Los gobiernos y las patronales recurren a las viejas recetas de la sobreexplotación para aumentar los márgenes de su ganancia. El caso de Grecia es un ejemplo emblemático. La reciente reforma laboral, que extiende la jornada laboral a trece horas por día, es una manifestación de eso.
Bajo el discurso de la “modernización” y la “flexibilidad”, el capital intenta ampliar el tiempo de trabajo no pagado, es decir, intensificando la extracción de plusvalía absoluta en un contexto global de estancamiento económico.
Trabajo actual con condiciones antiguas
El parlamento griego aprobó en octubre pasado una reforma laboral, la cual fue presentada por el gobierno de Kyriakos Mitsotakis bajo el título “Trabajo Justo para Todos”. En su núcleo, la ley habilita jornadas de hasta trece horas diarias y la posibilidad de emplear a una misma persona en dos trabajos consecutivos el mismo día.
Aunque el texto formal mantiene el promedio máximo de cuarenta y ocho horas semanales establecido por la Unión Europea, en la práctica es un retroceso centenario en cuanto a las conquistas sobre la duración de la jornada y aumenta la carga laboral en sectores como el turismo, la agricultura y los servicios, donde la temporalidad y la rotación de personal son altas.
El gobierno justificó la medida bajo el argumento de “modernizar” el mercado de trabajo y responder a la escasez de mano de obra. Presentó la extensión de la jornada como una opción “voluntaria”, sujeta al consentimiento de las personas trabajadoras, con un pago adicional del 40% en las horas extraordinarias.
Sin embargo, esa supuesta libertad es ilusoria, es de sobra conocido que la parte trabajadora de forma individual no tiene opción real de negociación ante el capital: se aceptan las condiciones o se pierde el trabajo. Esto se acentúa aún más en un país donde el desempleo juvenil ronda el 20% y los salarios permanecen entre los más bajos de la eurozona, la “voluntariedad” se convierte en presión. Las personas trabajadoras aceptan porque no tienen otra alternativa.
Las principales centrales sindicales griegas denunciaron la ley como un golpe a los derechos conquistados durante más de un siglo de lucha obrera. Las manifestaciones que recorrieron Atenas y Tesalónica en los días previos a la aprobación mostraron el rechazo a la medida. Sin embargo, la gestión burocrática, a destiempo y sin articulación nacional, no lograron ponerle freno.
Lejos de representar una “modernización”, la reforma reintroduce mecanismos de extracción intensiva de trabajo vivo. En un contexto de estancamiento económico y deuda pública elevada, el capitalismo griego intenta mantenerse a flote ampliando el tiempo durante el cual las personas trabajadoras producen plusvalor.
La prolongación de la jornada no logra (y no lo busca) mejorar la productividad ni la calidad del empleo, sino incrementar la plusvalía arrancada cada día a quienes sostienen con su esfuerzo la producción. El nuevo marco legal legaliza lo que antes se hacía de forma irregular: extender el tiempo de trabajo más allá del límite físico y socialmente soportable, todo en nombre de la competitividad.
Cuando la rentabilidad cae y las promesas de crecimiento se agotan, los gobiernos burgueses le responden a su clase con una ofensiva directa sobre la vida de la clase trabajadora.
Menos horas es más vida
Mientras Grecia amplía la jornada laboral, cada vez más se escucha en el mundo la voz por la búsqueda de la reducción del tiempo de trabajo, en lo que se justifica como un camino hacia una mayor productividad (al mejorar temas de salud física y mental y equilibrio social). Claro que estas propuestas se mantienen siempre dentro del marco de explotación capitalista.
Organismos internacionales, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), han propuesto en los últimos años la posibilidad de limitar las horas semanales. En su informe de 2024 sobre condiciones laborales, la OIT señaló que jornadas más cortas mejoran el rendimiento y reducen en casi un 20% los riesgos de enfermedades cardiovasculares y accidentes ocupacionales.
De manera similar, la OCDE indicó que los países con menos horas promedio (como Alemania, Dinamarca o los Países Bajos) presentan los índices más altos de productividad por hora y “satisfacción laboral”. De hecho, en los últimos años, varios Estados de la Unión Europea experimentaron con semanas laborales de cuatro días, sin reducción salarial.
