Imperialismo en el siglo XXI

Trump y la lógica del despojo: petróleo, minerales y geopolítica imperial

El imperialismo estadounidense reafirma su rostro más agresivo: un capitalismo depredador que convierte cada recurso en mercancía, cada territorio en botín y cada ecosistema en un campo abierto a la rapiña. Solo con una perspectiva anticapitalista y socialista es posible frenar esta maquinaria de despojo y abrir paso a un horizonte distinto frente al capitalismo depredador y ecocida.

La política de Donald Trump expresa con crudeza una fase del capitalismo, en la que el saqueo territorial y la extracción intensiva de recursos se tornan fundamentales para la dominación imperialista. Bajo la bandera de la “seguridad energética” y el “dominio estratégico”, su administración impulsa un modelo basado en el petróleo, el gas, los minerales críticos y las tierras raras, consolidando un esquema que combina extractivismo y militarismo.

No se trata únicamente de una orientación económica, sino de un proyecto político que reconfigura fronteras de influencia, impone acuerdos desiguales y somete países y territorios a la lógica depredadora del capital. En este marco, la “era de la combustión” se convierte en metáfora de un capitalismo en combustión interna, que intensifica la expoliación para sostener su propia supervivencia.

La geopolítica adquiere un carácter central, donde la disputa con China, la presión sobre los países periféricos y la explotación de espacios frágiles como los océanos muestran un imperialismo que se expande sin límites ni fronteras. El resultado es un orden mundial más inestable, donde la rapiña de recursos se combina con la devastación ambiental y la subordinación política.

El saqueo extractivista como eje político

El proyecto político de Trump, tiene por objetivo la recomposición delpoder hegemónico imperialista de los Estados Unidos, el cual se debilitó significativamente en las últimas décadas. Por este motivo, una de sus características es la aceleración sin matices de la lógica expansionista extractivista, que atraviesa la dinámica interna del país y se proyecta hacia el exterior mediante “acuerdos” que siguen un patrón colonialista.

Dentro de sus fronteras, propicia la explotación de petróleo y gas, firmando decretos y órdenes ejecutivas que aceleran los permisos de exploración y que eliminan las, ya de por sí laxas, regulaciones ambientales. La consigna de la “independencia energética” es la justificación para legitimar la expansión de los combustibles fósiles y garantizarle ganancias extraordinarias a las grandes empresas del sector.

Esto encaja con la noción de imperialismo territorializado, ya que no basta con expandir el capital financiero o el comercio, sino que el Estado interviene directamente para recomponer fronteras de dominio, imponer control sobre territorios y recursos estratégicos. Se vincula directamente al concepto clásico de acumulación originaria, con la reapropiación territorial que subyace al extractivismo imperialista.

Trump define su política extractiva como un asunto de seguridad nacional. Con ese argumento presiona para ampliar la lista de minerales críticos que considera indispensables para el complejo militar-industrial y las industrias de alta tecnología. Se trata de recursos que sostienen desde la fabricación de misiles hasta la producción de semiconductores, pasando por las baterías para vehículos eléctricos, los sistemas aeroespaciales y la inteligencia artificial.

En este marco, la extracción de tierras raras, cobre, litio, níquel o grafito adquiere un valor geopolítico que sirve como excusa para desplegar “acuerdos” en distintas partes del mundo. Es la restauración del proyecto imperialista territorializado. Trump coloca las materias primas en el centro de la diplomacia económica y militar. A través de la amenaza de nuevos aranceles, Washington obliga a los países dependientes a ceder sus recursos bajo condiciones favorables a las empresas estadounidenses.

Los casos de Pakistán y Ucrania son los ejemplos más paradigmáticos de esta estrategia. En ambos países, Trump consiguió hacerse con la explotación de minerales y tierras raras mediante la promesa de inversión o cooperación militar. En Argentina, por otro lado, se utiliza más el músculo económico del dólar para desplazar las inversiones chinas en favor de las estadounidenses.

El resultado es un modelo de saqueo que combina extractivismo y militarismo. No hay ninguna discreción en ocultar su objetivo, que es consolidar a Estados Unidos como potencia dominante en el control de recursos esenciales para la economía mundial. El acceso a estas materias primas se convierten así en el núcleo de la política imperialista que no reconoce fronteras ni límites, y que perpetúa un capitalismo ecocida en su forma más agresiva.

