El trabajo en el movimiento obrero
José Luis Rojo – Socialismo o Barbarie 272, 09/12/2013
“Hay que saber hacer frente a todo, hay que estar dispuestos a todos los sacrificios e incluso –en caso de necesidad- recurrir a diversos estratagemas, astucias y procedimientos ilegales, evasivas y subterfugios, con tal de entrar en los sindicatos, permanecer en ellos y realizar allí, cueste lo que cueste, un trabajo comunista” (Lenin, Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo)
A propósito del reingreso de “Maxi” Cisneros en Firestone, dedicaremos esta semana nuestra columna de partido a las cuestiones del trabajo de los revolucionarios en el movimiento obrero.
Las condiciones generales
Lo primero que debe establecerse son las condiciones genera- les de nuestro trabajo en el seno de la clase obrera. Respecto de un siglo atrás, esas condiciones variaron en más de un sentido. A comienzos del 1900, el movimiento socialista era de masas entre la clase obrera de los países europeos. Las corrientes reformistas eran mayoritarias; incluso en algunos países lo era el anarquismo. Pero los socialistas revolucionarios tenían su peso entre amplios sectores de la propia clase obrera. En algunos casos organizados en partido (Lenin), en otros no (Rosa Luxemburgo); pero en todo caso con acceso directo a los medios obreros[1].
Sin embargo, luego de la burocratización de la URSS esto cambió en forma radical. La socialdemocracia y el estalinismo pasaron a monopolizar casi de forma absoluta la representación política y sindical de la clase obrera europea, y en los países del “tercer mundo” se erigieron las corrientes nacionalistas burguesas de masas; el trotskismo quedó mayormente como “externo” a los batallones centrales de la clase obrera, una ex- trema minoría[2].
Con el derrumbe del estalinismo, éste tendió a dispersarse, así como la socialdemocracia vivió un proceso de conversión en partido burgués, aunque manteniendo ambas corrientes, como también los partidos “nacionalistas” como el peronismo, raíces entre amplias porciones de los trabajadores.
Concomitante con esto, comenzó un lento pero profundo proceso de recomposición obrera en el plano internacional; una lenta acumulación de experiencias que ha ido abriendo mayores posibilidades para que las corrientes del socialismo revolucionario hagan pie entre franjas más amplias de los trabajadores. Sin embargo, como contrapeso a la misma, está la cuestión que el proceso de recomposición obrera es más “sindical” o “antiburocrático”, más vinculado a la experiencia de la lucha y la democracia de bases, que la expresión de una radicalización política.
Esto es así, incluso aun, cuando la novedad es que comienzan a expresarse en diversos países, “reflejos políticos” de importancia en el terreno electoral, pero que todavía no configuran un fenómeno orgánico hacia la izquierda de amplias franjas de los trabajadores.
Recomposición obrera en el siglo XXI
Señalamos algunas de las condiciones históricas de dicha “externalidad” inicial. Se trata de un dato que tiene alguna regularidad y que se hace evidente cuando se comprende que las corrientes de masas que dirigieron por décadas los batallones pesados de la clase obrera mundial fueron la socialdemocracia, los partidos comunistas y los nacionalistas burgueses tipo el primer peronismo. Frente a estos inmensos aparatos de masas, el trotskismo tuvo una existencia como corriente minoritaria y de vanguardia que le obligó a darse una orientación “especial” para hacer pie en el seno de la clase obrera, algo que los bolcheviques no necesitaron plantearlo igual[3].
Es verdad que la descripción que estamos señalando es muy general, y que en las circunstancias de ascenso de las luchas de la clase obrera estos “diques de contención” establecidos por estas organizaciones y sus burocracias en torno a la clase obrera, tendieron a ceder y el clasismo y la izquierda revolucionaria a ganar posiciones no solo sindicales, sino más difícil e importante aún, políticas[4]. Esto ocurrió en la Argentina de comienzos de los años 1970 con la emergencia del llamado clasismo, pero no sólo aquí. Una experiencia similar se vivió en otros países latinoamericanos o en Francia, entre otros casos europeos.
Sin embargo, la derrota posterior de ese proceso de lucha volvió retrotraer las cosas, de manera tal de tener que replantear- se, una y otra vez, la problemática del avance de la izquierda revolucionaria en el seno de la clase obrera.
Sin ir más lejos, y luego de la derrota de las experiencias más bien “sindicalistas” del Viejo MAS en los años 1980, es un hecho que con el Argentinazo del 2001 comenzó un nuevo ciclo de esta experiencia, viviéndose hoy el proceso que hemos dado en llamar de recomposición obrera de una amplia vanguardia que a estas alturas ya está despertando preocupación en el seno de la burocracia sindical en todas sus expresiones, potenciado esto por la reciente votación de la izquierda. Este temor tiene nombre y apellido y se llama “inquietud ante el avance del trotskismo en las organizaciones de base de la clase obrera”.
Proletarización
Que el señalado fenómeno de recomposición obrera esté ocurriendo no quiere decir que se hayan modificado del todo las condiciones de nuestra acción en el seno de los trabajadores. Si la votación de la izquierda ha indicado que algo revolucionario está ocurriendo en la cabeza de sectores de la clase trabajadora, la realidad es que este proceso no expresa todavía una radicalización política hacia la izquierda, ni la emergencia de corrientes obreras independientes que, de manera objetiva, giren hacia la izquierda de manera más global. Este proceso podría estar preanunciándose, pero todavía no es la tónica.
Lo que sí es tónica es la acumulación de nuevas experiencias organizativas y de lucha que expresan una suerte de recomienzo histórico que la izquierda revolucionaria tiene el desafío de ser parte de él y acaudillar para llevarlas a buen puerto; un pro- ceso todavía más antiburocrático y “sindicalista” que político.
En total, las condiciones anteriores son las que fijan las reglas de juego de nuestra acción. Y las que dan actualidad a una orientación que es clásica y que tienen que ver con los primeros pasos para “desembarcar” en la clase obrera industrial: la proletarización de compañeros de origen más o menos estudiantil. Históricamente, esta proletarización remitía, precisamente, a la dificultad causada por dicho “desarraigo” entre el partido y su propia clase creada por las circunstancias históricas, y que hacía (y sigue haciendo) muy difícil progresar en el seno de la clase a partir de un trabajo político realizado estrictamente “desde afuera” de la inserción física y social en los grandes contingentes obreros.
Desde ya que este trabajo político de atención de fábricas y de vuelco a las luchas es la primera gran tarea clásica para el trabajo obrero de la izquierda revolucionaria por así decirlo; por eso la abordaremos más abajo. Pero, en general, y como decía un compañero recientemente proletarizado de nuestro partido, se mantiene la dificultad que si se está desde afuera del lugar de trabajo, no se podrá estar desde el inicio de un proceso de lucha o de reorganización –proceso siempre molecular y des- de afuera “inobservable” en sus comienzos- sino solamente a partir de que éste detona, lo que le da una enorme ventaja a nuestros adversarios burocráticos, que sí tienen inserción de masas, y se nutren siempre de estas nuevas generaciones con su ingenuidad inicial[5].
Entre otras cosas, esto es lo que se pretende resolver con la inserción de compañeros a trabajar en fábrica: que una cama- da de militantes comience a hacer la experiencia con su clase desde las entrañas mismas de los lugares de trabajo, desde el inicio de un proceso de lucha y recomposición.
Si en el pasado, además, esta orientación era característica de compañeros provenientes del medio estudiantil, hoy día esto se ratifica (porque no hay que perder de vista que la izquierda revolucionaria, históricamente, se nutre primero del medio estudiantil), a la vez que adquiere un cierto matiz: es que incluso compañeros y compañeras provenientes del medio trabajador van hoy día a los colegios y universidades; es posible que allí conecten con la izquierda, y que desde el partido los alentemos a ir a trabajar no a cualquier lado, sino a las más grandes fábricas de su zona.
Claro, nadie supondría que los bolcheviques hayan tenido problemas de “proletarización”. Ese era “otro mundo” y más bien en el Qué Hacer Lenin alentaba a sacar cualquier compañero obrero que se destaque de la fábrica y profesionalizarlo. Pero ninguna dirección partidaria en su sano juicio se le ocurriría hoy semejante dislate; por lo menos no hasta que las corrientes revolucionarias adquiramos, realmente, amplia influencia entre las masas obreras.
El trabajo clandestino
A la proletarización de los compañeros en particular, y al progreso del partido en el trabajo obrero en general, le sigue otra condición de existencia de esta actividad: su carácter inicial clandestino. Esto es así porque el “régimen político” que impera en los lugares de trabajo, sobre todo en las fábricas (no es así en el caso del empleo estatal), es el de una dictadura, no de una democracia siquiera burguesa. Es decir, habitualmente las decisiones de la empresa son materia aplicable, no se discuten: la patronal es dueña de los medios de producción y hace y deshace a su antojo evidentemente sin consultar a los trabajadores[6].
Esto tiene una derivación de enorme importancia y es el rol de la burocracia sindical, formalmente representante de los obreros. La misma se ha convertido históricamente en los perros guardianes de la empresa en el seno de la clase obrera. Es que el control por parte de la patronal sobre los trabajadores supone el poder detectar a tiempo a los “disconformes”, a los que cuestionan el estado de cosas, el grado de explotación del trabajo, los bajos salarios, la mala liquidación de los “premios” y demás. La burocracia sindical, que tiene su razón de ser en mantener el control de la base obrera, y que deja de serle útil al sistema cuando es desbordada desde abajo, tiene el mismo interés que la empresa en “deschavar” y hacer echar aquellos compañeros que se destacan por sus opiniones, por su vivacidad, por su nivel cultural. En definitiva, por su amplitud de miras más allá de la mera retribución de todos los días, con una mirada no solo “economicista” de las cosas, sino que cuestionan –de una u otra forma- la explotación como tal y la falta de tiempo libre; la falta de control de sus propias vidas, la cárcel y el encierro fabril[7]. De ahí que el trabajo consciente de los revolucionarios dentro de la clase obrera y los sindicatos, siempre deba partir y tener como uno de sus atributos la clandestinidad. ¿Qué quiere decir esto? Que no debe hacerse a “cielo abierto”, que no hay que “deschavarse”; se trata de comprender que se está bajo una dictadura y no alguna forma de “democracia” (como impera, eventualmente, en el resto del país) por la cual uno podría proclamar su identidad sin más. Comprender, también, que la generalidad de los compañeros de trabajo no entienden esto; que en la clase anidan muchos elementos de ingenuidad y que en cuanto ven que un compañero se destaca es muy común que le digan al militante –sin ninguna maldad-: “che, vos que sos zurdo, qué opinas de tal o cual”… ¡Suficiente para que la burocracia o la patronal marquen al compañero inmediatamente y lo deje “patitas en la calle al otro día”!
