Del trabajo humano al «general intellect» (o el pasaje de la transición al comunismo)

Borradores para la segunda sección del tomo II de El marxismo y la transición socialista. Planificación, mercado y democracia socialista.

“En definitiva, será vano intentar resituar la «verdad» marxista sobre la cuestión [del trabajo] o de hacerlas aparecer como dos problemáticas abiertamente contradictorias [la emancipación del trabajo asalariado y la abolición del trabajo tout court]. Lo que tenemos acá son las tensiones que atraviesan el conjunto de la herencia legada por Marx y Engels. Así, en el AntiDhüring, revisado por Marx, y que ha tenido una influencia considerable sobre la tradición marxista, Engels expone una problemática entera centrada en la emancipación a través de la producción, permitiendo entonces el advenimiento del reino de la libertad (…) «La vida en sociedad propia de los humanos, que hasta el momento se desarrolló entre ellos como ‘concedida’ (octroyée) por la naturaleza y la historia, deviene ahora un acto libre (…) Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad»”

Artous, “Un extracto de «Le travail et l’ émancipation», de Karl Marx”, 2016

A continuación nos dedicaremos a pensar los vínculos entre el futuro del trabajo y la ley del valor en la transición socialista y más allá de ella.

1- Planificación socialista y ley del valor

La planificación socialista tiene dos límites objetivos: el trabajo humano puesto a disposición en sus dos formas de trabajo vivo y trabajo muerto, así como los recursos naturales disponibles. Esta realidad no se puede burlar en la transición: se impone objetivamente dado un determinado nivel de las fuerzas productivas.[1] Trotsky lo señala claramente en lo que respecta a la continuidad de las imposiciones del valor-trabajo y cómo mensurarlas: “Resulta que se ha abandonado todo cálculo y que la racionalización ha pasado de moda (…) ¿Desde cuándo las paredes del plan económico se levantan, no según un plano, sino a ojo de buen cubero? (…) Los cálculos, que antes tampoco eran ideales, (…) han sido abandonados a partir del momento en que la dirección burocrática ha reemplazado el análisis marxista de la economía y la regulación elástica de la misma [en términos de valores, precios y dinero] por el látigo administrativo (…). Hace ya dos años que hablamos de los faroles apagados” (El fracaso del Plan Quinquenal, 1973: 98).[2]

Es cierto que en la planificación socialista la ley del valor, heredada del capitalismo, no se impone cual ley ciega ex post como en el mercado. Pero la circunstancia de que la asignación de trabajo y de recursos sea ex ante vía la planificación, no significa que se pueda prescindir de cualquier medida vinculada a la productividad del trabajo humano, una productividad evaluada, además, respecto de la imperante en el mercado mundial: “Con el tiempo devino más claro que la sustitución del mercado por la planificación no podía abolir la función del valor de cambio y el problema de los precios (y, entre ellos, del salario), que permanecen en el centro de la vida económica” (Naville, 1974: 235).

Trotsky es meridianamente claro en La revolución traicionada, de 1936, respecto de la importancia de una evaluación racional de los precios según su valor-trabajo, expresión dineraria de la cual no se puede prescindir, todavía, en la transición: a) los precios no pueden estar dictados por la sola voluntad de los planificadores, es decir, de manera administrativa (anti-económica); b) los precios no pueden ser, todavía, una mera expresión “técnica” en el seno de la economía. Siguen siendo una categoría de la economía política, sólo que estatizada; c) los valores (precios) no dejan de ser una expresión del trabajo socialmente necesario en la producción, por más que esta expresión esté distorsionada por las necesidades de la planificación misma; d) las cuentas nacionales del plan deben hacerse sobre la base de los costos reales de los productos, aun cuando, posteriormente, se los violente debido a las necesidades de la planificación. Costos reales que sólo pueden ser calculados con arreglo a la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción, y expresados, todavía, en valor y precio.[3] Los cálculos meramente en unidades físicas, fracasaron en todos los casos (lo veremos más abajo): “Los dos problemas, el del Estado y el del dinero, tienen diversos aspectos comunes, pues se reducen ambos, a fin de cuentas, al problema de problemas que es el rendimiento del trabajo. La imposición estatal y la imposición monetaria son una herencia de la sociedad dividida en clases (…) En la sociedad comunista, el Estado y el dinero desaparecerán y su agonía progresiva debe comenzar en el régimen soviético” (Trotsky, Crux: 67).

La explicación de la subsistencia de las categorías de la economía política y su “operacionalidad” en la planificación de la economía transitoria la venimos desarrollando en nuestros últimos textos (“Trabajo y autoexplotación en la transición”, “La planificación después del estalinismo” y “Crítica del «socialismo vulgar»”, todos en izquierda web). Sin embargo, podemos afirmar, con el eminente economista soviético Isaac Ilich Rubin, que “Las categorías básicas de la economía política expresan, pues, diversos tipos de relaciones de producción que asumen la forma de cosas [cosificación que se operaba también bajo el estalinismo al transformar el trabajo en relación «técnica» y no social]. [Como afirma Marx], «en realidad, el valor sólo es en sí mismo expresión material de una relación entre las actividades productivas de los hombres»” (Marx, Teorías de la plusvalía, citado por Rubin, 2021: 51), expresión material que todavía no termina en la transición, como señala Trotsky.[4]

Es verdad que Rubin circunscribe su análisis a la economía mercantil capitalista. Comienza sus Ensayos sobre la teoría marxista del valor hablando de una supuesta “ciencia de la ingeniería social” que estaría emergiendo en la URSS en los años 20. Parece asumir que fuese posible un abordaje “meramente técnico” de la economía transitoria, debido a que concibe demasiado estrechamente las categorías de la economía política, circunscriptas al capitalismo (algo similar le ocurrirá en cierto modo a Preobrajensky). En su entusiasmo revolucionario, o quizás debido a su seguro temor al emergente estalinismo (recordemos que su origen era menchevique), en su obra las relaciones de producción heredadas del capitalismo parecen haberse “desvanecido en el aire”…

Pero nos queda la duda de si no estaba empleando cierto lenguaje esópico: su abordaje de la ley del valor y del fetichismo de la mercancía es demasiado profundo como para que no fuese consciente de que no se puede circunscribir este conjunto de relaciones solamente al capitalismo, como poniendo una barrera invisible entre las leyes del capitalismo y la sociedad de transición que le sucede.

Como digresión, es evidente que Trotsky logró resumir todo el debate económico y político sobre la transición hasta sus días, y lo hizo de manera brillante: “Los postulados de «abolición» del dinero, de «abolición» del salario, o de «eliminación» del Estado y de la familia, característicos del anarquismo, sólo pueden presentar interés como modelos de pensamiento mecánico. El dinero no puede ser «abolido» mecánicamente, no podrían ser «eliminados» el Estado y la familia; tienen que agotar antes su misión histórica, perder su significado y desaparecer. El fetichismo y el dinero sólo recibirán el golpe de gracia cuando el crecimiento ininterrumpido de la riqueza social libere a los bípedos de la avaricia por cada minuto suplementario de trabajo y del miedo humillante a la magnitud de las raciones. Al perder su poder para proporcionar felicidad y para hundir en el polvo, el dinero se reducirá a un cómodo medio de contabilidad para la estadística y para la planificación; después, es probable que ya no sea necesario ni aun para esto. Pero estos cuidados debemos dejarlos a nuestros biznietos (…)” (Trotsky, Crux: 68).