El extractivismo imperial de Trump

No se puede analizar esta avanzada sin colocar en el frente del escenario la disputa estratégica con China. Para el imperialismo estadounidense, el control de los minerales críticos y de las cadenas de suministro asociadas es un terreno central de competencia, porque en esos recursos se sostiene tanto la producción tecnológica como la capacidad militar.

Mientras Trump proclama que quiere “asegurar el dominio energético y mineral” de Estados Unidos, la realidad muestra que Washington depende de las importaciones de 41 de los 50 minerales que clasifica como críticos, y que en 29 de ellos China se ubica como principal productor. Pekín lleva más de una década consolidando un poder difícil de revertir en este terreno. Controla entre el 40% y el 90% del refinado mundial de tierras raras y otros minerales, lo que significa que incluso cuando estos se extraen en otros países, su procesamiento y colocación en el mercado internacional dependen en gran medida de su industria.

El gigante asiático también avanza en acuerdos para asegurar el suministro de estos insumos. Domina el níquel de Indonesia, participa activamente en proyectos de litio en América Latina y expande su influencia en África a través de inversiones en cobalto y cobre. Ese entramado le permite garantizar su propio desarrollo industrial y tecnológico y también condicionar a terceros países que dependen de la importación de los materiales procesados.

Frente a ese panorama, Trump recurre a un discurso abiertamente beligerante. Presenta la política extractiva como una cruzada para romper la “dependencia indebida” de adversarios extranjeros y coloca a China en el centro de esa acusación. En la práctica, eso significa imponer “acuerdos” con países ricos en minerales, mediante tratados que son desventajosos para las poblaciones locales y que implican una destrucción ambiental irreversible.

Tampoco es que los acuerdos chinos sean muy beneficiosos para los países que poseen los recursos. Al fin y al cabo, ambos son proyectos imperialistas que basan su acumulación en la explotación de países dependientes. La diferencia es que China guarda un poco más los modales, mientras que Estados Unidos utiliza mecanismos de presión mucho más agresivos para lograr imponerse.

En última instancia, el proyecto estadounidense es asegurar que los recursos del planeta queden bajo control directo de sus corporaciones y que, con ello, se refuerce la supremacía de Washington en un mundo cada vez más convulsionado. La “seguridad nacional” es un pretexto, el verdadero motor de esta política es la necesidad del capital norteamericano de sostener su dominación frente a un rival que avanza a grandes pasos y que desafía su supremacía imperial.

Inversiones por recursos

El “acuerdo” entre Estados Unidos y Pakistán para la explotación de minerales es quizás el ejemplo más concreto de cómo se utiliza la amenaza comercial de los aranceles para impulsar el extractivismo. Firmado entre la empresa estadounidense United States Strategic Metals (USSM) y la Organización de Obras Fronterizas de Pakistán (FWO), el convenio establece un marco de cooperación por 500 millones de dólares que incluye la extracción de minerales como cobre, oro, tungsteno, antimonio y tierras raras.

La inversión contempla además la instalación de una refinería en territorio paquistaní, destinada a procesar y producir bienes intermedios y terminados para cubrir la creciente demanda del mercado estadounidense, de ahí su importancia para asegurar recursos para las industrias de defensa, aeroespacial y tecnológica.

El gobierno de Islamabad, apunta a atraer inversión extranjera y dinamizar su sector minero que apenas representa el 3,2% del PIB nacional. Sin embargo, detrás de esto se esconde una relación profundamente desigual. El gobierno de Trump utiliza su poderío para condicionar la política interna de Pakistán, forzando un esquema de subordinación en el que los beneficios serán para las corporaciones estadounidenses y no para el desarrollo local.

Este pacto refleja el patrón clásico del imperialismo; Washington se presenta como socio que trae capital y tecnología, pero en la práctica controla la cadena de valor y se apropia de los recursos. Pakistán, con vastas reservas aún poco explotadas, se convierte en una cantera donde el imperialismo estadounidense ejecuta su modelo de desposesión

El acuerdo no se limita al terreno económico. La presencia de Washington también incluye el vínculo militar entre ambos países. De esta manera, Pakistán no solo entrega minerales, sino que compromete su soberanía a cambio de protección e inversiones condicionadas. Esto solo refuerza la dependencia de un país periférico hacia la potencia imperial.

En ese contexto, la expansión del extractivismo no es un simple proyecto económico, sino parte de una recomposición de las relaciones internacionales que, cada vez más, se basan en invadir de facto territorios, imponer acuerdos abusivos, condicionar la asistencia militar o financiera y diluir la soberanía de los países subordinados.

