El Salvador

Bukele militariza la educación para consolidar su régimen

“Orden y disciplina”. Esta frase resume la política educativa del gobierno salvadoreño para “combatir” a las maras. De esta forma, el presidente centroamericano ignora las causas sociales que fomentaron el surgimiento de estas organizaciones e insiste en el curso autoritario de su gestión.

El nombramiento de una capitana como ministra de Educación y la imposición de normas estrictas de disciplina y apariencia, son elementos palpables de la intervención militar en la educación y, en general, en la vida pública de El Salvador.

Esta arremetida se inserta en un marco más amplio de autoritarismo y concentración del poder, donde la represión contra las maras se usa como justificación para extender el control militar a todos los aspectos de la vida social. En lugar de responder a las verdaderas causas de la violencia, vinculadas a la pobreza, la desigualdad y la exclusión, el gobierno consolida un modelo que normaliza la presencia de las fuerzas armadas en la vida cotidiana.

La disciplina del cuartel en las aulas

El nombramiento de Karla Trigueros, capitana del ejército, como ministra de Educación, marca un salto cualitativo en el ataque a la educación y la represión social. Implica la militarización del sistema educativo. Su llegada no es un hecho menor, el gobierno de Bukele lo justifica con el argumento de “preparar a las nuevas generaciones” para el futuro, pero en realidad su primera orden expone la lógica autoritaria que guía esta decisión.

Trigueros impuso que todos los estudiantes asistan con la mitad inferior de la cabeza rapada, el uniforme impecable y un comportamiento basado en modales estrictos de cortesía. Las instrucciones no son recomendaciones, sino que se ordenaron bajo la amenaza de expulsión para las y los jóvenes y de despido para las y los docentes que no las cumplan.

El gesto de abrazar chicos en uniforme militar en sus primeras apariciones públicas revela la intención de naturalizar la presencia castrense en las escuelas y convertirla en símbolo de orden. Lo que el gobierno presenta como una estrategia para erradicar la influencia de las maras, en realidad introduce la lógica del cuartel en la vida cotidiana de la niñez y la juventud.

La disciplina militar no es parte de un proceso pedagógico, sino una imposición vertical y de vigilancia permanente. Con estas medidas, la educación se convierte en un espacio de control donde la identidad de las personas estudiantes se moldea según parámetros militares y en el cual la obediencia sustituye al pensamiento crítico.

Con esta decisión, Bukele transforma a los directores en agentes de inspección diaria, obligados a revisar uno por uno a las y los alumnos para determinar si cumplen con la norma estética y conductual definida desde el ministerio. La educación se ve reducida a un mecanismo de homogeneización forzada, donde la diversidad se percibe como amenaza y la diferencia se castiga con exclusión.

Bajo el signo del autoritarismo y el estado de excepción

El gobierno de Bukele está decidido a consolidar un modelo político basado en la concentración de poder, la imposición de un régimen de excepción permanente y la utilización del miedo como herramienta de control social. Desde marzo de 2022, el país vive bajo un marco legal que suspende los derechos fundamentales, elimina garantías procesales y permite detenciones sin pruebas.

En nombre de la “guerra contra las pandillas”, miles de personas terminan encarceladas de manera arbitraria, mientras las denuncias de torturas y violaciones a los derechos humanos se acumulan sin ninguna respuesta. El proceso emprendido por el gobierno se presenta como un éxito de seguridad, pero en realidad profundiza el autoritarismo que elimina cualquier forma de oposición.

La Asamblea Legislativa, controlada por el oficialismo, se limita a legalizar cada nueva medida represiva, convirtiéndose en un apéndice del Ejecutivo. Las fuerzas armadas y la policía ocupan un lugar central en la vida política, al punto de sustituir funciones civiles: se encargan de la distribución de alimentos, el transporte colectivo, la ocupación de instituciones públicas y ahora también la gestión de la educación.

La imagen del presidente rodeado de miles de soldados perfectamente alineados transmite un mensaje simbólico de fuerza y disciplina que busca naturalizar la militarización de la vida pública.

