En el marco del resurgimiento de las políticas proteccionistas encabezadas por Estados Unidos durante los gobiernos de Donald Trump (aunque no exclusivas a él), se está reconfigurado profundamente el papel del comercio internacional, los aranceles y la intervención estatal en la economía global. Bajo el discurso de “America First”, estas medidas representan la reorientación del proyecto imperialista mediante el retorno de formas del imperialismo territorial.
Es muy complicado darle seguimiento a la evolución de los acontecimientos. Con medidas y disputas casi a diario, cada intento de actualización queda desfasado rápidamente. A pesar de esto, se intentará realizar un análisis de los hechos más relevantes y la explicación de la situación política y económica actual más general, aunque centrado en este último aspecto.
Llegó agosto, la fecha de los aranceles
La nueva batería arancelaria de Trump es un ataque sin parangón en la política comercial de Estados Unidos. Tras los anuncios hechos el 2 de abril y, posteriormente puestos en pausa, a inicios de mes se activó un paquete de gravámenes que oscila entre el 10% y el 50% para países que no lograron un acuerdo bilateral antes del 1 de agosto.
A diferencia de la narrativa inicial, que hablaba de “reciprocidad” para equilibrar el déficit comercial, la aplicación final convirtió los aranceles en un mecanismo de presión para forzar inversiones, compras de energía y concesiones. Washington no se limitó a aplicar tarifas generales, las ajustó de forma selectiva para castigar o premiar el alineamiento y la subordinación a los designios trumpistas.
En abril, el “Día de la Liberación” se presentó como un plan global de aranceles “recíprocos” con un mínimo del 10% y sanciones que llegaban al 50% para países como Lesoto, 44% para Myanmar, 34% para China y 20% para la UE. Sin embargo, tras prórrogas y suspensiones parciales, el esquema final (¿?) endureció su carácter político. Se ligó la reducción o eliminación de tarifas a concesiones económicas y compromisos de alineamiento político.
El cambio más significativo fue pasar de un ajuste comercial amplio a un sistema de coacciones individualizadas, en el que Washington decide quién accede a su mercado y en qué condiciones, reforzando el papel de los aranceles como instrumento de dominación imperialista.
Es tal el impacto de estas tarifas que el promedio efectivo durante este año (de previo a la ola de agosto) alcanzó el 18,2%, el nivel más alto desde 1934, frente al 2,4% que se registraba en 2024. Este aumento multiplicó por tres los ingresos aduaneros, que llegaron a 28.000 millones de dólares en junio pasado. La Oficina Presupuestaria del Congreso estimó que con los aranceles impuestos entre enero y mayo el endeudamiento del gobierno rebajaría 2,5 billones de dólares en 10 años.
Presión al corazón del T-MEC
Los vecinos de Estados Unidos son de los más golpeados, no sólo por las tasas impuestas, sino por su utilización como herramienta para obtener concesiones que sirvan para cumplir las promesas electorales de Trump. Los aranceles a Canadá aumentaron del 25% al 35% para los bienes no cubiertos por el T-MEC, dejando exentos casi el 90% de los productos, pero golpeando sectores estratégicos como el acero y el automotriz. Aunque la mayoría de mercancías quedan protegidas, las exportaciones canadienses de esos sectores seguirán sufriendo gravámenes elevados.
En el caso de México, Sheinbaum evitó que se le aplique de inmediato el arancel del 30% previsto, manteniendo la tasa en 25% para los productos no amparados por el T-MEC y obteniendo una prórroga de 90 días para negociar. El acuerdo incluyó la exigencia de eliminar “barreras comerciales no arancelarias”, con especial atención a cuestiones laborales y de propiedad intelectual, y se vinculó directamente a demandas en materia de seguridad y control del fentanilo.
Asimismo, Washington justificó el aumento a Canadá acusandolo de no cooperar contra el tráfico de fentanilo y de adoptar decisiones diplomáticas contrarias a sus intereses, como el posible reconocimiento de un Estado palestino. Es una combinación de castigo comercial y amedrentamiento político.
Intromisión imperialistas camuflada como “apoyo de un amigo”
Uno de los anuncios más extremos (por fuera de China) es el arancel del 50% a las importaciones brasileñas bajo el argumento de una “amenaza inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional, la política exterior y la economía estadounidense. Sin embargo, la medida se vinculó directamente al proceso judicial contra Jair Bolsonaro, acusado de planear un golpe de Estado tras perder las elecciones de 2022.