Volviendo a Rubin, todo ocurre como si en su rica elaboración se colocara una  «barrera invisible» respecto de las afirmaciones de Marx en la Crítica de Programa de Gotha (y, lo que es más importante, con la experiencia del siglo pasado), de que la nueva sociedad emergente de la revolución todavía se basa en las viejas relaciones –leyes– heredadas del capitalismo, que si pueden ser modificadas políticamente por el inicial acto revolucionario, la “tarea negativa” según Marx (el proletariado desplaza del poder a la burguesía y erige su nuevo Estado proletario), la “transformación positiva”, económica y social, es mucho más compleja, y su desarrollo hacia una nueva base material llevará todo un periodo histórico previo paso por la estatización de las categorías de la economía política. No puede haber una barrera invisible entre uno y otro estadio: las leyes de la transición son, inevitablemente, un mix de las heredadas leyes del capitalismo y de las nuevas tendencias del futuro socialista y comunista: “(…) esta función del dinero, unida a la explotación, no podrá ser liquidada al comienzo de la revolución proletaria, sino que será transferida bajo un nuevo aspecto, al Estado comerciante, banquero e industrial universal. Por lo demás, las funciones más elementales del dinero, medida de valor, medio de circulación y de pago, se conservarán y adquirirán, al mismo tiempo, un campo de acción más amplio que el que tuvieron en el régimen capitalista” (Trotsky, Crux: 68).

Sin embargo, dejando de lado esta unilateralidad, el abordaje que hace Rubin en esta obra da una valiosa apoyatura teórica a lo que venimos desarrollando en nuestros anteriores artículos: “(…) la ciencia debe ante todo distinguir (…) dos aspectos diferentes de la economía capitalista [y de la economía transitoria, agregamos nosotros]: el aspecto técnico y el aspecto socio-económico, el proceso técnico-material de la producción y su forma social, las fuerzas productivas materiales y las relaciones sociales de producción [las subsistentes relaciones de valor-trabajo]” (Rubin, 2021: 8). Y agrega Rubin con Marx: “Como en general en toda ciencia histórica, social, al observar el desarrollo de las categorías económicas, hay que tener siempre en cuenta que el sujeto –la moderna sociedad burguesa en este caso [o la sociedad transitoria]– es algo dado tanto en la realidad como en la mente, y que las categorías expresan, por lo tanto, formas de ser, determinaciones de existencia [en nuestro caso, la subsistencia de relaciones de auto-explotación del trabajo en la transición] (…) También en el método teórico [de la economía política] es necesario que el sujeto, la sociedad, esté siempre presente en la representación como premisa” (Marx citado por Rubin, 2021: 10).

Acá hay dos cuestiones que queremos subrayar antes de proseguir: a) que las categorías económicas expresan relaciones reales, formas del ser o del existir como afirma Rubin; b) que en sus Ensayos se aprecia cómo trata agudamente el concepto mismo de relaciones de producción de manera ampliada (es decir, no circunscripta a la relación directa capital-trabajo): desde la simple “forma-mercancía” hasta la composición orgánica del capital, lo que se expresa son relaciones sociales entre las personas, vis a vis nuestro abordaje de la planificación, el mercado y la democracia socialista como otras tantas relaciones de producción que caracterizan la economía transitoria.

Un atajo para eludir la continuidad de las determinaciones del valor-trabajo en la economía transitoria es afirmar que las asignaciones planificadas se realizan de manera “administrativa” (voluntarista y antieconómicamente). Trotsky mismo señala (¡la Traicionada es un texto brillante y brillantemente concreto respecto de la mecánica de la economía transitoria!) que la planificación administrativa ha demostrado suficientemente su fuerza y, al mismo tiempo, sus limitaciones. Afirma que un plan económico concebido a priori, para países con millones de habitantes, que sufre todo tipo de contradicciones y desproporciones económicas, no es un dogma inmutable sino una hipótesis de trabajo que debe ser verificada y transformada durante su ejecución. Dos palancas deben servir para reglamentar y adaptar el plan: una palanca política, creada por la participación real de las masas en la dirección, lo que no se concibe sin democracia soviética; y una palanca financiera resultante de la verificación efectiva de los cálculos a priori, por medio de un equivalente general, lo que es imposible sin un sistema monetario estable” (Trotsky, Crux: 68/9). Como se aprecia, Trotsky está a años luz de aquellos que sueñan con el reemplazo inmediato del dinero por los cálculos cibernéticos en la economía transitoria, aunque puedan ser un factor auxiliar de enorme importancia cuando se trata del inicial diseño del plan a ser verificado en su ejecución por los productores asociados y los consumidores.

“(…) el éxito de una edificación socialista [léase bien: socialista], no se concibe sin que el sistema planificado esté integrado por el interés personal inmediato, por el egoísmo del productor y el consumidor, factores que no pueden manifestarse útilmente si no disponen de ese medio habitual, seguro y flexible, el dinero. El aumento del rendimiento del trabajo y la mejoría de la calidad de la producción, son absolutamente imposibles sin un patrón de medida que penetre libremente en todos los poros de la economía, es decir, una firme unidad monetaria (…) Es verdad que el Estado soviético es a la vez el dueño de la masa de mercancías y de los órganos de emisión; pero esto no altera el problema: las manipulaciones administrativas concernientes a los precios fijos de las mercancías no crean, de ninguna manera, una unidad monetaria estable ni la sustituyen para el comercio interior, con mucha mayor razón, para el comercio exterior (…) La economía soviética (…) tiene la mayor necesidad de una constante verificación por medio de un talón fijo de valor” (ídem: 69).

Así que bueno: Trotsky es meridianamente claro en que no hay forma de colocarse “administrativamente” de espaldas a las relaciones de valor-trabajo reales, que no pueden ser reducidas, todavía, a meras relaciones técnicas o físicas, como si el trabajo humano no estuviera involucrado en ellas, ¡como si estuviéramos frente al mundo del “trabajo puro” sin sexo definido! (es justo decir que Pierre Naville no dice nada muy distinto del mismo Trotsky).

Si todo es así, y lo es, significa que en la transición, sobre todo cuando se trata de sociedades que no son del centro imperialista, las categorías de la economía política como el salario y el dinero subsistirán como expresión de la base de valor-trabajo de la transición. Que dicha subsistencia expresa todavía relaciones de desigualdad, es un hecho que mal se haría en oscurecer como hizo el estalinismo, intentando desconocer, por ejemplo en la voz de Stalin, que el trabajo necesario y el trabajo excedente subsistían todavía en la URSS. Y el cálculo cibernético no adelanta mucho las cosas si se trata de dar por abolidas las subsistentes relaciones de valor o si se pretende que ese cálculo reemplace lo que, lo afirmamos una y mil veces, son la expresión en el terreno de la economía de relaciones económicas de desigualdad social que no pueden ser todavía abolidas de forma meramente técnica.