Este modelo represor, evidentemente, no se orienta a resolver las causas profundas de la violencia y la desigualdad, sino a asegurar el control social a través de la represión. El régimen se sostiene en una narrativa que combina la propaganda masiva, la exaltación nacionalista y el culto al líder, mientras erosiona los espacios democráticos y consolida una estructura política cada vez más autoritaria.

Las raíces sociales de las maras

Las maras no nacieron en las aulas ni se explican por la supuesta falta de disciplina escolar. Su origen se encuentra en un entramado de exclusión social, pobreza y migración forzada. En los años noventa, las deportaciones masivas desde Estados Unidos devolvieron al país a miles de jóvenes que crecieron en contextos de violencia urbana y marginalidad. Al regresar, encontraron comunidades empobrecidas, sin acceso a empleo formal ni servicios básicos.

La ausencia de un Estado que les garantizara derechos sociales creó el terreno fértil para que las pandillas se consolidaran como redes de pertenencia, protección y, en muchos casos, como única opción de subsistencia.

En este escenario, la educación pública aparece debilitada por décadas de recortes, privatización y falta de inversión. Las escuelas en los barrios populares funcionan en condiciones precarias, con docentes sobrecargados y estudiantes que “abandonan” los estudios (en realidad que son excluidos) por necesidades económicas.

No es el aula la que produce pandillas, sino el abandono estatal que margina a miles de jóvenes. Ante esa realidad, imponer uniformidad y disciplina militar no responde a las causas de la violencia, sino que desplaza la atención hacia la conducta superficial del estudiante, culpabilizando a la juventud en lugar de enfrentar el sistema social que la empuja a la exclusión.

Un modelo autoritario no crea oportunidades ni garantiza derechos; al contrario, refuerza la lógica del castigo y reproduce las mismas condiciones que alimentan el ciclo de violencia. En lugar de generar inclusión y espacios de desarrollo, se instala el miedo como norma y se perpetúa la estigmatización de quienes provienen de sectores empobrecidos. Así, el gobierno convierte la educación en la prolongación de la guerra, sin resolver la desigualdad que dio origen a las maras.

Estudiantes y docentes bajo ataque

La aplicación de este modelo educativo militarizado coloca tanto a las y los estudiantes como al personal docente en una situación de permanente amenaza. La juventud es obligada a cumplir normas y comportamientos impuestos desde arriba, bajo la advertencia de que la desobediencia puede significar la expulsión inmediata.

De previo, las escuelas no eran espacios idílicos, pero ahora hay un cambio significativo. Dejan de ser espacios de aprendizaje y convivencia para transformarse en un campo de inspección donde el más mínimo detalle se convierte en motivo de sanción. El temor sustituye a la confianza, y la relación pedagógica se desnaturaliza cuando la figura del maestro o la maestra se transforma en guardián disciplinario.

Para las personas docentes, la carga no es menor. Las órdenes del ministerio los obligan a asumir un rol de vigilancia y castigo que contradice la vocación educativa. Cada revisión del uniforme, cada observación sobre el peinado o los modales deja de ser una recomendación y se convierte en una prueba de sometimiento al régimen.

Quien no cumpla con la rigurosidad exigida arriesga su puesto de trabajo, lo que instala un clima laboral marcado por la angustia. La amenaza constante de despido inhibe cualquier forma de crítica y paraliza la capacidad de organización colectiva de las y los trabajadores de la educación.

Se erosiona el sentido mismo de la enseñanza, que se funda en el diálogo, la reflexión y la construcción conjunta del conocimiento. Cuando la disciplina militar reemplaza esos principios, lo que se forma no son personas críticas, sino sujetos sometidos a la obediencia y al control. La escuela pierde su potencial emancipador y se convierte en un engranaje más del aparato represivo del Estado.

Represión y hegemonía

Al respecto, la perspectiva marxista es clara. Marx y Engels plantearon en El Manifiesto Comunista que el Estado es el comité que administra los intereses de la clase dominante. En ese marco, trasladar la lógica castrense a las aulas responde a la necesidad de imponer un orden social a través de la disciplina y la obediencia.

