Nicaragua

De la rebelión a la persecución: radiografía de la dictadura nicaragüense

El orteguismo, lejos de representar una continuidad revolucionaria, es en realidad la expresión más acabada de la degeneración del sandinismo, un gobierno que se sostiene sobre el control absoluto del Estado, la represión de los sectores trabajadores y la manipulación oportunista de un discurso “antiimperialista” vacío de contenido.

Bajo el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, Nicaragua ha transitado hacia una dictadura consolidada que combina la represión autoritaria, el vaciamiento de toda «democracia» y un modelo económico neoliberal funcional a las élites empresariales y burocráticas.

El orteguismo, lejos de representar una continuidad revolucionaria, es en realidad la expresión más acabada de la degeneración del sandinismo, un gobierno que se sostiene sobre el control absoluto del Estado, la represión de los sectores trabajadores y la manipulación oportunista de un discurso “antiimperialista” vacío de contenido.

Una dictadura disfrazada de revolución

Nicaragua atraviesa una profunda crisis política y social marcada por la consolidación de un régimen dictatorial encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo. Lejos de representar los ideales progresivos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), el gobierno se ha transformado en una maquinaria autoritaria, represiva y neoliberal que utiliza el aparato estatal para perpetuarse en el poder, suprimir la disidencia y mantener sus intereses.

La estructura del poder político en Nicaragua está completamente subordinada al Ejecutivo. Los copresidentes concentran facultades absolutas sobre los poderes del Estado, en un esquema bonapartista, es decir “concentrando grandes cuotas de poder en el Ejecutivo (específicamente en la dupla Ortega-Murillo) y apoyándose en las fuerzas represivas para derrotar las luchas populares o aplacar la disidencia política”. Esta forma de gobierno no deja espacio para las libertades democráticas básicas. Actualmente, el país vive “bajo un estado de excepción no decretado” donde la represión es permanente y sistemática.

A esto se suma un control mediático prácticamente total, una política de censura y criminalización de la crítica, y un cerco represivo contra estudiantes, campesinos, periodistas, sindicalistas, feministas, comunidades indígenas, etc. La figura copresidencial se blinda con un entramado legal que habilita la persecución arbitraria, las “detenciones cristalizan un ataque contra las libertades democrático burguesas más elementales y tienen como objetivo amedrentar al pueblo explotado y oprimido para que no salga a luchar”.

La dictadura de Ortega ha anulado la participación política independiente y, también ha vaciado el contenido revolucionario del sandinismo. El actual régimen se presenta como heredero de la revolución de 1979, pero sus prácticas son antagónicas a los ideales de emancipación que aquella insurrección pretendió levantar.

Del legado revolucionario al cinismo nacionalista

Es justamente ese uno de los pilares que han sostenido el régimen, la manipulación simbólica del legado histórico del FSLN y la revolución de 1979. El orteguismo se ha apropiado del discurso de liberación nacional y antiimperialismo, vaciándolo de contenido revolucionario para convertirlo en un recurso cínico de legitimación y control social. Bajo esta lógica, el gobierno se presenta como continuador de la gesta popular que derrocó a la dictadura de Somoza, cuando en realidad representa su negación más profunda.

El Frente Sandinista, fundado en 1961, surgió inspirado en la figura de Augusto César Sandino y al calor de la revolución cubana. Su discurso estuvo cargado de retórica popular, pero, como señala Jaime Weelock (dirigente y teórico histórico del FSLN), desde sus orígenes “no plantea luchar contra la burguesía o los terratenientes, sino contra el régimen existente y su cabeza política: la dictadura”. Esta visión posibilitó que, incluso en pleno proceso revolucionario, el FSLN articulara una política de alianzas con sectores burgueses “anti-somocistas”, lo que restringió las posibilidades de una transformación profundamente superadora.

La revolución nicaragüense tuvo un impulso genuino desde las masas. “Las fábricas y haciendas abandonadas fueron puestas a funcionar bajo el control directo de los sindicatos (…). En pocos días, las masas trabajadoras terminaron de destruir el viejo orden burgués, creando, a partir de estos embrionarios organismo de poder obrero, toda una estructura que, aunque dispersa, era una alternativa real de gobierno y de Estado”. Sin embargo, esta dinámica fue rápidamente cooptada por el FSLN, que se apresuró a reconstruir el aparato del Estado burgués y a sofocar la fuerza revolucionaria del movimiento de masas.