2- ¿“Ingeniería social” o economía política de la transición?

Nos interesa ahora abordar la problemática del trabajo en la transición por su evidente vinculación con la teoría del valor-trabajo y su extinción: desaparece el primero, desaparece el segundo. Se trata de una temática que tiene dos acometidos distintos.

El primer abordaje, más característico –y hasta vulgar– considera que en el pasaje a la economía transitoria desaparecería como por arte de magia la explotación del trabajo ajeno: llegaríamos al mundo de la “ingeniería social”. Sintomáticamente, eminentes teóricos marxistas soviéticos como el mismísimo Rubin, Preobrajensky y el Pashukanis tardío, coquetearon con este esquematismo, comprensible en cierto modo dada la radical novedad de la revolución socialista de 1917: se podía pensar que la ruptura era tal que, prácticamente, el mismo materialismo histórico quedaba en el pasado (¡Bujarin llegó a afirmar esto con todas las letras, aunque no tenemos tiempo de abordar esto aquí!).

El segundo abordaje, que sostenemos nosotros junto con Trotsky y Naville, es el que considera que de ninguna manera pueden apreciarse las relaciones sociales en la transición como mera ingeniería social. Detrás del usufructo del trabajo humano, siempre pueden esconderse relaciones de desigualdad que, por definición, no pueden ser meramente técnicas, algo que escondería las imposiciones que el trabajo significa, sino sociales. Es decir: relaciones de desigualdad entre diferentes categorías laborales en el mundo del trabajo. Y resulta que si la sociedad poscapitalista proviene evidentemente del capitalismo (¡no puede provenir de otra parte!), es lógico pensar que no le caerá ninguna ley especial del cielo, sino que la planificación y la democracia socialista deberán vérselas todavía con las leyes de valor-trabajo heredadas del capitalismo.

Es verdad también que, inevitablemente, toda economía es aplicación de trabajo humano a la producción, relación que en su forma abstracta o general, como fuerza productiva, puede considerarse como transhistórica. Aunque ya veremos con Marx que, a lo largo del desarrollo histórico, sufre una modificación cualitativa. En todo caso, como señalamos en Crítica del “socialismo vulgar”, la relación entre trabajo y actividad es una reflexión que tenemos abierta pero en la cual nos guiamos, en términos generales, por la obra El Nuevo Leviatán, de Pierre Naville, que señala claramente la metamorfosis del trabajo por necesidad en actividad libre.

Acá caben dos apreciaciones: A) la generalización universal del trabajo humano como intercambios de valor-trabajo, sólo se alcanzó con el capitalismo. Y es bajo el capitalismo que el trabajo humano adquirió la forma de una “contabilidad económica universal” (Mandel).[5] Esto como producto de la decantación histórica de infinitas prácticas económicas humanas en la forma de medir y comparar sus aplicaciones laborales en el mercado. Sin embargo, la planificación socialista se mide con esta realidad que proviene del desarrollo relativo de las fuerzas productivas y de las imposiciones del mercado mundial, y que al servicio de la acumulación socialista deben violentar –hasta cierto punto– proporciones que si fuesen seguidas de manera ciega, llevarían de nuevo al capitalismo.

B) Sin embargo, esto no puede hacerse a costa de negar lo que esconden estas proporciones, generalizadas por el capitalismo en el mercado mundial: 1) que se trata de proporciones de trabajo humano consideradas según el nivel de productividad alcanzado por las fuerzas productivas en el estadio del desarrollo humano respectivo, y 2) que la superación del trabajo humano como medida de la riqueza la apreciamos, con Marx, no como una simple reducción de la explotación o auto-explotación del trabajo en la transición (aunque deba arrancar por ahí evidentemente, de la lucha contra la desigualdad que implica ir superando la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, la dominación del trabajo intelectual sobre el manual, etc.) sino, lisa y llanamente, como una superación del trabajo humano como tal y su transformación en el concepto más genérico de “actividad libre”.[6]

Esto no puede superar, jamás, nuestra dependencia de la naturaleza, que siempre será más grande que la humanidad misma, ni el hecho de que, en cierta forma, el “reino de la necesidad” siga ahí hasta por el hecho material de que somos seres biológicos (esta determinación material última es la miga de verdad que tiene el razonamiento “materialista pasivo” de Timpanaro).

Y sin embargo opinamos en este aspecto (coincidiendo en parte con Antoine Artous) que para marcar un corte con las sociedades de explotación del trabajo se aprecia una tensión en la herencia marxista entre la idea de emancipación del trabajo asalariado (tarea de la transición) y emancipación de la determinación del trabajo como tal (tarea del comunismo): “Es necesario, entonces, liberar el trabajo y liberarse del trabajo. Y haciendo esto, marcar una ruptura con una lectura de Marx, fuerte en la tradición marxista, que ontologiza la producción en toda forma: la emancipación del trabajo permite reconciliarse a la sociedad consigo misma, colocando la producción, al fin emancipada, en el centro de la vida y de las relaciones sociales. Acá, la situación es invertida, es más allá de la producción que el individuo puede desarrollar actividades verdaderamente libres [una interpretación que, por nuestra parte, no compartimos, ya lo veremos]. Ocurre que este pasaje del libro III de El capital [cita analizada por Artous en el artículo que estamos comentando, Le capital, III, Editions Sociales, 1960, página 168] explicita más claramente que los Grundrisse [que veremos inmediatamente más abajo] la consecuencia de este abordaje: la esfera del trabajo no puede desaparecer. Estamos lejos de las fórmulas de La ideología alemana invocando una «transformación del trabajo en actividad libre»” (Artous, ídem).[7]

Así las cosas, nuestro enfoque combina tanto una apreciación ampliada de las continuidades de las relaciones de valor-trabajo en la transición, como un abordaje restrictivo del trabajo que aprecia que en el comunismo no solamente se extinguirá la ley del valor, sino incluso acabarán en enorme medida las imposiciones del trabajo por necesidad, deviniendo en otra cosa: una actividad humana relativamente libre por así decirlo, que si no puede superar las relaciones metabólicas con la naturaleza, lo que sería una fuga al idealismo, superará en gran medida la carga que significa –casi– todo trabajo por necesidad. Atención que Artous defiende una posición distinta a la que acabamos de enunciar. Señala que lo que cambian son las proporciones relativas entre tiempo de trabajo y tiempo libre y no la naturaleza misma del trabajo, como opinamos nosotros: «solo el comunismo plenamente realizado, es decir un tipo de comunidad y de intercambios sociales cuya forma desarrollada es todavía imprevisible, permitirá la desaparición de las necesidades ‘impagables’, porque, por definición, todas las necesidades se expresarán en la esfera de la libertad, en la cual el no trabajo y el trabajo serán metamorfoseados en pura actividad creativa» (Naville: 1970: 498)[8]

Hay que señalar que no todos los autores marxistas reconocen la continuidad de las relaciones de valor en la transición, incluso si, como opinamos nosotros, hay que violentarlas hasta cierto punto para que la acumulación socialista progrese. De ahí que, lógicamente, tampoco reconozcan la supervivencia de las categorías de la economía mercantil como el trabajo asalariado, el dinero, los precios, etc. En notas anteriores hemos criticado a autores como Cockshott y Cottraill, que opinan que con la estatización de los medios de producción se pasa automáticamente a meros cálculos técnicos de la producción.