La instrucción escolar, bajo el capitalismo, se asegura que la fuerza de trabajo del futuro esté adiestrada según los requerimientos del mercado, en lugar de permitir la libre expresión y desarrollo del potencial humano. Si a esto se le suma la intromisión del ejército, se consolida un modelo de control que combina la represión directa con la formación ideológica.

Gramsci plantea que “el Estado no es sólo un aparato de represión, sino también de hegemonía, es decir, de dirección política, moral e intelectual” (Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 6), genera un consenso activo que lleva a los dominados a aceptar voluntariamente el orden existente.

La hegemonía se produce mediante instituciones como la escuela, la familia, los medios de comunicación y las iglesias, que transmiten valores y visiones del mundo favorables a la clase dominante. En este sentido, lo que sucede en El Salvador no puede entenderse sólo como un mecanismo represivo directo, sino como parte de un proyecto hegemónico más amplio.

El discurso oficial habla de disciplina, respeto, valores cívicos y patriotismo, lo cual solo enmascara un objetivo político que es naturalizar la subordinación y consolidar la aceptación del autoritarismo como forma de vida. “La supremacía de un grupo social se manifiesta de dos maneras: como ‘dominio’ y como ‘dirección intelectual y moral’. Un grupo social domina a los grupos adversarios y tiende a ‘dirigir’ a los grupos afines” (Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 13).

Esta frase de Gramsci ayuda a comprender que el Estado de Bukele busca convertir a la escuela en un espacio donde el control se legitime y se interiorice. Donde se aprenda a obedecer, no porque un soldado vigile directamente, sino porque la ideología escolar les presenta esa obediencia como virtud. El consenso se produce cuando se acepta sin cuestionamiento que la militarización “garantiza orden”, sin reconocer que se trata de una forma de consolidar el régimen político y social.

Gramsci también insiste en la idea de que los intelectuales orgánicos de la clase dominante juegan un papel central en este proceso: “Cada grupo social, surgiendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, uno o más estratos de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su función” (Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 12).

En el caso salvadoreño, el nombramiento de autoridades educativas alineadas con el proyecto autoritario del gobierno cumple esa función; no son meros burócratas, sino portadores de una ideología que convierte la educación en herramienta de hegemonía.

De este modo, es evidente que la militarización educativa no es solo una estrategia coyuntural frente a la violencia de las maras, sino un intento de moldear subjetividades y construir una sociedad acostumbrada a la obediencia. La represión se combina con la construcción de consenso, y la escuela se transforma en un espacio clave para consolidar ese equilibrio entre coerción e ideología.

Fuera militares, fuera Bukele

El régimen de El Salvador refleja un proyecto político que busca consolidar un modelo autoritario enraizado en la lógica del capital. El gobierno utiliza el discurso de la seguridad y la disciplina para encubrir el proceso de control social donde la escuela está en el punto de mira para convertirla en terreno de reproducción de la obediencia.

Se impone la figura del gobierno como fuerza vigilante, mientras se relegan las causas estructurales de la violencia y la desigualdad, que nacen de la pobreza, la exclusión social y la subordinación del país a los intereses del capital transnacional. Este proceso se entiende como parte del doble movimiento del Estado: coerción y hegemonía, en este sentido, no se resuelve la violencia social, sino que se fabrican nuevas formas de sometimiento.

El camino para enfrentar las causas de las maras y de la violencia no pasa por imponer soldados en las aulas ni por reforzar la represión sobre docentes y estudiantes. Se requieren medidas anticapitalistas para acabar con la histórica y profundísima desigualdad social que aqueja al país centroamericano, acompañado de un proyecto educativo emancipador que coloque en el centro la conciencia crítica, la organización popular y la superación de la desigualdad.

Terminar con la militarización de la educación implica también terminar con el régimen autoritario que impulsa Bukele. No basta con denunciar las medidas en las aulas si en las calles se mantiene un estado de excepción que legitima detenciones arbitrarias, represión y control absoluto sobre la población.

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