La Casa Blanca interpretó esta causa como una “caza de brujas” y, en paralelo, sancionó al juez Alexandre de Moraes, responsable de la investigación, revocándole la visa a él, sus familiares y aliados. Esta conexión explícita entre un caso judicial y una sanción comercial deja en evidencia el uso abiertamente político de los aranceles como advertencia.
El comercio bilateral alcanzó en 2024 un superávit de 6.800 millones de dólares para Estados Unidos, lo que desmonta el argumento de desequilibrios comerciales como base de la medida. Se trata de una manifestación clara de imperialismo punitivo, donde el comercio deja de ser un canal de intercambio y se convierte en un mecanismo directo de intervención política.
Castigo por el petróleo ruso
Los aranceles a las importaciones de India también llegan al 50%, sumando un 25% adicional al gravamen ya existente, como represalia directa por la compra de grandes volúmenes de petróleo ruso. El nuevo impuesto entrará en vigor el 27 de agosto, afectando a un país que es el tercer mayor importador de crudo del mundo y que pasó de obtener menos del 2% de su petróleo desde Rusia a más de un tercio tras las sanciones europeas.
Entre 2023 y 2025, India adquirió en Moscú 133.400 millones de dólares en petróleo, gas y carbón, consolidando a Rusia como su principal proveedor energético. Washington acusó a Nueva Delhi de financiar indirectamente la maquinaria bélica del Kremlin, al tiempo que utilizó esta medida como advertencia para otros países que mantienen vínculos con Putin.
El presidente estadounidense también amenazó con sanciones adicionales a los países que compren petróleo y gas rusos, lo que apunta a una estrategia de presión indirecta sobre Moscú a través de sus principales clientes internacionales. A pesar de esto, esta semana se concretó la primera compra de crudo ruso por parte de Vietnam.
Cerco a las rutas indirectas de comercio
En medio del pandemónium arancelario, no solo son atacados países, también procesos comerciales. Trump impuso un arancel del 40% sobre el transbordo de mercancías, es decir, productos que no llegan directamente desde su país de origen, sino que se envían a través de terceros países para eludir gravámenes. La medida, que entrará en vigor una semana después de su anuncio, se suma a los aranceles ya existentes para el país de fabricación, por lo que en algunos casos el coste total superará el 80% o 90% del valor del bien.
Según la Casa Blanca, el objetivo es cerrar una de las vías más utilizadas por China para sortear las tarifas: el envío de bienes a través de países del sudeste asiático, México o incluso Canadá, donde se les realiza un ensamblaje mínimo para reexportarlos a Estados Unidos. Peter Navarro, asesor de Trump, afirmó que un tercio de las exportaciones de Vietnam hacia Estados Unidos son en realidad productos chinos reetiquetados.
Esto afecta especialmente a países como Vietnam, Malasia e Indonesia, que han visto crecer sus exportaciones gracias a operaciones de ensamblaje de componentes chinos. En el acuerdo comercial firmado con Vietnam el 2 de julio, se incorporó de forma explícita la disposición de aplicar un 40% de arancel a bienes indirectos desde China, mientras que las exportaciones vietnamitas directas quedaron gravadas al 20%.
El impacto económico de esta medida es considerable. El comercio mundial de bienes manufacturados implica cadenas de suministro con múltiples escalas, y el arancel a transbordos amenaza con encarecer no solo los productos chinos, sino también los de empresas multinacionales que utilizan terceros países como centros de ensamblaje. La medida golpea especialmente a sectores como la electrónica, el textil y los bienes de consumo, donde la fragmentación productiva es generalizada.
100% a chips y semiconductores
El anuncio de imponer un arancel del 100% a los chips y semiconductores importados, durante una conferencia junto al CEO de Apple, debe entenderse claramente como parte de los intentos por relocalizar un sector del capital fijo vinculado a áreas estratégicas como la computación, la inteligencia artificial y la automatización, no a través de ventajas comparativas reales (productividad o infraestructura), sino mediante la coerción estatal directa.