En las décadas posteriores, y especialmente tras su regreso al poder en 2007, Ortega reconstruyó un relato donde el sandinismo aparece como escudo frente al “imperialismo” y la injerencia extranjera. Este, sin embargo, convive con la implementación sistemática de políticas neoliberales, acuerdos con el Fondo Monetario Internacional y tratados de libre comercio con Estados Unidos. La retórica antiimperialista se transforma así en “un discurso demagógico para arengar las bases del Frente Sandinista”.

Bajo esta farsa ideológica, se criminaliza a toda oposición como “agente del imperialismo” o “golpista”, mientras se justifica la represión y las detenciones masivas. Ortega ha calificado la rebelión popular de 2018 como “intento de golpe de Estado”, y la legislación aprobada desde entonces se usa para inhibir candidaturas, censurar medios, encarcelar activistas y eliminar toda disidencia bajo la lógica de la “defensa de la soberanía”.

La rebelión que sacudió al régimen

La rebelión popular de abril de 2018 marcó un punto de inflexión en la historia reciente de Nicaragua. Fue el estallido espontáneo de un pueblo cansado de la corrupción, la represión y el ajuste, una revuelta que sacudió por completo el control orteguista sobre las calles y abrió un breve pero poderoso horizonte de lucha popular.

El detonante fue la reforma al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) impuesta por el gobierno con el aval del FMI, que reducía las pensiones y aumentaba las cuotas obreras y patronales. Lejos de ser un simple ajuste técnico, la medida golpeó directamente a los sectores populares y desató un movimiento social masivo protagonizado por estudiantes, jubilados, trabajadores y comunidades campesinas.

En ese momento desde Izquierda Web lo describimos así: “desde el 18 de abril Managua se llenó de barricadas, los estudiantes tomaron las principales universidades y por todo el país el pueblo trabajador se tiró a las calles”. En cuestión de días, el régimen perdió el control total del espacio público. Las consignas evolucionaron del rechazo a la reforma hacia una oposición generalizada al régimen dictatorial, con gritos de “¡Fuera Ortega y Murillo!” tomándose universidades, barrios y redes sociales.

La respuesta del gobierno fue inmediata y brutal. Según cifras recogidas por organismos de derechos humanos y en informes de organismos internacionales, la represión dejó más de 400 muertos y cientos de personas presas y desaparecidas. La represión no fue solo policial, se desplegaron bandas paramilitares afines al FSLN, que atacaron con armas de fuego, quemaron estaciones de radio, asaltaron universidades y asesinaron a estudiantes.

A pesar de su fuerza, la rebelión enfrentó un límite, ya que carecía de dirección política unificada, coordinación nacional y un programa estratégico. Esta debilidad facilitó su desarticulación y posterior cooptación parcial por sectores burgueses y conservadores, como la Iglesia y la COSEP.

Además, el golpe no sólo fue físico, sino también legal e institucional. El régimen utilizó el aparato del Estado para criminalizar la protesta, aprobar leyes punitivas y eliminar políticamente a cualquiera que participara o apoyara la rebelión. La llamada Ley contra el terrorismo y otras normas posteriores permitieron detener a cientos de activistas por supuestos delitos contra la seguridad nacional.

Abril de 2018 mostró el potencial transformador de la movilización popular desde abajo, pero también las limitaciones de una rebelión sin organización política centralizada. Aunque fue derrotada, dejó una huella imborrable, por primera vez desde 1979, el sandinismo perdió el control de las calles y quedó expuesto como lo que realmente es: una dictadura capitalista sostenida por la fuerza bruta.

Un modelo neoliberal con rostro sandinista

La crisis económica que atraviesa Nicaragua no puede entenderse sin analizar la naturaleza de clase del régimen de Ortega. Lejos de representar una alternativa popular el orteguismo ha aplicado —de forma sistemática— un modelo capitalista, neoliberal y extractivista, sostenido por acuerdos con organismos financieros internacionales, beneficios fiscales a la élite empresarial y represión a la protesta social.

Desde su retorno al poder, Ortega consolidó una alianza estratégica con la gran burguesía nacional, especialmente a través del Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP). Este modelo, conocido como de “diálogo y consenso”, garantizó durante más de una década estabilidad económica para los grupos de poder, en tanto el FSLN aseguraba gobernabilidad política: “la cúpula del sector privado comparece como único actor en representación del resto de la sociedad a negociar los asuntos económicos con el Gobierno, y los acuerdos se convierten posteriormente en leyes”.