Por su parte, Mandel no llega al extremo de negar la subsistencia de relaciones de valor-trabajo en la transición. Dejando de lado sus obras más vulgares como el Tratado de economía marxista, 1962, donde afirma de manera mecánica que “la economía soviética no revela ninguno de los aspectos fundamentales de la economía capitalista” (Mandel, 1962: 174), da cuenta de la continuidad de la ley del valor, aunque afirma que esa ley no rige la economía soviética. Mandel aprecia el imperio de la planificación, pero con una deriva administrativista de adaptación al estalinismo, donde se pierde de vista la democracia socialista como un elemento fundamental en el mecanismo de la economía transitoria: “La acumulación soviética es una acumulación de medios de producción como valores de uso. La ganancia no es ni el fin, ni el motor principal de la producción (…) [La] competencia es lo que determina la anarquía de la producción capitalista (…) Por el contrario, la planificación soviética es una planificación real, en la medida en que el conjunto de los medios de producción industriales se encuentran en manos del Estado (…) La economía soviética escapa completamente a estas leyes [las de la anarquía del mercado] y a esos aspectos particulares [la falta de planificación de conjunto]” (Mandel, 1975: 174/5). Es evidente que el Mandel de 1972, cuando publicó esta obra, estaba caracterizado por una ingenuidad colosal, por decir lo menos.

Las cachetadas de la historia como la caída del Muro de Berlín en 1989 lo hicieron cambiar de posición, al menos en algunos aspectos, aunque muchos de sus seguidores opinan que el abordaje del estalinismo fue uno de los aspectos más débiles y esquemáticos de su elaboración. En El poder y el dinero, de 1992, su anteúltima obra, corrige en algún sentido sus apreciaciones y reconoce que sí subsisten leyes del capitalismo como la ley del valor en la transición, aunque subraya que “opera pero no predomina”. Algo con lo que, en términos generales, podemos coincidir, aunque agregando inmediatamente que en el contexto del mercado mundial, la ley de leyes del capitalismo de una u otra forma se termina imponiendo, so pena de irracionalidad económica en las sociedades de transición que no son del centro capitalista, que no tienen el grado más elevado de productividad del trabajo alcanzado por el capitalismo.

Mandel rechazaba a los “socialistas de mercado”, lo que era justo, porque éstos perseguían la adaptación pasiva a la ley del valor, pero siempre se le perdió de vista que la economía transitoria tiene tres reguladores y no funciona según una oposición mecánica entre plan y mercado: su mecanismo es una dialéctica entre la planificación, el mercado y la democracia socialista, como señalaba durante los años 30 Trotsky y perdieron de vista la mayoría de los “trotskistas” (¡y, para peor, lo siguen perdiendo de vista hasta hoy en pleno siglo XXI!).

La inclinación de la vara de Mandel para el lado “anti-mercantil” corría el riesgo, ¡como lo corren nuestros ciber-comunistas!, de embellecer las relaciones de explotación que marcaron la degeneración estalinista. La dialéctica de la transición enfrenta dos peligros: si degenera en “socialismo de mercado” a lo Bujarin, impedirá que la acumulación socialista progrese. Pero si se atiene a la lógica de “comando administrativo” desconociendo la pervivencia de las categorías de la economía política, trabaja en sentido contrario: oscurece las imposiciones que las mismas significan en relación al trabajo humano, reduciendo las relaciones sociales a mero factor “técnico” (“la nueva ciencia de la ingeniería social” de la cual habla erróneamente Rubin al comienzo de su obra).

Así y todo, Mandel no carece de afirmaciones correctas –lo mismo que Rubin– como las siguientes (es obvio que Mandel conocía la obra del economista soviético, aunque no haya seguido sus valiosas enseñanzas respecto de la teoría del valor-trabajo sino más bien las unilateralidades tecnicistas de Preobrajensky): “Nuestra respuesta a estas acusaciones [las de los apologistas del estalinismo] es que uno de los principios centrales del materialismo histórico es precisamente que las categorías científicas (…) son producto de las relaciones sociales reales y no de un «razonamiento falso» (…). La sobrevivencia de estas «categorías» [las comillas son de Mandel] como son la mercancía, el valor y el dinero en la URSS y en otras sociedades parecidas, tiene una base material en la socialización insuficiente de la producción. El trabajo no adopta todavía de modo completo e inmediato su carácter social. Los productores, que no constituyen todavía una libre asociación, no tienen acceso directo a los medios de producción y a las mercancías de consumo. Por tanto, el trabajo privado y la propiedad privada no han sido todavía completamente abolidos” (Mandel, 1994: 38). En realidad, el problema es que en la experiencia histórica apareció otra cosa: el Estado burocrático.

A continuación, Mandel habla de la “combinación híbrida y contradictoria” que constituye, por una parte, la producción mercantil y la vigencia de la ley del valor en la transición, y por otra parte el poder despótico de la burocracia (la des-economía de comando administrativo, agregamos nosotros). Es interesante, y no nos habíamos percatado, que Mandel recurra al concepto de hibridez para dar cuenta de las categorías económicas y políticas en la transición, en un cierto modo muy general similar a como lo hacemos nosotros, aunque sin sacar nuestras conclusiones.

Por otra parte, nos interesa subrayar esta apreciación sobre la “des-economía administrativa”. Porque si es economía no puede ser administrativa (es decir, algo puramente burocrático, arbitrario con respecto a las relaciones económico-materiales reales), y si es administrativa, no puede ser verdaderamente economía por las razones antedichas. Las relaciones entre lo arbitrario-burocrático-administrativo y lo político y lo económico, que tienen sus leyes propias, las venimos marcando en nuestra obra: por definición, una “economía de tipo casi puramente burocrática” (Trotsky) es una anti-economía, y un Estado burocrático-administrativo es anti-político, en el sentido de que las relaciones sociales y políticas entre clases y fracciones de clases, entre capas sociales, son reducidas, nuevamente, a algo meramente técnico, “naturalizadas” en lugar de comprender que implican valoraciones sociales (hemos abordado pormenorizadamente esto en relación al Estado en el tomo I de nuestra obra).

Continuando con Mandel, a pesar de que va y viene en su razonamiento, afirma que: “(…) los sectores no mercantiles [de la economía planificada] están [de todas maneras, agregamos nosotros] de mil modos inmersos en las relaciones mercantil-dinerarias a pesar de las presiones, el despotismo y el terror de la burocracia (…) la tutela arbitraria del comportamiento burocrático se ve restringida por la presión del mercado capitalista mundial, en el cual, en última instancia, hay una única estructura de precios y la ley del valor ejerce su dominio incontestado [parece que Mandel se hizo finalmente “Navillista”…].[9] Todo el comercio exterior del bloque soviético (incluido el efectuado en el Comecon) era realizado, a fin de cuentas, sobre la base de los precios del mercado mundial” (Mandel, 1994: 50/51).