Esto equivale a bloquear de facto la importación de insumos esenciales para toda la economía digital, desde autos eléctricos hasta teléfonos móviles, pasando por servidores y maquinaria industrial. Es una forma de presión estructural, donde el Estado crea artificialmente una diferencia de rentabilidad entre producir dentro y fuera del país, incluso si esto implica encarecer el conjunto de la economía.
El caso de Apple es representativo, ya que es una “empresa estrella” de Estados Unidos, un emblema. En este caso es una empresa transnacional que hasta hace poco organizaba su cadena de producción según criterios puramente económicos, ahora adapta su estrategia a las exigencias del Estado donde opera.
Saqueo disfrazado de acuerdo
Bajo la amenaza de los aranceles, la administración Trump cerró acuerdos con varios países en condiciones que difícilmente pueden describirse como de libre negociación. No son tratados comerciales entre iguales, sino operaciones de saqueo planificadas que subordinan la soberanía económica a la agenda imperialista de Washington.
La Unión Europea aceptó un arancel del 15% a cambio de comprometerse a comprar 750.000 millones de dólares en energía estadounidense —principalmente petróleo, gas natural licuado y combustibles nucleares— en un plazo de tres años, además de prometer 600.000 millones en inversiones en Estados Unidos. Estos compromisos, de magnitud histórica, son señalados como incumplibles, ya que, por un lado equivalen a redirigir más de dos tercios de las exportaciones energéticas totales de Estados Unidos a la UE, y por el otro, no se pueden comprometer o dirigir las inversiones privadas.
En Asia, Corea del Sur redujo su arancel del 25% al 15% tras acordar inversiones por 350.000 millones de dólares en Estados Unidos y la compra de 100.000 millones en gas natural licuado, con la peculiaridad de que gran parte de ese capital adoptará la forma de préstamos y garantías controlados por Washington.
Japón, por su parte, aceptó el mismo arancel del 15% para todas sus exportaciones y prometió un fondo de 550.000 millones de dólares en inversiones en Estados Unidos del que el 90% de las ganancias quedarán bajo control estadounidense. Vietnam evitó un gravamen del 46% reduciéndolo al 20%, eliminando aranceles a productos estadounidenses y permitiendo un arancel del 40% a mercancías de transbordo, lo que apunta directamente a bloquear las rutas de desvío de productos chinos.
En el caso de China, tras aranceles punitivos que alcanzaron el 145% y provocaron una caída del 11% en sus exportaciones hacia Estados Unidos en el primer semestre, se acordó una reducción parcial al 30% en algunos bienes, pero sin eliminar el carácter coercitivo del esquema.
Aranceles ecocidas
Los acuerdos firmados con la Unión Europea, Corea del Sur o Pakistán incluyen compromisos relacionados a la compra o explotación de petróleo. Particularmente alarmante es la promesa de compra de la UE de 750.000 millones de dólares en productos energéticos estadounidenses en tres años, principalmente petróleo.
El acuerdo implica multiplicar por cuatro las actuales exportaciones energéticas estadounidenses, que rondan los 70.000 millones de dólares anuales. Esto es materialmente imposible sin una reestructuración total de su capacidad productora y exportadora. Esta desproporción revela que no estamos ante una transacción comercial normal, sino una imposición.
Pero más allá de eso, en términos climáticos, el acuerdo es abiertamente contradictorio con la necesidad mundial de reducir drásticamente el consumo de combustibles fósiles. Obligar a Europa a incrementar masivamente la compra de estos, especialmente gas de esquisto —producido en un 78% mediante fracking en Estados Unidos—, socava por completo los objetivos del Pacto Verde Europeo, que prometía reducir en un 55% las emisiones para 2030 y alcanzar la neutralidad de carbono en 2050.
El metano liberado en la producción y transporte del GNL tiene un potencial de calentamiento 84 veces mayor que el CO₂ en veinte años, lo que convierte este acuerdo en una bomba climática con sello imperial. La producción de energías renovables en Europa sigue siendo rentable y en expansión, pero este pacto impone una contradirección a las, ya reticentes, medidas ecológicas de la UE.
Se crea una nueva relación de dependencia energética, que sustituye el vasallaje gasífero con Rusia por un vasallaje aún más cínico con Estados Unidos. Ya no se trata de diversificación energética, sino de recolonización del consumo energético europeo, orientado a sostener la industria fósil norteamericana y reforzar el relato trumpista de una «América autosuficiente y dominante».