Claro que estas condiciones de clandestinidad –o parte de ellas, puesto que siempre debe haber un aspecto clandestino en nuestro trabajo fabril- varía cuando se desata una pelea abierta con la patronal o un proceso antiburocrático; o cuando se ganan posiciones de representación sindical, como son los cuerpos de delegados, comisiones internas, seccionales o, ni hablar, sindicatos nacionales. Aquí ya es el propio proceso de organización el que “protege” y defiende a los compañeros que se destacan lo que, de todas maneras, siempre se verán bajo asedio patronal-burocrático al ser considerados como enemigos de la estabilidad de la explotación capitalista.
En definitiva, este trabajo clandestino en particular, y el trabajo obrero en el sentido más amplio del término en general, son una inmensa escuela para la militancia revolucionaria. La más importante escuela que las nuevas generaciones partidarias puedan obtener y que las hace “aterrizar” políticamente, hacerse materialistas dialécticos, hacerse concretos a la hora de abordar las duras condiciones de la lucha de clases, superando el mero “romanticismo” inicial y, sobre todo, la tremenda ingenuidad que nos desarma y hace “idiotas” frente al enemigo de clase.
El trabajo político desde afuera y el vuelco a las luchas
Como señalábamos recién, conjuntamente con la proletarización de compañeros, otra palanca tradicional de nuestro trabajo en el movimiento obrero es el trabajo político y sindical desde afuera de los lugares de trabajo. Este es un complemento esencial a la orientación de proletarización de compañeros, que además debe ser parte de la actividad cotidiana de todo partido que se precie de revolucionario y no de ser una mera secta estudiantil.
Yendo más lejos incluso, no puede uno cansarse de subrayar la importancia estratégica para el partido de esta orientación; y en un doble sentido. En primer lugar, si bien las condiciones más generales son las descriptas arriba, no puede haber nada de esquemático en nuestro trabajo en el seno de la clase obrera. Todo el mundo sabe (Lenin insistía en esto, una y otra vez) que la clase obrera aprende, en primer lugar, por su propia experiencia; y que esta experiencia nunca avanza más que en oportunidad del desarrollo de sus luchas, las que les hacen ver en su realidad a sus enemigos de clase, sean la patronal, el gobierno, la burocracia, el Ministerio de Trabajo, la Iglesia y demás. De ahí que el momento de la lucha sea de ruptura de esquemas en la cabeza de los compañeros, y donde las organizaciones de izquierda puedan hacer pie en dicha lucha y entre los trabajadores.
Como se aplica por igual a las revoluciones y a cada lucha obrera real, en pocos días los trabajadores aprenden más que en años. Los tiempos de su experiencia política se aceleran, rompen con el ritmo cansino habitual, y la realidad tal cual es se les aparece despojada de sus viejos velos, cual una “revelación”, pero no mística o religiosa, sino lograda a partir de su propia experiencia de lucha.
Lo anterior no menoscaba, sin embargo, la importancia decisiva del trabajo “cuantitativo” de acumulación previo: el significado inmenso del trabajo regular con el periódico en puerta de fábrica; y como una organización que lleva adelante este trabajo de manera regular, se va ganando la confianza de los compañeros trabajadores: más de una experiencia de construcción revolucionaria en el seno de la clase obrera se ha llevado adelante, o cimentado, de esta manera[8].
Es evidente que una confianza así sólo se construye a lo largo del tiempo; mediante una actividad regular que aparece, vistas de manera superficial las cosas, como “rutinaria” y cuantitativa; pero que, como subproducto de un esfuerzo regular, realizado madrugada tras madrugada y restando tiempo al sueño, puede dar lugar a resultados cualitativos cuando se desate una lucha de importancia, haciendo que el trabajo partidario de un salto revolucionario.
Ahora bien, esto no tiene nada que ver con la idea facilista de que cómo la izquierda está “sacando votos”, resulta ser que, desde afuera, sin un esfuerzo sistemático de trabajo en el seno de la clase, se podría avanzar de manera cualitativa. Esta es una manera rebajada de abordar el problema, que olvida que entre los trabajadores hay instituciones muy fuertes que actúan cotidianamente en un sentido contrario a los revolucionarios. De ahí que hablemos de la necesidad que la izquierda avance en su trabajo orgánico; porque los compañeros pueden votarnos en el cuarto oscuro, pero otra cosa es el día a día en los lugares de trabajo, el control de la empresa, el que ejerce la burocracia, su “copamiento” de los sindicatos obreros y demás. No señor: sin un esfuerzo específico, por el solo “arte de magia” de las votaciones o la influencia electoral, no se podrá avanzar un centímetro en el seno de la clase obrera, aunque esa influencia general puede ayudar mucho si uno se “arremanga” a realizar el trabajo cotidiano que hay que realizar.
La educación del partido
Hay una última determinación a la que nos queremos referir so- meramente aquí y que tiene rasgos estratégicos para los partidos revolucionarios; sobre todo cuando se trata de organizaciones de vanguardia y de base juvenil. Se trata del significado educativo que tiene el trabajo en el seno de la clase obrera para la militancia. Un partido que no tiene dicho trabajo es “abstracto”, “ideo- lógico” en el mal sentido de la palabra, no tiene reflejo de la clase y sus problemas, la manera de abordar las cuestiones por parte de los trabajadores, su cotidianeidad. En total, no sabe siquiera “hablar” con los trabajadores en su propio lenguaje, condición imprescindible para intentar llevarlos “más allá”.
Esta falta de experiencia para “hablar” el lenguaje de los obre- ros es connatural a las nuevas generaciones militantes, las que nunca se podrían formar por “generación espontánea”; no hay que tener ningún sectarismo ridículo frente a esto. De ahí que esta “conexión” con la clase obrera, con sus vicisitudes y luchas cotidianas, con sus lugares de trabajo y vivienda, el fusionarse hasta cierto punto con la misma clase como pedía Lenin, tenga importancia estratégica para la forja de todo partido revolucionario de vanguardia que aspire a ser tal, dejando de ser una mera liga de propaganda. Esta es una responsabilidad de las direcciones de dicho partido, la que nunca podría ser resuelta de manera sectaria y ultimatista, pero que debe figurar entre sus primeros deberes, llevándose adelante esta “tensión” en la vida partidaria como un trabajo constante
La “guerra de guerrillas” industrial
Roberto Sáenz – Socialismo o Barbarie 288, 15/05/2014
“(…) en ‘La condición de la clase obrera en Inglaterra’ Engels mencionaba dos veces los sindicatos como escuelas: ‘la escuela militar de los trabajadores’: ‘escuelas de guerra [de clases]’. Veinticinco años después Marx destacaba la significación de la ‘guerra de guerrillas’ entre el capital y el trabajo: ‘nos referimos a las huelgas que el último año han perturbado el continente europeo’. Esto figuraba en el informe del Consejo General al congreso de la Internacional” (Hal Draper, Karl Marx Theory of Revolution)
En una coyuntura dónde están en el centro duros conflictos obreros como Gestamp, Calsa o Cerámica Neuquén es útil reflexionar acerca de lo que entre los revolucionarios se llama “la guerra de guerrillas industrial”. Refiere a las peleas que se dan fábrica por fábrica, cotidianamente, entre la base y el activismo contra la patronal y la burocracia sindical, cómplice de la misma. Guerra de clases que es un aprendizaje de lucha no solamente para la base y el activismo de dicho lugar de trabajo, sino para las nuevas generaciones militantes que hacen sus primeras armas junto a los trabajadores. La mejor escuela que se pueda tener como hemos señalando en esta columna más de una vez.
Una guerra de clases
Aclaremos desde el vamos que cuando hacemos referencia a esta denominación no estamos pensando, evidentemente, en las experiencias guerrilleras aisladas de la clase obrera que se dieron en los años 70 en nuestro país por parte de las formaciones militares y que se sustanciaban entre sectores no obreros, pequeñoburgueses o campesinos no urbanos, y no en las ciudades y con los métodos tradicionales de lucha de la clase obrera. No nos referimos a eso sino a las peleas que se llevan adelante cotidianamente en los lugares de trabajo, la mayoría de las veces siendo “abandonadas a su suerte” por el sindicalismo oficial (más bien traicionadas), así como por el conjunto de las fuerzas políticas patronales, populistas y pequeño-burguesas que no las tienen como centro de su acción. Sólo la izquierda revolucionaria tiene la tradición de que estas peleas cotidianas son el centro de su actuación y aprendizaje y no es para menos: se trata de las peleas cotidianas de nuestra clase. Señalemos, entonces, que cuando hablamos de “guerra de guerrillas” nos referimos, específicamente, a algo que están en cierto modo en “contraposición” con las batallas abiertas, de conjunto de la clase obrera. Una batalla de conjunto es, por definición, una huelga general o, al menos, el paro de un gremio como tal. Pero cuando hablamos de las peleas por fábrica -como ocurre en muchos casos que desbordan a la burocracia, pero la misma se juega a reventarlas sin tomar medidas en su apoyo- se trata, justamente, de lo que estamos señalando aquí: una “guerra de guerrillas” porque es un combate por sector, lugar por lugar, fábrica por fábrica y que en todo caso pugna por elevarse a un escenario más de conjunto. La analogía con el arte militar es evidente. Es que también en el caso de las guerras las hay las que enfrentan ejércitos enteros y las hay las que son más “defensivas”: una suerte de “escaramuza” característica de cuando hay desproporción de fueras enfrentadas. En ese caso sería suicida lanzarse a una pelea a “cielo abierto” y, entonces, la guerra se sustancia de manera “guerrillera” atacando en un punto y retirándose para evitar ser aniquilado. Claro que cuando hablamos de los conflictos obreros como una “guerra fabril” no nos estamos refiriendo exactamente a lo anterior (no hay manera de “retirarse” por decisión propia o unilateral de una pelea que se larga contra la patronal), pero sí al hecho que no es lo mismo una lucha de conjunto que las peleas por lugar de trabajo a las que nos estamos refiriendo con esta denominación y que son casi “naturales” dada la explotación del hombre por el hombre que caracteriza al capitalismo y que acicatea una y otra vez a los trabajadores a la lucha para sacudirse tal yugo.