Este caso confirma que el imperialismo no necesariamente requiere invadir para dominar. Basta con controlar el acceso a los recursos y asegurar que las corporaciones se ubiquen en el centro de la extracción y la comercialización. La población local carga con las consecuencias sociales y ambientales, mientras el capital estadounidense se beneficia del saqueo “legalizado” que reproduce la lógica colonial bajo un ropaje de modernización y cooperación.

Minerales como botín de guerra

Por su parte, el acuerdo con Ucrania, impulsado directamente por Trump, desnuda la lógica más descarnada de la economía de guerra. Trump está dispuesto a entregar armas que le son pagadas en efectivo por Europa y también con los recursos ucranianos. Este año se creó un fondo común de inversiones con el objetivo de financiar los esfuerzos bélicos y la reconstrucción del país tras la guerra, pero en realidad funciona como un mecanismo de apropiación de sus riquezas minerales.

Washington realizó una contribución inicial de 75 millones de dólares, dinero que Kiev igualó en cumplimiento de la cláusula de aportes equivalentes. El fondo se centra en proyectos energéticos, de infraestructura y, sobre todo, en la explotación de minerales y tierras raras, recursos que Trump exigió incluir como condición indispensable para mantener la ayuda estadounidense.

Las negociaciones se desarrollaron bajo un clima de presión evidente. Trump condicionó la continuidad de la asistencia militar y financiera a que Ucrania garantizara acceso preferencial a sus reservas. En su retórica llegó a exigir que el país cediera hasta la mitad de los ingresos provenientes de la explotación de petróleo, gas y minerales, además de un pago directo de 500.000 millones de dólares como compensación por la ayuda enviada por el gobierno de Biden.

Aunque estas condiciones se moderaron en el documento final, el trasfondo quedó claro; para la administración Trump, la solidaridad con Kiev no es más que una oportunidad de negocio que se mide en términos de control sobre los recursos naturales. Así, este caso es particularmente significativo, porque muestra cómo el imperialismo extractivista se alimenta de la guerra.

La devastación causada por la invasión rusa y la dependencia de Ucrania de la ayuda occidental generaron las condiciones perfectas para que Washington impusiera un pacto de carácter colonial. Con el argumento de la reconstrucción, Estados Unidos aseguró el ingreso de sus corporaciones a un territorio rico en recursos, a cambio de inversiones condicionadas y promesas de seguridad.

Las declaraciones oficiales hablan de “modernizar sectores industriales” y “fortalecer la soberanía energética de Ucrania”. Sin embargo, el verdadero motor del acuerdo es garantizarle a las empresas estadounidenses la explotación directa de las reservas y el control de la cadena de suministro en un espacio geopolíticamente estratégico. Ucrania queda atrapada entre la guerra con Rusia y el saqueo por su supuesto aliado.

Se asiste aquí al rol creciente de los “métodos extraeconómicos” en la acumulación contemporánea. Estas formas conviven con la explotación tradicional, pero están cobrando mayor peso. Esto es central para entender el imperialismo extractivista; no basta con contratos o leyes favorables, es necesario respaldarlos con coerción política, militar y diplomática, alterando la territorialidad del Estado subordinado.

Acceso a recursos por centavos

Argentina entró en la mira de la política extractivista trumpista debido a sus reservas minerales, energía, ubicación geográfica y política. Trump sale al rescate del fracasado de Milei y, entre otras cosas, pone como condición que corte o reduzca fuertemente los lazos de todo tipo con China, condicionando todo su apoyo financiero a ese cambio.

Se negoció una línea swap por 20.000 millones de dólares entre el Tesoro de Estados Unidos y el Banco Central argentino, asistencia financiera ligada a préstamos condicionados, pero esas ayudas no vienen sin precio. Estados Unidos pide que Argentina abandone proyectos en 5G con China, suprima el swap chino, frene los negocios de construcción de represas hidroeléctricas en Santa Cruz, y ceda el control sobre tierras raras, minería, petróleo y energía. Inclusive se sugieren bases militares o espaciales como parte del paquete de exigencias.

Argentina tiene yacimientos de litio, cobre y otros recursos, con potencial para alimentar industrias de alta tecnología. Estados Unidos busca ubicar su capital en el centro de ese negocio, monopolizando el control sobre la extracción, el financiamiento y las licitaciones más rentables, incluso en proyectos ya comprometidos con China como centrales nucleares, represas, carreteras, etc.

En este caso, no solo se busca controlar los recursos vía “acuerdos” comerciales o militares, sino que se utiliza el poder de la máquina de impresión infinita de dólares para lograrlo. Es la compra directa y a precio de usura del acceso a los minerales. Con este salvataje se empeña por céntimos el futuro de generaciones enteras.