Instrumentos de dominación imperialista
El modelo de política comercial impuesto por Trump no puede explicarse como una mera respuesta proteccionista a los desequilibrios del comercio internacional. Se trata de un giro estratégico hacia la utilización explícita del comercio como herramienta de dominación imperialista.
En este nuevo “desorden”, los aranceles dejan de funcionar como simples barreras económicas y se transforman en instrumentos de sometimiento geopolítico, mediante los cuales Estados Unidos impone condiciones políticas, diplomáticas e incluso judiciales a terceros países.
Como vimos en los casos de Brasil, India, México o Canadá, las tarifas no se vinculan necesariamente con déficits comerciales, sino con “conductas políticas” que Washington considera inaceptables. Además, en el caso de China se trata de una amenaza a su hegemonía imperialista. Junto con esto, es notable el ataque contra los países que integran los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y África del Sur).
Este patrón responde a una lógica imperialista, donde Estados Unidos utiliza su posición privilegiada en la economía mundial para imponer relaciones de subordinación. El acceso al mercado estadounidense, el más grande del planeta, se convierte en una moneda de poder.
Para vender en él, los países deben aceptar condiciones que van más allá del ámbito económico, comprometiéndose a comprar energía, a aceptar inversiones bajo control estadounidense, a adoptar ciertas posiciones políticas o a reprimir determinados movimientos sociales o causas judiciales.
Lejos de operar en el marco de la “libre competencia”, la política comercial estadounidense está funcionando como un sistema de “extorsión” estructurada, donde la coerción económica reemplaza a la negociación y el chantaje sustituye a la diplomacia. El comercio se convierte así en guerra por otros medios, y los aranceles en armas de una ofensiva imperialista.
La plusvalía en el escenario internacional
La plusvalía —trabajo no remunerado apropiado por el capitalista— es el núcleo del proceso de acumulación. En el capitalismo globalizado, este proceso de extracción de plusvalía se internacionaliza, pero no de manera simétrica o neutral.
La economía mundial se organiza como una estructura jerárquica donde los países del centro, particularmente los imperialistas, se apropian de una parte creciente de la plusvalía producida a escala global, mediante mecanismos económicos, financieros y comerciales que funcionan como canales de transferencia de valor desde la periferia hacia el centro.
En las últimas décadas, esta transferencia se dio principalmente por la exportación de capitales, el control de materias primas y el intercambio desigual. Las empresas del centro invierten en países periféricos con salarios bajos, extraen recursos o instalan industrias maquiladoras, y se apropian de la plusvalía generada por la clase trabajadora de la periferia. Esa plusvalía es luego realizada y convertida en ganancia en los mercados desarrollados.
Este modelo depende de una lógica de expansión externa, es decir, abaratar costos, ampliar mercados y sostener las tasas de ganancia mediante la internacionalización de la producción.
Ahí entra Trump, que, con sus medidas voluntaristas, cuestiona esta forma en que se organizó la economía mundial. El capital es forzado a no fluir “libremente”, no sólo en función de la rentabilidad económica, sino que es redirigido y condicionado por decisiones políticas de un Estado imperialista (en este caso Estados Unidos).
Y aquí la relación con la plusvalía se transforma artificialmente, entonces no se trata solo de producir plusvalía en el extranjero, sino de controlar las condiciones de su circulación y apropiación. La forma propuesta de imperialismo no es ya simplemente la extracción directa de valor, sino la imposición de reglas que permiten capturar una parte desproporcionada del valor generado por otros.
Por eso los acuerdos comerciales de Trump apuntan tanto a generar nueva plusvalía dentro de Estados Unidos, como a capturar la ya existente en otros territorios. Este imperialismo no necesita solo producir más, sino asegurarse de que el excedente global fluya hacia el centro.
Este fenómeno se expresa en la imposición de inversiones con beneficios controlados por Estados Unidos, en la fijación de precios o en la monopolización de las tecnologías de punta.
Además, se caracteriza por la existencia de un circuito paralelo de destrucción de plusvalía en la periferia, como forma de sostener la hegemonía del centro. Al imponer tarifas punitivas, destruir cadenas de suministro y bloquear economías enteras, este imperialismo no sólo se apropia de valor, también impide que otros lo generen o lo acumulen. La plusvalía se convierte así en un campo de batalla; lo que está en disputa no es solo su producción, sino su dirección, su destino y su control.