La escuela de la lucha directa entre las clases
Un elemento derivado de lo que estamos señalando es como los conflictos obreros son una verdadera “escuela” de la lucha de clases como señalara Marx. Algo clásico es que son algo distinto y mucho más serio que los conflictos estudiantiles, populares o de cualquier otro tipo; conflictos donde lo que está en juego es el puesto de trabajo. Los trabajadores saben que su puesto de trabajo puede estar en riesgo y esto le da otra entidad a la pelea: se pone en riesgo el alimento cotidiano de las familias del compañero trabajador. Esto marca, insistimos, un elemento característico muy distinto a las peleas del medio estudiantil o, en general, de los gremios docentes o estatales dónde por lo general no corre riesgo el empleo. Al mismo tiempo, esta seriedad de la pelea, todo lo que se pone en juego lleva, muchas veces, más a fondo la pelea misma; sobre todo cuando la misma se radicaliza. Toda huelga obrera es así una escuela de la lucha de clases, un “entrenamiento” en esa misma lucha, una pelea que se transforma en un enfrentamiento directo entre obreros y patronos, entre los trabajadores, los capitalistas y su estado y fuerzas represivas, y que apela a la paralización de las tareas, a la ocupación de la fábrica, a la toma de rehenes, al enfrentamiento a la represión, todas medidas de enfrentamiento directo con la clase enemiga. Recapitulando: si se paraliza la producción o simplemente se quita la colaboración (las horas extras, entre otras cosas). Si se realiza un paro por turnos o uno de 24 horas. Si el paro se declara por tiempo indeterminado ante la falta de respuesta de la empresa o se levanta[9]. Y no se trata solamente de los paros, eso es lo más simple. En la dinámica de la pelea se coloca la ocupación de la planta, quien la controla: si la empresa y sus perros guardianes o los trabajadores. Así como se plantea también el control de los accesos, el bloqueo de los portones, que la empresa no pueda sacar su producción. Pero, además, no se trata sólo de la empresa y sus guardianes, de la policía y la gendarmería; se trata de algo mucho más pérfido e insidioso, más complejo: del trabajo de zapa que hace la burocracia, los agentes de los capitalistas en el seno de los trabajadores. Ellos hacen correr rumores falsos, crean permanentemente desconfianza y cizaña entre las filas de los trabajadores, juegan a la división, a la desmoralización y el enfrentamiento entre la base, a estigmatizar a todo luchador como “zurdo”. También dan un paso más: organizan y traen su patota para amedrentar a la base o enfrentarla al activismo. Repetimos: los conflictos obreros son un ejercicio clásico y privilegiado de la lucha de clases porque son una pelea directa, abierta, física entre obreros y patronos dónde se pone en juego el puesto de trabajo de los compañeros (y hasta su propia vida en las luchas más agudas). Se trata de una guerra de clases que está inscripta en la naturaleza íntima de un sistema que se base en la explotación de una clase por otra y que se sustancia día tras día poniendo en entredicho frases bellas como la “democracia” y otras beldades por el estilo; régimen que no impera en los lugares de trabajo: su régimen es la dictadura del patrón, el régimen de la defensa armada de la propiedad privada de los medios de producción. Y no es que no actúen las “instituciones” y el derecho. Claro que lo hacen: ahí están las leyes, los ministerios, las conciliaciones obligatorias, las leyes laborales y demás mecanismos de “mediación” de las relaciones entre las clases, entre obreros y patronos, que son muy complejas porque se “entremezclan” con las relaciones de clase directas y frente a las cuales hay que saber manejarse; instancias que no se pueden desechar de manera infantil –la clase obrera las tiene muy en cuenta- y a las cuales tampoco hay que adaptarse de manera oportunista perdiendo de vista que los que define realmente las cosas es la lucha misma (las relaciones de fuerzas). Menos que menos despertar expectativas que estas instancias, por sí mismas, pudieran resolver algo.
El complejo “microcosmos” de cada lugar de trabajo
Los conflictos obreros son uno de los escenarios más complejos de la lucha de clases. Es que cada lugar de trabajo es un «microcosmos» que hay que conocer específicamente y no se deriva mecánicamente del “macrocosmos” nacional. Un todo complejo de relaciones formado por la patronal, la burocracia, la base obrera, la vanguardia que en cada caso concreto –en cada lugar de trabajo- tiene sus relaciones determinadas y hace al terreno real en que se sustancia cada lucha (por no perder de vista los elementos “macro” que se le adosan, como son las instituciones laborales, el gobierno del momento, la coyuntura política en el seno del cual se da determinada lucha, etcétera). Conocer este terreno, las características específicas de lugar de trabajo y la lucha en la cual nos involucramos, es fundamental para poder actuar correctamente en la lucha tal, y no sólo fundamental sino imprescindible para no salir derrotado. Este es otro elemento de importancia en la “guerra de guerrillas” industrial. Los conflictos son complejos, requiere experiencia abordarlos correctamente. Una experiencia que se adquiere con el tiempo; un oficio en el que hay que hacerse especialista, entrenarse. Y la militancia y el partido sólo pueden hacerse especialistas participando en los mismos, privilegiado su vuelco a los conflictos. Porque hacerse “especialistas en las luchas” requiere adquirir experiencia y que las mismas se acumulen en el “saber hacer” del partido, de su militancia, de sus cuadros, de sus dirigentes obreros y políticos nacionales. Y se trata de un aprendizaje colectivo del partido que si no lo es no resultará tal –un aprendizaje del partido como tal- porque a medida que la organización crece las responsabilidades también lo hacen y no hay dirección que pueda dar “línea táctica” para todas y cada una de las luchas; en todo caso sólo para las más importantes. Pasa que, justamente, la relación entre el contexto general del país y la “bajada” específica al lugar de trabajo no es simple, está plagada de mediaciones y especificidades. Ejemplo: los rasgos o “patrones” de comportamiento de la patronal: si es “negociadora” o no. Lo mismo respecto de la burocracia de cada gremio. No toda burocracia es igual. Todas son pérfidas, pero las hay más fuertes y más débiles. Cómo es la base de la planta es otro punto: si hay mayoría de compañeros grandes (más conservadores, aunque con más experiencia) o más jóvenes (siempre la flor y nata del activismo). Y, en este marco, cómo es el activismo, qué nivel político y cultural tiene, etcétera. Se trata de todas estas de especificidades que hay que conocer para poder orientarse correctamente dentro de la casi “inextricable” especificad de cada conflicto. Formarnos como especialistas en las luchas. En la medida que cada conflicto es una guerra de clases, un escenario de lucha directa entre las clases, se transforma en una invaluable escuela de la lucha misma. Los criterios de táctica y estrategia se le aplican enteramente en la medida que la estrategia tiene que ver con el conjunto de acciones a llevar a cabo para ganar y la táctica tiene que ver con cómo responder a cada circunstancia, cada giro de la lucha en función de la estrategia del triunfo en la pelea. Una escuela de lucha porque no se trata de una elección, un referéndum, una apelación judicial, una reunión ministerial, un simple acto electoral o algo de ese estilo; se trata de un ámbito de enfrentamiento directo entre las clases, que aunque no deje de estar “cruzado” -a la vez- por la actuación del derecho laboral y penal y los ministerios de trabajo, coloca las cosas en el terreno del enfrentamiento material, real, de las fuerzas sociales. De ahí que los conflictos sean una enorme escuela para la juventud obrera y partidaria[10]. Sólo se puede aprender a luchar, luchando. No es algo que se pueda obtener en un manual o en un curso del partido. Sólo se puede aprender en el terreno real de la lucha misma. Y a partir de esa experiencia, reflexionar sobre la lucha misma. Ahí vale oro la reflexión, la formación, la discusión en el seno de los organismos del partido. Todo esto tiene una base material: que las nuevas generaciones militantes se formen como “especialistas en las luchas” en el terreno privilegiado que es la guerra de clases que se sustancia cotidianamente entre obreros y capitalistas.
¿Cuándo termina un conflicto obrero?
José Luis Rojo – Socialismo o Barbarie 307, 02/10/2014
“Todo pronóstico es una posibilidad histórica, es una batalla de clases por darse y su corrección no se mide por el triunfo o no de esta última. El problema es la posibilidad de esta batalla, lo demás, la historia, la hacen las clases con sus luchas. Un pronóstico no es correcto o incorrecto por su éxito, sino si cumple ciertas condiciones para que sea científico y revolucionario” (Nahuel Moreno, “Las revoluciones de China e Indochina”).