Mandel agrega –en cierto modo contra sí mismo– que aunque considera que los precios administrados son los que dominaban en el comercio interior en los países no capitalistas de la posguerra (lo que es cierto), protegidos además por el monopolio del comercio exterior, como ley general, mientras mayor sea la proporción del producto interno conectada con el comercio exterior, multiplicado en esta era de mercado mundial globalizado, mayor será la influencia de la ley del valor en los precios planificados y en la distribución de los recursos dentro del sector estatal (algo que se puede mediar pero no desconocer, agregamos nosotros). ¡Afirmación clásica de Trotsky, que Mandel, en su preobrajenskismo, desconoció durante mucho tiempo!

Y finaliza con una sentencia apropiada contra la lógica del “socialismo en un solo país”, no vulgarmente estalinista pero sí preobrajenskiana: “El margen de maniobra de la economía planificada –esto es, la asignación centralizada de los recursos materiales decisivos– se ve así claramente circunscripto [por dicha presión del mercado mundial]” (Mandel, 1994: 50/51).

En definitiva, la moraleja es que no se puede jugar a las escondidas con las relaciones de valor-trabajo en las sociedades de la transición: se las debe restringir e incluso infringir para que la acumulación socialista progrese, pero no se las puede ignorar. Esto es así hasta tanto no se llegue al nivel de una abundancia relativa donde la ley del valor tienda a desaparecer.

La experiencia concreta del siglo pasado expresó que no puede escaparse completamente a las relaciones de mercado al inicio de la transición. Los precios deben expresar en dinero el trabajo incorporado en los productos, sea bajo la mediación directa o indirecta de las relaciones de la oferta y la demanda en el mercado o los cuasi-mercados de la economía transitoria, así como en la comparación de precio y calidad con el mercado mundial: “El año de 1935 se inauguró con la supresión de las cartillas de pan; en octubre se suprimieron las cartillas para los demás víveres; las de los artículos de primera necesidad desaparecieron en enero de 1936 aproximadamente. Las relaciones económicas de los trabajadores de las ciudades y del campo con el Estado volvían al idioma monetario. El rublo se revelaba como el medio de una acción de la población sobre los planes económicos, comenzando por la calidad y la cantidad de los artículos de consumo. La economía soviética no puede ser racionalizada de ninguna otra manera” (Trotsky, Crux: 76).

En el mismo sentido, Alec Nove, economista “socialista de mercado”, señalaba con acierto en sus obras de los años 80 que “la información contenida en los precios es indispensable para elegir tanto los fines como los medios. La planificación cuantitativa es evidentemente insuficiente puesto que no permite en modo alguno la comparación entre los costes de las alternativas. ¿Cómo se puede generar electricidad? ¿Deben ser las centrales eléctricas grandes o pequeñas? ¿Es prohibitivamente costoso invertir en minas de carbón en el nordeste de Siberia? ¿Qué clase de material aislante es más barato? ¿Merece la pena invertir en un nuevo proceso de producción de ácido sulfúrico? No podemos responder a estas preguntas sin utilizar algún tipo de precios, sean precios reales o precios «sombra», y los precios que se empleen deben reflejar los costes, que a su vez reflejan la escasez relativa de medios” (Nove, 1987: 151).[10]

Es decir, fijar las cantidades de trabajo humano y de recursos naturales administrativamente no establece ninguna correlación material –ni social– que no sea arbitraria, por la carencia del patrón común que todavía deben ser los precios expresados en dinero (la planificación ex ante cibernética puede ser una poderosa herramienta a condición de no violentar el análisis de las relaciones de valor reales; es un complemento, no una sustitución de las mismas). Fijar las proporciones económicas en términos puramente físicos, por ejemplo, por peso y cantidad como se hizo en algún momento en la URSS para escaparle al criterio según los costes del trabajo y los recursos naturales, lleva a la irracionalidad, porque el peso y la cantidad no tienen el carácter de rasero común, de universalidad, que otorgan todavía la medida por el valor-trabajo mensurado en precios y dinero. (Opone el valor de uso al valor –valor de cambio– cuando todavía no se ha llegado al umbral de la abundancia. Es decir, cuando ya no hace falta una medida igual para circunstancias desiguales.)[11]

Es por esto que Trotsky afirmaba, categóricamente, que la planificación era en gran medida “realizada y controlada por el mercado”: por la comparación de coste y calidad que hacen los productores y los consumidores, que no puede ser todavía reemplazada por la asignación directa de recursos (propia del estadio comunista, marcado por la abundancia).[12]

Y lo mismo vale respecto del mercado de trabajo, que, recordémoslo, continúa existiendo en la transición y sigue basándose en el trabajo asalariado (¡amén de la aberración anti-socialista de la existencia de la esclavitud del Gulag en la Rusia estalinista!).[13] La experiencia histórica fue que los directores de empresas en la URSS burocratizada debían manipular el nivel de los salarios por fuera del plan si pretendían retener a una determinada categoría de trabajadores: “La fuerza de trabajo no debería ser una mercancía; verdaderamente, en la teoría oficial soviética, la fuerza de trabajo «no es una mercancía» (…) [Pero] existen sin embargo amplias estadísticas que muestran que millones de personas cambian de trabajo anualmente por su voluntad (…) y emigran de un área a otra sin que les interesen las intenciones de los planificadores (…) Existe suficiente movilidad [laboral] para asegurar que podrían surgir problemas muy serios si la tasa salarial en una industria, profesión o región, fuese tal que no pudiera atraer y retener a la fuerza de trabajo necesaria (…) Las tensiones y los esfuerzos resultantes dan lugar (…) a presiones por alterar las relatividades del salario” (Nove, 1982: 268 y subsiguientes).

3- «Marx más allá de Marx»[14]

En suma, el salario era un tipo de precio en la URSS, el precio de la fuerza de trabajo, que devenía de un cálculo de la proporción entre trabajo necesario y trabajo excedente, trabajo excedente que en la transición socialista auténtica debe ser administrado por el colectivo de las y los trabajadores a nivel de la dictadura proletaria y los lugares de trabajo para configurar una relación de auto-explotación o relación de explotación mutua, como afirmaba Naville, y no una nueva relación de explotación –no orgánica– como ocurrió en la URSS y demás sociedades no capitalistas de posguerra.