En Reino Unido, un estudio de la Universidad de Cambridge mostró que las empresas que aplicaron este modelo durante seis meses mantuvieron o aumentaron su productividad en un 92% de los casos, mientras el ausentismo y el agotamiento descendieron drásticamente. España, Bélgica e Islandia obtuvieron resultados similares.
Los estudios de Eurofound y de la Agencia Europea para la Seguridad y la Salud en el Trabajo, advierten que las largas jornadas provocan pérdidas económicas equivalentes al 3% del PIB en costos médicos y ausentismo, una cifra superior a los beneficios que las empresas obtienen al ampliar las horas de trabajo.
De esta forma, este tipo de medidas ignoran la evidencia acumulada y recurren a una lógica decimonónica basada en la explotación extensiva del tiempo. Esta contradicción no es casual, expresa el carácter desigual (y combinado) del capitalismo actual, donde algunos Estados deben recurrir a formas más primitivas de extracción de valor para mantener su competitividad ante su retraso técnico y su dependencia de las potencias imperialistas.
Más horas, más plusvalía
Marx describió dos formas fundamentales mediante las cuales el capital amplía la explotación del trabajo: la plusvalía relativa, basada en el aumento de la productividad mediante innovaciones tecnológicas y reorganización del proceso productivo, y la plusvalía absoluta, obtenida por la prolongación directa de la jornada laboral y la intensificación del ritmo de trabajo.
En los momentos de expansión y progreso técnico, el capital tiende a depender más de la plusvalía relativa; pero cuando la rentabilidad cae y la innovación no basta para contrarrestar esa caída, recurre a la vía más primitiva, es decir extraer más tiempo de trabajo vivo.
Ante una economía estancada, el capital no logra elevar la productividad ni expandir nuevos sectores de acumulación. En lugar de ello, busca extender el tiempo durante el cual las personas trabajadores producen valor sin recibirlo como salario.
Permitir jornadas de hasta trece horas diarias equivale a aumentar la proporción de trabajo no pagado dentro de la jornada, la esencia misma de la plusvalía absoluta. Bajo la retórica de la “modernización”, se facilita que el capital compense su crisis trasladando a quien trabaja el costo del descenso en la tasa de ganancia.
Este tipo de políticas representan una regresión histórica. La reducción de la jornada laboral fue una conquista arrancada al capital mediante las luchas obreras que comenzaron en el siglo XIX. La expansión del tiempo de trabajo no responde a un aumento en la demanda o a la necesidad social de producción, sino al imperativo del capital de valorizarse a cualquier precio, incluso sobre las ruinas de la salud física y mental de la clase trabajadora.
Cuando el capital enfrenta una caída prolongada en la rentabilidad, su reacción es intensificar la explotación directa, porque solo el trabajo vivo produce valor nuevo. El caso griego confirma esta lógica: incapaz de generar crecimiento sostenido, la burguesía recurre a la ampliación de la jornada como mecanismo para elevar artificialmente la masa de plusvalía.
Esta estrategia puede mejorar temporalmente los márgenes empresariales, pero a costa de profundizar la crisis de reproducción social. Las y los trabajadores agotados producen menos, se enferman más y ven deteriorarse su capacidad de consumo, lo que a mediano plazo reduce la demanda interna y refuerza el círculo vicioso del estancamiento.
El capital, al extender la jornada, devora su propia base de sustentación. Marx (El Capital, Libro 1, cap. 8) lo señaló con precisión: cuanto más prolonga el tiempo de trabajo, más destruye la fuerza que produce valor. La plusvalía absoluta reaparece como instrumento de explotación brutal del trabajo, confirmando que el capitalismo, lejos de superar sus contradicciones, sólo puede reeditarlas en nuevas formas de sometimiento del trabajo al capital.
El corazón enfermo del capitalismo
Como vimos, la avanzada sobre las jornadas laborales no puede entenderse sino como una manifestación concreta de la crisis que atraviesa el capitalismo global. Desde la Gran Recesión de 2008, la economía mundial se mueve entre estancamiento, sobreendeudamiento y rentabilidades decrecientes.