A propósito de los recientes conflictos liderados por la izquierda surgió el interrogante acerca de cómo evaluar cuándo finalizan dichas peleas. Aunque a primera vista esto parezca simple, no es así. Es que sus determinaciones son muy complejas: el “micromundo” de la empresa, el gremio y la rama de la producción se combinan con el “macromundo” del gobierno y la política nacional, de manera tal que son tantas las variables que entran a jugar en cada caso que no queda otra que abordar sus circunstancias concretamente.
Varios son los factores que pueden influenciar el resultado de una lucha para un lado o para el otro. De todas maneras, en algún momento el conflicto termina, y se trata de hacer el balance del mismo.
El resultado de una lucha depende de la lucha misma
Arrancaremos con una sentencia aguda de un dirigente reformista. El subcomandante Marcos solía señalar que “muchos mundos caben en el mundo”. Una afirmación que, como buen reformista, se orientaba para el lado de una separación mecánica de los diversos planos que constituyen la realidad (el reformismo y el etapismo en política requieren de esta construcción de la realidad como caracterizada por “compartimientos estancos”).
Pretendemos ensayar aquí una utilización revolucionaria de esta intuición, esto para clarificar la complejidad que entrañan los conflictos obreros. Es que el “micromundo” de la empresa y el “macromundo” de las relaciones externas a ella se combinan de una manera compleja que debe ser abordada concretamente.
Cada empresa tiene sus coordenadas específicas vinculadas al tipo de patronal, al gremio del que se trate, a las características de la base y la vanguardia, a la coyuntura industrial por la que se está pasando; por no olvidarnos de las relaciones de fuerzas más generales entre los trabajadores, la burocracia y los empresarios.
Todos estos elementos hacen a la complejidad de cada lugar de trabajo; de ahí que hablemos del “micromundo” en que se sustancia toda lucha; un “micromundo” que debe ser conocido al dedillo, de manera tal de poder acertar en la política y la orientación.
Sin embargo, sería un error de leso marxismo evaluar dicho “mundo” desgajado del marco general en el que opera: el escenario político y económico del “macromundo” de las relaciones de fuerzas más generales entre las clases (la coyuntura política de la que se trate, la situación del gobierno, así como el contexto económico en que se va a sustanciar dicha lucha).
De ahí que el análisis del escenario de cada lucha sea, repetimos, complejo: debe combinar ambos “mundos”, que lejos de guardar una relación mecánica, se articulan dinámicamente dando lugar a la resultante de la situación del lugar de trabajo en cada momento determinado.
En ese escenario, la lucha comienza. Hay varias cosas que se pueden señalar al respecto. Por ejemplo: que cualquiera sea la situación (más o menos favorable) por regla general los trabajadores no están en condiciones de elegir cuándo desatar una pelea. Hay que evitar las provocaciones, el “pisar el palito” o salir a un enfrentamiento apresurado si la circunstancia no es favorable. Pero también es verdad que muchas veces los trabajadores no pueden elegir cuándo salir a la pelea; la misma se les impone.
Esto plantea otra cuestión de importancia: el resultado de una lucha depende de la lucha misma, nunca está predeterminado. Por más adversas que sean las condiciones, si la lucha debe darse, hay que darla; nunca considerar que su resultado puede estar definido por anticipado.
Como digresión recordemos la ubicación de la corriente menchevique respecto de los bolcheviques en el sentido de que su “asalto al poder” habría sido “prematuro”: las condiciones no habrían estado “dadas”. Se trataba del tipo de argumento que estamos criticando aquí: las revoluciones no tienen fecha cierta, llegan “adelantadas” o con “retardo”. El tema es que cuando arriban, no puede decirse “gracias no fumo”: hay que “jugárselas” y ver qué sale como resultado de la pelea.
Si la lucha es finalmente derrota (a pesar de haberse sostenido una política correcta), podrá explicarse este resultado por las adversas condiciones en las cuales se salió a pelear. Pero nunca hay que olvidar que cada conflicto está caracterizado por una serie de alternativas y clivajes complejos que siendo afrontados con una política correcta, quizás cambien el curso de la historia.
La verdad es revolucionaria
Hay algo más: cuando las condiciones lo exigen, siempre es mejor ir a una lucha consecuente que quedarse a mitad de camino. No hay peor derrota que la lucha que no se da. Esta era la definición que había dado Trotsky a la catastrófica derrota de la clase obrera alemana cuando la ascensión del nazismo en 1933. Por responsabilidad del estalinismo, la clase obrera había sido derrotada sin luchar.
Por el contrario, si la lucha sale derrotada pero se llevó adelante de manera consecuente, lo que queda en materia de enseñanzas estratégicas, históricas, de recuperación de los métodos de lucha de los trabajadores, tiene un valor impagable.
Pero cuando no se va hasta el final en una pelea, cuando no se asumen las exigencias que la misma lucha coloca, las conclusiones serán siempre a mitad de camino, timoratas, parciales, nunca revolucionarias.
Esto nos lleva a otra cosa: las conclusiones de toda lucha siempre deben ser la verdad por amarga que sea, jamás se les debe mentir a los trabajadores. Los que pasan triunfos por derrotas son las burocracias, no los revolucionarios. Porque su centro es cuidar el prestigio como aparato, nunca que las peleas se ganen.
Como segunda digresión, podemos volver a Trotsky. Éste subrayaba que el estalinismo se caracterizaba por el empirismo, por criterios que nada tenían que ver con las exigencias de la lucha: lo que le importaba no eran las exigencias de la pelea, sino cuidar su propia “infalibilidad”.
Señalemos de paso que ninguna dirección revolucionaria puede ser infalible: es imposible no equivocarse. Lenin enseñaba que el problema no es errar, sino no sacar rápidamente las conclusiones de dicho yerro, corrigiendo rápidamente el curso equivocado.
Los revolucionarios nos jugamos a ganar las peleas, y si esto no se logra, nuestra obligación principista es hacer un balance claro, limpio, honesto de por qué se perdió.
Claro que es mucho más difícil decirles a los trabajadores la amarga verdad, que pintarles el mundo de rosa. Pero la verdad, por más amarga que sea, es el núcleo de la política de los revolucionarios, la única que permite hacer avanzar la conciencia de clase.
Ni siquiera el triunfo da derechos
Nos interesa presentar otro aspecto de la cosa: por razones que nos exceden, un conflicto puede haber sido derrotado y sin embargo nuestra política haber sido la adecuada para las circunstancias.
Pasa que entre el resultado de un conflicto y el balance de la política para el mismo tampoco hay una relación mecánica; esto se debe analizar en cada caso concreto. No es verdad que el éxito sea el único rasero para evaluar una política: puede que se tenga “éxito” y que esto sea a costa de una mala educación de los trabajadores y la militancia, cuyas consecuencias negativas se pagarán más adelante.
Si así no fuese, el criterio de evaluación sería estrechamente pragmático; no dialéctico marxista. Una tercera digresión a este respecto: que la estrategia guerrillera haya triunfado en la Revolución China de 1949 (o en la cubana diez años después), y que haya teñido a la juventud que se radicalizaba en aquella época, no quiere decir que fuera correcta, ni que hubiera llevado a la clase obrera al poder. Como vimos en la cita que antecede esta nota, Moreno criticaba correctamente el enfoque empirista basado en los “éxitos” a la hora de hacer balances.
Sobre la base de este tipo de enfoques, existieron corrientes del trotskismo que en los años 60 afirmaron que la dirección de Castro y el “Che” Guevara era “más revolucionaria” que la de Lenin y Trotsky…
Volviendo a nuestro punto, se trata de relaciones dialécticas que no pueden ser evaluadas mecánicamente; ni en la “guerra de guerrillas” de los conflictos de todos los días, ni en las grandes revoluciones históricas: ambas expresiones de la lucha de clases requieren del análisis concreto de la situación concreta.
Así las cosas, siquiera el triunfo da derechos; se trata, siempre, de una evaluación acerca de si ese triunfo fortalece la posición de los trabajadores, su educación y organización independiente.
Una lucha sin fin
Veamos, finalmente, otro elemento complejo: la evaluación de cuándo finaliza un conflicto. Muchas veces una lucha parece estar “finiquitada” y luego se obtiene un triunfo. Esto remite, en última instancia, a la combinación dialéctica de los “micro” y “macro” mundos de los que hablábamos arriba. Es que, quizás, los factores “internos” en el lugar de trabajo ya se encuentren agotados, y sin embargo los “externos” vienen al rescate y permiten alzarse con un triunfo.
Esto requiere de una evaluación objetiva, no de decirle cualquier cosa a los compañeros. Vivir en un mundo de especulaciones creando falsas expectativas no es de políticos revolucionarios, desarma a la base obrera para las condiciones reales de la lucha.
Yendo al punto, la cosa es así: un conflicto se termina cuando las consecuencias a las que dio lugar se hacen irreversibles. Puede ser que la patronal no logre evitar que las reivindicaciones obreras se impongan y deba cederlas: evidentemente, los trabajadores se alzan con un triunfo. Pero también puede ser que los despidos sufridos, o la destitución de los delegados o lo que sea, se hagan una hipoteca ilevantable, no haya condiciones para ser revertidos; dicho conflicto se salda, al menos en lo inmediato, con una derrota.
Claro que siempre queda una carta para jugar: la lucha de clases es un proceso “sin fin” hasta que se acabe con la explotación del hombre por el hombre. Y esto quiere decir que la historia nunca acaba. Más concretamente: que todo conflicto que se acaba como tal, que no logra revertir sus efectos, puede sin embargo apelar a otras instancias (como la legal o la política) para paliar sus consecuencias. Es ahí cuando decimos que la lucha se transforma en una “campaña”; un round termina, otro comienza: ¡la lucha de clases es una rueda que nunca acaba hasta terminar con la explotación capitalista!
La difícil forja de una conciencia de clase
Roberto Sáenz – Socialismo o Barbarie 289, 22/05/2014
Algunas enseñanzas a propósito del actual ciclo de luchas
El durísimo conflicto que están llevando adelante los compañeros de Gestamp es uno de los más importantes de la coyuntura. Luchas similares están ocurriendo en Calsa, Emfer, Cerámica Neuquén y otras plantas abandonadas a su suerte por la burocracia sindical.