Como se aprecia, todas estas siguen siendo proporciones de valor (o al menos, proporciones de trabajo humano expresado como se le ocurra al lector). En cualquier caso, es imposible considerarlas como meras relaciones técnicas, encubriendo las relaciones de explotación y desigualdad. Porque lo que está en juego en la planificación es cómo se distribuyen el trabajo humano y los recursos naturales. Y para entender esto podemos retomar a Marx vía Rubin introduciéndoles corchetes de nuestra autoría: “Incapaz de comprender que la asociación de los hombres que trabajan en su batalla con la naturaleza, es decir, las relaciones sociales entre los hombres, se expresan en el intercambio [de aplicaciones de trabajo], el fetichismo de la mercancía [que subsistía en la URSS por el simple hecho de la escasez y las eternas colas frente a los comercios] considera la intercambiabilidad de mercancías como una propiedad interna, natural de las mercancías mismas [el mismo fetiche estalinista del «trabajo puro»]. En otras palabras: lo que es en realidad una relación entre personas, aparece como una relación entre cosas [cuestión que subsistió en la URSS por la continuada oposición del trabajo muerto sobre el trabajo vivo y el tratamiento de las y los trabajadores como objetos de la producción y no sujetos de ella], dentro del contexto del fetichismo de la mercancía” (Marx citado por Rubin, 2021: 12, un párrafo que parece un diálogo con Karel Kósic, sin que se hayan podido conocer en la vida real).

Es obvio que no resuelve las cosas el hecho puramente empírico de que, durante determinados períodos, en la URSS no se incorporaran a los precios de los productos o mercancías, o se lo hiciera muy irregularmente, los costos de depreciación del capital fijo. Esta irracionalidad se llevaba adelante sobre la base de la pretensión ridícula de que los medios de producción eran “gratuitos” y que su manutención o reemplazo costaba “cero”: “En el XXI Congreso del PCUS, A. Aristov mencionó la cifra de 60.000 fresadoras y 15.000 prensas mecánicas, «que permanecen durante años en los depósitos o se oxidan en los patios de las fábricas». Esta acumulación de equipo no utilizado se ve facilitada por la regla [¡irracional!] de no incluir la amortización de este equipo en el precio de costo de la producción corriente” (Mandel, 1975: 211). ¡A quién se le puede ocurrir este tipo de estupideces antieconómicas!

Ejemplo de este tipo de errores de considerar gratuitos a diversos factores de la producción, era el manejo de las materias primas.[15] Por ejemplo, en el trabajo en las minas, la búsqueda de una producción acelerada daba lugar a pérdidas enormes, del orden del 15 al 20% de la producción de las reservas minerales (sobrante que se acumulaba mastodónticamente al lado de las minas a modo de scrap).[16] En los pozos petrolíferos de la década del 60, los gases liberados escasamente se aprovechaban. Se estima que cada año se perdían billones de metros cúbicos de metano, que se diluían en el aire.

Dicho lo anterior, podemos abordar ahora las “futuristas” definiciones de Marx contenidas en sus brillantes páginas de los Grundrisse referidas al maquinismo. Sucintamente, lo que Marx señala es que el gasto de energía humana en la producción dejará de ser la medida de los valores de uso. El desarrollo de las fuerzas productivas es tal –a pesar del paralelo desarrollo de las fuerzas destructivas  y de la inmensa actualidad en este siglo XXI de la divisa socialismo o barbarie– que, en el caso de una sociedad emancipada que se desarrolle, en el caso de revoluciones socialistas que ocurran en el centro capitalista, la tendencia histórica al reemplazo del trabajo humano por el “individuo social” y las fuerzas colectivas del “general intellect” acabará desplazando al trabajo humano del centro de la producción, emancipándolo y colocando entre la humanidad y la naturaleza las potencias agregadas de su creatividad científico-técnica.

Abrimos entonces, con el perdón del lector, una larguísima parrafada con estos apuntes que quitan el aliento y que, dado el largo de este texto, analizaremos pormenorizadamente en nuestra próxima entrega.

“(…) una vez inserto en el proceso de producción del capital, el medio de trabajo experimenta diversas metamorfosis, la última de las cuales es la máquina o más bien un sistema automático de maquinaria (sistema de la maquinaria); lo automático no es más que la forma más plena y adecuada de la misma, y transforma por primera vez a la maquinaria en un sistema puesto en movimiento por un autómata, por fuerza motriz que se mueve a sí misma; este autómata se compone de muchos órganos mecánicos e intelectuales de tal modo que los obreros mismos sólo están determinados como miembros conscientes del sistema (…) La actividad del obrero, reducida a una mera abstracción de la actividad, está determinada y regulada en todos los aspectos por el movimiento de la maquinaria, y no a la inversa. La ciencia, que obliga a los miembros inanimados de la máquina –merced a su construcción– a operar como un autómata conforme a un fin, no existe en la conciencia del obrero, sino que opera a través de la maquinaria como poder ajeno, como poder de la máquina misma, sobre aquél (…) La acumulación del saber y de la destreza, de las fuerzas productivas generales del cerebro social, es absorbida así, con respecto al trabajo, por el capital y se presenta por ende como propiedad del capital, y más precisamente como capital fixe (…) Ese camino es el del análisis a través de la división del trabajo, la cual transforma ya en mecánicas las operaciones de los obreros, cada vez más, de tal suerte que en cierto punto el mecanismo puede introducirse en lugar de ellos (para lograr ahorro de energía) (…) El intercambio de trabajo vivo por trabajo objetivado, es decir poner el trabajo social bajo la forma de la antítesis entre el capital y el trabajo, es el último desarrollo de la relación de valor y de la producción fundada en el valor. El supuesto de esta producción es, y sigue siendo, la magnitud del tiempo inmediato de trabajo, el cuanto de trabajo empleado como el factor decisivo de la producción de la riqueza. En la medida, sin embargo, en que la gran industria se desarrolla, la creación de la riqueza efectiva se vuelve menos dependiente del tiempo de trabajo, y del cuanto de trabajo empleado, que del poder de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo, poder que a su vez –su powerful effectiveness [su poderosa eficacia]– no guarda relación alguna con el tiempo de trabajo inmediato que cuesta su producción, sino que depende más bien del estado general de la ciencia y del progreso general de la tecnología, o de la aplicación de la ciencia a la producción (…) La riqueza efectiva se manifiesta más bien –y esto lo revela la gran industria– en la enorme desproporción entre el tiempo de trabajo empleado y su producto, así como en la desproporción cualitativa entre el trabajo, reducido a una pura abstracción, y el poderío del proceso de producción vigilado por aquél. El trabajo ya no aparece tanto como recluido en el proceso de producción, sino más bien el hombre se comporta como supervisor y regulador con respecto al proceso de producción mismo (…) Se presenta al lado del proceso de producción, en lugar de ser su agente principal. En esta transformación, lo que aparece como el pilar fundamental de la producción y de la riqueza no es ni el trabajo inmediato ejecutado por el hombre, ni el tiempo que éste trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza productiva general, su comprensión de la naturaleza y su dominio de la misma gracias a su existencia como cuerpo social; en una palabra, el desarrollo del individuo social. El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparado con este fundamento, recién desarrollado, creado por la gran industria misma. Tan pronto como el trabajo en su forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el valor de cambio [deja de ser la medida] del valor de uso. El plustrabajo de la masa ha dejado de ser la condición para el desarrollo de la riqueza social, así como el no-trabajo de unos pocos ha cesado de serlo para el desarrollo de los poderes generales del intelecto humano. Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso material inmediato se le quita la forma de necesidad apremiante y antagonismo. Desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino en general reducción del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos” (Marx: 218 y ss.).