Durante ese período, Nicaragua mantuvo tasas de crecimiento económico moderadas. Entre 2010 y 2017 el PIB creció en promedio un 4.7% anual, impulsado por la inversión extranjera directa, las exportaciones agrícolas y textiles, y la cooperación venezolana (que proveyó hasta 4,000 millones de dólares en fondos entre 2007 y 2016). Sin embargo, ese crecimiento fue altamente desigual, no se tradujo en redistribución, sino en acumulación para una nueva oligarquía sandinista.

A partir de 2018, tras la rebelión popular y la intensificación de la represión, la economía nicaragüense entró en una etapa de estancamiento. El PIB cayó un 3.8% en 2018 y un 3.7% en 2019. Aunque en 2021 y 2022 repuntó por el aumento de exportaciones agrícolas, sigue sin recuperar el dinamismo previo. La inversión extranjera directa disminuyó más de un 70% entre 2017 y 2020. Además, según el Banco Mundial, el 45% de la población vive con menos de 5,5 dólares al día, y más del 25% en pobreza extrema. El sector informal representa casi el 80% de la fuerza laboral, y el desempleo abierto ronda el 7%, con un fuerte subregistro.

A pesar de las protestas del 2018, el régimen no retrocedió con sus medidas neoliberales, por el contrario las profundizó. Ortega mantiene excelentes relaciones con el FMI, que en 2022 aprobó un programa de asistencia por 353 millones de dólares. Además, el presupuesto nacional del 2024 incluye recortes al gasto social y aumentos en partidas policiales y militares, lo que confirma que el modelo económico sigue priorizando el control político por encima del bienestar social.

El gobierno también ha profundizado el modelo extractivista con la expansión del monocultivo (caña, café, maní), entrega de concesiones mineras (más de 60% del territorio nacional está concesionado a empresas mineras) y la promoción del turismo de enclave, sin participación ni consulta a comunidades indígenas y campesinas.

La alianza con el gran capital se ha transformado, pero no ha desaparecido. Tras la ruptura formal con la COSEP, Ortega ha creado una nueva burguesía “leal al régimen”, integrada por empresarios afines al FSLN y beneficiarios de contratos estatales. Las élites no se oponen al neoliberalismo orteguista, sino a su carácter autoritario que les dificulta hacer negocios y espanta las inversiones extranjeras.

Manipulación electoral y legalismo represivo

La permanencia de Daniel Ortega en el poder ha sido posible, en términos formales, gracias al control absoluto del aparato estatal, acompañado de una total manipulación electoral y el uso sistemático del marco legal como arma contra la oposición. A través del control del Consejo Supremo Electoral, el sistema judicial y el parlamento, el orteguismo ha desmantelado cualquier vestigio de democracia formal en Nicaragua.

En las elecciones de 2021, Ortega se aseguró un nuevo mandato eliminando a sus principales rivales políticos por vía judicial. En ese momento, entre los detenidos estuvieron Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro, todos aspirantes presidenciales con intención de voto significativa.

Estas detenciones no se produjeron de forma improvisada. Fueron posibles gracias a un paquete de leyes represivas aprobadas luego de la rebelión de 2018. Entre ellas destaca la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, que permite inhabilitar políticamente a cualquiera que sea considerado “traidor a la patria” o que incite a la injerencia extranjera. Asi, “esta ley está en clave nacionalista y orteguista dando paso a que su aplicación sea según los criterios antojadizos del gobierno”.

Además de esta, el engranaje autoritario está sustentado en normativas como la Ley de Agentes Extranjeros, que obliga a registrarse como tal a quienes reciban financiamiento internacional y la Ley Especial de Ciberdelitos, que criminaliza la difusión de “noticias falsas” con penas de hasta 10 años de cárcel, entendiendo estas como cualquier critica al gobierno.

Este marco legal ha servido para censurar medios de comunicación, hostigar a periodistas y criminalizar la disidencia. En los últimos años, al menos 30 periodistas han sido interrogados o perseguidos y se han cerrado múltiples medios de comunicación. El control del Poder Judicial permite que estas acciones se legitimen formalmente, sin posibilidad de apelación o defensa efectiva.

El golpe represivo va más allá, con la posibilidad (y uso cada vez más recurrente) del despojo de la nacionalidad a los enemigos políticos del gobierno. Este año se aprobó una reforma constitucional que elimina la posibilidad de doble nacionalidad y habilita la opción de su despojo a quienes sean considerados “traidores a la patria”. De acuerdo con Human Rights Watch entre 300 y 450 personas ya han pedido la nacionalidad nicaragüense y la mayoría se encuentra en condición de apátrida.