Estas luchas muestran, también, como la izquierda sigue rengueando por detrás de la situación en la pelea contra el ajuste económico. Sobre todo, los integrantes del FIT, ninguno de los cuales ve la necesidad de realizar, urgentemente, un gran encuentro nacional del sindicalismo combativo unificado para rodear de apoyo estas luchas; a lo sumo plantean “esperar para después del Mundial” …
Este tema lo tratamos en el editorial de esta edición. Aquí sólo queremos dedicarnos a algunos de los rasgos de la nueva gene- ración obrera, tal como se desprenden de las actuales experiencias de lucha, como parte de ir sacando enseñanzas de ellas. Y, también, como para desmentir tanta pavada que se dice por ahí, poniendo el dedo en la llaga acerca de la complejidad que tiene la forja de una verdadera conciencia clasista entre los trabajadores.
Los límites del sindicalismo
Lo primero que salta a la vista es el sindicalismo de los compañeros. La nueva generación obrera se caracteriza por ser muy activista, “radicalizada” muchas veces en cuanto a algunas acciones y con fuertes rasgos de desconfianza en la burocracia sindical (aun si, como ocurre en la mayoría de los casos, los compañeros no la tengan identificada como enemiga al inicio del proceso de la lucha).
Estos son algunos de los muchos rasgos positivos de los compañeros en un proceso que por el momento es más antiburocrático que realmente clasista. Sin embargo, y por esto mismo, están caracterizados por fuertes contrastes que desmienten, a la vez, la mitología de tantos izquierdistas de café sobre que estaría en curso una “radicalización” de la conciencia de los trabajadores sólo a partir de la (importante) votación obtenida por la izquierda y por fuera de una verdadera profundización de la lucha de clases.
Insistimos: los rasgos de la base obrera e, incluso, de los compañeros de vanguardia en la lucha desmienten este relato facilista. Es verdad que entre el activismo hay compañeros que simpatizan e, incluso, han votado por la izquierda. Esto se da sobre todo allí donde la izquierda ha ido ganado posiciones por anticipado. Pero esta situación no es la dominante ni entre el activismo ni muchísimo menos entre la base. La realidad es que la conciencia es, mayormente, reivindicativa (atada a la necesidad económica), con poca amplitud de miras, y sin mayores rasgos de radicalización política.
A la hora de la lucha, este es un tremendo límite que se expresa en una aguda ceguera frente a determinadas circunstancias. Pasa que a los compañeros les cuesta muchísimo elevarse más allá de los estrechos límites de su lugar de trabajo. Lenin dijo un siglo atrás que el rasgo característico de la conciencia obrera era el “trade-unionismo”, enseñanza universal que sigue presente hoy. Sindicalismo que se caracteriza por no ver más allá de las relaciones creadas entre obreros y patrones en el lugar de trabajo. Es decir: por la pérdida de la dimensión política de las cosas, que siempre incluye al Estado. Y también por aspirar a mejoras dentro de las relaciones de explotación existentes que dejan siempre al obrero como obrero y al patrón como patrón (con todo lo que esto conlleva en materia de expectativas falsas, ingenuidad, representaciones irreales de las relaciones reales, espera de un “salvador” y un largo etcétera).
Esto es lo que sigue dominando a nuestra clase obrera, que,
si no se identifica, como lo hizo en las décadas pasadas con el peronismo como movimiento ideológico, sí lo hace en todo caso con el “residuo burgués” de esa conciencia política, expresada en la estrechez de miras y el criterio economicista con que se abordan las relaciones: entregar sus condiciones de explotación e, incluso, su independencia política y sindical a cambio de plata.
Resumiendo, sindicalismo es la incapacidad de elevarse más allá de las estrechas relaciones del lugar de trabajo, no ver las consecuencias políticas de los desarrollos, estar demasiado determinados por una conciencia armada alrededor del terreno de la necesidad que, por ejemplo, no logra muchas
veces evitar la tentación de los arreglos que ofrece la empresa o ver en esta instancia, la tabla última de salvación. Claro que esto no debe dar lugar a ningún comportamiento sectario hacia nuestra clase. Cualquier organización que pretenda desentenderse de estas limitaciones existentes en la realidad de la clase obrera sería criminal: tendrá el camino vedado para hacer pie en ella. Guste o no, es el estado de cosas y de él hay que partir en cualquier lucha. Pero que partamos de la realidad tal cual es no quiere decir que no la sometamos a crítica, que la idealicemos o que en el transcurso de la lucha no demos una pelea contra ella, so pena de que la lucha sea derrotada.
Sólo las corrientes electoralistas que consideran a las luchas cotidianas de la clase obrera como una “pérdida de tiempo” o un terreno en el cual sería “imposible obtener ganancias de conjunto” pueden considerar la realidad desprendida de los rasgos reales. Hacen generalizaciones abusivas o pierden de vista que la transformación del resultado electoral en in- fluencia orgánica es muy compleja; que entre el voto y la cotidianeidad de la clase obrera hay un sinnúmero de mediaciones y “formas de representación”. Entre ellas, las direcciones sindicales tradicionales. Instituciones en el seno de las cuales el “cuco de los zurdos” tiene mucho peso aún. De ahí el temor casi pánico de los compañeros de van- guardia a mostrarse como simpatizantes de izquierda, de que la izquierda pueda ondear sus banderas en las luchas.
La importancia de los tiempos
Una derivación de lo anterior es el “legalismo” que caracteriza a los trabajadores. Se trata de una forma de atraso complementaria al sindicalismo, según la cual sólo se puede hacer lo que habilita el derecho burgués. Esto viene de larga data y hace a la conciencia concreta de la clase obrera argentina. El movimiento sindical fue estatizado bajo el peronismo desde finales de los años 40, y esto significa que, desde hace décadas, en lo que hace a las relaciones entre obreros y patrones, interviene un “tercer actor”, que es el derecho laboral y el Ministerio de Trabajo que hace las veces de “mediador entre las partes” (en la cabeza de los compañeros), razón por la cual los trabajadores muestran una fuerte resistencia a trasponer cualquier límite a la legalidad.
Claro que no se trata, solamente, de un límite o “muro mental” (que existe y tiene mucho peso), sino también de una realidad material vinculada a las sanciones jurídicas que se le puedan venir a los que osen cuestionar el imperio de la propiedad privada en cualquiera de sus formas (por ejemplo, ocupando una planta). De ahí que frente a los problemas legales no se deba tener ningún facilismo ni izquierdismo infantil; hay que abordarlos con toda seriedad, lo que no quiere decir adaptarse acríticamente a ellos o perder de vista que las que mandan son siempre las relaciones de fuerza, no el cretinismo de la “legalidad” desprendido de la vida real.
Si en determinados casos una sanción legal es posible, las más de las veces la “conciencia legalista” funciona por anticipado como un límite dramático a la hora de radicalizar las acciones, que toma la forma de una gran ceguera alrededor de las posibilidades que plantea el conflicto o de los momentos de vida o muerte en los que hay que endurecer la lucha. Momento que si se pierde (por dudas o lo que sea), lo que se pone en riesgo es la propia lucha.
Esto último nos lleva a un tema más general: el problema de los tiempos en materia de los conflictos obreros. En nuestra columna de la edición anterior señalábamos a los conflictos obreros como una suerte de “guerra de guerrilla industrial” donde se ponía en marcha un enfrentamiento directo entre las clases en los lugares de trabajo. Una “guerra de clases” donde estaba planteado trasponer el escenario habitual de la “legalidad” y apelar a acciones directas como el quite de colaboración, los paros, los bloqueos de portones, la ocupación de la planta, el corte de ruta, hacer ingresar a los despedidos o evitar que sean desalojados y demás experiencias de lucha. Ahora bien, si todo conflicto real plantea un escenario de este tipo, como en toda guerra o toda cuestión política de importancia, el problema de los tiempos en que se llevan a cabo las acciones es decisivo. Ninguna experiencia de lucha se lleva a cabo en una “temporalidad vacía” con relaciones de fuerza “congeladas” a nuestro favor, razón por la cual no importa llevar adelante una iniciativa hoy, mañana o pasado.
Esto no es así. El tiempo es lo más dinámico y cambiante que hay. Además, en toda lucha de clases hay dos actores de clase: la clase obrera y la burguesía. Si nuestra voluntad se pa- raliza, por la razón que sea, la del enemigo no tiene por qué hacerlo y se nos viene encima. Un ejemplo de esto, en el caso de conflictos por despidos, es como hora a hora va cambian- do la conciencia, la representación de las cosas por parte de los compañeros. La “felicidad” y el “éxito” por una acción de hoy puede convertirse en la desmoralización de mañana si un delegado arregla traicionando la lucha, o si la patota ve débil el acampe de los despedidos y se tira sobre ella, o si la empresa ha acumulado stock y hagamos lo que hagamos no le importa perder algunos días de producción, o si el gobierno considera que ya tiene suficiente margen y reprime a los que están en lucha; hay una multitud de escenarios.
El activista obrero que considere que los tiempos invariablemente le juegan a su favor seguramente se encontrará, a la vuelta de la esquina, fuera de la planta, con su despido consumado y sin vuelta atrás.
La dignidad no tiene precio
Estas características de la nueva generación obrera no han caído del cielo, ni podrán superarse por fuera de la experiencia histórica de la misma clase, no sólo en nuestro país, sino internacionalmente hablando. Cada una de las luchas que estamos viviendo (como ahora la de Gestamp) hace a una imprescindible acumulación de experiencias inevitable e insustituible para el progreso de cada nueva generación obrera y partidaria: “Por clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima de la experiencia, como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico (…), la noción de clase entraña [una] relación histórica. [Y] como cualquier otra relación, es un proceso fluido” (E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra).