Y culmina brillantemente Marx con lo que en realidad no es el fin del capitalismo, el poder de la clase obrera, sino la culminación del proceso de transición, más largo o más corto dependiendo del piso de la sociedad de la cual parte, y del carácter universal-internacional de la revolución: “La naturaleza no construye máquinas, ni locomotoras, ferrocarriles, electric telegraphs, hiladoras automáticas, etc. Son éstos productos de la industria humana, material natural transformado en órganos de la voluntad humana sobre la naturaleza o de su actuación en la naturaleza. Son órganos del cerebro humano creados por la mano humana, fuerza objetivada del conocimiento. El desarrollo del capital fixe revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge [saber] social general se ha constituido en fuerza productiva inmediata y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y remodeladas conforme a él. Hasta qué punto las fuerzas productivas sociales son producidas no sólo en la forma de conocimiento, sino como órganos inmediatos de la práctica social, del proceso vital real” (Marx, 1980: 229/230).[17]

Contengamos entonces de momento la respiración hasta nuestro próximo artículo, en el cual nos dedicaremos a analizar pormenorizadamente este largo fragmento de Marx, en el cual el mayor teórico del movimiento socialista hasta nuestros días sugiere, en cierta forma, que el trabajo tal como lo concebimos hoy se transformará en otra cosa algo más genérica: actividad libre, que significará un revolucionamiento casi completo y todavía imprevisible (como afirma Naville) de la eterna relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza.

Bibliografía

Antoine Artous, “A lire: un extrait de «Le travail et l’émancipation», de Karl Marx, 2016.

Paul Cockshott y Maxi Nieto, Ciber-Comunismo. Planificación económica, computadoras y democracia, Editorial Trotta, Madrid, 2017.

Marcel van der Linden, Western marxism and the Soviet Union. A survey of critical theories and debates since 1917, Brill, Historical Materialism, 17, Leiden-Boston, 2007.

Ernest Mandel, Tratado de economía marxista, tomo II, Ediciones Era, México, 1975.

-“Iniciación a la economía marxista”.

El poder y el dinero, Siglo Veintiuno Editores, México, 1994.

Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), volumen 2, 1857/1858, Siglo Veintiuno Editores, México, 1980.

Pierre Naville, Le Noveau Leviathan 4., Les échanges socialistes, éditions anthropos, París, 1974.

Le Noveau Leviathan 1, De l’aliénation á la joissance, éditions anthropos, París, 1970.

Tony Negri, Marx más allá de Marx. Nueve lecciones sobre los Grundrisse, www.nodo50.0rg, Argentina, 2000.

Alec Nove, El sistema económico soviético, Siglo Veintiuno Editores, México, 1982.

La economía del socialismo factible, Siglo Veintiuno Editores, México, 1987.

Isaac Ilich Rubin, Ensayos sobre la teoría marxista del valor, Ediciones dos Cuadrados, Madrid, 2021.

Robério Paulino, Socialismo no século XX. ¿O que deu errado?, Letras do Brasil, Brasil, 2010.

León Trotsky, La revolución traicionada, Editorial Crux, La Paz, Bolivia, sin fecha.


[1] El marxista soviético Isaac Ilich Rubin, protegido de Riazanov y purgado por Stalin, señala varias veces en sus extraordinarios Ensayos sobre la teoría marxista del valor, de 1928, lo que acabamos de señalar: que, en última instancia, es el desarrollo de las fuerzas productivas lo que habilita la existencia real de nuevas relaciones de producción. En puridad, Rubin lo afirma de manera algo más determinista, “los cambios en las relaciones de producción que dependen del desarrollo de las fuerzas productivas” (Rubin, 2021: 8), pero preferimos asumirlo de manera más matizada: existe una dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción donde unas y otras se intercalan en el proceso transitorio, aunque, en última instancia, será el desarrollo de las fuerzas productivas lo que dará la medida de las cosas.

En la revolución, en cierto modo, las nuevas relaciones sociales se “anticipan” al desarrollo de las fuerzas productivas, aunque estas posteriormente vuelven por sus fueros. Por esto mismo, la interpretación politicista de las cosas al estilo de Althusser, del último Bettelheim o de Tony Negri se estrella contra el muro de la materialidad.

[2] Los faroles apagados reenvían a la negativa a apreciar los resultados del plan por la vía del mercado, entre los consumidores, por la cerrazón de la burocracia en los años 30 para considerar la constante devaluación de la moneda como un mal, por rechazar las “señales de precios” (término que no es de Trotsky sino de los socialistas de mercado, pero que tiene su validez a nuestro modo de ver), la comparación del precio y calidad de los productos con los del mercado mundial.

[3] Este problema es abordado en el capítulo IV de esta extraordinaria obra, “La lucha por el rendimiento del trabajo”: “Varios profesores obedientes habían logrado construir con las palabras de Stalin toda una teoría, de acuerdo con la cual el precio soviético, a la inversa de los del mercado, estaba dictado exclusivamente por el plan o por directivas; no era una categoría económica sino una categoría administrativa destinada a servir mejor al nuevo reparto de la renta nacional en beneficio del socialismo. Estos profesores olvidaban explicar cómo se pueden «dirigir» los precios sin conocer el precio de costo real, y como se puede calcular éste si todos los precios, en lugar de expresar la cantidad de trabajo socialmente necesaria para la producción de los artículos, expresan la voluntad de la burocracia” (Trotsky, Crux: 75).

[4] Rubin publicó la excepcional obra que estamos citando en 1928, aunque parece que la tenía terminada en 1924. Junto con las obras de Evgeni Pashukanis, La teoría del derecho y el marxismo, y de Evgeni Preobrajensky, La nueva economía, entre otras, dieron muestra del excepcional desarrollo teórico que tuvo lugar en la década y media inmediatamente posterior a la revolución (lo mismo que en los diversos planos del arte, la biología, la psicología, la ecología, etc. El clásico biógrafo de Bujarin, Stephen Cohan, refleja esto en su obra).

[5] “(…) cuanto más se generaliza la producción de mercancías, tanto más se regularizan el trabajo y la organización de la sociedad se concentra alrededor de una contabilidad fundada en el trabajo” (Iniciación a la economía marxista).

[6] Como hemos señalado en otras notas, se trata ésta de una hipótesis de trabajo que se mueve entre dos límites: a) des-ontologizar el concepto de trabajo (aunque sin perder la idea engelsiana de que el trabajo hizo al hombre), b) que de ninguna manera se pierda de vista que el intercambio humano con la naturaleza es una relación material transhistórica que caracteriza a la humanidad misma: ¡nunca hay que olvidar que los humanos somos, primariamente, naturaleza!