Según los análisis del economista marxista Michael Roberts, la tasa de ganancia del capital muestra una tendencia descendente desde mediados de la década de 1960 y apenas se recuperó de forma efímera durante los años posteriores a la crisis financiera. Esta caída no es coyuntural, sino estructural, el capital se enfrenta a un límite interno derivado del aumento del capital constante (maquinaria, tecnología, infraestructura) en relación con el capital variable (fuerza de trabajo), lo que reduce la fuente directa de plusvalía.
Los datos respaldan este diagnóstico. En la Unión Europea, la rentabilidad promedio del capital no financiero se redujo de alrededor del 12% en 1997 a menos del 8% en 2023, mientras la inversión productiva se estancó pese al aumento del crédito y los subsidios. En Grecia, tras una década de austeridad impuesta por la “troika” (Comisión Europea, Banco Central Europeo y FMI), el PIB creció apenas un 2% anual desde 2018, pero los salarios reales permanecieron por debajo de los niveles previos a la crisis.
Esta combinación de bajo crecimiento y alta deuda, empujó al capital griego a buscar nuevas formas de mantener sus márgenes, trasladando los costos del estancamiento a la clase trabajadora. Roberts describe esta dinámica como una “huida hacia adelante” del capital. Ante la caída de la rentabilidad, las empresas y los gobiernos intensifican la explotación laboral, expanden el crédito y recurren a la especulación financiera para sostener las ganancias.
Sin embargo, estos mecanismos no resuelven la contradicción central, sólo la posponen. Los capitalistas buscan ampliar la extracción de valor directamente del trabajo vivo, porque es el único elemento capaz de crear plusvalía nueva. En este contexto, las reformas laborales regresivas son respuestas sistémicas a la crisis de acumulación.
En muchos lugares del planeta, el capital intenta restaurar su tasa de ganancia mediante la degradación de las condiciones laborales y sociales. La nueva ley griega, al legalizar jornadas de hasta trece horas diarias, encarna ese movimiento general, se trata de la burguesía descargando sobre los sectores trabajadores el peso de su crisis estructural. La ofensiva sobre el tiempo de trabajo busca compensar la insuficiencia de rentabilidad con una mayor extracción de valor.
Modernizar la explotación o transformar el mundo
Los discursos en torno a las contrarreformas hablan de “modernización”, “adaptación al mercado” y “mayor competitividad”. Sin embargo, detrás de esas palabras se oculta un proceso de restauración de las formas más antiguas de explotación capitalista. Lejos de modernizar el trabajo, esta legislación lo retrocede a las condiciones del siglo XIX, cuando el capital extendía sin límites la jornada para compensar su incapacidad de incrementar la productividad.
La supuesta “libertad” de las personas trabajadoras para pactar horas extra sólo disfraza la realidad de un mercado laboral precarizado donde el miedo al desempleo obliga a aceptar condiciones cada vez más duras. La decisión del gobierno griego muestra cómo el capitalismo en su fase actual de estancamiento descarga el peso de la crisis sobre la clase trabajadora.
La retórica de la modernización no es más que el lenguaje ideológico de la plusvalía absoluta, una forma de encubrir el retroceso en derechos bajo la ilusión de competitividad. Pero el capital no puede modernizarse verdaderamente sin revolucionar las relaciones sociales que lo sostienen, y ahí radica su límite.
Mientras la producción siga orientada al beneficio privado, toda innovación se convertirá en instrumento de explotación y no en medio para liberar tiempo y desarrollar al ser humano. Por eso, hay que cuestionar las bases mismas de un sistema que prioriza las ganancias sobre las necesidades humanas.
Frente a este escenario, la respuesta no puede reducirse a la resistencia sindical o a la defensa de conquistas pasadas. La extensión de la jornada revela que el capital no cederá terreno por sí mismo. Solo la organización independiente de la clase trabajadora, la movilización en las calles y la articulación internacional de las luchas pueden revertir este rumbo.
La tarea histórica no consiste en reformar el capitalismo para hacerlo “más humano”, sino en superarlo por completo, construyendo una sociedad donde el trabajo deje de ser medio de explotación y se transforme en actividad libre y creadora. En esa perspectiva anticapitalista, la consigna de reducir la jornada laboral no es un simple reclamo económico, sino una bandera política que afirma el derecho de los sectores trabajadores a recuperar su tiempo, su salud y su vida frente a un sistema que pretende arrebatárselos.




