sector cada vez más empobrecido y fragmentado, obligado a resistir en la informalidad mientras sostiene buena parte de la economía urbana.

Privilegios que encendieron la indignación

Con este contexto es claro que el punto de quiebre que provocó la crisis se ubica en la decisión del parlamento de otorgarse nuevos beneficios, en un país donde millones sobreviven con apenas unas monedas al día. Los 580 legisladores recibieron un incremento de salario del 33%, alcanzando ingresos cercanos a los 14.000 dólares mensuales, una cifra que contrasta brutalmente con el salario mínimo, que apenas cubre un tres por ciento de esa cantidad.

Como si fuera poco, se añadieron subsidios de vivienda de 50 millones de rupias —equivalentes a 3.100 dólares—, una suma que representa veinte veces el ingreso mensual de un trabajador en las regiones más empobrecidas del archipiélago.

Ese festín de privilegios desató la rabia colectiva, porque se aprobó en medio de un aumento del costo de vida, un desempleo creciente y nuevas cargas impositivas. La medida fue percibida como un insulto a quienes enfrentan la inflación desde la precariedad. Es la evidencia de una élite política que se alimenta de la desigualdad.

Las calles respondieron de inmediato. El subsidio y las dietas parlamentarias se convirtieron en el blanco de cánticos y pancartas que denuncian la obscenidad de la brecha social. Ante la presión, el presidente no tuvo más remedio que anunciar la revocación de varios de estos beneficios.

Canceló las dietas adicionales, suspendió los viajes oficiales al extranjero y congeló las asignaciones especiales para los legisladores. Sin embargo, el retroceso del gobierno no logró calmar los ánimos. Para las mayorías empobrecidas, la indignación ya había cruzado un punto simbólico. La protesta no se reduce a un ajuste de cifras, sino que expresa el rechazo a un sistema político que legisla para sí mismo y condena a las mayorías a la pobreza.

La represión y la exigencia de una reforma policial 

La respuesta a la movilización popular fue la misma que tantas veces se repite en estos contextos de crisis: represión brutal y criminalización de la protesta. La policía desplegó cañones de agua, gases lacrimógenos y vehículos blindados para dispersar a las multitudes en Yakarta, Surabaya y otras ciudades.

Las imágenes de uniformados cargando contra estudiantes y trabajadores, sumadas a los allanamientos nocturnos y las detenciones arbitrarias, convirtieron a las fuerzas de seguridad en otro blanco del descontento.

El intento de sofocar la protesta con violencia sólo alimentó aún más la rabia. Allí donde los gases no lograron desalojar las calles, la población respondió con piedras, cócteles molotov y fuegos artificiales. Las acciones contra los cuarteles policiales mostraron que la lucha no es únicamente contra los privilegios de los políticos, sino también contra el aparato que protege esos privilegios.

En ciudades como Yogyakarta y Solo se exigió una reforma de la policía, aunque de momento sin exigencias puntuales. A pesar de esto, lo que está claro es el papel represivo de la policía que, junto con su fama de corrupta, se sumó la indignación generada por la muerte de un repartidor atropellado por un vehículo policial.

El 29 de agosto, en medio de los choques entre manifestantes y la brigada móvil de la policía, un joven repartidor de 21 años, Affan Kurniawan, perdió la vida bajo las ruedas de un vehículo blindado. Los testigos relataron que el coche atravesó la multitud sin detenerse y lo atropelló cuando realizaba una entrega de comida para una aplicación digital.

Su muerte se convirtió de inmediato en un símbolo de la violencia estatal y de la precariedad que sufren quienes sobreviven en la economía de plataformas. Miles de motociclistas, trabajadores de reparto y vecinos asistieron a su funeral, transformándolo en una demostración masiva.

No fue solo el duelo por una vida arrebatada de manera brutal, sino la expresión de un malestar social acumulado. Las calles de Yakarta se llenaron de caravanas de motocicletas y pancartas que denunciaban tanto a la policía como a las condiciones de explotación que empujan a miles de jóvenes a arriesgar su vida en trayectos interminables por salarios miserables.

La figura de Kurniawan se erigió como la encarnación de esa doble opresión: la de un sistema laboral que condena a millones a la precariedad e inseguridad y la de un Estado que responde con represión a la protesta. Su muerte no apagó la revuelta; la multiplicó.

En las consignas que exigen justicia, en las barricadas levantadas contra las fuerzas represivas, se reflejaba la convicción de que esta tragedia no fue un “accidente”, sino el resultado inevitable de un sistema que desprecia la vida de las personas trabajadoras en nombre del beneficio capitalista.