Ortega ha convertido el Estado en una estructura al servicio de su propio poder personal y familiar. Las instituciones que en un régimen burgués democrático están al servicio de los interés de clase, en este caso están aún más subordinadas. El parlamento responde al Ejecutivo, el Poder Judicial actúa como brazo punitivo del gobierno, y el Consejo Electoral legitima cada proceso a la medida del caudillo. La dictadura nicaragüense ha logrado, como pocas, institucionalizar el autoritarismo con apariencia de legalidad.

Sindicalismo domesticado y movimientos vaciados

La cooptación y burocratización sistemática de los sindicatos y organizaciones sociales es uno de los pilares que explican la permanencia del régimen, en un proceso que ha neutralizado gran parte de las capacidades de organización y resistencia de la clase trabajadora. Lo que alguna vez fueron instrumentos de lucha obrera y popular en el marco de la revolución, hoy se han convertido en correas de transmisión del régimen, domesticadas por la lógica del control político del FSLN.

Tras el triunfo de la revolución en 1979, se vivió una explosión de organización popular. Los sindicatos pasaron de 138 con 27.000 afiliados antes de la insurrección, a 1.200 sindicatos con más de 90.000 trabajadores en 1982. Sin embargo, este auge no dio paso a una estructura independiente y democrática de clase, sino que fue subsumido bajo el control burocrático del aparato sandinista.

A lo largo de los años 80 y en las décadas posteriores, el FSLN impulsó una estrategia deliberada para centralizar, jerarquizar y controlar todas las expresiones sociales: sindicatos, organizaciones estudiantiles, asociaciones de mujeres, colectivos culturales y hasta movimientos indígenas. Lo que predominó fue una lógica en la que las decisiones no eran el resultado de debates desde abajo, sino órdenes emitidas desde las cúpulas del partido.

Ya en el siglo XXI, con Ortega nuevamente en el poder, esta lógica se profundizó y este control ha hecho imposible que estas estructuras funcionen como espacios de organización independiente de los explotados y oprimidos. Esta burocratización no solo ha silenciado a los movimientos, sino que ha despolitizado a amplios sectores.

En el marco del conflicto del 2018, la mayoría de las federaciones sindicales no se solidarizaron con la rebelión popular, y algunas incluso se alinearon con el discurso gubernamental que criminalizaba la protesta como un intento golpista. Se trataba de sindicatos ya subordinados, sin vida interna, dependientes de recursos estatales y dirigencias vinculadas directamente al orteguismo.

Este modelo sindical clientelista, lejos de representar los intereses de la clase trabajadora, ha servido para desmovilizarla, dividirla y canalizar sus demandas dentro de los límites del régimen. De igual forma, las organizaciones estudiantiles fueron completamente instrumentalizadas, al punto que durante años las universidades públicas no registraron ninguna protesta significativa, hasta que la juventud se rebeló en 2018.

El brazo armado del régimen

El régimen se sostiene, además de por su aparato legal y político, por un control absoluto del aparato represivo del Estado, en especial la Policía Nacional y su alianza con el Ejército. Esta simbiosis ha convertido a las fuerzas armadas y policiales en instrumentos de represión directa, garantes de la estabilidad del régimen y pilares fundamentales del control social.

Desde el retorno al poder en 2007, Ortega se preocupó por reconstruir las fuerzas coercitivas bajo una lógica de obediencia personalista, subordinando completamente a la Policía y manteniendo una relación privilegiada con el Ejército, que ha sido actor de la represión.

Durante la Rebelión de Abril, la respuesta del régimen fue abiertamente criminal. La represión dejó alrededor de 400 personas muertas, cientos de prisioneros políticos y miles de exiliados. Se documentaron masacres, torturas, desapariciones forzadas y ataques coordinados entre la Policía, las fuerzas paramilitares y grupos afines al FSLN, como la Juventud Sandinista.

El uso de paramilitares fue clave para dar un rostro «no estatal» a la represión. Se reportaron “bandas paramilitares, integradas por la Juventud Sandinista, disparando a diestra y siniestra”, incluso atacando a estudiantes refugiados en iglesias y universidades. Estas fuerzas actuaron con total impunidad, protegidas por las autoridades, lo cual indicó una estrategia deliberada de terror político para sembrar miedo y desarticular la movilización.