Efectivamente, las características con las que las nuevas generaciones llegan a la lucha se forjan históricamente y tienen que ver no sólo con las particularidades de la tradición nacional de cada país, sino con el “clima de época” vincula- do a los grandes hechos de la lucha de clases mundial. Y este “clima de época” está marcado específicamente hoy por una ruptura con las experiencias del siglo pasado protagoniza- da por la clase obrera, con sus triunfos y derrotas, y por la pérdida de toda idea, aun difusa, de una alternativa superadora al capitalismo.
Esta crisis de alternativas que todavía se vive nacional e internacionalmente alimenta representaciones de un “eterno presente” que ata a los trabajadores al sindicalismo y el economicismo habitual. Es decir, y como señalara Lenin, a las formas tradicionales de su conciencia burguesa. Porque el sindicalismo es eso: una forma de conciencia burguesa a la que le cuesta ir más lejos de su consideración como trabajador eternamente dependiente de un salario; pasar a ser el amo de la producción y no siempre el esclavo de ella. Esto plantea toda la problemática de la adquisición, por parte de la clase trabajadora, de una conciencia de clase. Aquí se expresan dos agudos problemas. El primero es que, por oposición a una conciencia puramente reivindicativa, estrechamente económica, en la conciencia de clase deben dominar los elementos políticos, como ocurría antiguamente cuando la clase obrera, incluso la argentina, era anarquista, socialista o comunista (es decir, antes del peronismo). A un delegado con conciencia de clase, que le pongan billetes sobre la mesa puede ejercerle una presión (dadas las necesidades que inevitablemente tiene), pero su comprensión de que lo quieren comprar, su dignidad, sus responsabilidades frente a los demás compa- ñeros que lo han elegido, serán el factor dominante, afirmando orgullosamente que “no tiene precio” y dándole un portazo a la patronal.
Es que de eso se trata, justamente, la conciencia de clase de los trabajadores. Y un avance hacia eso es lo que expresaría una verdadera radicalización. De una conciencia donde los elementos de tipo político –es decir, la identificación de sus intereses con las del resto de sus compañeros y por oposición a los patrones– dominen los elementos meramente económicos o reivindicativos. Elementos estos últimos que, además, se hacen valer muchas veces de maneras inconsciente, confundiendo la voluntad del trabajador dominado por la “ciega necesidad”.
El Estado burgués dentro de la familia
Aquí corresponde identificar el rol reaccionario que cumple en la generalidad de los casos lo que se llama la “familia obrera”. Este tipo de familia, en realidad, es una idealización y no existe como tal “familia obrera”: se trata de la forma burguesa de la familia de los trabajadores, que es una cosa muy distinta. Esta forma entra completamente en crisis ni bien el compañero –¡y ni hablar si se trata de una compañera! – salta el cerco del atraso habitual y comienza a tomar tareas que hacen a la representación del conjunto de los trabajadores. Es decir, entra en la vida política.
A cualquier compañero o compañera que viene de la clase obrera con la familia ya formada y da un paso revolucionario así (ni que decirlo si entra a militar en un partido de izquier- da), la familia le entra en crisis. Esa crisis se traslada a él mismo y es muy difícil manejarla, porque los vínculos ya están formados, con su compañera, sus hijos, etcétera. La familia ejerce una dramática contrapresión de la que cuesta mucho desentenderse, so pena de que el vínculo familiar se rompa (lo que ocurre en no pocos casos).
No por nada Gramsci decía que la esposa ama de casa (o el esposo sin trabajo, en los tiempos contemporáneos), que recibe todas las presiones del Estado vía la Iglesia, los medios de comunicación masivos y demás instituciones culturales del atraso, es “el Estado burgués dentro de la familia”. De ahí la importancia de que la mujer pueda ir a trabajar y socializar las tareas del hogar, haciendo la experiencia de ingresar en las relaciones reales de la sociedad y no vivirlas deformadamente desde el hogar.
La radicalización de la conciencia de clase también debe significar, en algún grado, la radicalización de las familias de los trabajadores, si no, sería una pura abstracción. De ahí que opere siempre en contextos de gran lucha de clases, donde el conjunto de la familia obrera es arrastrada a la lucha. Ejemplos sobran en todas las grandes revoluciones históricas (ver el caso de las mujeres en armas en la Revolución Española). En definitiva, la forja de una conciencia de clase (para no hablar de la socialista) combina, necesariamente, dos procesos: la acumulación de una experiencia de lucha y grandes acontecimientos de la lucha de clases internacional que pongan a la clase obrera como alternativa.
Crítica del infantilismo de izquierda
José Luis Rojo – Socialismo o Barbarie 337, 25/06/2015
“Mientras no tengan ustedes fuerza para disolver el parlamento burgués y cualquiera otra institución reaccionaria, están obligados a trabajar en el interior de dichas instituciones, precisamente porque hay todavía en ellas obreros idiotizados por el clero y por la vida en los rincones más perdidos del campo. De lo contrario, corren el riesgo de convertirse en simples charlatanes”. (El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, V.I.Lenin).
Continuando nuestra reflexión sobre los problemas de la construcción de organizaciones revolucionarias, queremos dedicarnos aquí a los que se suscitan entre los jóvenes militantes a la hora de afrontar una campaña electoral.
Todo el mundo a estudiar el “Izquierdismo” de Lenin
Como antecedentes en las filas de los revolucionarios podemos recordar algunos de ellos.
Primero, las peleas de Lenin dentro de la fracción bolchevique a comienzos de los años 1910 contra las tendencias ultimatistas que, sobre la base de la experiencia del Soviet de Petrogrado de 1905, se negaban a participar de las elecciones a la restringida Duma (una suerte muy distorsionada de parlamento burgués) del zar.
La revolución había cesado a todos los efectos prácticos y Lenin consideraba criminal negarse a aprovechar el resquicio democrático (por mínimo que fuera) de las elecciones a la Duma.
Dio batalla contra estas tendencias izquierdistas y los bolcheviques lograron varios representantes en la Duma, incluso superando a los mencheviques sobre todo en la representación de los distritos más obreros.
Andando el tiempo, diez años después, en plena construcción de la Tercera Internacional y los partidos comunistas en el resto de Europa, escribiría El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo como instrumento para pelear contra el infantilismo de las jóvenes organizaciones que viendo la revolución ya realizada en Rusia consideraban, erróneamente, que el parlamentarismo ya estaba “superado”.
Lenin les respondió, muy agudamente, que si “históricamente” esto podía ser así (había emergido una forma superior de democracia, la democracia soviética), desde el punto de vista político esto era totalmente falso: las amplias masas trabajadoras de occidente confiaban aún en las instituciones parlamentarias; los comunistas, si querían adquirir influencia entre las masas, estaban obligados a trabajar en ellas[11].
Insistió, además, en que el bolchevismo se había caracterizado por saber aprovechar de manera consecuente y hasta el final (siempre de modo revolucionario, obviamente) cada una de las “formas de la lucha”; la electoral era (y es) una de ellas.
Señalemos de paso que el Izquierdismo, texto elaborado en oportunidad de la pelea contra las tendencias izquierdistas en el seno de la Tercera Internacional, es considerado una suerte de “Manifiesto Comunista” del siglo XX, en el sentido del conjunto de enseñanzas concentradas en él y que todo militante de la nueva generación partidaria haría bien en estudiar[12].
Ciclo histórico
Como siempre, a los problemas hay que contextualizarlos. Se vive mundialmente un proceso de emergencia de una nueva generación luchadora, esto en el marco de procesos de rebelión popular pero cuando aún el factor mediador de la democracia burguesa es fuerte.
Esta imposición supone una serie de condiciones y «reglas de juego» que sería inútil desconocer porque se hacen valer objetivamente, surgen de la realidad tal cual es.
Esas «reglas de juego» tienen que ver con que, hoy por hoy, aunque sea un terreno táctico (¡y esto nunca debe ser olvidado!), la participación en elecciones es inexcusable si se quiere llevar al partido más allá de sus fronteras habituales.
Esto es lo que está ocurriendo tanto entre formaciones del “nuevo reformismo” como entre las organizaciones de la izquierda revolucionaria: casos como el de Syriza en Grecia, Podemos en España y el PSOL en Brasil o el FIT en la Argentina atestiguan lo que estamos señalando.
Pasa que, nos guste o no, para la amplia mayoría de la población explotada y oprimida, la única forma de la política que conocen (por más distorsionada y deformada que sea efectivamente) es la “forma electoral”: la política que se manifiesta en las elecciones representativas por intermedio del voto a candidaturas[13].
Siendo esto así, uno puede elegir participar o no en las elecciones; eso es “libre” evidentemente. Pero el problema que se coloca es que “repudiando” la realidad es imposible transformarla. Una enseñanza revolucionaria elemental reza acerca de la inutilidad de “enojarnos” con la realidad. La realidad es como es: ¡sólo partiendo de ella es posible transformarla!
¿Cómo se aplica esto al terreno electoral? Simple: llevando adelante una participación electoral consecuente en las condiciones en las que, nos guste o no, las amplias masas visualizan hoy la política.
De no actuar así, lo único que haríamos es producirle un daño al partido, que perdería la inmensa oportunidad de aprovechar la palestra electoral (¡en todo lo que ella es aprovechable y con una política revolucionaria!) para extender sus alcances, para ir más allá de su reducido «auditorio» habitual.
En síntesis: para lograr visualizarse de modo que ello retorne (por efecto «boomerang») sobre la vanguardia redundando en un fortalecimiento del partido que ayude a construirlo donde debe construirse centralmente: en las luchas cotidianas de los explotados y oprimidos.
No podemos elegir las condiciones de la lucha
La realidad es que la militancia entiende esto intelectualmente; no hay acontecimientos tan revolucionarios hoy (como a comienzos de los años ‘20 del siglo pasado) que metan presión para el lado de no participar en elecciones.