Contra la omnipresente bota militar

El gobierno tiene un amplio historial represivo y de soporte a las fuerzas represivas. En 2024, la coalición oficialista impulsó y aprobó una reforma de la ley militar de 2004 que amplió la presencia de oficiales en instituciones civiles, pasando de diez a catorce dependencias estatales. Esa decisión, celebrada por el oficialismo como una medida de “modernización”, despertó el fantasma del dwi fungsi —la “doble función” de las fuerzas armadas— que caracterizó la dictadura de Suharto, cuando los uniformados se ocupaban de ministerios, gobernaciones y bancas parlamentarias.

Las manifestaciones contra esta medida estallaron en Yakarta y Surabaya apenas se conoció la aprobación de la ley. Estudiantes, organizaciones de derechos humanos y sectores sindicales salieron a la calle para denunciar la restauración de un poder militar con capacidad de controlar áreas estratégicas del Estado.

En pancartas y discursos se recordó que, bajo Suharto, los militares asesinaron a más de un millón de personas en las purgas anticomunistas de 1965-66 y fueron responsables del genocidio en Timor Oriental. La normativa fue interpretada como una vía para legitimar un poder fáctico que nunca se retiró del todo de la escena política.

La protesta apuntó no solo contra el contenido de la ley, sino también contra el procedimiento con que se aprobó. Organizaciones como Kontras (Comisión para las Personas Desaparecidas y las Víctimas de la Violencia) denunciaron que el debate se realizó a puertas cerradas, en sesiones exprés y en lugares privados, sin participación pública y con violaciones a los procedimientos del propio parlamento.

Esa falta de transparencia reforzó la sospecha de que la reforma buscaba consolidar un marco legal para prácticas que ya venían ocurriendo: militares activos en funciones civiles y en la gestión de empresas estatales.

El discurso oficial intentó maquillar la reforma como un paso hacia la “profesionalización” del ejército, pero reforzó la percepción de que el gobierno se dirige hacia un nuevo ciclo autoritario. Por eso, las protestas contra la injerencia militar expresaron la memoria viva de un pueblo que sufrió la dictadura y que hoy rechaza la militarización de la política como un intento de blindar el poder frente al avance de la movilización social.

La plaza contra el palacio

De esta forma, las protestas no se explican solo por un subsidio escandaloso a los legisladores ni por la muerte de un joven repartidor. Ambos hechos fueron detonantes, pero lo que estalló en las calles es el fruto de un malestar acumulado durante décadas. En un país donde la mayoría de la población sobrevive en la pobreza mientras una minoría política y empresarial concentra la riqueza, la indignación se volvió incontrolable.

El gobierno intentó contener la crisis con represión y promesas de ajustes menores, pero ya no se trata de números en un presupuesto ni de revocar dietas parlamentarias. El problema es estructural. La precarización del trabajo, la corrupción de las instituciones y la violencia policial son parte de un mismo engranaje que perpetúa la dominación de clase.

Lo que estalla en Indonesia es la rabia de millones que se cansaron de cargar con la miseria, mientras se les pide paciencia en nombre de la estabilidad. Las manifestaciones son la expresión política de un pueblo que exige un cambio. El mensaje que retumba en las calles es claro: Indonesia no se levanta solo por un privilegio puntual ni por una muerte aislada, sino contra un orden social que condena a la mayoría a la pobreza para enriquecer a unos pocos.

Por último, dejemos anotado que las protestas en Indonesia hacen parte de un ascenso de la lucha de clases con epicentro en Asia y con repercusiones en regiones de Europa del Este.

En agosto del año pasado, por ejemplo, la juventud encabezó una rebelión popular en Bangladesh que derribó al gobierno autoritario dirigido por la otrora primera ministra Sheik Hasina. Igualmente, en diciembre de ese mismo año, fracasó el intento de auto-golpe de Estado en Corea del Sur, debido a las multitudinarias movilizaciones espontáneas que provocaron la salida del presidente ultraderechista Yoon Suk-yeol.

Asimismo, es preciso sumar el estallido social que atravesó Turquía en marzo contra las medidas autoritarias y represivas del gobierno de Erdogán, así como las multitudinarias movilizaciones en Serbia y Hungría contra los gobiernos autocráticos de Aleksandar Vučić y Viktor Orbán, respectivamente.

Lo anterior nos sirve para ilustrar algo que señalamos desde Izquierda Web y la corriente Socialismo o Barbarie: aunque la coyuntura internacional en estos momentos es bastante adversa (como denota el genocidio en curso contra el pueblo palestino en Gaza), también existen fenómenos de lucha desde abajo que apuntan en el sentido contrario.

La emergencia de la extrema derecha y sus provocaciones contra los explotados y oprimidos, traen consigo la potencialidad de la reversibilidad de la situación, es decir, de que las sociedades (que son cuerpos vivos, no muertos) se harten y estallen en las calles contra los de arriba.

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