La Policía Nacional y el Ejército se convirtieron en un cuerpo de choque orteguista, con múltiples denuncias por su participación activa en actos de represión, detenciones arbitrarias, golpizas y vigilancia masiva a opositores. El hecho de que sigan recibiendo beneficios y presupuesto en medio de la crisis evidencia que su lealtad ha sido recompensada.

El poder se sostiene con fusiles… y dinero. La Policía Nacional mantiene un presupuesto con crecimiento sostenido en medio de recortes al gasto social, además sus miembros gozan de bonos especiales por su lealtad y acceso privilegiado a los programas estatales de vivienda, tierras y préstamos a través del Instituto de Seguridad Social Policial.

Por su parte, el Ejército controla un presupuesto gigantesco sin controles ni rendición de cuentas y mediante el Instituto de Previsión Social Militar administran un poderoso conglomerado económico con inversiones en banca, construcción, turismo, servicios y comunicaciones. También reciben múltiples contratos directos con el gobierno y participan en proyectos extractivos y concesiones territoriales.

En paralelo al otorgamiento de estos beneficios, el régimen ha impulsado un proceso de modernización y profesionalización de las fuerzas armadas, particularmente del Ejército, a través de alianzas con regímenes autoritarios como Rusia, Irán y Bielorrusia. Estos vínculos le han permitido al Ejército acceder a capacitación táctica, formación en inteligencia, adquisición de armamento y cooperación tecnológica.

Rusia ha sido el principal proveedor de equipo militar y entrenamiento. Desde 2008, se han firmado múltiples acuerdos de defensa que incluyen la entrega de tanques T-72, vehículos blindados, sistemas antiaéreos, fusiles AK, lanchas patrulleras y equipo de comunicación y vigilancia. Además, Managua alberga desde 2017 un Centro de Capacitación Regional Antinarcóticos financiado por Moscú, cuyo personal ha sido formado directamente por instructores rusos.

Por su parte, Irán ha ofrecido entrenamiento en ciberdefensa y control social, mientras que Bielorrusia ha colaborado en áreas de logística, comando y financiamiento. Estas relaciones no solo fortalecen la capacidad operativa del Ejército, sino que también consolidan una doctrina de seguridad alineada con regímenes autoritarios y tecnológicamente vigilantes, lo cual refuerza el carácter represivo del aparato militar nicaragüense frente a la sociedad civil.

Actualmente, las fuerzas represivas son la columna vertebral del poder orteguista. Su capacidad para sembrar el terror es lo que le ha permitido contener nuevos estallidos populares y mantener a raya a la oposición. Ortega se mantiene “no porque haya obtenido el respaldo popular o haya podido cambiar la correlación de fuerzas políticas en la sociedad, sino que ha sido sobre la base de la represión mano militari”.

Asesinatos al otro lado del San Juan

La crisis nicaragüense ha tenido un impacto profundo en Costa Rica, país que se ha convertido en uno de los principales destinos de refugio para miles de personas exiliadas. Desde la rebelión de 2018, la represión desatada por el régimen de Ortega ha empujado al exilio a decenas de miles de nicaragüenses, entre ellos estudiantes, periodistas, campesinos, disidentes sandinistas y defensores de derechos humanos perseguidos.

Según cifras oficiales, más de 200.000 nicaragüenses han solicitado refugio en Costa Rica desde ese año. Esta ola migratoria no solo es la más grande en la historia reciente de Nicaragua, sino también una de las más invisibilizadas en la región. Lejos de buscar una mejor calidad de vida, la mayoría huye por miedo a ser detenidos, torturados o asesinados, luego de participar en protestas, expresar opiniones críticas o simplemente ser considerados “sospechosos” por el régimen orteguista.

En la actualidad el gobierno de Rodrigo Chaves ha mantenido un silencio comodo con la represion y una retórica en clave nacionalista sobre la soberania y xenofoba con respecto a las personas migrantes. En los hechos ha habido una normalización de relaciones diplomáticas y comerciales, y una total omisión frente a las violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen de Ortega y Murillo.

Peor aún, Costa Rica ha sido escenario de amenazas y violencia contra exiliados. Uno de los primeros hechos fue el del excombatiente Rodolfo Rojas Cordero, quien fue secuestrado en el país y encontrado muerto en Honduras en 2022. El año pasado el líder campesino Jaime Ortega Chavarria fue asesinado en Upala. Este año, un nuevo asesinato, esta vez de Roberto Samcam (exoficial del Ejercito nicaraguense y posterior opositor a Ortega), agranda esta lista.