Y en esa estructura, Estados Unidos actúa no como un competidor más, sino como el centro coercitivo del reparto global de la plusvalía. Una dominación que ya no se sostiene solo en la productividad, sino en la capacidad de imponer reglas de apropiación a escala mundial.
Valorización del capital y la lógica política del Estado imperialista
De esta forma, está configuración particular revela una contradicción fundamental entre dos dinámicas propias del capitalismo. Por un lado, la lógica autónoma de la valorización del capital —que tiende a expandirse libremente, romper barreras y desplazarse hacia los territorios de mayor rentabilidad—, y por otro, la lógica político-estratégica de un Estado imperialista, que impone límites, redirige flujos y redefine espacialmente las condiciones de acumulación según sus propios intereses.
La valorización del capital es un proceso esencialmente ciego: el capital no reconoce fronteras, nacionalidades ni banderas. Busca maximizar la plusvalía por medio de la reducción de costos, la expansión de mercados y la movilidad irrestricta.
En un mundo completamente interconectado (y en condiciones normales) esta lógica lleva al capital a deslocalizar la producción, externalizar procesos, y aprovechar las diferencias en los niveles de desarrollo para aumentar su tasa de ganancia. Por ello, durante décadas, el capitalismo profundizó la globalización económica como vía para resolver sus propias contradicciones internas (la sobreproducción, la baja rentabilidad, el estancamiento salarial en el centro).
Pero en el marco de la crisis estructural del capitalismo global, esta lógica de valorización choca con las exigencias de un Estado imperialista (no cualquiera, sino la primera potencia mundial), que ahora interviene directamente para preservar su hegemonía, particularmente ante el desafío geopolítico que representa la ascensión de China como imperialismo en construcción.
Los Estados Unidos bajo Trump, ya no actúan como simple garante del libre mercado global (el policía del mundo), sino que impone límites, impide inversiones “estratégicas” en el extranjero, ordena la repatriación del capital y obliga a las empresas extranjeras a invertir en su territorio (el policía “malo”). Así, mientras el capital tendería a producir donde es más barato, Trump le impone producir donde es más útil para su acumulación imperialista.
Este cortocircuito se manifiesta en fenómenos como los aranceles punitivos, los acuerdos comerciales coercitivos o las sanciones económicas. Estados Unidos aplica tarifas arancelarias a países donde las empresas estadounidenses encuentran condiciones óptimas de rentabilidad, con el fin de debilitar política y comercialmente a sus rivales.
Desde el punto de vista del capital, esto es irracional; se destruyen cadenas de valor, se encarecen los insumos y se pierden mercados. Pero desde el punto de vista del proyecto MAGA tiene lógica: lo que está en juego no es solo la ganancia de corto plazo, sino la conservación de la primacía global.
El resultado es una política comercial contradictoria, que pretende proteger al capital nacional incluso a costa de sacrificar ciertas fracciones de la burguesía global. La valorización ya no es el único objetivo; ahora importa también el control, la soberanía sobre los flujos, la subordinación de los competidores.
En esta contradicción se asienta la naturaleza de este imperialismo territorializado. Y en ese forcejeo se está desarrollando un (des)orden más inestable, más autoritario y más violento. Un imperialismo que, para hacer valer sus intereses, debe impedir que otros valoricen su propio capital, incluso si con ello sacrifica parte de su propio crecimiento.
¿Repatriación del capital?
Estas contradicciones parecieran chocar con los marcos tradicionales del imperialismo del último siglo, caracterizado por la exportación de capital hacia las periferias del sistema mundial, en busca de mano de obra barata, materias primas y mercados donde valorizar el excedente de capital.
Sin embargo, lo que observamos ahora parece operar en dirección inversa. En lugar de incentivar la expansión del capital hacia el exterior, se promueve una política de repatriación forzada de inversiones, bajo el lema de “traer de vuelta los empleos” o “reindustrializar América”.
Esto es una apariencia, ya que esta batalla no implica una superación del imperialismo. La exportación de capital no desaparece, pero se ve limitada por la necesidad de reconstruir la capacidad productiva interna del centro imperial.