Cien años atrás, en una serie de países aparecían soviets y organismos de doble poder aun cuando las masas no estuvieran ganadas enteramente para la revolución[14]; de ahí que Lenin insistiera en la participación electoral para ganar a los sectores más atrasados.
De todos modos, se puede decir que evidentemente había condiciones para la emergencia de un fuerte infantilismo de izquierda entre las jóvenes generaciones obreras y militantes.
Sin embargo, el ciclo histórico de hoy no es aun ese; hoy las organizaciones revolucionarias que más están progresando son las que logran aprovechar de la mejor manera la palestra electoral.
Y eso mismo remite a algo que enseñaba Lenin en el “Izquierdismo” cuando explicaba cómo el partido bolchevique llegó a ser lo que fue: esto ocurrió porque supo aprovechar más que nadie “cada una de las formas de la lucha” que se le abrieron en cada momento, incluyendo en esto la lucha electoral.
Esto nos lleva a un segundo problema vinculado a la forma abstracta (o inconsecuente) de abordar los asuntos. Se trata de una manera de asumirlos que erige supuestos “principios” por fuera del desarrollo real de los asuntos, que se pierde todos los “eslabones intermedios” de las cosas y que, por lo tanto, redunda en un abordaje sectario de las tareas y la realidad.
El izquierdismo como enfermedad infantil es un poco eso; una suerte de repudio a partir de las condiciones tal cual son; una afirmación de “principios” en abstracto que pierde de vista el terreno concreto en medio del cual se desarrolla la lucha y que nos condiciona irremediablemente (¡atención, que partir del terreno concreto de las cosas no quiere decir adaptarnos pasivamente a ellas!).
Veamos un ejemplo de esto. Está el famoso problema de la “visibilidad” electoral. El deterioro de las condiciones democráticas para participar en elecciones en la Argentina ha hecho que cada vez más se vea recortada la provisión de espacios gratuitos para la propaganda electoral.
Una alternativa creciente son las redes sociales, que tienen un alcance cada vez más de masas y a las cuales hay que hacer ingentes esfuerzos por aprovechar. De todos modos, no pueden sustituir o reemplazar lo que es la presencia callejera de nuestra campaña, que llega a otros sectores sociales, a otras franjas generacionales.
Sin embargo, las “leyes de la calle” son tremendas: demandan una brutal competencia por cada metro cuadrado de pared, tanto con las fuerzas burguesas como con otras fuerzas de la izquierda[15].
Si se quiere competir, si se quiere visualizarse (¡y sin visualizarse no hay campaña electoral que valga hoy!), habrá que aceptar una serie de reglas de juego objetivas que se nos imponen: por ejemplo, que cada vez haya que salir más de madrugada a pegar los carteles si no se quiere que por la mañana hayan sido tapados.
La moraleja de todo el asunto es la siguiente: hay que partir de la realidad tal cual es, no de preconceptos o de condiciones ideales que nos gustarían; esto a condición de poder transformar la realidad.
En caso de que el abordaje de nuestras tareas (cualquiera de ellas) no fuera materialista, no partiera de la realidad, sería imposible atrapar los “eslabones centrales de la cadena” para transformarla (Lenin). Y la aplicación de esta ley hoy es que para multiplicar la influencia y dimensiones de nuestros partidos (para “visibilizarnos”), hay que pasar por la palestra electoral asumiendo de manera consecuente todas las tareas que la misma plantea
¿Cómo enfrentar las situaciones adversas?
Por Roberto Sáenz – Socialismo o Barbarie 330, 07/05/2015
Hace algunas ediciones no estamos sacando nuestra columna habitual sobre los problemas de la construcción partidaria. Nos interesa retomar la misma abordando un tema de enorme trascendencia para los revolucionarios: ¿cómo abordar las situaciones desfavorables?
La realidad siempre es más rica
Lo primero tiene que ver con la realidad, con lo que nos es objetivo como revolucionarios, con lo que hace al contexto de nuestra actuación.
Muchísimas veces nos enfrentamos a situaciones adversas, situaciones que parecen no tener salida, y que por lo tanto pueden desmoralizar a ciertos militantes.
Uno de los jóvenes secretarios de Trotsky en el exilio de los años 30, Jean van Heijenoort, contaba en su obra biográfica, De Prinkipo a Coyoacán, qué respondía Trotsky a la pregunta sobre cómo deben abordar los revolucionarios los escenarios adversos de la realidad.
Él menciona una metáfora muy aguda que nos llamó la atención: señalaba lo que ocurría cuando un grupo de escaladores llegaban a una pared de la montaña que parecía completamente lisa, plana, y se les representaba que no podrían escalarla. En esa situación, cuando los escaladores se acercaban más a la pared, comenzaban a ver en ella algo que de lejos no se figuraban: que la superficie era más “rugosa” que lo pensado, que tenía salientes de las cuales asirse, y que con audacia pero también mesura (es decir, no a tontas y locas), se podrían ir encontrando los puntos de apoyo para escalarla.
¿A qué remitía esta metáfora?
Es evidente: al hecho que la realidad siempre es más rica que lo que aparece a simple vista, está posee más “pliegues” y nos ofrece más alternativas que las que pensamos a primera vista. Y que para poder apreciar esto se trata es de trascender la superficie de las cosas arribando al fondo de los asuntos, dando cuenta de las contradicciones que toda realidad siempre posee, y encontrando en ellas los fundamentos para la acción.
Moraleja: la realidad siempre ofrece alternativas, pero a condición de que sepamos apreciarla como corresponde: no como un “paquete sellado” sino dialécticamente.
No está muerto quien pelea
Pero del terreno objetivo de las cosas se debe pasar, ahora sí, al factor subjetivo, que entre los revolucionarios habla de su política para modificar esa realidad.
Hemos escrito en otra parte que la política revolucionaria, cuando se apoya en determinados presupuestos materiales, cuando los encuentra, puede mover montañas. Ya Marx había señalado en La sagrada familia que toda idea verdaderamente revolucionaria se termina “apoderando de las masas” y logra hacerlo, precisamente, porque es radical, porque va a la raíz, a los fundamentos de las cosas.
Esto no quiere decir que se puedan construir “castillos en el aire”; nada de eso. Simplemente, significa que toda política revolucionaria, si logra apoyarse en los elementos más dinámicos de la realidad, si logra ser “radical”, si logra atrapar los eslabones centrales de la cadena (como también insistía Lenin), si logra identificarlos, puede transformar una realidad por más adversa que parezca a primera vista.
Así es que podría afirmarse que no hay situaciones absolutamente sin salida (Lenin lo decía para la burguesía; pero podemos hacerlo extensivo –hasta cierto punto- como algo de validez general). Que se nos entienda bien: que la realidad no esté mecánicamente determinada no quiere decir que en ciertas circunstancias, finalmente, a pesar de haber hecho todos los esfuerzos, no se pueda evitar una derrota.
Pero incluso hasta llegar a este punto hay un largo trecho de pelea; y cuando se pelea se encuentran siempre muchísimas más alternativas de las que se creía a primera vista, esto precisamente por los dos polos de la realidad a los que estamos haciendo referencia aquí.
Porque la realidad ofrece más alternativas de las que creemos cuando la apreciamos abstractamente y, al mismo tiempo, porque una política revolucionaria (que por definición no se rinde frente a los “hechos consumados”), siempre encuentra los puntos de apoyo para la acción, para avanzar en algo en modificar la adversidad.
Como digresión es interesante colocar aquí alguna de las reflexiones que hacía Trotsky a propósito de la derrota de la Oposición de Izquierda frente a Stalin y si no hubiese sido más fácil para él dar un golpe de Estado para derrotarlo dado que estaba al frente del Ejército Rojo.
Sobre este punto (que no desarrollaremos ampliamente aquí) Trotsky señalaba, simplemente, que si hubiera dado un golpe, si no se hubiese intentado apoyar en la clase obrera sino en el ejército, él mismo es el que habría alentado todas las tendencias burocráticas que la oposición se había constituido para combatir.
Pero aquí nos interesa desarrollar el otro aspecto de su reflexión, el que respondía a la idea de si la derrota de la oposición era “inevitable”. Trotsky insistía que el conjunto de las condiciones objetivas era lo que había posibilitado el ascenso de Stalin.
Luego de los enormes gastos de la guerra civil y en vista de las derrotas de la revolución en el mundo, la clase obrera y las masas populares de la URSS querían un “descanso”; esto es lo que parecía Stalin venía a proponerles (y que el giro de los años 30 vino a desmentir): la consoladora idea de la “construcción del socialismo en un solo país” y no las perspectivas de una revolución sin fin, “permanente”…
Preguntándole a Trotsky, entonces, si la derrota de la oposición había sido “inevitable”, este respondía que no: por más difícil que sea una lucha (la del trotskismo en los años 30 en la URSS o cualquier otra), lo que decide las cosas es la lucha misma, ¡lucha que hay que darla y ver qué sale de ella!
Las nuevas generaciones
Esto nos lleva a un último punto que tiene que ver con la negativa en el marxismo revolucionario a adorar los hechos consumados. Trotsky decía que la fuerza de la inercia histórica era una de las más características de la misma.
Se refería al “peso gravitatorio” de lo establecido, de lo fijado que quedaba en la retinada los trabajadores el mundo existente, el haber sido siempre el “último orejón del tarro”, y la incapacidad de ver lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos: que ese mundo podría estar modificándose.
En realidad, era más bien el Lukács de Historia y conciencia de clase (el revolucionario, no el que se pasará después aun “críticamente” al estalinismo), el que bajo el impacto de la derrota de la revolución alemana resaltaba como subproducto del carácter conservador de la conciencia, en la representación de los asuntos por parte de los trabajadores, muchas veces pervivía un mundo que, en la realidad, ya estaba feneciendo, pero que de todos modos, creían establecido así y para siempre.
De alguna manera, son este tipo de representaciones las que se fijan muchas veces en las viejas generaciones militantes, que como subproducto de acumular muchas derrotas, sienten que la realidad no se puede modificar.
De que Trotsky señalara agudamente que el movimiento revolucionario se renueva por generaciones (libres de las derrotas pasadas), teniendo presente (en el caso de su experiencia en los años 30), el significado que para la generación revolucionaria de Octubre había tenido el ascenso del estalinismo, y la apuesta al fundar la IV Internacional por una nueva generación militante para sacudirse el peso muerto de dicha derrota.
Una nueva generación obrera y militante se está poniendo de pie en nuestro país y el mundo como un todo. Es ella la que tiene que tomar la antorcha de la mano de las viejas generaciones para a partir de hacerse marxista y acumular experiencia en el seno del proletariado relanzar la lucha por el socialismo en este nuevo siglo.
[1] Con la toma del poder en octubre de 1917 y la puesta en pie de la III Internacional, el bolchevismo tendió a ser una corriente de masas que dirigía el primer estado obrero de la historia y no en cualquier país, sino en una potencia –atrasada y todo- de Europa y Asia. Esto no significó que en los países de Europa occidental el bolchevismo se haya transformado en la primera fuerza en el seno de la clase obrera; el reformismo lo continuó siendo en gran medida. Ya el caso del estalinismo fue distinto, este se consolidó como una fuerza de masas hasta la caída del Muro de Berlín; pero esto ocurrió fundado en “otras leyes”, beneficiándose del control del aparato de varios estados donde la burguesía había sido expropiada y tocando “acordes” conservadores que “sintonizan” con la conciencia reivindicativa de la clase obrera cuando no existen condiciones revolucionarias.
[2] Esto no excluyó enormes experiencias del trotskismo entre los trabajadores en los más diversos países (EEUU, Francia, Argentina, Vietnam, y un largo etcétera) pero que no lograron superar su carácter mayormente fragmentario o “episódico” en disputar la dirección de la clase obrera.
[3] Lenin realiza un fuerte esfuerzo en el Izquierdismo por lograr que los minoritarios partidos comunistas de Occidente, hicieran pie en el seno de los sindicatos obreros para disputar- le su dirección a la socialdemocracia. Sin embargo, el punto del que partió el bolchevismo en aquel momento histórico en sus relaciones con la clase obrera, fue desde un “piso” cualitativamente superior al que ha debido recorrer el trotskismo desde la segunda posguerra. No obstante, esto del recomienzo histórico de la experiencia de la clase obrera en el nuevo siglo, parecería estar creando las condiciones para colocarnos en piso superior.
[4] Por el peso del peronismo, recordamos aquí como Nahuel Moreno insistía que debido a su tradición de lucha la clase obrera argentina había creado organismos de base potencialmente revolucionarios como las comisiones internas, y como la izquierda revolucionaria lograba hacerse de varias de ellas. Pero el problema estaba en que, políticamente, los trabajadores seguían a la dirección burguesa tradicional. Esto hoy ha cambiado enormemente, la identidad peronista está horadada; sobre todo entre las nuevas generaciones. Sin embargo, lo que subsiste es que la conciencia obrera media es reivindicativa y no directamente política: no es una verdadera conciencia política de clase y, por lo tanto, socialista. De ahí que sea mucho más difícil el trabajo político que el sindical, aun cuando es un hecho que las “fronteras” entre ambas comienzan a ceder como se ha expresado manera electoral. Se verá la continuidad de este proceso revolucionario en la cabeza de los trabajadores, el que dependerá de que se viva un salto en la lucha de clases.
[5] Sobre este punto no hay que ser sectarios. Es en nuestro país, y con la recuperación del empleo de la última década, una nueva camada entró a trabajar y en su inexperiencia política y bajo grado de politización inicial, nutrió– incluso la más de las veces, ingenuamente- las filas de la burocracia. Como contrapunto está el “aguijón” permanente que significan las desigualdades sociales y las condiciones de explotación en la fábrica con que viven estas nuevas camadas, las que le dan una suerte de “reacción espontánea” frente a tales injusticias, que llevan al descontento, las protestas y la lucha a muchos de los componentes de estas nuevas generaciones; a tender a organizarse con la izquierda.
[6] Claro que esto cambia cuando hay “condiciones revolucionarias” dentro de la planta o gremio, cuando hay una nueva dirección muy reconocida que logra ponerle límites a la patronal o, más aún, cuando se formaliza algún tipo de control obrero de la producción. Ahí ya la dirección del proceso productivo está en disputa, hay una suerte de doble poder que no puede durar mucho tiempo, porque por definición, bajo el capitalismo, es la clase burguesa la dueña de los medios de producción y la que controla el proceso de trabajo.
[7] Esta última es otra enorme determinación del trabajo fabril, sobre todo de la proletarización: la vivencia de la pérdida del tiempo propio y la entrega del mismo a la patronal que pasa a ser quien controla el “tiempo de vida” de los trabajadores. De ahí también que las fábricas se vivencien como “instituciones de encierro” donde la vida de los trabajadores se consume dentro de ellas, “presos” en ellas. Sobre todo, además, cuan- do la realización de las horas extras lleva al extremo la falta completa de tiempo libre de los trabajadores; tiempo libre que para Marx –y Lenin para el caso de la democracia socialista bajo la dictadura del proletariado- era la medida o el grado de emancipación de la clase obrera del trabajo, el aumento o disminución del grado general de explotación.
[8] Nos viene a la memoria aquí un ejemplo del estalinismo pero que a todos los efectos prácticos responde a las mismas le- yes. Se trata de los años 1930 en Costa Rica y cómo el Partido Comunista en dicho país hizo pie entre la clase obrera bananera y se transformó en una fuerza de masas, a partir de un inicial y sistemático trabajo con el periódico. Está claro que luego esto empalmó con un ascenso en las luchas de lo que para ese entonces era el principal núcleo de la clase obrera costarricense, pero, en cualquier caso, nos muestra el carácter revolucionario que puede tener un trabajo político llevado delante de manera sistemática desde afuera de los lugares de trabajo.
[9] Aunque parezca mentira, esto último también es una enorme dificultad: hay que saber decretar una medida de fuerza, pero muchas veces es más complejo saber cuando levantarla; es más duro y muchas veces más doloroso: perder algo para no perder todo. Pero también hay que saber ir a fondo: comprender cuando no hay nada que perder y jugarse el todo por el todo para ganar. Son todos aprendizajes que sólo se obtienen en esta lucha directa que no por nada Marx definía como una “guerra de clases”.
[10] Aquí podemos recordar como Marx descubrió a la clase obrera y sus luchas residiendo en París luego de 1844 de la mano de la feminista Flora Tristán que era, a la vez, una gran activista y organizadora obrera en aquellos años.
[11] George Lukacs, aunque compartía la visión izquierdista, en “Historia y conciencia de clase”, su conocida obra de juventud, señalaba de todos modos de manera aguda cómo la conciencia es el factor más conservador, como siempre va por detrás de los hechos y cómo en la cabeza de los trabajadores, instituciones que eventualmente sea estaban viniendo abajo, conservaban, de todos modos, toda su actualidad. Llamaba a esto la “crisis ideológica” de la clase obrera, lo que no era más que un reflejo de las dificultades de los comunistas para ganarse a los obreros reformistas, mayoritarios de todos modos.
[12] Agreguemos una consideración más: igual de implacable que Lenin en el combate con el izquierdismo, Trotsky insistirá de todos modos que a diferencia del oportunismo, con el izquierdismo los revolucionarios tenemos un terreno común (aunque atención: ¡esto no impidió a Lenin expulsar del partido a los izquierdistas a comienzos de 1910!).
[13] Aquí se opera otra “reducción” que no se puede desconocer so pena de “idiotismo”: los partidos aparecen “disimulados” detrás de las figuras partidarias; si no se construyen figuras no hay manera de hacerse valer electoralmente (hacer pasar la política revolucionaria): las figuras como “voz pública” del partido son fundamentales en las condiciones políticas de hoy.
[14] Parte de las derrotas trágicas de las revoluciones posteriores a la Rusa como la Alemana de 1919-1923 se debieron a esta inmadurez; Rosa Luxemburgo vivió en carne propia las consecuencias del recién fundado Partido Comunista (diciembre de 1918), cuando parada al frente del congreso partidario no lograba convencer a la joven militancia de la necesidad de plantear una Asamblea Constituyente. Mucho menos logró evitar (¡esto ya mucho más dramático!) el levantamiento espartaquista en Berlín en enero de 1919 como respuesta a una provocación de la socialdemocracia en el poder que desplazó al jefe de policía de dicha ciudad vinculado a los espartaquistas, lo que terminó en una trágica derrota y en el asesinato de Rosa y el de Liebknecht en manos de los esbirros de Noske (Ministro del Interior socialdemócrata).
[15] Se trata de la misma ley de “supervivencia del más apto” que identificamos cuando abordamos el problema de la competencia entre tendencias políticas. Ver Ciencia y arte de la política revolucionaria, del mismo autor de esta nota. Se trata de la misma ley de “supervivencia del más apto” que identificamos cuando abordamos el problema de la competencia entre tendencias políticas. Ver Ciencia y arte de la política revolucionaria, del mismo autor de esta nota.
[…] Lo primero que debe establecerse son las condiciones genera- les de nuestro trabajo en el seno de la clase obrera. Respecto de un siglo atrás, esas condiciones variaron en más de un sentido. A comienzos del 1900, el movimiento socialista era de masas entre la clase obrera de los países europeos. Las corrientes reformistas eran mayoritarias; incluso en algunos países lo era el anarquismo. Pero los socialistas revolucionarios tenían su peso entre amplios sectores de la propia clase obrera. En algunos casos organizados en partido (Lenin), en otros no (Rosa Luxemburgo); pero en todo caso con acceso directo a los medios obreros[1]. […]