Joao Maldonado, exsandinista, ha sufrido dos atentados en Costa Rica. En 2021, mientras conducía, recibió una bala en la mandíbula, otra en el abdomen, dos en un brazo, en su clavícula derecha y cerca del corazón. Posteriormente, en 2023, a días de un segundo exilio (hacia Estados Unidos) fue atacado nuevamente con ocho disparos que incluso dejaron discapacitada a su pareja.

Organizaciones de exiliados denuncian, claramente, estos hechos como crímenes de Estado extraterritorial, señalando que agentes vinculados al régimen orteguista y redes paramilitares han operado dentro del territorio costarricense con plena impunidad. Sin embargo, el gobierno de Chaves minimizó los casos, los trató como hechos aislados, de criminalidad común, y no abrió ninguna investigación especial.

Pero estos no son casos únicos. Otros activistas han denunciado seguimientos, amenazas, hostigamiento y atentados, sin recibir medidas de protección. Por ejemplo, el periodista Jimmy Guevara recibió tantas amenazas de muerte que se mudó a España. Se han identificado a algunos individuos vinculados a la Juventud Sandinista o exmilitares del régimen operando encubiertamente entre la comunidad migrante. En muchos barrios con alta presencia de exiliados, como La Carpio o Desamparados, el miedo a ser identificados por simpatizantes orteguistas es cotidiano.

Aunque el gobierno costarricense condenó estos hechos, no ha realizado investigaciones exhaustivas ni ha tomado medidas contundentes para proteger a los perseguidos políticos. Por el contrario, ha endurecido la política migratoria y colaborado con extradiciones de carácter político. En los últimos años se han retrasado los procesos de solicitud de refugio, se han negado permisos de trabajo, y se ha limitado el acceso a servicios públicos para la población migrante. Esta actitud, además de insensible, ignora el carácter político de la migración nicaragüense y la responsabilidad que implica brindar protección a quienes huyen de una dictadura. La pasividad del gobierno costarricense no es neutra, es funcional a la dictadura.

Contra la dictadura y el capitalismo

El régimen de Ortega y Murillo representa una de las más profundas traiciones a una revolución. Usurpando su legado, el orteguismo ha instaurado una dictadura personalista, capitalista, represiva y conservadora que destruye las conquistas populares, criminaliza la disidencia y sofoca cualquier intento de organización desde abajo.

Es fundamental romper con cualquier ilusión reformista o electoralista respecto a este régimen. No se trata de demandar “más democracia” dentro del sistema actual, sino de denunciar su carácter autoritario y su rol como administrador del capitalismo en Nicaragua.

La alternativa no puede provenir de los sectores liberales, empresariales o religiosos que buscan restaurar un régimen democrático-burgués pactado con el imperialismo. Estos actores ya demostraron su complicidad con Ortega durante años de “diálogo y consenso” y no ofrecen una salida real a la crisis de fondo. Tampoco puede provenir del sandinismo crítico que, aunque distanciado del oficialismo, no rompe con la lógica de conciliación de clases ni con el nacionalismo vacío.

La salida debe construirse desde la clase trabajadora, el campesinado, la juventud y las mujeres, articulando una alternativa política independiente y revolucionaria. Esta tarea pasa por reorganizar desde abajo estructuras democráticas de independencia de clase.

El levantamiento de 2018 fue una muestra de que el pueblo nicaragüense no está condenado a la resignación. Aunque derrotada, aquella rebelión popular abrió una grieta en el bloque de poder y demostró que existe una voluntad de lucha viva. Hoy el desafío consiste en reconstruir esa energía rebelde en clave de organización, estrategia y conciencia política, superando el espontaneísmo y el aislamiento.

Reivindicar el socialismo hoy en Nicaragua no es defender al FSLN, sino reconstruir su sentido original: lucha de clases, organización desde abajo, internacionalismo y democracia directa de los oprimidos. Contra el orteguismo y el capitalismo que representa, hace falta una nueva revolución.

Seremos directos: Te necesitamos para seguir creciendo.

Manteniendo independencia económica de cualquier empresa o gobierno, Izquierda Web se sustenta con el aporte de las y los trabajadores.
Sumate con un pequeño aporte mensual para que crezca una voz anticapitalista.

Me Quiero Suscribir

Sumate a la discusión dejando un comentario:

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí