El Congreso de El Salvador, totalmente dominado por el oficialismo del partido Nuevas Ideas, aprobó una reforma constitucional en materia electoral que consolida el carácter autoritario del régimen de Nayib Bukele.
La medida, aprobada en un procedimiento exprés, a las puertas del receso vacacional, permite la reelección presidencial indefinida, extiende el período presidencial de cinco a seis años, acorta el mandato actual para celebrar elecciones generales en 2027, y elimina la segunda vuelta electoral (por lo que las elecciones se ganarán por simple mayoría).
También, se unifican las elecciones presidenciales, legislativas y municipales en una misma fecha, con el claro objetivo de maximizar el control oficialista sobre todo el aparato estatal.
De los 60 diputados y diputadas de la Asamblea Legislativa, 57 votaron a favor de la reforma, todos pertenecientes al bloque oficialista, mientras que sólo los tres legisladores opositores expresaron su rechazo. La reforma, además, elimina el requisito de doble ratificación constitucional en legislaturas distintas, lo que permite reescribir la Constitución en trámites expeditos.
Con esta movida, Bukele podrá presentarse a las elecciones una y otra vez, blindando su continuidad con legitimidad legal. Su popularidad —alimentada por una campaña constante de propaganda y control informativo— es utilizada como pretexto para erigir una nueva arquitectura estatal al servicio de la concentración del poder.
El régimen de Bukele, aunque se presente como “cool”, transita hacia un modelo dictatorial más clásico. Por el momento, se trata de una forma de bonapartismo autoritario, donde un líder carismático se erige por encima de clases, partidos y poderes, aparentando gobernar “para el pueblo”, mientras concentra todo el aparato estatal a favor de un bloque burgués emergente y del capital transnacional.
Bukele controla el Poder Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, intervino la Corte Suprema, sustituyó a fiscales, criminalizó la protesta y colocó al ejército en el centro de la vida política nacional. Desde 2022 mantiene al país bajo un estado de excepción permanente, con más de 87.000 personas detenidas, miles de denuncias por detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y más de 400 muertes en prisión.
El autoritarismo bukelista es, además, funcional al capital: garantiza “orden” para la inversión extranjera, desmantela los derechos laborales y sociales, y aplica la receta clásica del FMI bajo un discurso tecnocrático de modernización. La militarización, la represión, la deuda y la propaganda construyen una aparentemente estabilidad para un modelo económico que sigue reproduciendo la pobreza, la informalidad y la dependencia.
Está reforma constitucional es un punto álgido del proceso político que venía gestándose desde 2019: la transformación del Estado salvadoreño en una maquinaria autoritaria al servicio de una casta político-empresarial emergente. Bukele se presenta como el rostro fresco de un “país nuevo”, pero en realidad representa la continuidad del neoliberalismo por medios cada vez más represivos.
El Salvador camina aceleradamente hacia una dictadura. Y aunque la popularidad del presidente se esgrime como justificación, la democracia no puede reducirse a encuestas ni a likes en redes sociales. Este régimen autoritario se adapta a los tiempos y ahora avanza con “rostro juvenil”, marketing agresivo y ropaje tecnodigital, pero su esencia sigue siendo la de siempre —explotación, despojo y represión.