El imperio vuelve sobre la territorialidad, reclama el “derecho” al saqueo extraeconómico, que reconfigura las fronteras reales de su dominio e impulsa la extracción agresiva en los espacios periféricos. Trump no es un accidente irracional, sino la expresión de una etapa donde la “desestabilización del viejo orden” obliga al capital a reterritorializarse.

Romper la frontera oceánica

La ofensiva extractivista va más allá de la superficie terrestre y se extiende hacia los fondos marinos. Trump, a través de una orden ejecutiva, instruyó a sus secretarios de Comercio e Interior a acelerar permisos de exploración y extracción tanto en aguas territoriales como en zonas internacionales, ninguneando directamente a la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (AIFM), un organismo de la ONU que regula la explotación en altamar.

La medida busca extraer nódulos polimetálicos ricos en manganeso, níquel, cobalto y cobre. El gobierno calcula que en diez años podría obtener hasta mil millones de toneladas de material y aumentar el PIB en 300.000 millones de dólares. Nuevamente, se trata de pasos que buscan consolidar a Estados Unidos como el actor dominante en un sector que todavía no cuenta con explotación comercial a gran escala y evitar que China, que ya desarrolla proyectos similares, se adelante en el control de este nuevo “territorio de saqueo”.

El problema es que la minería oceánica representa una de las amenazas más graves para la biodiversidad del planeta. Se trata de ecosistemas frágiles y poco estudiados, que quedarían expuestos a una explotación industrial descontrolada con consecuencias irreversibles para la vida marina. De hecho, el propio gobierno chino (hipócritamente) denunció que esta acción viola el derecho internacional y pone en riesgo los intereses colectivos de la humanidad.

La ofensiva sobre los océanos refleja con claridad el carácter ecocida de la política extractivista de Trump. En su afán de colocar a Estados Unidos “por delante de China” a cualquier precio, expone los últimos espacios relativamente intactos del planeta a la lógica de acumulación del capital, es la lógica de la expansión de la frontera capitalista.

Imperialismo extractivista, territorializado y ecocida

El conjunto de medidas impulsadas por el gobierno estadounidense dibuja con nitidez la lógica de un imperialismo extractivista que combina chantaje económico, militarización y devastación ambiental. Desde los acuerdos con países vulnerables hasta la apertura del fondo oceánico a la minería, la estrategia persigue un único objetivo: asegurar el control estadounidense sobre los recursos críticos que sostienen el desarrollo tecnológico y militar actual.

El control de los recursos funciona como la base de un capitalismo depredador de los territorios ajenos. Con ello, no solo fortalece a las corporaciones energéticas y tecnológicas, sino que también cimenta un modelo de dominación que somete a países enteros a la lógica del capital estadounidense. El contenido real de los tratados, acuerdos y órdenes es la subordinación y el saqueo.

El carácter ecocida de esto es evidente. La frontera extractivista no conoce límites, la tierra y el mar se convierten en espacios disponibles para la acumulación, sin importar las consecuencias sobre la vida humana y el ecosistema. El imperialismo se territorializa en cada acuerdo y en cada decreto, pero también se proyecta hacia un horizonte global donde el capital busca apropiarse de todos los espacios que le puedan generar riqueza.

Es un dragón de tres cabezas: saqueo de recursos, subordinación de países periféricos y destrucción ambiental. Trump no solo reactualiza la lógica colonial, sino que la intensifica. Las llamas de su proyecto destructor y explotador se revelan así como una amenaza no solo para los pueblos que sufren directamente la expoliación, sino para el conjunto de la humanidad y el equilibrio ecológico del planeta.

Bajo esta administración, el imperialismo estadounidense reafirma su rostro más agresivo: un capitalismo depredador que convierte cada recurso en mercancía, cada territorio en botín y cada ecosistema en un campo abierto a la rapiña. Frente a esto es momento de organizarse y movilizarse. Los pueblos que sufren directamente el saqueo y quienes enfrentan las consecuencias ecológicas globales deben levantar una respuesta común.

La resistencia al capital imperial, fósil y minero, exige articular luchas locales y movimientos internacionales, construir solidaridades concretas y poner en pie alternativas que enfrenten la barbarie imperialista. Solo con una perspectiva anticapitalista y socialista es posible frenar esta maquinaria de despojo y abrir paso a un horizonte distinto frente al capitalismo depredador y ecocida.

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