[7] Mandel, en un texto de popularización que de todas maneras tiene valor, aparentemente no tiene tantos pruritos al hablar del fin del trabajo, al cual relaciona con la automación: “(…) imaginemos este movimiento en su conclusión última. El trabajo humano queda totalmente eliminado de todas las formas de producción, de todas las formas de servicio. En tales condiciones, ¿puede subsistir el valor? ¿Qué sería de una sociedad en la que ya no hubiese nadie que tuviera rentas y en la que las mercancías continuaran teniendo un valor, y continuaran vendiéndose? Tal situación sería manifiestamente absurda. Se produciría una masa inmensa de productos cuya producción no crearía renta alguna, puesto que ninguna persona humana intervendría en su producción. Pero se intentaría «vender» dichos productos, que, sin embargo, ya no tendrían comprador. Es evidente que en una sociedad tal la distribución de los productos ya no se haría en forma de venta de mercancías, venta que, por otra parte, sería totalmente absurda debido a la abundancia producida por la automatización general. En otras palabras, la sociedad en la cual quedara totalmente eliminado el trabajo humano de la producción, en el sentido más general de la palabra, incluyendo los servicios, sería una sociedad en la cual el valor de cambio habría desaparecido igualmente. Lo cual prueba la validez de la teoría [del valor], puesto que en el momento en que el trabajo humano desaparece de la producción, el valor desaparece igualmente” (Mandel, “Iniciación a la economía marxista”).

La acotación que hay que hacer acá es que, como Mandel viene de un razonamiento precedido de la idea de un “imaginemos”, y de la cuestión de la “reducción al absurdo” del razonamiento con el que está polemizando (el de los que opinan erróneamente que la ley del valor es eterna, a lo Lukács, criticado muy justamente en esto por Meszaros), no nos queda claro, a pesar de todo, si Mandel opina realmente que el trabajo puede ser superado y devenir en otra cosa o no (de todos modos, hay que reconocer que los problemas de la automación son una suerte de obsesión que marca su valiosa obra El capitalismo tardío).

[8] Atención una vez más: lo anterior no quiere decir que consideremos que el trabajo se transforma en un juego, como señalaba Fourier. La dimensión de la aplicación al “trabajo”, a la actividad, a la emulación, en el concepto de aplicación a las artes, a las ciencias, algo “endemoniadamente serio”, como señalaba Marx respecto de la dirección de una orquesta, no solamente se mantiene sino que se refuerza, y en este circunscrito sentido podemos seguir llamando “trabajo” a estas aplicaciones humanas de la actividad. En el fondo, inclinamos la vara desde el trabajo a la actividad para que se entienda que cuando se trata de un gasto de energía humana en la producción, siempre se está ante la posibilidad de que retornen relaciones de explotación o desigualdad.

Tony Negri, por su parte, no tiene dudas respecto de la abolición del trabajo en el comunismo: “El trabajo ya no es trabajo, es trabajo liberado del trabajo. El contenido del comunismo, por ello, consiste en una reversión que suprime, al mismo tiempo, al objeto revertido. El comunismo es sólo reversión del trabajo en la medida en que esta reversión es supresión del trabajo. Liberación de las fuerzas productivas, ciertamente, pero como dinámica de un proceso que conduce a la abolición, a la negación en su forma más total. Cambiar la liberación-del-trabajo hacia ir-más-allá-del-trabajo es el centro, el corazón de la definición de comunismo (…) El contenido, el programa del comunismo es un desarrollo de necesidades universales que han emergido de la base colectiva pero miserable de la organización del trabajo asalariado, pero que, de un modo revolucionario, significa la abolición del trabajo, su muerte definitiva (…) Ya no se trata de preguntar sobre el camino que conduce de la prehistoria a la historia, sino sobre la revolución sobre su aspecto sincrónico y puntual” (Negri, 2000: 77).

Esto más allá de que Negri plantea metodológicamente la cuestión en abstracto, porque de manera anti-hegeliana se niega a apreciar los desarrollos materiales de las cosas que hacen posible la “abolición del trabajo” (se tira de cabeza a la pileta en esta posición sin los matices que son necesarios para que esto no se trate de una fuga al idealismo). De todos modos, queda expresado claramente que para el marxista –o posmarxista– italiano, la perspectiva del comunismo es esa: abolir el trabajo como tal.

[9] En su obra Le Noveau Leviathan, Naville le había criticado esto a Mandel, afirmando que su negación del imperio mundial de la ley del valor era una afirmación “anti-trotskista”.

[10] Nove y Mandel debatieron en los años 80, el primero inclinando la vara unilateralmente para el lado del mercado y el segundo dando a entender que la democracia socialista sustituiría, mecánicamente, a los precios y el mercado. Catherine Samary les realizó una clásica crítica a ambos en una escuela de cuadros de la corriente mandelista a finales de esa misma década, defendiendo la “regulación tripartita” de la economía transitoria (planificación, mercado y democracia socialista).

[11] Hay que recordar que el derecho igual, es decir, el derecho burgués, desaparece junto con la producción de mercancías y la ley del valor. Desarrollamos esto en el tomo I de nuestra obra.

[12] Acabamos de ver cómo Trotsky se queja de la asignación por cartillas de los bienes de consumo que, en realidad, eran cartillas de racionamiento, en lugar de las asignaciones por dinero.

[13] Trabajo esclavo en el caso del Gulag y sobreexigido en base al plusvalor absoluto en el sector “normal” de la industria. Decimos sobreexigido en materia de plusvalor absoluto porque tan baja era la productividad de la economía, tan extensiva era la lógica de la planificación burocrática, que prácticamente no había ganancias de plusvalor relativo, de productividad. Caso extremo de este plusvalor absoluto era el sistema stajanovista que veremos en este mismo tomo II de nuestra obra.

[14] Parafraseamos con este título una obra homóloga de Tony Negri, aunque no pensamos que Marx haya ido más lejos que Marx, sino que en realidad la obra de Marx, bien leída, supera la ontologización del trabajo, que no figura en su obra sino que fue realizada por el estalinismo y la socialdemocracia en el siglo pasado.

[15] Utilizamos el concepto de “factor de la producción” a modo descriptivo porque, como es sabido y venimos citando en estas notas con el anexo de Marx a Las teorías de la plusvalía en nuestras manos, el concepto mismo de factor de producción hace aparecer en la economía burguesa a dichos factores de manera separada e independiente como ganancia capitalista, renta de la tierra y salario obrero, cuando en realidad todas estas categorías son reductibles a una misma cosa: el trabajo humano.

[16] Scrap significa desechos, restos o chatarra provenientes del proceso de fabricación. Toda producción tiene scrap, pero debe estar dentro de proporciones determinadas (en torno al 1 o 2% de la producción, no más). Ya vimos que Kowalewsky considera que la economía soviética tenía tal proporción de sobrantes que constituía, prácticamente, un tercer sector económico junto con el de bienes de producción y el de bienes de consumo (¡el scrap en la URSS alcanzaba al 20 o 30% de producción inutilizable! ¡Y todavía hay “trotskistas” que defienden en la transición una economía administrativa por oposición a una verdadera economía!). Como anécdota personal, recuerdo que me topé por primera vez con este concepto de scrap trabajando en una fábrica metalúrgica a comienzos de los años 90.

[17] Absolutamente brillante Marx, y brillante Pedro Scaron, que, con la colaboración de José Aricó y Miguel Murmis, nos dejó las mejores traducciones al castellano de El capital y los Grundrisse que poseamos los marxistas latinoamericanos hasta el momento.

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