El capital estadounidense, acosado por la competencia tecnológica china, la crisis de sobreacumulación y la fragmentación del orden global, se ve obligado a cerrar filas, a recolocarse dentro de las fronteras nacionales, sin abandonar por eso su carácter expansivo ni su función de dominación.
Este proceso expresa una tensión entre la lógica económica del capital y la lógica política de este Estado imperialista. La repatriación del capital no ocurre por patriotismo, sino como resultado de un rediseño coercitivo de las condiciones de rentabilidad, donde el Estado interviene directamente para hacer menos competitivos a los factores productivos externos mediante aranceles, controles tecnológicos y bloqueos comerciales.
¿Estados Unidos como mercado emergente?
Algunos analistas están realizando una lectura superficial de la política comercial de Estados Unidos que podría llevar a interpretarla como una transformación del centro imperial en un “mercado emergente”. Esto basado en la adopción de elementos característicos de estos, como los altos niveles de proteccionismo, reindustrialización forzada, incentivos a la inversión extranjera directa y dependencia creciente de la producción local.
Desde esta perspectiva, el Estado norteamericano aparece como si estuviera abandonando su rol hegemónico para adoptar políticas características de economías dependientes, incluso apelando a herramientas propias del desarrollo nacionalista periférico. Sin embargo, esta interpretación resulta engañosa.
Lo que está en curso no es una “emergencia” de Estados Unidos como nuevo actor económico en ascenso, sino un ajuste estratégico desde arriba, ejecutado desde la posición de poder estructural que le otorga su condición imperial.
El objetivo no es equipararse a los países emergentes en su lógica de acumulación, sino utilizar mecanismos similares con finalidades inversas: mientras los países dependientes promueven la inversión extranjera para insertarse en el sistema mundial, Estados Unidos lo hace para recentralizar los flujos globales a su favor, reafirmando su lugar en la cúspide de la pirámide capitalista.
Este ajuste responde a una doble crisis: por un lado, el agotamiento del modelo neoliberal globalista, que deslocalizó la producción en Asia y erosionó sus bases industriales y sociales; y por otro, el ascenso de nuevas potencias —particularmente China— que han comenzado a disputar seriamente el control de sectores estratégicos de la economía mundial.
Ante esta situación, Estados Unidos no se repliega, sino que reordena el espacio global de acumulación, redefiniendo los términos de acceso a su mercado, las condiciones de inversión y el uso político del comercio. Lo que se observa entonces no es una “retirada” de este imperialismo, sino una reconversión funcional. El proteccionismo no busca desarrollar a Estados Unidos como si fuera un país subordinado, sino preservar su capacidad de mando.
La política de “America First” no es un acto de nacionalismo económico aislado, sino una forma de reorganizar la hegemonía mediante la coerción económica multilateral. Estados Unidos impone su mercado como premio, penaliza el desvío de inversiones, exige compras forzadas y sanciona a quienes establecen relaciones con rivales geopolíticos. No actúa como mercado emergente, sino como centro imperialista en crisis, que busca redefinir las condiciones de valorización a su medida.
La política por encima de la economía
La política comercial implementada por Estados Unidos bajo Trump constituye un intento de revertir la pérdida de hegemonía de dicho imperialismo. Un ejemplo de supeditación de la economía a la política, representado por los intereses de la Casa Blanca.
La consecuencia inmediata de esta política es la distorsión generalizada de los precios, tanto en el mercado interno como externo. Al imponer aranceles elevados sobre importaciones —insumos industriales, bienes de consumo, energía, productos tecnológicos—, el resultado es el encarecimiento de las mercancías para el consumidor estadounidense.
Esta inflación importada no responde a desequilibrios de oferta o demanda, sino a la lógica política de bloquear la competencia extranjera y forzar el regreso de la producción. Pero, el capital no se reubica por patriotismo, sino por rentabilidad. Por eso, si los factores de producción no se abaratan internamente, lo que ocurre no es una “vuelta del capital”, sino una presión inflacionaria sin reindustrialización real.
Es una política que destruye, que desorganiza cadenas de suministro globales para asegurar subordinación.
En este contexto, los acuerdos comerciales firmados no son tales, sino instrumentos neocoloniales de extracción de plusvalía internacional. Es una forma de imperialismo que ya no se basa exclusivamente en la expansión del mercado, sino en su bloqueo selectivo, en su encierro estratégico.